Rubén Fernández
Argentina
Había escuchado algunas veces a mi abuela, refiriéndose a mis hermanas y
a otras chicas, decir: ¡ya es señorita!, cuando supuestamente habían dejado el
escalón infantil. Siempre quise averiguar cómo sabíamos nosotros, los varones,
que ese momento había llegado. Cuándo dejábamos de ser niños.
Por entonces, vivíamos en un edificio de diez pisos y el departamento que
ocupábamos con mi familia estaba en el
cuarto. Tenía la costumbre de desafiar al ascensor en carreras hasta la planta
baja. Si eran en subida, tenía calculado que las chances se igualaban si yo
partía con doce escalones de ventaja, caso contario, la mecánica vencía
irremediablemente a mis músculos. Me
gustaba más competir bajando, sentía que lo hacía en condiciones de igualdad.
Si salía de mi casa y escuchaba que el ascensor venía descendiendo ya me
preparaba. Cuando llegaba a una marca que había hecho con tiza en el marco de
la puerta tijera, me lanzaba en veloz carrera sorteando los escalones de dos en
dos.
Ganaba más veces de las que perdía, pero contaba en mi haber con dos
notorios fracasos en sendos resbalones, que rozaron el ridículo. Había en la
planta baja una baldosa que hacía de meta. Antes que se abriera la puerta, mi
pie debía estar apoyado en ella para considerarme ganador.
Por supuesto, tenía un ambicioso menú de premios y castigos. Eran siempre
de resolución mediata, diferida en el tiempo. No consideraba válido apostar por
ejemplo: si gano, Boca vence a Lanús el domingo. Inconscientemente, buscaba
eventos que no pudieran verificarse fácilmente. Caso contrario, corría el
riesgo de perder la magia que sustentaba el juego. Si gano, viviré un año más.
Si pierdo, tendré una enfermedad respiratoria en algún momento de mi vida. Si
triunfo, voy a comprarme un coche cero kilómetro cuando sea grande. Si me
derrota me despedirán de un trabajo. Las apuestas fueron subiendo de tono, la
emoción exigía estirar los límites del esfuerzo. Ya me había asegurado un viaje
de placer a Europa, ir a ver un mundial de fútbol, conocer África. Pero también
sumaba fracasos, de los que no me acordaba con tanto detalle.
Íntimamente, sospechaba que el destino tenía sus propios planes y no le
prestaba atención a mis pronósticos. Igual, yo me esforzaba, con la secreta esperanza
de torcer la fortuna para que mis augurios se cumplieran.
Un día, en medio de la magna disputa entre el mundo de las máquinas,
representada por el ascensor y la especie humana por mi persona, pugnábamos
palmo a palmo, cuando ocurrió un hecho singular. Para colmo de males, ese día
bajaba la del octavo “A”, que tenía la maldita costumbre de abrir la puerta un
instante antes de que se detenga, lo que reducía mis posibilidades. Justo en el
momento que pasaba por el primer piso, salió Camila, mi vecina del “B”, que
está pegado a la bajada de la escalera. No me pude frenar, además ella también
salía apurada y no imaginó que yo vendría en pleno vuelo. Prácticamente la
atropellé. Nos tuvimos que agarrar mutuamente para no caer y terminamos
abrazados contra la pared. Mi mano izquierda quedó imprudentemente sobre sus
pechos, que ya tenía bastante desarrollados y la derecha envolviendo su
cintura. Su cabello perfumado me acarició la cara. Apenas pude, retiré las
manos avergonzado, pero con una sensación dulce, que aún hoy sigue grabada en
mi tacto. Cuando levanté la vista, no reconocí a la nena que solía jugar
conmigo tiempo atrás en el mismo palier. Tenían sus ojos negros una
profundidad, que como un abismo me llamaba. Yo había quedado tomándome el
hombro después del golpe con la pared, y ella posó su mano sobre la mía. Su
mano cálida, de uñas largas y rosadas.
–– ¿Te lastimaste, Ale?
––Es sólo un raspón ––. En realidad me había raspado el alma. Un
tembladeral me recorría el cuerpo. Un estremecimiento nuevo me revolucionaba la
sangre. Me había puesto colorado también, en parte por la inoportuna
localización de mis manos, pero además porque me sentía un chiquilín,
compitiendo con el ascensor, ahora que había descubierto el lado femenino del
mundo.
––No te vi ––intenté excusarme.
––Está bien, no pasa nada, pero cuidate. Te podés lastimar así.
––Si, tenés razón ––dije mansamente turbado, colmado de vergüenza. Esas
sensaciones se me mezclaban con otras más intensas que no sabía explicar. No
obstante, en un impulso irrefrenable, tomé su rostro entre mis manos y la besé
tímidamente en los labios.
––Perdón por el susto ––dije y me fui, portando una experiencia nueva que
me hizo sentir otro. Ese día supe que había dejado de ser un niño.
muy interesante el contenido.
ResponderBorrarno dejes de escribir!
Excelente!
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