domingo, 26 de enero de 2014

Amanecer



Rubén Fernández

Argentina


Había escuchado algunas veces a mi abuela, refiriéndose a mis hermanas y a otras chicas, decir: ¡ya es señorita!, cuando supuestamente habían dejado el escalón infantil. Siempre quise averiguar cómo sabíamos nosotros, los varones, que ese momento había llegado. Cuándo dejábamos de ser niños.
Por entonces, vivíamos en un edificio de diez pisos y el departamento que ocupábamos con  mi familia estaba en el cuarto. Tenía la costumbre de desafiar al ascensor en carreras hasta la planta baja. Si eran en subida, tenía calculado que las chances se igualaban si yo partía con doce escalones de ventaja, caso contario, la mecánica vencía irremediablemente a mis músculos.  Me gustaba más competir bajando, sentía que lo hacía en condiciones de igualdad. Si salía de mi casa y escuchaba que el ascensor venía descendiendo ya me preparaba. Cuando llegaba a una marca que había hecho con tiza en el marco de la puerta tijera, me lanzaba en veloz carrera sorteando los escalones de dos en dos.
Ganaba más veces de las que perdía, pero contaba en mi haber con dos notorios fracasos en sendos resbalones, que rozaron el ridículo. Había en la planta baja una baldosa que hacía de meta. Antes que se abriera la puerta, mi pie debía estar apoyado en ella para considerarme ganador.
Por supuesto, tenía un ambicioso menú de premios y castigos. Eran siempre de resolución mediata, diferida en el tiempo. No consideraba válido apostar por ejemplo: si gano, Boca vence a Lanús el domingo. Inconscientemente, buscaba eventos que no pudieran verificarse fácilmente. Caso contrario, corría el riesgo de perder la magia que sustentaba el juego. Si gano, viviré un año más. Si pierdo, tendré una enfermedad respiratoria en algún momento de mi vida. Si triunfo, voy a comprarme un coche cero kilómetro cuando sea grande. Si me derrota me despedirán de un trabajo. Las apuestas fueron subiendo de tono, la emoción exigía estirar los límites del esfuerzo. Ya me había asegurado un viaje de placer a Europa, ir a ver un mundial de fútbol, conocer África. Pero también sumaba fracasos, de los que no me acordaba con tanto detalle.
Íntimamente, sospechaba que el destino tenía sus propios planes y no le prestaba atención a mis pronósticos. Igual, yo me esforzaba, con la secreta esperanza de torcer la fortuna para que mis augurios se cumplieran. 
Un día, en medio de la magna disputa entre el mundo de las máquinas, representada por el ascensor y la especie humana por mi persona, pugnábamos palmo a palmo, cuando ocurrió un hecho singular. Para colmo de males, ese día bajaba la del octavo “A”, que tenía la maldita costumbre de abrir la puerta un instante antes de que se detenga, lo que reducía mis posibilidades. Justo en el momento que pasaba por el primer piso, salió Camila, mi vecina del “B”, que está pegado a la bajada de la escalera. No me pude frenar, además ella también salía apurada y no imaginó que yo vendría en pleno vuelo. Prácticamente la atropellé. Nos tuvimos que agarrar mutuamente para no caer y terminamos abrazados contra la pared. Mi mano izquierda quedó imprudentemente sobre sus pechos, que ya tenía bastante desarrollados y la derecha envolviendo su cintura. Su cabello perfumado me acarició la cara. Apenas pude, retiré las manos avergonzado, pero con una sensación dulce, que aún hoy sigue grabada en mi tacto. Cuando levanté la vista, no reconocí a la nena que solía jugar conmigo tiempo atrás en el mismo palier. Tenían sus ojos negros una profundidad, que como un abismo me llamaba. Yo había quedado tomándome el hombro después del golpe con la pared, y ella posó su mano sobre la mía. Su mano cálida, de uñas largas y rosadas.
–– ¿Te lastimaste, Ale?
––Es sólo un raspón ––. En realidad me había raspado el alma. Un tembladeral me recorría el cuerpo. Un estremecimiento nuevo me revolucionaba la sangre. Me había puesto colorado también, en parte por la inoportuna localización de mis manos, pero además porque me sentía un chiquilín, compitiendo con el ascensor, ahora que había descubierto el lado femenino del mundo. 
––No te vi ––intenté excusarme.
––Está bien, no pasa nada, pero cuidate. Te podés lastimar así.
––Si, tenés razón ––dije mansamente turbado, colmado de vergüenza. Esas sensaciones se me mezclaban con otras más intensas que no sabía explicar. No obstante, en un impulso irrefrenable, tomé su rostro entre mis manos y la besé tímidamente en los labios.
––Perdón por el susto ––dije y me fui, portando una experiencia nueva que me hizo sentir otro. Ese día supe que había dejado de ser un niño.

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