lunes, 28 de marzo de 2016

Mis zapatillas



Clide Gremiger

Argentina

 

Las lágrimas me corrían por la cara como vertientes bajando de la montaña. ¡Lloraba por las zapatillas negras con bordes rosados! Lloraba por unas zapatillas, pero lo más loco no era eso sino que había caminado descalza sobre la nieve, las espinas, los bordes filosos de unos acantilados desconocidos, los extremos cortantes del andén de una estación que no sé si existe, las astillas de un piso de madera… el de mi abuela Meneche (ése existe pero no lo veo desde mis doce años). Por todos esos lugares había andado a pie desnudo y sin un rasguño. No me detenía en esas extrañezas. ¿Qué tenían que ver todos esos sitios con la oficina de Posgrado donde había olvidado mis zapatillas? Tampoco me lo preguntaba. Mi preocupación… ¡y vaya si estaba preocupada!, era que Liliana, mi compañera de oficina podía llevárselas. Ella calza el mismo número que yo. Además sabía que le gustaban y mucho; le había visto los ojos de codicia cuando las compré.  También podía ser que Sergio… él mencionó que le encantaría tener dinero para regalárselas a su novia ¿Y si en vez de llevárselas Liliana o Sergio, entraba a la oficina la de pelo teñido de colorado, la que siempre limpia con bronca? Ésa me las destiñe con lavandina. ¡No, por favor, son mis preferidas! Todo eso pensaba mientras rogaba que alguien atendiera el teléfono que hacía timbrar desesperada, con las lágrimas corriéndome ya por el escote de la blusa.  Si el guardia de la Facultad levantaba el tubo podía pedirle que me las guardara hasta el día siguiente. Aunque a nadie se le ocurriera robar o arruinar mis zapatillas, ¿qué diría el Director de Posgrado si las veía en el piso, junto a la mesa de la computadora?… ¿O las había dejado junto a su escritorio? ¡Qué horror! ¿Es que mi teléfono no funciona?, todo eso se me mezclaba en la cabeza cuando corrí hacia el teléfono del bar de la esquina. Ése que siempre está lleno de borrachos y al que no entré jamás; ése del mostrador mugriento con olor a salamines y queso rancio; ése del que salen hombres que necesitan cuatro o cinco ensayos para poder montarse a sus bicicletas antes de pedalear zigzagueando por la calle; ése que tiene un mesero sudoroso y de pelo grasiento que, con un solo golpe del filo de su cuchillo sobre la madera del gran mesón, puede convencer a todos los borrachos de que llegó la hora de irse a casa.
Tenía que telefonear, era indispensable que lo hiciera, pero al bar no entré. No pude. Mi consciente dominó a mi inconsciente y lo convenció de que en la esquina de mi casa no hay ningún bar y ordenó dejar de soñar estupideces. A las zapatillas no las usé más.

sábado, 19 de marzo de 2016

Intolerancia

 

Paul Fernando Morillo

Lewisville, NC, Estados Unidos

Huguito, el bobo, tenía  una reticencia a la comunión los días domingo en misa de 6:30 am. Quizás sus pecados eran tan pesados que el cuerpo del Señor era rechazado del cuerpo y del alma de Huguito, al menos eso creía el bobo.
Tenía el mejor puesto público que cualquier ciudadano del paisito de papel pudiera obtener. Cómo presidente cometió desmanes; de acuerdo, pero nada para que las puertas del cielo le  fueran vedadas.
El asunto era más terrenal que espiritual pensaba Huguito, el bobo. Y es qué cada vez que la oblea santa llegaba a sus sebosas tripas se transformaba, de pan ázimo en unas turbulentas flatulencias.
Después del último domingo, con paupérrima energía fué a hablar con el párroco. El bobo tenía miedo de hundirse en las tinieblas eternas porque las hostias le sacudían los intestinos.
¿Era el Presidente del paisito de papel, el más noble e inteligente, no agradable  a los designios del Altísimo?
Huguito, el bobo, se afanaba en explicar al cura las maravillas que su persona había hecho por la patria; no sólo esta patria tímida y desolada, incluso él había cambiado la más grande. Explicaba cómo los pobres dejaron de ser pobres y se hicieron más pobres, los ricos más aún y los menos ricos, mucho menos. Su voz iba en aumento. Exigió, pataleó y hasta le propinó una bofetada al representante de los discípulos de Jesús en la tierra. Se necesitaba El Cambio.
El domingo a las 6:30 am el cura, con el ojo hinchado y la boca enfilando hacia el sur-oeste, llamaba a la comunión con las obleas gluten-free.


miércoles, 9 de marzo de 2016

La noche del sábado


 Osvaldo Villalba

Buenos Aires, Argentina


Asunto: La noche del sábado

Querida Silvina:
Utilizo este medio como última opción de comunicarme con vos, habida cuenta que no respondés mis mensajes ni atendés mis llamados.

A pesar del poco tiempo que nos conocemos quiero hacerte saber como te aprecio y me gustaría poder seguir alimentado esta relación como lo hicimos hasta la noche del sábado.

Por eso quiero explicarte los motivos que me llevaron a reaccionar como lo hice y puedas así comprenderme, haciendo un paralelo con el título de aquella película que vimos juntos, “No sos vos, soy yo”, la culpa es sólo mía.

Recuerdo el día que nos conocimos en el cumpleaños de Alicia. Habías llegado acompañada de ese rubio musculoso, de camisa blanca dos talles más chicos del necesario, justamente para usarla apretada al cuerpo resaltando así su torso trabajado en incansables horas de gimnasio. Como era de esperarse, al rato, el tipo era el centro de atención de todas las chicas, y egocéntrico como era se olvidó de vos. Por mi parte, como es mi costumbre, –tímido como soy– estaba en un rincón concentrado en mi copa. Te sentaste a mi lado, trayéndome otra copa. Me preguntaste si estaba aburrido. Intenté una respuesta que sonara inteligente, cambiando el verbo estaba por era, aburrido es mi naturaleza. El efecto fue el buscado porque te reíste, sin percatarte de la realidad: eso sentía yo. Después de un pequeño sorbo a tu copa, dijiste con un tono de gravedad fingida, Ninguna persona es aburrida todo el tiempo, las situaciones generan ese estado, por ejemplo, asistir a un cumpleaños por obligación. ¡Casi se me cae la copa de la mano! ¿Tanto se me nota?, pensé. Con una sonrisa te dije cuán perceptiva eras y te expliqué mi amistad con Alicia desde la escuela primaria, la importancia de mi asistencia a su cumpleaños, no fallarle aún cuando no encajaba en su grupo de amistades, por eso tomé ese evento como un compromiso de amistad, hacer algo por un amigo aunque no le guste.
Lejos de desanimarte con mi confesión, me aseguraste que el aburrimiento no estaba en mis genes y así como hacía cosas sin gustarme debía haber otras hechas con gusto. Y me pediste que nombrara cuáles. Dudé si decirte la verdad, por no parecer presuntuoso, pero después pensé, al fin de cuentas, no tengo por qué ocultar mis gustos. Enumeré entonces mi afición por el teatro, sobre todo el independiente –también llamado underground para diferenciarlo del comercial–, por la ópera, los conciertos y el ballet, sin olvidar la lectura, por ocupar una gran parte de mis fines de semana. A esta altura me preguntaba por qué no habías huido espantada a saltar como hacía el resto de la gente en la pista de baile. Entonces subí la apuesta y te dije como todo eso, mis preferencias, para el común de la gente es aburrido. Esa vez no te reíste y me dijiste muy seria, tal vez fuera así para el común de la gente pero a vos te estaba mostrando una persona con una sensibilidad especial y eso no es aburrido en lo más mínimo.

Y así seguimos charlando toda la noche. Y cuando llegó la hora de retirarnos me sorprendiste al decirle al rubio, cuando se acercó a buscarte, que se fuera tranquilo, yo te acompañaría. La cara de disgusto del fulano me hizo disimular mi asombro y lo miré con mi mejor expresión de ganador. Me sentí como si lo hubiera puesto KO en el primer round con un directo al mentón. Después te disculpaste dispensándome de acompañarte por haberlo inventado para sacarte al coso de encima. Llamarías un taxi. Sabías que  yo no iba a aceptar de ninguna manera dejarte sola, pero igual me dejaste hacer todo el esfuerzo para demostrarte mi voluntad de llevarte. En la puerta de tu casa nos despedimos con un beso en la mejilla, prometiéndonos llamarnos luego de intercambiar nuestros celulares.

Nunca te lo conté pero el viernes siguiente, cuando me llamaste preguntándome, en tono de broma, si había conseguido entradas para la ópera, me había pasado las últimas tres horas elucubrando la forma más “casual” de llamarte. Nos reímos un rato hablando tonterías y después de confesar mi absoluta carencia de programa, te invité a cenar comida armenia. Esa fue nuestra primera salida solos. Para mí fue muy gratificante ver que teníamos tantos puntos en común en nuestra manera de ver las cosas y disfruté muchísimo tu compañía.

A partir de ese día, tomé la iniciativa de llamarte, siempre aclarando que mis propuestas no interfirieran en tus programas con otras personas. No puedo dejar de agradecer tu paciencia por acompañarme, en los últimos tres meses, al cine –soportando mi elección–, a ver IL TROVATORE en el teatro Avenida y, lo más meritorio, tu disposición a comer en los distintos restaurantes típicos –comida mejicana, tailandesa, peruana, judía– conociendo tu afición a las cadenas de comida rápida.

Por eso, cuando el sábado pasado elegiste ir a un restaurante con cena y baile no pude negarme. ¿Cómo no iba a darte el gusto después de haberme acompañado en todos mis programas? Sólo te aclaré que era muy malo bailando y te reíste.

La comida estuvo muy buena. Los momentos de baile con salsa, cumbia y otras melodías movidas las fui salvando como pude, tratando de copiar los pasos de los demás y como nadie se fija en el otro hasta fue divertido. Después del postre y el champagne, invitado por la casa, vinieron los lentos. Traté de disuadirte argumentando cansancio pero tu insistencia y predilección por los boleros acabaron con mi resistencia. Como música, a mí también me gustan. Salimos a bailar y me pasaste los dos brazos por el cuello apretándote contra mí. Cantabas los boleros en mi oído, me acariciabas el pelo y yo, transpirando –lo debes haber notado–, estaba cada vez más tenso. Cuando por fin decidimos irnos fue un alivio para mí. Pero al llegar a tu casa me ofreciste subir a tomar un café. Intenté rehuir la invitación preguntando si no era tarde, pero tu respuesta me descolocó. Con una mirada pícara me preguntaste para qué era tarde, si me esperaba mi esposa en casa. Nunca antes habíamos hablado de nuestra vida personal, ni nos habíamos hecho preguntas íntimas. Me repuse de la sorpresa y traté de salir de la situación con una broma, respondiendo que sólo me espera mi gata Frida pero, como no sabe la hora, nunca me regaña.

Subimos a tu departamento y todo se desarrolló como un torbellino. Apenas cerramos la puerta, me llevaste de la mano hasta el sofá, sacaste mis zapatos y recostada sobre mí comenzaste a besarme suavemente mientras me desabrochabas la camisa y el cinturón. Yo estaba muy nervioso y no sabía cómo pararte. Sólo atiné a decirte que mejor me iba. Y esa chispa encendió la mecha. Toda tu dulzura se transformó en un volcán de ira. Ahora, más tranquilo lo entiendo y hasta lo justifico. Como una ametralladora me preguntaste qué pasaba, si no me gustabas, si era eso. No me salían las palabras. Creo haber dicho: no, no es eso, sos muy hermosa o algo parecido. La respuesta, en lugar de calmarte aumentó más tu enojo. A los gritos me preguntaste cuál era el motivo entonces, si yo creía estar con una puta,  o  que te estabas regalando, o si te consideraba poca cosa para un intelectual como yo. La forma de marcar las sílabas de “intelectual” me causó gracia, pero traté de que no se me notara porque no estaba el horno para bollos. Intenté hilvanar una explicación pero ya no me diste oportunidad. Con los ojos centelleantes me echaste de tu casa. Desaparecer de tu vista fue la ordenanza.
Y para cumplirla te paraste, abriste la puerta y me empujaste afuera. No hubo forma de calmarte. Cuando estaba en el palier, arreglándome la camisa y abrochándome el cinturón, te asomaste otra vez y me revoleaste los zapatos. Por suerte pude esquivarlos pero no impedir su caída por el hueco de la escalera. Bajé descalzo hasta la planta baja y, sentado en el primer escalón, me los puse. Cuando levanté la vista un grupito de adolescentes, desde el umbral, me estaban mirando con sonrisas cómplices y comenzaron a aplaudirme.

Te pido disculpas por lo del sábado. Te pido disculpas por toda esta perorata. Te pido disculpas si mi actitud te ofendió. Te considero una mina extraordinaria, muy hermosa y mucha mujer para cualquier hombre.

Pero como dije al principio, no sos vos, soy yo. Y es porque no soy un tipo convencional, razón por la cual toda esta situación me ha dejado muy confundido. Todavía no he podido reponerme de una pérdida sufrida hace un poco más de un año. Estuve en pareja casi cinco años y hasta hace unos meses consideraba esa relación como el amor de mi vida. Se fue de este mundo  –no sé si habrá otras dimensiones– en el invierno del año pasado. Tenía HIV. Se llamaba Javier.

Sólo te pido un poco más de tiempo. Un beso, te quiero
Raúl

Osvaldo Villalba
19/01/2016

jueves, 3 de marzo de 2016

Imperdonable

Doris Irizarry

Puerto Rico

                                

      De entrada, confieso que lo que les voy a contar me llena de regocijo. O mejor… llamémosle, satisfacción. Y no es que me haya convertido en una víbora, o que en algún momento fugaz me haya dejado corroer por el moho de la envidia. No. El sentimiento es más puro que eso, aunque el cristal con que lo miren parezca algo nublado.
      El día iba de maravillas hasta que la novia me entregó el sobre preciosamente caligrafiado, (incluido papel de seda) perfumado con ese aroma particular y enlazado con una fina cinta satinada que nos anticipa una recepción tipo revista Imagen. Antes de guardarla, una de mis compañeras de oficina me dijo, con ojos de perro de albergue municipal malamente fingidos, (por la nobleza de los perros, claro) ¡Vas a ir, ¿verdad?! Decir que no, era como darle cuerda para que pensara que estaba sangrando por la herida.
     Me tomó unos segundos soltar un sí que pareciera ‘normal’. Y acabando de pronunciarlo, se me acercó sin dejar de mirarme a los ojos, puso una de sus manos sobre mi hombro y añadió con cara de arpía, ¿Estás bien, querida? Entonces hice un despliegue de mis dotes actorales (bien aprendidos, en la oficina, por cierto), y la convencí de que no podía estar mejor. Tal fue el éxito, que salimos  de la oficina con una conversación tan animada que parecíamos amigas de toda la vida, a pesar de que sabía que ninguna de las dos me tragaba, porque mi nombramiento les había anulado sus aspiraciones. Había que ver con qué gusto nos miraba la gente, ¡Tan dicharacheras! Claro, hasta llegar al estacionamiento y mirarme al espejo retrovisor con esa sensación que queda en los músculos después de haber reído sin ganas. ¿No hacemos lo mismo siempre? (lo de mirarnos al retrovisor, y pensar que hay quien no lo usa). Lo hacemos tan pronto nos montamos en el carro, especialmente cuando hemos confrontado una de esas situaciones estúpidas. Aceptémoslo, lo hacemos siempre. Para nosotras las mujeres, mirarse al espejo es algo profundo, místico, es una manera de encontrarnos a nosotras mismas. Lo de reírnos sin ganas, también. Llega a ser un acto de heroísmo cívico en pos de la paz y la sana convivencia. En síntesis, para evitar guerras.
     Ya había transcurrido poco más de un año de mi llegada a la compañía. Darle vueltas al asunto y verme al otro lado, empezó a darme visos de resignación. Que yo estuviera entre los invitados de la boda debía ser parte del protocolo. Obvio. Al fin y al cabo, dejarme fuera sería de mal gusto, después de haber invitado a mis compañeras.
     Todo se remonta a mi llegada al la empresa. En aquel entonces, el diploma de Maestría en Comunicaciones le dio peso a mi cara mona, que tampoco se quedaba atrás. Inmediatamente después de terminar la entrevista, tenía la oferta de empleo, Especialista de Relaciones Públicas, directo y en vivo de las manos del Jefe de la empresa, alto, guapo y de mirada encantadora. Completaba el ensueño, un anular libre de pecado. Dicen que las cosas pasan por alguna razón y yo, que no creía ni en la luz eléctrica, estaba flotando en las nubes.
No bien acabado de acomodarme, empecé a encontrar notas sobre mi escritorio. “Buenos días” “Te ves linda hoy”… y comencé a buscar en los ojos de los varones de la empresa, (siempre los delatan). Aunque mirar los ojos del objeto del deseo, no era fácil, por razones obvias. Además, como presidente de la compañía estaba muy ocupado, viajaba mucho y entraba por una puerta privada hacia su oficina.
     Los “Buenos días”, “Me gustas mucho”, los Ferrero, ¡los Ferrero! Esa ristra de detalles motivó mis llegadas a la oficina, cada vez más temprano. ¿Sería él? ¿Por qué no se revelaba? Hay hombres así, románticos y enigmáticos. Y así pasaron los meses. Una flor, uno que otro día me convenció de que había esperanza. El día de intercambio de regalos, además del que me tocó, recibí un pequeño cofre de cristal. ¡Dios! Pero, ¡ah!, una mujer como yo no iba a ser tan evidente. Ni soñarlo, primero muerta, que sobrada. Me haría la tonta hasta que el monstruo se revelara.
        Y el monstruo se reveló, (el que yo llevaba dentro) cuando llegó la notita de, “Te veías preciosa ayer”. ¿Ayer? Se activaron mis neuronas, el hemisferio izquierdo opacó al derecho y la dopamina cayó estrepitosamente en niveles históricos. La susodicha, (o sea, la nota) la encontré un miércoles después de haber estado ausente el martes ya que el lunes había dejado el rímel, la base y los polvos en una mezcla pegajosa y surreal sobre mi rostro; estornudando, por supuesto. Y obvio, quien puso la nota olvidó rescatarla en mi ausencia. Salí de la idiotez en un santiamén. Aquello… ¡era una broma! ¡Por Dios! No dije nada, más bien, me costó digerirlo. Yo, nadie más que yo, había caído en la patraña… ¿O no?
      Lo insólito pasó después de la hora de almuerzo. ¡Encontré otra nota! “Te espero el viernes en la mesa 3 del restaurante de enfrente, a las 6:00”. La víbora que habitaba en mí había mudado el pellejo, pero no me iba a quedar con esa. Ni corta ni perezosa, decidí salir de la duda. Ese viernes me retrasé en mis tareas para salir un poco más tarde. Esperé algunos minutos pasadas las seis para entrar al restaurante. A esa hora ya había mucha gente. Y allí estaba él.
        Delante de estos ojos que ha de comerse la tierra, vi aquel hombre más hermoso que nunca. Me miré el vestido negro que me había puesto para impresionarlo, (en honor a la verdad, lista para matar) que no hacía otra cosa que ocultar un saco de nervios. Se levantó para acomodar la silla, mostró la sonrisa más sensual que haya podido verle en sus labios. Sonreí aliviada, mientras él extendía su mano para recibir a… ¡la hermana de su socio! De más está decir que compré una Coca Cola y la pedí  para llevar. A la salida estaban mis queridas compañeras, a quienes bauticé desde entonces como el clan de las Brujas, Arpías y Malvadas, BAM. Ocultaban una risa cizañosa bajo las garras acrílicas. ¡Claro! Ellas, pusieron las notas, las flores ¡el cofre! Respiré profundo. No le iba a dar el gusto de la escena, así que tampoco dije nada.
      Para hacerles el cuento largo, corto, asistí a la boda del año, el objeto del deseo y la hermana del socio. Pero todo tiene un lado gratificante. Vi, con este único regocijo del que les hablaba, lo mejor de la recepción; las Brujas  Arpías y Malvadas habían llegado ¡con el mismo vestido! Eso, para nosotras las mujeres es, ¡imperdonable! Así, que en menos nada, una de ellas se esfumó como el éter. La salida de la otra fue más discreta, dizque salió al tocador y no regresó.
      No puedo negar que me hubiese gustado estar al otro lado, o sea, del brazo del novio, pero en verdad, a mis veintisiete puedo decir que no he disfrutado más en mi vida, además, creo que esto solo acaba de empezar. ¡Por cierto, le dejé a la novia, preciosamente envuelto con una cinta satinada el cofrecito de cristal!
       ¡¿Me estaré transformando en una BAM?!