viernes, 31 de marzo de 2017

El abuelo Giuliano

Belisario Oliva Sosa

Perú


Carlos se consideró el chico más afortunado del mundo. Con motivo de su décimo cumpleaños, su abuelo Matías le obsequió una bicicleta. Era linda, de color azul con parrilla trasera y faro delantero. Orgulloso partió a visitar a sus amigos del barrio montado en su flamante bicicleta. Encontró a Julio. Con un grito le invitó a que lo acompañara en la parrilla. Raudos se dirigieron a visitar a un amigo en común: Jorge Moreno. Este vivía en una modesta casa a tres cuadras de distancia. Encontraron a Jorge con el rostro desencajado y a punto de llorar. Sin reparar en la bicicleta nueva de Carlos dijo:
—Amigos, mi padre se muere. No tenemos dinero para pagar los medicamentos.
—¿Cuánto dinero necesitan? —Se atrevió a preguntar Carlos.
—Necesitamos más de dos mil soles. Hace diez días que esta postrado y no tenemos ingresos porque papá trabaja a destajo. Ya casi no tenemos ni para comer.
Por un momento Carlos se puso en el lugar de su amigo y, se convenció de que sería muy triste que Jorge perdiera a su padre. Luego de pensarlo por un corto espacio le respondió que haría todo lo posible por ayudarlo.
Jorge  –algo incrédulo–, sólo atinó a decir gracias. Luego levantó la mirada y con ojos tristes se percató de la impecable bicicleta azul en la que se alejaban sus dos amigos.
Después de recorrer varias cuadras en la bici, Carlos y Julio llegaron al gran almacén “Don Turbino”. Ahí su abuelo le había comprado la bicicleta. Sin mayores preámbulos, Carlos ofreció vender su bicicleta a don Giuliano, el propietario de la tienda. Pidió no menos de tres mil soles por ella. El italiano le ofreció dos mil quinientos.
—El dinero no es para mí, es para comprar las medicinas que el padre de Jorge Moreno necesita con urgencia. Se requieren no menos de tres mil soles —respondió Carlos decidido.
El italiano sintió la respuesta del muchacho como una bofetada. Jorge, en sus horas libres, trabajaba como ayudante en el almacén y tenía la misma edad que su nieto que vivía en Italia y que tanto extrañaba.
Don Giuliano fue a la caja, tomó el dinero solicitado y lo entregó a Carlos, con la condición de que éste le dejara su bicicleta.
Eufóricos salieron corriendo los dos mozalbetes en dirección a la casa de la familia Moreno. Encontraron nuevamente a Jorge sentado frente a su puerta.
—Hemos conseguido el dinero que necesitas. No solo puedes comprar todas las medicinas, sino también víveres para que la familia se alimente bien por algunos días —explicó Carlos con fulgor en sus ojos al momento de entregar el dinero.
—Gracias, no sé cómo lo has hecho, pero te juro que algún día pagaré tu invalorable gesto —respondió Jorge mientras una lágrima rodaba por su mejilla.
—Para eso están los buenos amigos. No pierdas tiempo y ve a comprar lo que tu padre necesita —replicó Carlos.
           Los tres amigos se despidieron. Carlos cabizbajo, caminó lento, arrastrando los pies y con las manos en los bolsillos en dirección a su casa. Todo su pensamiento estaba centrado en encontrar  algún  argumento para que su abuelo le perdone la pérdida de la bicicleta.
Cuando finalmente llegó,  Matías lo esperaba en la puerta y con una gran sonrisa le dijo:
––Acaba de retirarse don Giuliano. Te trajo tu bicicleta con el timbre cromado que le faltaba. Dijo que tú comprenderás el por qué no te cobraba el importe del timbre. ¿Qué habrá querido decir don Giuliano?

miércoles, 22 de marzo de 2017

Clara en el recuerdo - Novela on line - Clide Gremiger


Con inmenso orgullo presentamos Clara en el Recuerdo de nuestra  incansable coordinadora Clide Gremiger.  Algunos la llamarán novela, nuestra autora prefiere afirmar que se trata de relatos encadenados.  Publicará un capitulo por semana.  Hoy presenta el primer capitulo: Sentir o presentir.
Con esta novela inaugura su pagina web

www.clidegremiger.com


Allí, en el alma, en ese imaginario lugar que no es lugar, 
habitan, "lo" pasado y "lo" futuro, 
pero lo pasado ya no existe, 
y lo futuro no existe todavía. 
De aquello que ha pasado 
existe una representación,
 una reminiscencia, en la mente,
 y también existe una reactualización
 que configura un recuerdo. 
Luis Chiozza (Las cosas de la vida)

Clide Gremiger publicó en el año 2016 suprimer libro Demonios Humanos, que tuvo una cálida acogida de los lectores



Clide Gremiger, argentina, Profesora e investigadora en Didáctica de la Lengua y la Literatura,   co-moderadora del Taller de Cuento Básico de Ciudad Seva, coordinadora del Taller  virtual MicrosyMacros Todos Relatos.




viernes, 17 de marzo de 2017

Pánico


 Paola Pamapre

Concepción del Uruguay, Argentina


Desde el mediodía la atmosfera se fue enrareciendo.  Un desasosiego extraño me invadió y  no podía estarme quieta.  Estaba sedienta y alterada.  Pero no era la única.  El revoloteo de los alguaciles lo fue presagiando. Las hormigas andaban desorientadas por sus senderos y el gato no dejaba de lamerse los pelos electrizados.  Los bichos tienen un sentido especial para estas cosas, es solo cuestión de presentimiento…o instinto de preservación.  Finalmente se largó. Un cielo plomizo y encapotado se partió en dos y comenzó a volcar cataratas de agua.
La tormenta arreciaba  y yo sentía la zozobra correr por mis venas y bloquear  mi cerebro.
El aire, cargado de estática, se arremolinaba  entre los arboles cercanos y hacia crujir el techo y las paredes de madera. Sola y alterada escuchaba los silbidos del viento y  veía,  por entre las tablas,  flechas de luz enceguecedora.  La tarde estaba llegando anticipadamente  a su fin, oscurecida por el cielo cada vez más sombrío. Los tonos morados eran el telón fondo donde los relámpagos parecían tejer extrañas telarañas. Llovía como en el diluvio.
Entre el estruendo, como respondiendo a mi esperanza de náufrago, escuché la voz de Carlos.  No podría verlo hasta el próximo refucilo, pero comprender  que su presencia no se haría esperar, ya me calmaba y sentí  mermar la angustia.
Con un golpe brutal, el portón se abrió de par en par. El viento azotó ambas hojas de madera como queriendo sacarlas de sus goznes  y baldazos de lluvia acompañaron la figura que imaginé más que vi.
Me llegaron más cercanas y consoladoras las palabras gritadas a voz en cuello.  Carlos estaba empapado, las ropas que trataba de sostener parecían extrañas alas agitadas por el vendaval,  y a contraluz de la claridad que venía del exterior,  caminó lentamente hacia mí.
- ¡Calma, calma! – Dijo para serenarme – tranquila mi preciosa, ya estoy acá.
Comenzó a acariciar mi espalda y mi cuello.  Me abrazó y pude sentir su olor tan familiar. Mi piel erizada, en contacto con la palma de su mano, comenzó a contener los temblores.  Sin embargo, no podía dejar de sacudir la cabeza, mis ojos registraban cada destello de las luces como un caleidoscopio, mientras que mis orejas percibían el rugido de la tempestad como un estampido insoportable.
Elevé las manos y, sin poder contenerme, intenté salir corriendo  del establo. Estaba  enloquecida, descontrolada y sin querer atropellé a Carlos que cayó contra un poste. No quería lastimarlo, fue un accidente. Detuve mi impulso y regresé. Carlos estaba tendido en el suelo, inmóvil. Después de un rato demasiado largo, se levantó dolorido, refregándose la espalda. Afuera la tempestad amainó  y comenzaba a regresar la calma. Me acerqué a él como pidiendo perdón.
Me tironeó de las crines y me dio una manzana.  Acarició mi hocico tembloroso y puso una manta sobre el lomo transpirado.
- Yegua de mierda, casi me mata –  le dijo a la mujer al volver a la casa con olor a estiércol.






De Recuerdos y sombras

 

 Brigida Rivas Ordoñez

Alicante, España

De recuerdos y de sombras está hecha mi memoria. Recuerdos borrosos y nítidos. alegres y tristes... Algunos surgen con tal fuerza y colorido que podría, dándole color a los sentimientos que en mí despiertan, pintar un inmenso mural, en el que, a modo de un artista abstracto, representara mi vida.
Así, desde la blancura nacarada, casi transparente, de aquellos primeros años inocentes, sinceros, pasar a los tonos más fuertes en la adolescencia y juventud, cuando vislumbras todo lo que la vida va a ofrecerte, y desoyendo consejos y saltando normas, corres en busca de lo que deseas por el camino más corto. ¡Y aún así, te parece largo!
Aquí, el mural se tiñe:
De celestes cándidos: los proyectos.
De rosados inciertos: las ilusiones.
De dorados brillantes: los éxitos.
De rojos intensos: el amor.
De verdes luminosos: la esperanza.
Todo un torbellino de colores en tropel, formando espirales altísimas y chispeantes, que terminan desbordando los límites del mural.
Después, y ya en la cima, y sin haber llegado donde me dijo el corazón que iría, aparecen los grises del desencanto, mezclados con los morados de sufrimientos y con los rojos manchados de pinceladas negras de desamor. También están los tonos llamativos, pero muy opacos, de la falsedad, y un poquito de verde esperanzador mezclado con tonos inciertos de recelos y cautelas.
En la memoria más próxima, los tonos del mural se vuelven serenos y apacibles. Predomina un color beig, como el de la tierra en la que quedan los rastrojos de la cosecha de un ciclo, y en la que también crecen algunas tímidas florecillas de suaves colores y con ramitas verdes. Pocas y esparcidas al azar.
De mis pinturas, ya me van quedando pocas y muy mezcladas. Pero conservo con esmero, un bote de color verde intenso, para poder seguir pintando, entre los rastrojos de mi vida, muchas ramitas verdes.




viernes, 10 de marzo de 2017

El Espía

 Jaime Aldana

Lima, Perú




––Yo sé quién lo mató ––le digo al jefe de policía de la comisaria. Me mira como si no me hubiera escuchado, y pregunta: ––¿Qué dices? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo te llamas? ––Señor, le digo que sé quién asesinó a don Humberto. ––¿De qué hablas? ––pregunta. Estoy por perder la paciencia con este policía tan cerrado. ––Le hablo del carnicero de la esquina. Al que mataron la semana pasada. ––¿Y tú qué sabes? ––Yo sospecho quién fue el asesino. ––¿Sabes o no sabes? ¡Ven para acá! ––exclama. Llegamos a una oficina donde hay varios policías, y dice: ––Ortíz, tómele la declaración a... ––me contempla con cara de interrogación. ––Diego ––respondo. ––Haga lo que le digo, luego me avisa ––ordena. Antes de que se vaya, le digo: ––Jefe, lo que yo quiero es ayudar ––me regala una mirada furiosa y se va. Ortíz me pregunta: ––Nombre completo. ––Mire, no quiero que se sepa mi nombre. Lo que quiero es que atrapen al asesino. ––¿Cuántos años tienes? ––Dieciséis, pero ya voy a cumplir diecisiete. Mire señor, yo quiero ayudar. Pero si me ponen tantas trabas, me voy ––le respondo. Hago el falso ademán de irme. ––¿Y tú qué sabes? ––La noche del asesinato yo me encontraba en el techo. A veces me subo a pensar. La verdad, me gusta saber qué pasa en el vecindario. Fue ahí donde escuché dos disparos. Me quedé paralizado. Recordé que podría caerme una bala perdida, y me agaché. En ese momento chirriaron las llantas de un auto. Quise ir a ver qué pasaba, pero me contuve. Ya me enteraría después. ––¡Pero dime quién crees que fue el atacante! ––grita; ya sabía que los policías pierden la paciencia con facilidad. ––Se llama Joaquín Centeno. Vive en el condominio Santa Cruz, donde vivo yo. Bloque 2, apartamento 101. ––¿Y cómo sabes que fue él? ––La noche de los disparos me quedé ahí hasta tarde. Me senté en una saliente del techo. Me gusta el silencio y observar el cielo de noche. Fue ahí cuando vi que una luz se encendía. Estaba como a tres o cuatro bloques de distancia. No lo sabía exactamente. Escuché una discusión. El señor salió al patio que compartimos todos los vecinos. Se usa como tendedero. Se fumó dos cigarrillos seguidos. Caminaba de un lugar a otro. Nunca vi que alguien hiciera eso. Luego se metió a su casa. ––¿Y eso es todo? ¿Tú crees que eso es suficiente para acusar a alguien? ¡Debes estar loco! ––grita Ortíz. ––Bueno… sí, pero creo que al menos deberían interrogarlo. He leído que las personas tienen un mismo comportamiento. Si cambia su conducta, es por algo. Además, ocurrió el mismo día de los disparos. No creo en las coincidencias ––le digo. Pienso que ha sido inútil venir a la comisaría. ––¡Saquen a este muchacho de aquí! ––ordena. Un policía se acerca dispuesto a llevarme por la fuerza. ––Ya me voy, pero… no nada. Yo solo quise ayudar ––le digo, mientras camino a la salida. Tres días después fui a la comisaria. Temía que me reconocieran y me echaran de nuevo. Moría de ganas de saber si habían investigado. Decidí entrar. En la oficina se encontraba el jefe hablando con Ortíz. Quise dar media vuelta para irme, pero me llamaron: ––¡Venga para acá! ––Sí, señor… ––dije con timidez. ––Tenías razón. Ya hemos atrapado a ese tal Joaquín. Tenía una requisitoria. ¿Tú lo conocías? ––me preguntó el jefe. Luego me enteré que era el Comandante López. Respiré aliviado. ––No, señor. Lo averigüé. ––¿Cómo así? ––Por la camisa. ––¿Qué camisa? ––La camisa que usaba ése día. Era rosada, a rayas. No sé por qué se quitó la ropa. Dejó todo en el patio. Al día siguiente la vi colgada en el tendedero. Fui hasta allá sin que me vieran y la agarré. Después toqué puerta por puerta para ver a quién pertenecía. Hasta que di con el dueño. Salió la esposa del hombre. Le dije que se había caído del tendal. Me dio las gracias. Ahí le pregunté cómo se llamaba su esposo. ––No creo que hayas podido ver la camisa. ¿Acaso no era de noche? ––me preguntó el Comandante. ––Sí, señor, pero yo siempre llevo mis binoculares.