viernes, 4 de diciembre de 2020

Los Capas Rojas


Elvirita Hoyos

Cartagena, Colombia


En mi barrio la situación se había vuelto apremiante. Había “toque de queda” Quiéranlo o no, el gobierno local había resuelto vacunarnos a todos. Esta mañana le correspondía a mi calle. Entrarían a cada una de nuestras casas, y yo no quería. No se trataba de miedo, más bien era una cuestión de pálpito. Tantos mensajes sobre el tema, todos contradictorios, me tenían confusa. Incluso Jaime me escribió un whatsaap alarmado: imaginate vos, la vacuna ¡modificará a quien se la ponga!

El comité sanitario se acercaba mientras yo pensaba qué hacer. En esas me hallaba, cuando sonó el timbre de la puerta, una voz de tenor ordenó, dentro de mi cabeza, ¡Huye! Como un resorte me levanté del sillón y mientras les abrían la puerta, corrí hacia el fondo del patio y brinqué la reja, seguí corriendo desesperada a la casa de Paula, pero, ya ella y Alejandro venían a mí encuentro en el jeep descapotable. Subí y, en silencio, Paula retrocedió hasta la esquina para coger otra vía a la máxima velocidad posible. Atrás quedaban mis padres, hermanos, mascota, vecinos, mis seres y objetos más preciados. El dolor de abandonar mi hogar traspasaba mi pecho. Apenas había tenido tiempo para coger el celular y el cargador. En el bolsillo llevaba un poco de dinero. No fue hasta que un rayo de sol hirió mis ojos que me di cuenta que había dejado las gafas sobre el nochero. 

Los tres guardábamos silencio mientras Paula conducía a toda velocidad para alejarnos más y más de la ciudad. De pronto dio un giro inesperado y sin amainar celeridad siguió, dando tumbos por un camino de tierra.

— Hacia dónde vamos, grité.

— A la escuela…

—Pero estamos de vacaciones, gritó Alejandro.

—Por eso mismo, respondió a gritos Paula —porque está cerrada, a nadie se le ocurrirá buscarnos allí para clavarnos esa maldita cosa.

Entonces vimos caminando hacia nosotros unas personas vestidas de color rojo.

—Miren, allí están nuestros cuasi hermanos, dijo disminuyendo la velocidad.

— ¿Quiénes? Pregunté sorprendida.

— Silvia y Jaime.

— ¿Qué es eso de cuasi? O son, o no son. A nadie puedes partirlo por la mitad, gritó Alejandro.

—Recuerden compañeros, que somos un grupo latinoamericano, aclaró, de diferentes países pero nos une un mismo ideal: escribir cuentos para leernos. En ello encontramos la felicidad y el ser uno, agregué. 

—Bajemos para vestir nuestro distintivo: la capa roja. Toma, yo te traje la tuya, dijo Silvia.

—Hola. ¿Oyeron las últimas noticias mundiales?, preguntó Jaime

—Cuéntanos, le dije.

—No sé si creerla o no, respondió Jaime. —de todas formas, ya nada de lo que ocurra en este mundo me toma por sorpresa—. Dijeron que en Australia, los que se pusieron la vacuna, a los tres días empezaron a caminar con saltitos, igual que los canguros. Y que en los cielos de China, se ha visto volar gente con apariencia de dragones. 

—Bueno en estos tiempos la verdad se mezcla con la mentira y viceversa, dijo Paula a Jaime. Mejor no oigas ni veas más noticias. 

—¿Pueden decirme cuál es el animal emblema de nuestro terruño? Inquirí tímidamente.

— ¿Para qué quieres saberlo?, preguntó Alejandro.

—Bueno quiero saber en qué me convertiría si…

—Vamos tontita, no creas esas necedades. Más bien ten cuidado con lo que piensas, no sea que se te realice enseguida. Además, nos vamos a esconder en la escuela mientras pasa esta jarana, dijo Silvia.

Abandonamos el jeep detrás de unos arbustos y seguimos a pie un kilómetro bordeando el rio. Sentada sobre una piedra estaba la Maestra, observando el salto de los pececillos que nadaban contra la corriente de esas aguas cristalinas. Al vernos, se levantó y nos abrió sus brazos en un gesto típico de abrazos. Sus brazos abiertos se extendían más y más, hasta abarcarnos a todos.

—Sabía que mis rojitos vendrían, dijo, y me adelanté a esperarlos.

El sendero era escarpado, así que tomados de la mano la subimos en fila de a uno detrás del otro. En un claro del bosque se hallaba el templo del saber: nuestra escuela. Una magnifica edificación alabastrina, construida en los tiempos Atlantes, para guardar en ella los tesoros de su historia envuelta en la niebla misteriosa y enigmática de sus orígenes. Una reliquia, que fue espoleada desde allá hasta Sudamérica a punta del coletazo de las ballenas. 

Una edificación que resistió la inundación del diluvio, la mordedura de las serpientes, el excremento de las palomas, el vuelo de las luciérnagas, los tejidos de las arañas, el aleteo de los colibríes y los cañonazos del Coronel, en su intento fallido de tomarse la fortaleza marmórea para resguardarse junto con su escuadrón, después de haber desertado de la odiosa guerra que les tocó en suerte.

El paso del tiempo y los grandes aguaceros, habían limpiado las columnas del templo; al que sus constructores resolvieron no hacerle techo para no limitar los sueños de la ulterior humanidad; de la ruina y de la mugre; dejándolo resplandeciente como cuando fue, en el esplendor de sus inicios, unos casi cinco mil años hacia atrás. 

Al llegar nosotros, el grupo rojo, el edificio lucia impecable. La Maestra Clide, dijo que nos acostáramos sobre el piso frio del mármol, haciendo un círculo y nos tomáramos de las manos, con los pies hacia el centro y miráramos al cielo para percibir…Enseguida agregó: no vayan a dormirse, escuchen los sonidos del planeta: el susurro de las hojas, el ulular del viento, el murmullo de la lluvia, el canto de la naturaleza; sientan la dulzura de la brisa, la alegría de la risa, la pulsación en sus venas;  respiren profundo la fragancia de las flores, el olor de la tierra… Manténganse despiertos…para que recuerden todo al escribir sus sueños.

Como de costumbre la obedecimos, al fin y al cabo ella es Clide, la Maestra… Y a nosotros, nos gusta imaginar y escribir.