miércoles, 30 de diciembre de 2015

DEMONIOS HUMANOS - Clide Gremiger

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Editorial Fundación La Hendija
Cerramos el año con una excelente noticia: la publicación del libro de  
Clide Gremiger, argentina, Profesora e investigadora en Didáctica de la Lengua y la Literatura,   co-moderadora del Taller de Cuento Básico de Ciudad Seva, coordinadora del Taller MicrosyMacros Todos relatos.


Demonios humanos, desde la ficción exhibe al ser humano con sus dolores, mezquindades y alegrías, a través de un conjunto de relatos y cuentos breves. Invitación al deleite y la reflexión.
Alegría de lectora, al leer estos ‘cuentos breves’, cuidadosas condensaciones de relatos que pocos logran plasmar. Clide encuentra palabras, que parecen halladas en bolsillos rotos, en veredas, en caminos de polvo, en vientos calientes, en pueblos silenciosos, en tierras congeladas; y esas palabras logran atrapar a los demonios sin pretensiones de exorcismos.
                                                                                                                                         Gisela Vélez

La autora exhibe maestría y pulcritud de orfebre, para sumergirnos en sus microclimas, y elige cada epígrafe con precisión de microscopio. Diversidad de temas, situaciones creíbles, concisión y buen humor completan una paleta de atributos que escasean en ediciones comerciales.
Los invito a dejarse llevar de la mano de una escritora con un amplio recorrido en el mundo académico, y que sin embargo, nos habla en un lenguaje desestructurado y coloquial.
                                                                                                                                  Rubén Fernández

Las historias que van a leer la muestran a Clide Gremiger como una avezada escritora de cuentos. Si bien éste es su primer libro individual, advertimos enseguida que se apropia con comodidad del espacio escénico en el que se mueven sus personajes y los hace hablar con naturalidad y gracia. Tiene, además, un claro sentido del uso del tiempo y la información.
                                                                                                                            Orlando Van Bredam

Clide  ha publicado cuentos y microrrelatos en libros: 

Los Cuentos del Taller, Editorial Paulus, Comp.  Paul Antoine Fabiano.  Buenos Aires, 2013

El libro de Los Talleres, Editorial Dunken,   VOLUMEN XXIV, Buenos Aires, 2014  (Coordinadora Clide Gremiger)

MicrosyMacrosTodosRelatos –Volumen I,  Año 2015 (coordinadora Clide Gremiger)

y en la revista

Lenguarazzi

Igualmente  ha publicado en los blogs:

lunes, 21 de diciembre de 2015

Golpe Maestro

 

Osvaldo Villalba

Buenos Aires, Argentina

I
Volví a abrir todos los cajones del placard para comprobar que no quedaba nada. Revisé los estantes, la mesa de luz, el cristalero, todo había quedado perfectamente vacío. En el living se amontonaban las cajas rotuladas: PARA TIRAR, PARA LAURA, –mi hermana me había pedido especialmente algunas cosas– PARA MI. Imaginé la cara de Ruth, mi mujer, cuando me viera aparecer con las cajas que me correspondían y no pude menos que sonreír. Dos semanas atrás, antes del infarto, mi viejo disponía de toda la casa a su antojo, y no había querido dejarla cuando mamá murió hace seis años. Decía que esta casa era su inspiración cuando se sentaba a escribir. Y era bastante bueno. Dos libros de cuentos editados, un par de premios y varias colaboraciones literarias en distintas publicaciones. Me reconforta pensar que, por lo menos, hasta el último momento, pudo cumplir el deseo de permanecer en su casa. Ahora me tocaba a mí la horrible tarea de vaciarla. Pero en esto… me encontré sólo. Nadie se ofreció a ayudarme. Por un lado, mejor, porque así tampoco vieron mis lágrimas al encontrarme con algunas cosas mías que el viejo tenía guardadas: dibujos que le hice cuando era un niño, las entradas de mi primer partido en el torneo de fútbol infantil jugando para Estrella de Maldonado, mi primer carné de socio de River Plate…

Había dejado para el final su escritorio. Por supuesto la notebook me la llevaría y los libros de la biblioteca también, aunque Ruth ponga el grito en el cielo. Otra vez sonreí. Comencé a vaciar los cajones del escritorio y allí en el último, debajo de todo, apareció una carpeta que tenía el título de GOLPE MAESTRO. Comencé a hojearla. Era un cuento y era su estilo. Pero yo, que había leído toda su obra, no lo conocía. ¿Sería su cuento póstumo? El papel parecía bastante ajado. En la última página, con el FIN, estaba la fecha 10/11/1990. ¡Tenía más de 25 años y sin embargo era inédito! Me apuré a terminar de embalar lo que quedaba. ¡No veía la hora de estar en mi casa y comenzar a leerlo!

Cuando llegué a nuestro departamento, después de pasar por la casa de Laura a dejarle todo lo que había separado para ella, subí todas  las cajas y las  apilé en el cuarto que uso como oficina. Al verme llegar con los bártulos, el disgusto de Ruth, tal como había imaginado, era evidente.
­­­­­            –¿Dónde vas a poner todo eso? –me dijo, señalando la pila con un mohín de desaprobación– ¡Acá no puede quedar! ¡Ocupa todo el paso!
–Tranquila –respondí con la voz más sosegada que conseguí– Mañana bajo todas las cajas a la baulera, y después, de a poco le iré encontrando lugar a cada cosa. Y las cosas que no tengan lugar, les daré salida.

Esto la tranquilizó un poco y pudimos tener la cena en paz. Como era sábado, lo niños pudieron quedarse levantados un poco más, viendo televisión. En cuanto pude, me escabullí para la oficina y busqué la carpeta. Preparé un un whisky con hielo y me acomodé en el sillón. Accioné el dispositivo que levanta las piernas y recuesta levemente el respaldo y me dispuse a descubrir el Golpe Maestro.

II

Golpe Maestro
Por Hormiga Negra

  Esta historia es absolutamente cierta. Como dicen en las películas: “Los nombres de los personajes han sido cambiados para proteger la identidad de los mismos”. Como puede comprobarse, también mi nombre es un seudónimo, aunque debo reconocer que, dadas mis condiciones físicas, me sienta bastante bien. Los otros personajes del relato son: mi amigo del alma, al que llamaré Abel (por el tango Cafetín de Buenos Aires, ”el flaco Abel que se nos fue pero aún me guía”) y los hermanos, Pietro y Roco, como los Macana (¿se acuerdan de Los Autos Locos), dos atorrantes que nunca trabajaron y que conocíamos desde chicos, allá en el barrio de Barracas. Al momento de esta historia, se dedicaban al juego clandestino –quiniela (una lotería reducida a dos dígitos), apuestas en carreras de caballos, clandestinas también y, cuando se daba la oportunidad, desplumar a algún gil en una mesa del póker. Al personaje “invitado” del relato lo llamaremos Chamaco, un mejicano relacionado con contrabandistas que, por recomendación de un funcionario policial –infaltable en las actividades mencionadas–, se había contactado con los Macana.

III

La introducción del cuento no me dejaba lugar a dudas sobre su autoría. Era muy de él “dialogar” con sus lectores en el relato. Como si estuviera contando la historia delante de un auditorio. Me intrigaba saber a dónde iría a parar todo esto.

IV

El flaco Abel trabajaba en el Banco de la Provincia, la sede central de Capital Federal, en la calle San Martín. Había entrado de cadete a los 20 años, y fue pasando por distintos puestos hasta que, por cumplidor y diligente, fue nombrado encargado en el sector de Cajas de Seguridad. Allí estuvo hasta su muerte, seis años atrás. Era un solitario. Nunca se había casado porque decía que las mujeres son encantadoras mientras no te tengan atrapado. Yo creo que nunca superó que la galleguita, la más linda del barrio, lo dejara plantado por un compañero de facultad, cuando apenas tenían 20 años. Desde entonces le escapaba a cualquier compromiso serio. Pasaron los años, nos fuimos del barrio. Me casé, nacieron mis hijos, pero seguimos siendo amigos. El flaco decía siempre que sólo el cigarrillo le era más fiel que yo. Lo que no decía es que yo no lo iba a matar, en cambio el cigarrillo…

De esa época sólo teníamos contacto con los hermanos Macana, porque una vez por mes, el segundo jueves, organizaban en su antro, dos piezas alquiladas en un conventillo de San Telmo, una partida de póker y casi siempre, nos contaba entre sus participantes. Nos causaba mucha gracia la contraseña que Pietro había implementado para abrir la puerta de la pieza los días que había juego: El visitante debía decir “Maverick”, como aquel legendario personaje de la serie norteamericana que interpretaba James Gardner, un excelente jugador de póker. Abel jugaba fuerte, total, decía, no tengo a quien dejarle la plata. Roco, lanzaba una risotada cavernosa y le respondía que entonces, ése era el  mejor lugar donde dejarla. Yo, como responsable padre de familia, tenía ya dispuesto mensualmente lo que iba a perder en la mesa y no me pasaba de esa cifra. De más está decir que eran contadas la veces que ganábamos, pero lo tomábamos como una noche de “volver al pasado” y nos reíamos mucho. Creo que Los Macana eran condescendientes con nosotros y no nos “desplumaban” como a otros participantes. Por otro lado les servíamos de relleno.

La historia que voy a contar comenzó en una de esas partidas, hace unos 15 años atrás, en el mes de julio. Cuando llegamos esa noche estaba sentado a la mesa un tipo morocho de grandes bigotes, que nos fue presentado como Chamaco, un mejicano que estaba de paso por Buenos Aires. A la habitual botella de whisky que, junto con los habanos de Los Macana y los cigarrillos de Abel, le daban al lugar el clásico ambiente de garito, se había agregado una botella de tequila, aportada por el visitante. Esa noche los ganadores fuimos el Chamaco y yo. Entre el tequila y las buenas cartas, el mejicano estaba eufórico. Cuando finalmente se fue, despidiéndose con un “hasta el sábado”, Roco nos hizo una seña para que nos quedáramos un rato. Sirvió una ronda más de whisky, el tequila se había acabado, y nos contó:
El Chamaco vino recomendado por el Principal Ramos, de la comisaría 28°. Necesitaba gente para un operativo rápido y limpito y el Principal lo mandó a hablar con nosotros. Él es el contacto entre un grupo de desarmaderos de autos de Florencio Varela y una banda que recibe autos robados en el Paraguay.
¿Y nosotros que tenemos que ver todo esto? –dije un poco alarmado ¡yo me voy! –e hice ademán de pararme.
¡Pará, pará! –me dijo el flaco Abel, sujetándome de un brazo y haciéndome sentar otra ve –dejalo que termine.
El tipo se peleó con uno de los capos de Varela que no le quiere reconocer su porcentaje en el negocio. Y este fin de semana el Chamaco deberá entrar por el Tigre, desde Uruguay trayendo un pago importante. Pero, claro…¡Nunca se está libre que los intercepte Prefectura! – y mirándome a mí continuó – Y vos, Hormiga, con esos bigotes tupidos, y lo morocho que sos, harías un prefecto perfecto, disculpando el juego de palabras. Sólo tenemos que conseguir los uniformes, cosa sencilla.
¡Vos estás loco! ¡Nos van a matar a todos! –le dije, mirando al flaco Abel, buscando su aprobación.
¡Pará, pará! –dijo otra vez Abel. Y dirigiéndose a Roco ¿Cuánto hay?
Para ustedes…un cuarto de verdes
–¿Doscientos cincuenta mil dólares? – – los ojos de Abel se iluminaron como faroles – A ver, contame cómo sería todo el operativo.
Tomó la palabra Pietro:
–El Chamaco viene de Colonia en una embarcación pequeña con los tipos que traen la plata. Lo dejan en la casa de la isla que le conseguimos. El desembarco está previsto para después de las 22 horas, más o menos. Una vez que los paraguayos se hayan ido, el Chamaco va a esconder la plata en la arboleda que rodea la casa y preparará valijas llenas de papeles que es lo que subirá al bote que lo vendrá a buscar de parte de los desarmaderos como a las 2 de la madrugada del domingo. Esa es la embarcación que vamos a interceptar con nuestra lancha, como si fuéramos de prefectura, y esas serán las valijas que vamos a “confiscar”. En la oscuridad, con el reflector, la luz azul giratoria y la sirena que tenemos, no se va a notar.
–¿Ustedes tienen una lancha? –pregunté incrédulo, y sin esperar la obvia respuesta agregué– ¿Y si los tipos se resisten? Deben tener armas…

Los Macana se miraron y sonrieron. Evidentemente su forma de ver las cosas estaba en una frecuencia diferente a la mía.
–Los vamos a convencer que lo mejor será que se tiren al agua y escapen en la oscuridad. El Chamaco va a dar el ejemplo.
–No me convencen, no cuenten conmigo – dije y busqué mi saco para irme.
–Pensalo – dijo Roco y dio por finalizada la reunión.

Salimos, la noche estaba muy fría, caminamos en silencio por las solitarias calles de San Telmo hasta la 9 de Julio. Cuando llegamos a la parada del colectivo, Abel me dijo:
–No me parece tan malo. Al fin y al cabo le estamos robando a un ladrón, no? Y…un poco de riesgo hay, pero cuando en nuestra vida nos vamos a encontrar con tanta plata? Como dijo Roco…pensalo.

Cuando vino mi colectivo nos despedimos con un abrazo. Esa noche y la del viernes, me costó mucho dormirme. El sábado me desperté temprano con una determinación. Iba a sentir un poco de la adrenalina que generan mis personajes de cuentos. Llamé a Abel y le conté. Se puso feliz. Me dijo que Roco lo había citado a las 10 de la noche en la estación de Tigre.

V

No podía creer lo que estaba leyendo. ¿Sería ficción aparentando realidad o mi viejo había participado en algo así? El flaco Abel ¿sería su amigo Roberto que murió cuando yo tenía unos 20 años? En casa ya todos dormían pero yo no podía parar de leer.

VI

A las nueve de la noche nos encontramos en Retiro y tomamos el tren a Tigre. Ambos estábamos nerviosos pero con una excitación inusual. Cuando llegamos los Macana ya nos estaban esperando. Nos fuimos a cenar a un bodegón cerca del muelle donde salen las lanchas que van a las islas. Roco pidió una botella de vino reserva y cuando el mozo se alejó después de servir las copas, comenzó a repasar los movimientos. Había conseguido los uniformes. Eran antiguos pero de noche no se notarían. Tenía todo calculado al milímetro y su seguridad me dio un poco de tranquilidad. Cuando terminamos de cenar, eran cerca de las 12 de la noche. Hora de ponernos en marcha. Pietro pagó y nos fuimos para el muelle.

Todo el procedimiento estaba tan perfectamente sincronizado que repentinamente vino a mi mente la Ley de Murphy: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”. Sonreí pero no dije una palabra. Sin embargo mi pensamiento fue premonitorio. Cuando llegamos a la lancha, que ya estaba “disfrazada” con reflector y luz azul, y Pietro quiso ponerla en marcha…el motor no respondió. Tosió varias veces y por fin quedó mudo. Nos miramos sin saber que hacer. Era evidente que no había un plan B. Roco buscó herramientas y empezó a desarmar el motor. El flaco Abel y yo nos sentamos en el muelle y esperamos. A las tres de la madrugada, sin poder solucionar el desperfecto, Pietro nos dijo:
–Bueno muchachos, procedimiento abortado.

Los Macana se quedaron en Tigre. Abel y yo volvimos a casa sin cambiar una palabra. El tren ya no funcionaba así que fuimos a la parada del colectivo 60. Lo tomamos vacío y nos dormimos en la vuelta. Cuando llegamos a la parada donde tenía que bajarme, me despedí con un ¡chau! Ya en casa dormí hasta el mediodía del domingo.

Dos semanas después ya casi no pensaba en la aventura de ese sábado y si lo hacía era para agradecer que hubiera terminado así. ¿Qué mecanismo de mi mente me había llevado a acometer semejante locura? Una mañana me encontraba en mi escritorio tratando de resolver la forma en que el personaje del cuento que estaba escribiendo, una chica abusada en su infancia, se tomaría la venganza contra su abusador, cuando recibí el llamado del flaco Abel.
–¿Podes venir ahora al banco? ¡Es urgente!
–¿Ahora? Estoy trabajando. ¿Qué pasa?
–No te puedo contar por teléfono. Pero es importante.
–Bueno, está bien. Ahora voy–

El subte iba llenísimo a esa hora. Cuando llegué el flaco Abel me hizo pasar a su oficina, me señaló con un gesto la silla frente a su escritorio, y una vez sentado, en voz muy baja, innecesaria porque no había nadie más, comenzó a hablar.
–Esta mañana, apenas abrió el banco, estuvieron los Macana.
–¿Los Macana? ¿Y qué querían?
–Vinieron a traernos nuestra parte.
–¿Qué? ¿Cuál parte? ¿De que estás hablando?
–Tranquilo, esperá que te cuento. Esa noche durmieron en la lancha y a la mañana consiguieron un mecánico que la hizo arrancar. Fueron a la isla. Encontraron la casilla toda revuelta. Parece que alguien había vuelto buscando la plata. Fueron al bosquecito y se fijaron debajo del árbol caído, que parece que era el lugar convenido con el Chamaco, para esconder el dinero, y… ¡allí estaba todo!. Se lo llevaron y estuvieron esperando la llamada del Chamaco pero nunca llegó. Pietro, con la brutalidad que lo caracteriza, dijo que seguramente se lo habían “olvidado” dentro de un auto viejo antes de meterlo en la prensa. La cuestión, es que nos trajeron nuestra parte, la que nos habían prometido. Ellos guardarían la parte del Chamaco si volvía a buscarla. ¡Nos tocaron ciento veinticinco mil dólares a cada uno! ¡Y sin hacer nada! ¿No es un golpe maestro?

  El flaco estaba exultante. Yo no salía de mi asombro. Me dijo que ya había abierto dos cajas de seguridad, una a nombre mío y otra para él. Por eso necesitaba que le firmara las tarjetas de registro de firmas y me daba los dos juegos de llave de la caja. Por supuesto me llevó a ver la caja y su contenido.
–Contalos si querés – me dijo – yo lo revisé todo.
–¡Salí! ¿Qué voy a contar? Si ya lo hiciste vos está todo bien.

Nos abrazamos, y me fui sin poder creer lo que había pasado. No obstante tenía las llaves en el bolsillo. Y esa era una realidad.

El domingo de la semana que nos tocaba la partida de pócker salí a comprar el diario –sólo compraba el diario los domingos, porque traía una gran cantidad de suplementos– y una noticia en la portada me llamó la atención: “Explosión e incendio en una casa de inquilinato en San Telmo. Dos víctimas fatales”. Lo primero que pensé tiene que ver con la utilización del lenguaje. ¿Porqué los periodistas usan “fatal” como sinónimo de “mortal”? La muerte es una fatalidad, pero no siempre los acontecimientos fatales, son mortales. Discurría en estas elucubraciones mientras buscaba la nota principal, cuando, al comenzar a leer los detalles, se me paró el corazón. El lugar era la casa de los Macana, y ellos eran las víctimas. Culpaban a una garrafa en mal estado que había explotado. Yo estaba seguro que no había sido un accidente. Cuando llegué a casa lo llamé al flaco Abel, que aún no se había enterado. Se quedó consternado y pensaba igual que yo. Nuestra duda, ahora, era saber si alguien más que el Chamaco sabía de nuestra conexión con ellos.  Los meses siguientes fueron de mucha tensión. Nos hablábamos a diario, y compartíamos nuestras experiencias. Cuando salíamos caminábamos mirando atrás y a los costados permanentemente.

Pasaron los meses y no tuvimos ningún acontecimiento que nos trajera preocupación y, poco a poco, nos fuimos tranquilizando.

El flaco Abel hizo algunos viajes con su parte, pero en general gastó bastante poco. En mi caso, nunca toqué un billete de lo que había en la caja. Cuando el cáncer de pulmón le puso plazo a la vida del flaco, antes de retirarse del banco por invalidez, puso también su caja a mi nombre, ya que él no tenía a quien dejárselo y me recomendó que, en ambas cajas incluyera a mi hijo, que ya era mayor de edad, como cotitular, para que alguien más pudiera acceder a ellas si yo no podía.
–No hace falta que tu hijo venga –me dijo– Sólo decile que te firme estos formularios y me los traes al banco. Así le contás cuando quieras y no ahora.
Le llevé los formularios firmados y me dio las llaves de su caja. Poco tiempo después, se fue. Lloré en su sepelio por primera vez en muchos años. Ni mi mujer ni mis hijos se enteraron de esta historia, ni de los dólares de las cajas de seguridad. Ni siquiera que los recibos de titularidad y las llaves de las cajas están escondidos en el jarrón chino que tengo en el cristalero. ¿Me llevaré el secreto a la tumba?
FIN
10/11/1990

VII

¡El  jarrón chino! ¡Había uno cuando embalé las cosas! ¿Se referiría a ese? Recordaba vagamente que el viejo me había hecho firmar una vez unos papeles de un banco que, según me explicó, necesitaba para abrir una caja de ahorro. ¿Qué hice con el jarrón? Espero que no haya ido a parar a las cajas “PARA TIRAR”. Si estaba en las de Laura o en las mías, tal vez… O quizás sólo eran juegos entre ficción y realidad de la mente de mi padre. No me aguanté y comencé a abrir las cajas que estaban apiladas a mi lado. En la tercera caja… estaba el jarrón. Mi corazón latía aceleradamente. Lo tomé, saqué los papeles en los que lo había embalado, metí la mano por la boca… ¡Y allí estaban las llaves!

VIII – Epílogo

Laura y Ruth, tendidas al sol sobre las reposeras, saborean los tragos que acaba de traer el mozo del bar de la playa. Los niños juegan con la arena al borde del mar. Hace una semana que disfrutamos de las instalaciones, all inclusive, de The Royal Playa del Carmen Hotel, al sur de Cancún. Al lado de la notebook, el hielo se derrite lentamente en mi vaso de whisky, mientras, desde algún lugar, quizás sonriendo, “Hormiga Negra” nos mira complacido mientras usufructuamos su Golpe Maestro.

Osvaldo Villalba
10/08/2015






lunes, 14 de diciembre de 2015

El vecino


 Deanna Albano

Caracas, Venezuela

Benigno abrió la ventana con pasos tambaleantes, pensaba en cómo enfrentar  los próximos cinco días cuando le pagaran la pensión. En la mañana había revisado la despensa, no le quedaba ni un grano de arroz, ni pasta, mucho menos pudo hacerse un café con leche. Si bien era de poco apetito, racionaba cuidadosamente sus alimentos, y hacía malabares para que el dinero le alcanzara. Al abrir nuevamente los potes uno a uno, comprobó que tampoco tenía caraotas, garbanzos, ni lentejas. Las legumbres habían subido de precio de una forma tan estrepitosa, que ya no los compraba por kilos, sino por gramos.

 Sentado en la butaca de cuero, observaba el espacio que dejó el último cuadro pintado por su esposa, una acuarela llena de colorido que empeñó algunos meses atrás y sin recursos para recuperarla, casi le parecía como si hubiera empeñado a su esposa. La pared desnuda, manchada de humedad, parecía multiplicar el vacío, eternizar la ausencia, como la de su único hijo, quien se había ido al exterior, y a duras penas podía mantenerse. No sabía a quien recurriría en  caso de emergencia.
Benigno fue un educador insigne. Conocía el nombre de cada uno de sus alumnos y se había dedicado a ellos, siempre en el mismo liceo y con el mismo empeño, sin importar el pírrico sueldo que devengaba.

Su mirada se detuvo en la foto de su esposa muerta hace algunos años.
—Dentro de todo, tuviste suerte que no has tenido que pasar por esto. ¿Tu crees que vale la pena vivir así? —dijo en voz baja y quebrantada.

Salió a su paseo vespertino. Caminó lentamente al parque cercano y se sentó a tomar el sol. En lugar del banco donde habitualmente se encontraba con otras personas, se dirigió al lado opuesto.  No quería hablar con nadie. La algarabía de los niños le llegaba tenue, mientras absorto en sus pensamientos ponderaba como marcharse de este mundo causando las menores molestias posibles. Por el susurro en los matorrales advirtió que se acercaba la noche. Con porte erguido emprendió el regreso.

Al llegar a su casa, en la planta baja coincidió con el nuevo vecino a quien conoció días antes, en un intercambio de pocas palabras. El muchacho tenía un zarcillo en la oreja izquierda y el pelo pintado de amarillo. Vestía bermuda playera de colores y una camiseta. Evidentemente venía de hacer compras en el auto mercado. ¡Vaya pinta la del nuevo vecino!, pensó, recordando cómo se vestía él en sus tiempos.
Mientras esperaban el ascensor, los ojos del anciano no se despegaban de las bolsas repletas de víveres.    

—A que piso va, señor?, preguntó el joven mirando de reojo.
—Al quinto, gracias. —dijo, manteniendo la mirada esquiva, pero fija en los paquetes.
—Ah,  yo voy al sexto.

Cuando Benigno se bajó del ascensor, notó que el joven esperó a que entrara al  apartamento. Él, abrió la puerta cabizbajo, con pasos lentos, pero cautelosos. Una vez dentro, se apresuró a cerrar todas las ventanas, aseguró el pasador en la entrada, cruzó el cuarto y se aproximó a la hornilla de gas. Sus manos estaban frías.

 Sonó el timbre. Sus ojos se abrieron como dos platos. No sabía si abrir la puerta. Sus manos seguían frías. Volvió a sonar el timbre. Benigno abrió la puerta a medias, procurando acomodar su cuerpo en caso de que tuviera que atajarla. ¡Era el vecino! Lo vio extender su mano y se echó hacia atrás.

—Le traje esto, —dijo, le entregó una bolsa y subió las escaleras sin darle tiempo de  responder. Benigno quedó desconcertado.
En la bolsa encontró un kilo de pasta, uno de arroz, un cuarto de café y una lata de leche. Sonrió agradecido. Sabía que ya no estaría tan solo. Luego rió a carcajadas de sí mismo, recordando que le habían cortado el gas días antes.


jueves, 3 de diciembre de 2015

Odds


Paul Fernando Morillo

Estados Unidos

Me quedé lívido cuando recibí el tweet. No porque crea todo lo que se diga en Internet, sino porque este mensaje abrió las posibilidades impensadas.  El texto decía: Durante el transcurso de tu vida han pasado al menos treinta y seis criminales delante tuyo.
Me trajo a la memoria el gordito de la escuela; el matoncito de barrio que se robó mi camión cuando yo tenía seis años; los muérganos que nos alentaban a entrarle a patadas al amanerado que vivía con miedo en la tienda de abarrotes.  De todos estos, siquiera uno debió terminar como criminal, estoy seguro. De joven conocí un amigo traficante qué terminó en la cárcel. Luego, asesinado a palos en una esquina de la ciudad. Está bien, a ese lo conocí ¿Pero dónde están los otros treinta y cinco?
Hice una lista de los posibles candidatos ¡Por Dios Santo! con qué clase de jaurías humanas uno se cruza en la vida. Impresionante, diez hombres cuasi criminales, veinte mujeres cuasi criminales, cuatro jóvenes convictos, y un niño en la cárcel juvenil. Esa era mi lista. La revisé para estar seguro. Unos pequeños cambios de nombres nada más, pero las categorías seguían inamovibles. Esta lista refleja algo bueno, veinte mujeres se quedaron para vestir santos. Hurgando más aún en los datos, mi lista demuestra una clara ventaja; ¿somos menos criminales? Es justamente por el doble de las posibilidades que las damas son más siniestras que los hombres.  
Ahora tenía que saber forzosamente que paso con la vida de al menos tres de ellas. Dos son familia cercana y bastaría una llamada, pero la tercera era una antigua jefa con la que mantuve un breve amorío que se vio interrumpido cuando encontré cicatrices de navaja en su vientre y su cabeza. Recuerdo que ella me dijo que resbaló cortando cebollas mientras cocinaba mientras vivía con el político Rajuel.

Marqué los números del teléfono que todavía conservaba, ella contestó:

¡Que alegría escucharte! me dijo, justo te estaba pensando. Después de las frases banales de introducción y sin más me recordo la ultima vez que hablamos. Aquella vez yo le dije que la estimaba mucho como para hacer cualquier cosa por ella. Un rato breve de silencio y su voz sonó a casi una orden, necesito una persona que golpee a la amante de mi nuevo amor, la escuche decir. Estoy dispuesta a pagar muy bien por ello.
Esta vez yo guardé silencio.  Vi sus cicatrices abiertas en mi mente, creí oír el llanto de mujer engañada y capaz de cualquier cosa. Ella pasó a ser la primera persona en mi lista, pero, ¿podría yo ser criminal por cualquier razón y asi poner mi nombre en mi lista personal de crimen autorizado?
Acordamos el precio, me envió los datos, nos mandamos saludos mutuos y corte.  

miércoles, 25 de noviembre de 2015

La María

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Gil Sánchez

México

          Allá vienen con sus risitas hipócritas. ¿Ante el luto? Bola de desvergonzadas. Acuden vestidas como para una boda en plena noche triste. Quizá sus caras las haga más divertidas. Aunque sé sus historias y otras, pos a completarlas frente a su misma jeta. Esa pinche vieja, a nadie respeta, a todos les dice sus verdades. ¡Ah cómo molesta cuando te dicen marrana! Por eso detesto a la lombriz panteonera. Tener que soportar el humor de todos, pero más de este alcohólico sentado a mi lado aparentando inocencia. A lo mejor se sentó el mismo diablo. Su ambiente sulfuroso apendeja. ¿Sabrá algo de alguien? Esos ojos de gargajo esperan alcohol o sólo vienen a dormir. ¿Por qué estará aquí? Ay diosito santo, quítame este diablo panzón. A lo mejor era conocido de Don Pepe. No. Él, se va a ir directo al cielo.
          «María, muévete para otro lado, pues aquí vamos a estar los familiares más cercanos» ––dijo la viuda.
          No…pos a la pendeja hasta el rincón. Ni madres. Voy a estar cerca de todas las carroñeras. Nadie lo quiso como yo. Don Pepe, siempre fue lindísimo conmigo. Nunca hubo una queja de su parte, ni de la mía a pesar de sus nalgadas. Ahora lo veo serio, pero fue alegre, sin preocupaciones, a pesar del abuso de sus dos dizque hijas.  Abusaron de tu don de gente, mi Pepe. Pinche doña Amelia, está llorando a quejido abierto. Si apenas el sábado tu compadre te surtió bonito. Perra infeliz, hiciste la vida sufrida a tu esposo. Nalga fácil. Allá vienen las hijas con sus esposos. Vienen con cara triste. No me lo trago, aparentan que lo adoraban; par de urracas.
          «María, consígueme un café»––dijo Alma, hija mayor del difunto.
          «Y usted señorita Rosa, ¿quiere otro café?»––le contesté.
          «No. Tráeme un té».
          Ahí va la gata, ama de llaves, cocinera, hasta la puta que consolaba a Don Pepe. ¡Ah qué Pepito, por qué te moriste! Te cansaste que te mordieran las sabandijas de tus hijas. Peligro que en realidad ni son tuyos. Ni se parecen, las cejas y los rasgos de los ojos los tienen muy parecidos al compadre. Ya andan desesperadas por la herencia. Sus maridos mantenidos, muy picudos esperan sangrarlas del cuello. Pero solo van a morder concreto de la casa, par de pendejos. Si son unas harpías. Nada les pertenece, además, nadie sabe dónde está el dinero del señor, alguna vez lo oí decir que tenía algunas monedas de oro. ¿Será? Aquí estoy por ti, Pepito. Sólo por ti. Yo sí te voy a extrañar. Espero divertirme al ver a todas las culebras que se enroscan en sus parásitos. No, si pendeja, no soy. Ellos sí, no saben que en realidad, ellas, los están manipulando como muñequitos de paja.
          ¿Será una de azúcar o dos? Si le sirvo una las urracas son capaces que me manden por otro cuadrito de azúcar. Mejor le hecho dos, y rápido me voy al baño.
          «Aquí está su café, señorita Alma, y su té Rosita
          ¿Dónde habrá escondido el dinero Don Pepe? Todas lo hemos buscado. En el llavero siempre le veía una llave chiquita como de una gaveta, y yo, las conozco todas. Debe de estar en el cuarto de estudio, arriba de su escritorio. De seguro ya rebuscaron para ver qué dejó el viejo, y no le encontraron nada. Porque… ni hubieran venido las cabronas. Nomás resoplan sin dolor. En un descuido me voy para allá. No, mejor voy a pelar oreja a ver qué oigo. Es mi último cigarro y será buena excusa para salir, pues la noche es larga. La funeraria está en la avenida, cerca de la casa, solo a dos cuadras, así que hasta a pie.
          «Te me habías perdido María, no te vayas para la sala, espera. ¿Alguna vez oíste a mi viejo hablar de dinero o algún testamento? Te lo pregunto porque ya buscaron mis hijas y no encontraron nada. Cuando le pedíamos, siempre nos dio efectivo. Nunca trabajó desde que nos casamos. Fue vendiendo todas las propiedades que heredó de su padre. Me desesperas, pareces idiota. No te quedes callada, dime»––dijo Amelia.
          Pos qué quiere que le diga señora, a pesar que estuve con ustedes veintidós años, solo recibí mi pago del señor. No sé nada de eso que me pregunta. Voy a salir a conseguir cigarros, ahorita vengo.
          Aquí traigo la llave que me entregó Don Pepe para las emergencias y otras cosas. Las calles están vacías, no sé por qué siento que alguien me mira. No te acobardes, ¡ah chingado!, cómo me falta el aire, todo por el pinche cigarro. Pero no lo dejas María. La reja abierta, ni se acordaron de cerrarla las condenadas. ¿Quién estará en el cuarto de estudio? La luz, ¡ay diosito cúbreme con tu manto! Qué bueno. No hay nadie. Las llaves deben de estar en su gaveta derecha. ¡Si aquí están! La llave chiquita es antigua, ¿qué abrirá? No encuentro nada que esté a su medida. Regresaré. No pendeja, ésta es tu oportunidad. Cálmate. Una vez hace tiempo cuando entré al estudio, Pepito se puso nervioso, estaba con la rodilla derecha apoyándola en la alfombra y bajó suavemente la moldura de adorno del escritorio del lado derecho. Sí, es ésta. No se levanta. ¿Tendrá un botón o algo que la mueva? Hizo un movimiento así, hacia abajo, en esta esquina. ¡No que no! Aquí está y la cerradura. ¡Ah su mecha!, ¡hija de tu puta madre!, no te apendejes María, la maleta y pélate. Tendré que hacer tres viajes, hay un chingo de billetes. No. Mejor los paso a mi cuarto, ahí, ni los perros me visitan. Sí. Poco a poco lo voy sacando, y luego me despides.
          «Amelia, siento mucho lo ocurrido, me apena no haber estado desde ayer. Te veo inquieta, con todo lo que te habrá dejado, yo estaría a un lado del féretro sollozando»––dijo su compadre.
          «Lo que me preocupa es que no tengo para pagar los servicios funerarios. El desgraciado, nos dejó un sobre arriba del escritorio que decía: Al morir, nada más deben de destruir el escritorio antiguo de mi padre. Que lo hiciéramos leña entre las tres, y antes de quemarlo, todas reiríamos de felicidad. Cómo lo vamos a destruir, si es una antigüedad, además, era su valor más apreciado. Ya sabes, Pepe, siempre fue un bromista».
          «Pues no te preocupes, para eso está el compadre, para respaldar con ideas. Vende la propiedad y con ese dinero pagarás los servicios y busca una casa más chica.                    Discúlpame, tengo a mi hermana enferma en Michigan y salgo hoy para allá»––agregó el compadre, se despidió con un beso en la mejilla y abandonó la sala.
          «Mamá, ¿no has visto a María? Cuando la veas, dile, que nos traiga a Rosy y a mí, otra taza de café y té».

domingo, 15 de noviembre de 2015

Guantes de seda


                   Doris Irizarry

                   Puerto Rico

Arquímides cerró los ojos. El pensamiento parecía destaparle sus vulnerabilidades. Estaba hastiado de la inercia que rodeaba su vida, pero una emoción retrasada hurgó en algún lugar, trayendo un desconcierto a destiempo. Su mirada llevaba horas rodando por las paredes del cuarto, por sobre la cornisa de la ventana, despacio, fijada en ninguna parte.
Los términos habían sido claros. No había espacio para divagaciones estériles que pudiesen alterar el objetivo, aunque asomaran indicios de arrepentimiento. Había que mantener la compostura. A estas alturas, el miedo no cabía. Ni la duda. ¿Por qué iba a dudar? Antes de la llamada, quizá, cuando ella rechazaba su propuesta y él mantenía las esperanzas. Laura. Tan estoica, tan vertical. Pero llegó el día que Laura hizo la llamada, y las disipó. Aceptaba. Y aceptaba por compasión. Entonces no hubo otro camino.
Estaba todo previsto: el día, la hora, la ropa. Angélica, el ama de llaves, se había encargado de los detalles de rutina, la limpieza, la cocina, el baño, la colonia. Todo, en orden inmaculado. Pausada, y con la memoria más liviana que un globo de helio, Angélica no se daría por enterada, ni siquiera siendo cómplice circunstancial de lo que estaba a punto de ocurrir.
El olor a colonia que impregnaba la habitación le picó en la nariz. Con un estornudo se esfumaron las imágenes prematuras que había colgado de la cornisa, y un abanico de luz bajo la puerta anunciaba la llegada de Laura. La contempló de reojo en el umbral. No había olvidado ni un solo detalle, el pañuelo sobre su cabello, las gafas oscuras y el vestido que la transformaba. La vio forzar la comisura de sus labios en pos de una sonrisa. Lo estremeció una euforia silenciosa. De no estar paralizado le habría tomado de las manos y la habría guiado él mismo. Pero no era necesario, ella sabía qué hacer.
Laura sacó los guantes rojos de su bolso. Todo según acordado. Arquímides giró la cabeza con esfuerzo extremo, y observó su talle a medias, mientras ella miraba por la ventana y apuraba los dedos en los guantes. −No llores, −le dijo−, al escucharla gemir. Sintió un azote eléctrico en la lengua y esperó su cercanía como quien espera la redención. Pero antes, atrapó intacta su silueta, su mirada solidaria de pupilas dilatadas, sus labios temblorosos. Un calor extraño y apaciguador lo invadió. La vio acercarse y bajar la mirada. Sintió su mano casi al toque, aspiró su aliento. Le rogó que se detuviera. Ella se turbó. ¿Sería posible que él se retractara? Él la observó con detenimiento, recorrió su rostro, el contorno de su cara, su mentón, las finas líneas de su boca.  
−Es tiempo, −murmuró.
        Laura se contuvo para no escapar de su promesa. Arquímides sintió sobre sus labios los dedos de Laura bajo los guantes rojos de fina seda, y sonreía. Mientras, ella cerró los ojos, le dio un tierno y prolongado beso en la mejilla, volteó la mirada y retiró el respirador.