jueves, 30 de julio de 2015

El libro de cuentos sobre homeopatía para leer junto al fuego

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Rubén Fernández, quien co-coordina el Taller de Cuento Básico de Ciudad Seva,  junto a Clide Gremiger (ambos integrantes de este blog), hace dos años participó en un concurso internacional de cuentos, organizado por un sitio web muy popular entre los médicos homeópatas de habla inglesa. Con la ayuda de  sus hijas que lo tradujeron al inglés, tuvo la fortuna de haber sido elegido entre los ganadores. Su alegría fue doble cuando se enteró que  su cuento "La Promesa" tenía un premio de 600 euros por haber alcanzado el tercer lugar.
Y  las sorpresas no terminaron allí, ahora le informan que imprimieron el libro con los 16 finalistas del concurso.
Pero conozcamos algo más sobre  esta antología:
El libro de cuentos sobre homeopatía para leer junto al fuego
  
Samuel Hahnemann,  notable  médico alemán, fue creador de la homeopatía en el siglo XVIII. Su descubrimiento significó una revolución conceptual para la medicina. En lugar de la supresión de los síntomas de la enfermedad, ahora se podían utilizar sustancias que imitaban la enfermedad y así curarla. El método de Hahnemann tuvo tanto éxito que fue adoptado por miles de médicos de todo el mundo. En poco tiempo, la homeopatía era demandada en todos los niveles de la sociedad, desde la clase trabajadora a los más ricos - incluso a los integrantes de la realeza-. Hoy, esta forma en el arte de curar es la segunda más popular en el mundo y es practicado por cientos de miles de médicos certificados. En Hpathy.com nos dimos cuenta de que algo faltaba y pedimos a la comunidad homeopátíca que nos ayude a llenar ese vacío. El 17 de octubre 2012 se anunció el Primer Certamen Internacional de Relatos Breves sobre Homeopatía. Muchos homeópatas y aficionados de todo el mundo respondieron.

Un equipo de jueces seleccionó dieciséis historias de las muchas que recibió. El resultado fue El Libro de los Cuentos de Homeopatía para leer junto al fuego. Estas historias involucran aventuras y peligros, romance, misterio, misticismo e inspiración. Algunas historias tienen lugar en el presente, otros son históricas y otras post-apocalípticas. Ellas te llevarán a lejanos lugares exóticos o dentro de ti. Para todas aquellas personas que practican la homeopatía, para los millones de devotos y para cualquier persona que está fascinado por ella, este libro será de alegre lectura. Esta antología es un comienzo. Esperamos que haya muchas más.


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jueves, 16 de julio de 2015

INTIMIDAD



Caro Nájera

México


Cuando abrió sus pesados párpados, quedó deslumbrado por la claridad. Unos segundos después,  más despabilado, se dio cuenta de que tenía compañera de viaje.  Tan dormido se había quedado, que ni se percató en qué estación había subido la mujer. El muchacho se enderezó al instante, bajando con cuidado las piernas encogidas.  Su único equipaje, una mochila desgastada con un broche en el cierre ya vencido, había sido su almohada. 

-Buenos días –dijo ella. Tenía la voz muy delgada y un rostro con facciones aniñadas-. ¿Descansó usted? Dicen que se duerme mal en los trenes.

El muchacho desvió la mirada sin responder, sus orejas se tiñeron de carmín. Usaba pantalón de mezclilla con una camisa blanca, deslavada pero limpia y un paliacate rojo envolviendo su cabeza. Tenía la piel color cajeta y los ojos rasgados. Aunque era unos años más joven que su vecina, sus manos lucían ásperas, con uñas negruzcas. Se inclinó y recogió un sombrero de paja que había puesto debajo del asiento, lo acomodó junto a él. 

Ella decidió mirar por la ventana. El sol recién nacido se extendía como una túnica dorada sobre los campos sedientos de lluvia. Nunca había visto un cielo tan zarco ni tan amigable. No quería perder detalle. Le habían dicho que en poco tiempo el tren tomaría una zona montañosa y luego vería el mar, ese desconocido que tanta ilusión le daba.

Los ojos del chico recayeron en su compañera de asiento. Su piel clara estaba salpicada de lunares; en el recorrido, se topó con los pechos pequeños en un talle corto, en cambio las caderas exageradas destacaban debajo del vestido recto, color pistache. Una diadema del mismo tono, contenía la melena oscura peinada hacia atrás. El bolso negro seguía colgado del brazo izquierdo, desnudo hasta el codo. Del otro lado, aguardaba un cesto de mimbre cubierto con una servilleta amarilla. 

Ella sonreía fascinada, embebida en el paisaje. Los cerros pasaban uno tras otro, la vegetación cambiaba y su corazón latía in crescendo conforme la espera se acortaba. ¡Por fin! Emergió como un aparecido silencioso y hechicero. Tan lejano y deseado. Ella juntó sus manos en un aplauso de aire.

-¿Verdad que es el mar? –le preguntó al muchacho que simplemente clavó la mirada en el agua y los chinos espumosos.

  La mujer volvió a concentrarse en el exterior. A ratos le parecía que el mar jugaba a las escondidas: ora se dejaba ver, ora se escondía detrás de las montañas o de las rocas colosales, ora salía para esfumarse otra vez, en un juego que concluía cuando el tren se perdía en la oscuridad del túnel. Solo entonces se sentía nerviosa, sobre todo si la caverna era muy larga; le parecía que quedarían atrapados en la negrura de la nada o imaginaba que su vecino desconocido o cualquier otro podrían aprovecharse de ella, de algún modo; por eso apretaba el bolso con todas sus fuerzas y aguzaba el oído. Pero cuando por fin se expandía la luz, el miedo se transformaba en curiosidad hacia el joven de rostro desangelado como si un dolor profundo le pudriera el alma.

Sin dejar de mirar por la ventana, la muchacha dijo:

-Qué bueno que el mar llega hasta Mayaquita. ¿A usted le gusta?

El joven la miró y luego se encogió de hombros. La muchacha continuó:

-Se me figura que el agua y las montañas van corriendo para atrás como si tuvieran prisa por llegar a algún lado, como si ya vinieran de regreso cuando nosotros apenas vamos. ¿A usted no se le ocurren cosas así?

El muchacho miró por la ventana, luego bajó los ojos y movió la cabeza de un lado a otro.

-¡Qué lindo es viajar! –La mujer continuó sin mirarlo- Es la primera vez para mí, ¿sabe? Siempre quise ir a algún lado pero no era posible. ¡Imagínese, hasta voy a conocer otro país! ¿Usted, ha viajado antes?

Entonces se dio cuenta de que él tenía los ojos cerrados. Ella volvió a la ventana y se puso a tararear una canción, muy quedito. Una hora más tarde, cuando el chico abrió los ojos, la muchacha estaba comiendo un bollo dorado, redondo y muy suave. Levantó la carpeta que cubría la cesta acercándosela al muchacho. Estaba llena de panes aromáticos, cual si los acabara de sacar del horno. Él se negó a coger alguno.

-Dicen que llegaremos atardeciendo a Mayaquita. Ande, pruebe uno, total si no le gusta lo regresa sin pena, yo no me ofendo.

El muchacho estiró la mano lentamente y escogió uno ovalado.

-Si le gusta el requesón, le vendrá bien.

El muchacho le dio una mordida pequeña, agachó los ojos ruborizado y sonrió.

-Está bueno.

La mujer se sintió feliz. Por fin le había sacado dos palabras y una sonrisa a su reticente compañero de viaje. Así, con el rostro relajado parecía un muchacho de buena cepa, sin embargo la tristeza aún peregrinaba en sus ojos.
-Yo misma los hice.
-¿De veras?
-Sí. Aprendí en el internado, con las monjas. Teníamos que ayudar en los quehaceres, ¿sabe? A mí me gustó la cocina. Yo inventé ése que está comiendo. Las monjas los hacían dulces o salados, pero a mí se me ocurrió un día hornearlos con el requesón adentro. Claro, que no era muy seguido porque no siempre había cuajo.

Mientras escuchaba la historia, con franco interés, el muchacho comía mucho más desenvuelto, atento a la plática. 

-Cuando cumplí veintiún años, edad en que uno debe salir del internado, las monjas me consiguieron trabajo en una panadería y pude pagar un cuarto arriba del establecimiento. El panadero me regaló esta cesta llena para el viaje y para Mayaquita. Mi marido, que en paz descanse, me dejó una casa allá, ¿sabe?

-Lo siento, lo de su muerte.
-Sí, bueno, en realidad no lo conocí.
-¿No?
-Es que –y aquí bajó la voz, inclinándose hacia adelante para que el muchacho la escuchara- me casé por correspondencia.
-¿Se puede hacer eso? –preguntó el muchacho abriendo mucho los ojos.
-Sí. Un día, por casualidad, vi en una revista el anuncio de un hombre que buscaba esposa dispuesta a vivir en la costa y a viajar con él. Al principio dudé pero me decidí y le escribí. El hombre se había dedicado por completo a su negocio y de pronto a los cincuenta años, se dio cuenta que no tenía con quien compartir lo que había logrado. Aunque era bastante mayor que yo, creí que me iría bien con él. Cuando no se tiene a nadie, una propuesta como ésa no se rechaza.  No había una fila de hombres casaderos esperando por mí. Además, no les gustan las mujeres robustas y comelonas, ¿sabe? A él no le importó eso. Lo más rápido fue casarnos por correspondencia. Me envió dinero para que arreglara mis papeles y cuando estaba por venir para llevarme a Mayaquita, murió repentinamente, un infarto ¿sabe?

-¡Dios!

El muchacho la miraba entre fascinado y conmovido aunque no entendía por qué.

-Sí, bueno. ¿Qué puedo decirle? Apenas intercambiamos unas cuantas cartas. Pero el  buen hombre me puso en su testamento. Me dejó una casa y un poco de dinero, para vivir unos meses. En ocasiones la bondad llega de donde uno menos la espera.

El muchacho parpadeó varias veces, tragó saliva y se frotó las manos, sudadas de repente.

-¿Y su familia?
-Bueno, mis padres murieron de una rara enfermedad. Yo era muy pequeña, no recuerdo. Mis tíos… Ninguno pudo hacerse cargo de mí, tenían muchos hijos… Me dejaron en el internado.
-Lo cuenta como si no le diera tristeza.
-Será que no me acuerdo de mis padres. Además, en el internado había más niñas, siempre tenía compañía... No conocí otra vida.
-¿Y no pensaba cómo habría sido si hubiese tenido padres?
-Algunas veces cuando fui más grande, pero no demasiado, ¿sabe? Tuve compañeras que sí los tenían pero sufrían porque ellos las dejaban allí que para que las educaran bien. Eso era peor, ¿no cree?

El muchacho asintió pensativo.

-Aprendí a tomar las cosas como eran, ¿qué caso tiene sufrir por lo que no es ni será?

Callaron unos minutos, mirando ambos por la ventana. Ilusionada por la nueva amistad y temiendo que el silencio los volviera ajenos otra vez, buscó reanudar el diálogo:

-¿Para qué va a Mayaquita?
-Busco trabajo.
-¿Qué hace usted?
-Trabajaba en los cafetales.

La cara del muchacho se apagó. ¿Le habría molestado que quisiera saber más de él? Ella le ofreció otro bollo que él rechazó. Penetraron en las tinieblas de sopetón y al cabo de unos segundos se escucharon los sollozos del muchacho.

-¡He matado a un hombre! –dijo.

La muchacha se asustó. Ese mozo tan encogido y parco, ¿era un asesino? ¡Y ella que le había contado tantas cosas! ¿Y si él saltaba sobre ella, matándola también? A lo mejor llevaba un arma escondida en la mochila. Pero no, en sus ojos había tormento, no malicia; si lloraba, es que era piadoso.

-¿Quiere contarme?

Haciendo esfuerzos por contenerse, el joven habló con voz  muy queda:

-Trabajaba en una hacienda. El patrón era un hombre duro y abusivo, nos tundía a latigazos por cualquier cosa que no le gustara. Todos aguantábamos porque éramos pobres y necesitábamos llevar dinero a nuestras casas. Hace como un mes, se ensañó con un niño de quince años, nomás porque se tropezó dejando caer el canastillo con los frutos. Me encabrité, saqué la cara por el chiquillo y el patrón se me vino encima con el látigo. Lo empujé, se tambaleó y al caer, su cabeza fue a dar contra una piedra. El doctor dijo que había muerto allí mismo. Los compañeros declararon que la caída había sido un accidente y hasta ahí el asunto… Pero mi viejo me aconsejó que me fuera, por las dudas. Nomás alcancé a juntar dinero para ir a Mayaquita.

La luz iluminó el vagón, dejando atrás el túnel. El joven estaba inclinado hacia adelante, con la cabeza sostenida por ambas manos, gimoteando sosegadamente. La muchacha deseaba abrazarlo o por lo menos acariciar su cabeza pero no se atrevió.

-Usted no lo mató, fue un accidente –le dijo.

El muchacho denegó susurrando, la cara oculta, sorbiendo los mocos.

-Cuando yo estaba en el internado había una monja que tenía por corazón un erizo envenenado. Nos pegaba con frecuencia y se burlaba si una era gorda, flaca, fea o lenta. Yo siempre tenía hambre y una noche me descubrió entrando a la cocina por otro pan. Me golpeó las manos hasta que quedaron moradas. Durante una semana me dolieron y apenas si podía moverlas. Yo soñaba despierta que ella se moría, inventando mil maneras en que podría deshacerme de la malvada monja.

-¿Y qué pasó? –dijo el muchacho enderezándose, con el rostro mojado de lágrimas.
-Nada, no me animé. Al año siguiente le dio una enfermedad en las manos: se le hicieron grandes y engarrotadas. Por las noches y cuando hacía frío, se quejaba del dolor. No me alegré pero tampoco sentí pena por ella.

La muchacha dejó la cesta en el asiento. De su bolso sacó un pañuelo blanco, con un hermoso bordado. Se puso a secar las lágrimas del muchacho, dejándolo luego en sus manos. Continuó en tono confidencial:

-A veces le hacíamos travesuras para que la monja se enojara y corriera por la vara con que nos golpeaba pero ya no podía agarrarla. Nos íbamos riendo y ella nos maldecía.

Ambos sonrieron.

-Usted hizo bien en defender al niño, en defenderse usted mismo. ¡Tuvo las agallas suficientes, qué va!  Si no, ¡quién sabe! Tal vez el chiquillo fuera el muerto, o usted. Ese hombre no tenía derecho a maltratarlos.
-No.
-La gente desalmada le quita a uno las ganas de compadecerse por ella, ¿sabe?

En seguida tomó la cesta:
-Tome otro, ande por las muchas penas. Ese espolvoreado tiene crema de anís, pruébelo.
El muchacho hizo caso, risueño. Sus ojos todavía mojados, brillaban sin nubes turbias dejando al descubierto su candor infantil.

-Por cierto, me llamo Anabel.
-Y yo Benito.

Estrecharon sus manos, festivos, amorosos  en la callada complicidad de un viaje que los había rescatado del anonimato y de la soledad.

-Ya verás que nos irá muy bien ¡Imagínate, hasta vamos a conocer otro país! -dijo Anabel- Dicen que viajar y relacionarse con otras personas, hace crecer a la gente ¿sabes?


 Mayo de 2014




martes, 7 de julio de 2015

EL ASOMBROSO SUEÑO DE MARGARITA




Jaime Didier Aldana

Perú



Margarita es una niña de ocho años. Vive con sus padres, abuelos y dos tías. Tiene los cabellos negros, largos y ensortijados, y le gustan las pequitas que adornan su rostro. Cuando sea grande, desea ser doctora en medicina humana; aunque todavía es muy pequeña, anhela prepararse para ayudar a las personas que han caído enfermas, o prevenir que se enfermen.
Lo curioso, es que desde hace unos días viene teniendo un extraño sueño: se le aparece una olla. Sí, como lo leen, una olla. A ella no le molesta, pero le intriga que precisamente ella… ¡sueñe con una olla!
Hace poco, en la escuela, se le ocurrió preguntarle a sus compañeritos qué cosas soñaban:
––Yo sueño que estoy volando ––dijo Arturo, el más juguetón de todos.
––Yo sueño que estoy en un avión, y miro por la ventanilla todas las cosas pequeñitas que están abajo en la tierra ––contestó Estefanía, la niña a la que más le gusta preguntar, porque quiere saberlo todo.
––Yo sueño mucho, pero cuando despierto, casi ni me acuerdo qué cosas soñé ––dijo Raúl, sonriendo divertido.
––¿Y tú qué sueñas, Margarita? ––preguntó Estefanía.
Margarita guardó silencio un instante, pero luego dijo:
––Yo sueño con una olla ––los niños rompieron a reír de buena gana, apenas escucharon semejante sueño.
––¿Una olla? ¡Qué gracioso! ¿Qué tipo de olla? ––volvió a preguntar Estefanía.
––Una olla, como cualquier otra olla… no, esperen… la olla que yo sueño, es distinta… es una olla negra.
––¿Una olla negra? ––preguntó Óscar, un niño que permanece muy callado, pero que ahora estaba tan intrigado como todos, por el asombroso sueño de Margarita.
––Si, me parece que esa olla quiere decirme algo…
Justo en el momento en que todos estaban atentos a lo que decía Margarita, llegó la profesora y comenzó la clase. Estefanía se volvió un instante a Margarita, y le dijo:
––Por favor, si sabes algo más de tu olla… ¿me lo cuentas? ––a lo que Margarita respondió moviendo la cabeza afirmativamente.
Esa noche Margarita volvió a soñar con la olla. La veía como escondida en una esquina. De repente, la olla pareció recobrar vida y le dijo:
––Hola, Margarita ––la niña no salía de su asombro. ¿La olla le estaba hablando?... ‘’pero si las ollas no hablan’’, pensó, siempre dentro de su sueño. Aun así, se atrevió a preguntarle:
––¿Cómo sabes que me llamo Margarita?
––Lo he escuchado muchas veces, yo estoy en el desván ––respondió la olla. Apenas escuchó la palabra desván, Margarita recordó el cuarto donde sus abuelos guardan los objetos a los que ya no se les daba uso, y a trastos viejos y desvencijados que el abuelo Fulgencio había prometido arreglar algún día.
––¿Por qué quieres hablar conmigo? ––preguntó Margarita intrigada.
––Porque sé que eres una niña muy bondadosa, que ama a los animales. Lo sé, porque he escuchado cómo tratas a tu perrito, con tanto cariño ––en ese momento la olla comenzó a gemir, como si estuviera a punto de llorar, lo que fue notado por Margarita.
––No llores, por favor. Dime qué puedo hacer por ti.
––Ahora me ves sucia, pero hace muuuuuucho tiempo, relucía de lo nueva. Fui comprada por la señora Ana María… tu bisabuela, ¡qué señora tan amable! De inmediato me puso al fogón de leña, y por eso me fui ennegreciendo, hasta quedar negra como un carbón. Pero eso no me molestaba, ya que conmigo preparó infinidad de guisos que alimentaron a toda la familia… pero después de tantos golpes y caídas… me abandonó en el desván, y me cambió por ollas nuevas. No sabes el frío que siento en invierno. Me asusta la oscuridad. Cada vez que el abuelo Augusto aparece para limpiar el desván, me pongo muy contenta; me toma entre sus manos arrugadas para limpiarme… y me alegro al pensar que me sacará para ser tan útil como antes… pero el abuelo me coloca de nuevo en el rincón oscuro, y se va, dejándome con mi soledad y mi tristeza.
Margarita dejó caer unas cuantas lágrimas; se le estrujó el corazón el escuchar todo lo que le decía la olla vieja… en ese momento despertó.
Aún más intrigada, se puso a pensar en aquel extraño sueño, y decidió que, apenas amaneciera, le pediría a una de sus tías que la acompañara al desván, a ver si era cierta toda aquella historia de la olla, y lo más importante… si en efecto existía.
Aunque era sábado, Margarita se levantó muy temprano, dispuesta a visitar el desván, con el entusiasmo de quien se alista para ir de paseo.
––¿Me acompañas al desván, por favor? ––preguntó a su tía Rocío del Pilar, que acababa de despertar por los ruidos que producía la niña.
––¿A dónde? ––preguntó a su vez la tía, todavía somnolienta.
––Al cuarto de las cosas. Quiero ir a mirar un rato, por favor ––la tía se le quedó mirando un momento, y luego dijo:
––Bueno, vamos, no sé lo que quieres mirar. Pero un rato nada más, tengo un montón de cosas por hacer ––repuso la tía restregándose los ojos.
––Claro, tía. Muchas gracias ––respondió la pequeña.
En segundos estuvieron ante la puerta del desván. La primera en entrar fue la tía Rocío, quien presionó el interruptor de la luz para iluminar la habitación, y se fijó si había arañitas, muy peligrosas cuando son molestadas.
A Margarita le brillaban los ojos al ver tantas cosas; todas, le parecían interesantísimas.
Mientras la tía se entretenía mirando un álbum antiguo de fotos, ella abría un cajón para mirar dentro de él. Allí encontró algunos juguetes que habían pertenecido a sus tíos o abuelos; no lo sabía muy bien. Cada cosa que veía y tocaba le hacía viajar, con la imaginación, al pasado. Se figuraba a sus abuelos siendo niños, y jugando todo el día… ya hasta se le había olvidado a qué había venido.
La tía Rocío sonrió al verla, pero no le dijo nada. Las dos se quedaron en silencio, entretenida cada una con lo suyo.
Margarita entró un poco más allá, y se quedó mirando un carrusel de juguete, que ya no funcionaba. Repentinamente, al fondo del cuarto, medio escondido por unos papeles, descubrió algo que le atrajo la atención. Se dirigió hacia allí, levantó los papeles, y dijo en voz alta:
––¡La encontré, tía! ¡La encontré!
––¿Qué cosa encontraste?
––Es una olla… ya sabía que estaba un poco sucia, pero esto es demasiado.
––¿Cómo que ya sabías? A ver, sácala ––pidió la tía.
––Margarita no supo que responder. No le había contado a su tía lo referente a su sueño. Aunque nunca decía mentiras, era difícil explicarle que había hablado en sueños con la olla.
Cuando la alzó, Margarita se dio cuenta que era una olla de fierro, muy vieja y pesada. Tenía algunas hendiduras producto de muchos años de trajín. Estaba tan negra la pobre, que hubiera pasado por una sartén, de esas que ve los domingos en la panadería, y que usan para freír chicharrones.
Rocío del Pilar comprendió que Margarita deseaba muchísimo sacar la olla vieja del desván, y ponerla en uso otra vez… solo que antes debía sacarle toda esa negrura acumulada: ¡Una tarea nada fácil!
Bajaron en silencio las escalinatas, y se dirigieron al único lugar posible: el lavatorio de platos y ollas de la cocina.
––Bueno, ¡vamos a ver qué se puede hacer! ––exclamó con determinación la tía, olvidándose de las muchas cosas que tenía por hacer.
––Muchas gracias, tía, eres muy amable ––dijo Margarita.
––Por favor, pásame el martillo pequeño que tiene el abuelo Fulgencio ahí abajo ––pidió la tía a la pequeña, señalándole un cajón de herramientas.
La niña sacó el martillo y se lo entregó a su tía, dándose cuenta que lo usaría para arreglar las hendiduras.
––Tac, tac, tac. Pum, pum, pum. Tin, tin tin. Clang, clang, clang ––y otra vez: Tac, tac, tac. Pum, pum, pum. Tin, tin, tin. Clang, clang, clang–– eran los sonidos que escuchaba Margarita, a cada golpe recibido por la olla, en un intento por corregir las protuberancias; a ella le parecía que cada golpe, aunque leve, debía dolerle a la olla.
Media hora después, la hacendosa tía Rocío del Pilar dejó a un lado el martillo, agarró la olla por las orejas ––para contemplar su obra––, y se sintió satisfecha. Sólo que aun faltaba sacarle ese recubrimiento negro que se le había pegado a la olla.
La tía ya daba muestras de cansancio; algunas gotas de sudor rodaban por sus mejillas. Ella hubiera preferido dejar de golpear, restregar, echar jabón, y volver una y otra vez por todos los rincones de la olla… pero su temperamento le impedía dejar cualquier labor, hasta terminarla.
Metió el martillo al cajón, y sacó una esponja de alambre. Se puso unos guantes para proteger sus manos, y comenzó:
––Grinch, grinch, grinch. Raspa, raspa, raspa. Cruch, cruch, cruch. Chus, chus, chus––. Y otra vez: Grinch, grinch, grinch. Raspa, raspa, raspa. Cruch, cruch, cruch. Chus, chus, chus ––eran los sonidos que escuchaba Margarita.
‘’La olla debe estarse riendo de la tía Rocío: Raspa, raspa, raspa’’ ––pensó la niña divertida.
Un rato más tarde, la tía dejó a un lado la esponja de alambre, y tomó la de brillo. Tanto restregar estaba dando sus resultados: ahora la olla recuperaba al menos un poco de la apariencia de antaño… pero faltaba más.
La tía Rocío del Pilar agarró un trapo limpio, y se lo pasó por el rostro, que estaba empapado de sudor. A esa hora hacía rato que Margarita había encontrado un sillón, y desde allí observaba tranquilamente toda la labor de su tía.
––Ruch, ruch, ruch. Chis, chis, chis. Pule, pule, pule. Rasca, rasca, rasca––. Y otra vez: Ruch, ruch, ruch. Chis, chis, chis. Pule, pule, pule. Rasca, rasca, rasca. Eran los sonidos que Margarita escuchaba, bien sentada en su sillón.
De rato en rato, para que su tía tuviera ánimos de ir hasta el final, Margarita le iba diciendo:
––¡Muy bien, tía! Te está quedando muy bonita la olla, tía. Voy a contarle a todo el mundo lo que has hecho por la ollita ––y cosas así. Su tía la miraba de tanto en tanto sonriendo, pero en su rostro se reflejaba el cansancio: buen trabajo le estaba dando la ollita… pero la satisfacción de ver tan contenta a su sobrina, merecía cualquier sacrificio.
Dos horas después… el trabajo había concluido.
La tía Rocío alzó la olla que brillaba por todos lados. Parecía nueva.
––¡Bravo, tía! ¡Muy buen trabajo, tía! ¡Así se hace! ¡Muchas gracias, tía. Sin ti, no lo hubiera podido lograr!
Exclamaba y aplaudía la niña, muy contenta al ver la olla reluciente; eso era suficiente premio para la tía.
En ese momento entró la señora Magdalena Giordi, la madre de Margarita, quien traía una canasta llena de víveres para el almuerzo.
––¿A qué se debe la fiesta, por Dios? ––preguntó la señora Magdalena.
––Mami, la tía Rocío ha restregado y lavado una olla que encontré en el desván.
––A ver, Margarita, muéstrame.
Margarita corrió, agarró la olla, y se la llevó a su madre, quien la tomó entre sus manos, y se la quedó mirando con nostalgia:
––Esta olla perteneció a mi abuela. Ella cocinaba con leña. Estaba tan negra y estropeada la pobre, que nadie se atrevía a lavarla ––contó la madre de Margarita.
––¿Qué has hecho para que quede tan bien? ––preguntó la señora Magdalena a su hermana Rocío.
––Uff… Mucho trabajo. Pero con gusto. Solo basta ver la cara de felicidad de Margarita, para estar contenta también ––respondió la tía Rocío, recostada sobre la pared, y con los brazos cruzados; necesitaba un descanso, y merecido.
––Felicitaciones Rocío, has hecho un muy buen trabajo. La probaremos enseguida ––anunció la señora Magdalena.
La olla parecía estar muy orgullosa y contenta; era el centro de atención.
Un rato más tarde, con todos los ingredientes adentro, la señora Magdalena encendió la cocina a gas; después de tanto tiempo, la olla volvía a sentir el calorcillo del fogón. Estaba dichosa; de haber tenido ojos, de seguro habría llorado de alegría.
A partir de ese momento, la olla comenzó a ser tan importante para la familia, que todos los días la lavan con esmero, y cocinan deliciosos platos en ella.
El lunes siguiente, apenas llegó Margarita a la escuela, sus compañeritos la rodearon para escuchar la historia de la olla vieja, que había dejado de ser vieja gracias a Margarita, y a la tía Rocío del Pilar.
––No me van a creer ––dijo de repente Jorge Luis, haciendo que todos volteasen a mirarlo––, anoche soñé que un avión me hablaba. Me dijo que quería volver a volar… solo necesita que la tía Rocío del Pilar le ayude un poco ––todos los niños soltaron la carcajada.