Jaime Didier Aldana
Perú
Margarita es una niña de ocho años. Vive con sus padres, abuelos y dos tías.
Tiene los cabellos negros, largos y ensortijados, y le gustan las pequitas que
adornan su rostro. Cuando sea grande, desea ser doctora en medicina humana;
aunque todavía es muy pequeña, anhela prepararse para ayudar a las personas que
han caído enfermas, o prevenir que se enfermen.
Lo curioso, es que desde hace unos días viene teniendo un extraño sueño: se le
aparece una olla. Sí, como lo leen, una olla. A ella no le molesta, pero le
intriga que precisamente ella… ¡sueñe con una olla!
Hace poco, en la escuela, se le ocurrió preguntarle a sus compañeritos qué
cosas soñaban:
––Yo sueño que estoy volando ––dijo Arturo, el más juguetón de todos.
––Yo sueño que estoy en un avión, y miro por la ventanilla todas las cosas
pequeñitas que están abajo en la tierra ––contestó Estefanía, la niña a la que
más le gusta preguntar, porque quiere saberlo todo.
––Yo sueño mucho, pero cuando despierto, casi ni me acuerdo qué cosas soñé
––dijo Raúl, sonriendo divertido.
––¿Y tú qué sueñas, Margarita? ––preguntó Estefanía.
Margarita guardó silencio un instante, pero luego dijo:
––Yo sueño con una olla ––los niños rompieron a reír de buena gana, apenas
escucharon semejante sueño.
––¿Una olla? ¡Qué gracioso! ¿Qué tipo de olla? ––volvió a preguntar Estefanía.
––Una olla, como cualquier otra olla… no, esperen… la olla que yo sueño, es
distinta… es una olla negra.
––¿Una olla negra? ––preguntó Óscar, un niño que permanece muy callado, pero
que ahora estaba tan intrigado como todos, por el asombroso sueño de Margarita.
––Si, me parece que esa olla quiere decirme algo…
Justo en el momento en que todos estaban atentos a lo que decía Margarita,
llegó la profesora y comenzó la clase. Estefanía se volvió un instante a
Margarita, y le dijo:
––Por favor, si sabes algo más de tu olla… ¿me lo cuentas? ––a lo que Margarita
respondió moviendo la cabeza afirmativamente.
Esa noche Margarita volvió a soñar con la olla. La veía como escondida en una
esquina. De repente, la olla pareció recobrar vida y le dijo:
––Hola, Margarita ––la niña no salía de su asombro. ¿La olla le estaba
hablando?... ‘’pero si las ollas no hablan’’, pensó, siempre dentro de su
sueño. Aun así, se atrevió a preguntarle:
––¿Cómo sabes que me llamo Margarita?
––Lo he escuchado muchas veces, yo estoy en el desván ––respondió la olla.
Apenas escuchó la palabra desván, Margarita recordó el cuarto donde sus abuelos
guardan los objetos a los que ya no se les daba uso, y a trastos viejos y
desvencijados que el abuelo Fulgencio había prometido arreglar algún día.
––¿Por qué quieres hablar conmigo? ––preguntó Margarita intrigada.
––Porque sé que eres una niña muy bondadosa, que ama a los animales. Lo sé,
porque he escuchado cómo tratas a tu perrito, con tanto cariño ––en ese momento
la olla comenzó a gemir, como si estuviera a punto de llorar, lo que fue notado
por Margarita.
––No llores, por favor. Dime qué puedo hacer por ti.
––Ahora me ves sucia, pero hace muuuuuucho tiempo, relucía de lo nueva. Fui
comprada por la señora Ana María… tu bisabuela, ¡qué señora tan amable! De
inmediato me puso al fogón de leña, y por eso me fui ennegreciendo, hasta
quedar negra como un carbón. Pero eso no me molestaba, ya que conmigo preparó
infinidad de guisos que alimentaron a toda la familia… pero después de tantos
golpes y caídas… me abandonó en el desván, y me cambió por ollas nuevas. No
sabes el frío que siento en invierno. Me asusta la oscuridad. Cada vez que el
abuelo Augusto aparece para limpiar el desván, me pongo muy contenta; me toma
entre sus manos arrugadas para limpiarme… y me alegro al pensar que me sacará
para ser tan útil como antes… pero el abuelo me coloca de nuevo en el rincón
oscuro, y se va, dejándome con mi soledad y mi tristeza.
Margarita dejó caer unas cuantas lágrimas; se le estrujó el corazón el
escuchar todo lo que le decía la olla vieja… en ese momento despertó.
Aún más intrigada, se puso a pensar en aquel extraño sueño, y decidió que,
apenas amaneciera, le pediría a una de sus tías que la acompañara al desván, a
ver si era cierta toda aquella historia de la olla, y lo más importante… si en
efecto existía.
Aunque era sábado, Margarita se levantó muy temprano, dispuesta a visitar el
desván, con el entusiasmo de quien se alista para ir de paseo.
––¿Me acompañas al desván, por favor? ––preguntó a su tía Rocío del Pilar, que
acababa de despertar por los ruidos que producía la niña.
––¿A dónde? ––preguntó a su vez la tía, todavía somnolienta.
––Al cuarto de las cosas. Quiero ir a mirar un rato, por favor ––la tía se le
quedó mirando un momento, y luego dijo:
––Bueno, vamos, no sé lo que quieres mirar. Pero un rato nada más, tengo un
montón de cosas por hacer ––repuso la tía restregándose los ojos.
––Claro, tía. Muchas gracias ––respondió la pequeña.
En segundos estuvieron ante la puerta del desván. La primera en entrar fue la
tía Rocío, quien presionó el interruptor de la luz para iluminar la habitación,
y se fijó si había arañitas, muy peligrosas cuando son molestadas.
A Margarita le brillaban los ojos al ver tantas cosas; todas, le parecían
interesantísimas.
Mientras la tía se entretenía mirando un álbum antiguo de fotos, ella abría un
cajón para mirar dentro de él. Allí encontró algunos juguetes que habían
pertenecido a sus tíos o abuelos; no lo sabía muy bien. Cada cosa que veía y
tocaba le hacía viajar, con la imaginación, al pasado. Se figuraba a sus
abuelos siendo niños, y jugando todo el día… ya hasta se le había olvidado a
qué había venido.
La tía Rocío sonrió al verla, pero no le dijo nada. Las dos se quedaron en
silencio, entretenida cada una con lo suyo.
Margarita entró un poco más allá, y se quedó mirando un carrusel de juguete,
que ya no funcionaba. Repentinamente, al fondo del cuarto, medio escondido por
unos papeles, descubrió algo que le atrajo la atención. Se dirigió hacia allí,
levantó los papeles, y dijo en voz alta:
––¡La encontré, tía! ¡La encontré!
––¿Qué cosa encontraste?
––Es una olla… ya sabía que estaba un poco sucia, pero esto es demasiado.
––¿Cómo que ya sabías? A ver, sácala ––pidió la tía.
––Margarita no supo que responder. No le había contado a su tía lo referente a
su sueño. Aunque nunca decía mentiras, era difícil explicarle que había hablado
en sueños con la olla.
Cuando la alzó, Margarita se dio cuenta que era una olla de fierro, muy
vieja y pesada. Tenía algunas hendiduras producto de muchos años de trajín.
Estaba tan negra la pobre, que hubiera pasado por una sartén, de esas que ve
los domingos en la panadería, y que usan para freír chicharrones.
Rocío del Pilar comprendió que Margarita deseaba muchísimo sacar la olla vieja
del desván, y ponerla en uso otra vez… solo que antes debía sacarle toda esa
negrura acumulada: ¡Una tarea nada fácil!
Bajaron en silencio las escalinatas, y se dirigieron al único lugar posible:
el lavatorio de platos y ollas de la cocina.
––Bueno, ¡vamos a ver qué se puede hacer! ––exclamó con determinación la tía,
olvidándose de las muchas cosas que tenía por hacer.
––Muchas gracias, tía, eres muy amable ––dijo Margarita.
––Por favor, pásame el martillo pequeño que tiene el abuelo Fulgencio ahí abajo
––pidió la tía a la pequeña, señalándole un cajón de herramientas.
La niña sacó el martillo y se lo entregó a su tía, dándose cuenta que lo usaría
para arreglar las hendiduras.
––Tac, tac, tac. Pum, pum, pum. Tin, tin tin. Clang, clang, clang ––y otra vez:
Tac, tac, tac. Pum, pum, pum. Tin, tin, tin. Clang, clang, clang–– eran los
sonidos que escuchaba Margarita, a cada golpe recibido por la olla, en un
intento por corregir las protuberancias; a ella le parecía que cada golpe,
aunque leve, debía dolerle a la olla.
Media hora después, la hacendosa tía Rocío del Pilar dejó a un lado el
martillo, agarró la olla por las orejas ––para contemplar su obra––, y se
sintió satisfecha. Sólo que aun faltaba sacarle ese recubrimiento negro que se
le había pegado a la olla.
La tía ya daba muestras de cansancio; algunas gotas de sudor rodaban por sus
mejillas. Ella hubiera preferido dejar de golpear, restregar, echar jabón, y
volver una y otra vez por todos los rincones de la olla… pero su temperamento
le impedía dejar cualquier labor, hasta terminarla.
Metió el martillo al cajón, y sacó una esponja de alambre. Se puso unos guantes
para proteger sus manos, y comenzó:
––Grinch, grinch, grinch. Raspa, raspa, raspa. Cruch, cruch, cruch. Chus, chus,
chus––. Y otra vez: Grinch, grinch, grinch. Raspa, raspa, raspa. Cruch, cruch,
cruch. Chus, chus, chus ––eran los sonidos que escuchaba Margarita.
‘’La olla debe estarse riendo de la tía Rocío: Raspa, raspa, raspa’’ ––pensó la
niña divertida.
Un rato más tarde, la tía dejó a un lado la esponja de alambre, y tomó la de
brillo. Tanto restregar estaba dando sus resultados: ahora la olla recuperaba
al menos un poco de la apariencia de antaño… pero faltaba más.
La tía Rocío del Pilar agarró un trapo limpio, y se lo pasó por el rostro, que
estaba empapado de sudor. A esa hora hacía rato que Margarita había encontrado
un sillón, y desde allí observaba tranquilamente toda la labor de su tía.
––Ruch, ruch, ruch. Chis, chis, chis. Pule, pule, pule. Rasca, rasca,
rasca––. Y otra vez: Ruch, ruch, ruch. Chis, chis, chis. Pule, pule, pule.
Rasca, rasca, rasca. Eran los sonidos que Margarita escuchaba, bien sentada en
su sillón.
De rato en rato, para que su tía tuviera ánimos de ir hasta el final, Margarita
le iba diciendo:
––¡Muy bien, tía! Te está quedando muy bonita la olla, tía. Voy a contarle a
todo el mundo lo que has hecho por la ollita ––y cosas así. Su tía la miraba de
tanto en tanto sonriendo, pero en su rostro se reflejaba el cansancio: buen
trabajo le estaba dando la ollita… pero la satisfacción de ver tan contenta a
su sobrina, merecía cualquier sacrificio.
Dos horas después… el trabajo había concluido.
La tía Rocío alzó la olla que brillaba por todos lados. Parecía nueva.
––¡Bravo, tía! ¡Muy buen trabajo, tía! ¡Así se hace! ¡Muchas gracias, tía. Sin
ti, no lo hubiera podido lograr!
Exclamaba y aplaudía la niña, muy contenta al ver la olla reluciente; eso
era suficiente premio para la tía.
En ese momento entró la señora Magdalena Giordi, la madre de Margarita, quien
traía una canasta llena de víveres para el almuerzo.
––¿A qué se debe la fiesta, por Dios? ––preguntó la señora Magdalena.
––Mami, la tía Rocío ha restregado y lavado una olla que encontré en el desván.
––A ver, Margarita, muéstrame.
Margarita corrió, agarró la olla, y se la llevó a su madre, quien la tomó
entre sus manos, y se la quedó mirando con nostalgia:
––Esta olla perteneció a mi abuela. Ella cocinaba con leña. Estaba tan negra y
estropeada la pobre, que nadie se atrevía a lavarla ––contó la madre de
Margarita.
––¿Qué has hecho para que quede tan bien? ––preguntó la señora Magdalena a
su hermana Rocío.
––Uff… Mucho trabajo. Pero con gusto. Solo basta ver la cara de felicidad de
Margarita, para estar contenta también ––respondió la tía Rocío, recostada
sobre la pared, y con los brazos cruzados; necesitaba un descanso, y merecido.
––Felicitaciones Rocío, has hecho un muy buen trabajo. La probaremos enseguida
––anunció la señora Magdalena.
La olla parecía estar muy orgullosa y contenta; era el centro de atención.
Un rato más tarde, con todos los ingredientes adentro, la señora Magdalena
encendió la cocina a gas; después de tanto tiempo, la olla volvía a sentir el
calorcillo del fogón. Estaba dichosa; de haber tenido ojos, de seguro habría llorado
de alegría.
A partir de ese momento, la olla comenzó a ser tan importante para la familia,
que todos los días la lavan con esmero, y cocinan deliciosos platos en ella.
El lunes siguiente, apenas llegó Margarita a la escuela, sus compañeritos la
rodearon para escuchar la historia de la olla vieja, que había dejado de ser
vieja gracias a Margarita, y a la tía Rocío del Pilar.
––No me van a creer ––dijo de repente Jorge Luis, haciendo que todos volteasen
a mirarlo––, anoche soñé que un avión me hablaba. Me dijo que quería volver a
volar… solo necesita que la tía Rocío del Pilar le ayude un poco ––todos los
niños soltaron la carcajada.