miércoles, 29 de noviembre de 2017

Mutación

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Elvira Hoyos Campillo

Cartagena, Colombia

 

                 Goyo arribó a la costa de Cartagena de Indias para conocer sus orígenes. Guardaba las esperanzas de hallar con vida algún miembro de su familia o al menos un amigo que lo reconociera y le contara lo sucedido aquella tarde de holgorio en la playa. Desconsolado recordaba imágenes coloridas y nítidas de muchas personas que se movían en ambientes concéntricos, allí, en la playa; sosteniendo en sus manos velas, o quizás antorchas encendidas.
                Hombres y mujeres bailando con cadencias mientras se oía el golpeo de tambores. De repente un viento fuerte apagó las mechas y se llevó los sombreros voltiaos de los músicos, la reunión se disgregó, la gente corrió en todas direcciones gritando: “el mar… el mar se está metiendo en la playa, se nos viene encima” y él sin entender nada, se quedó paralizado buscando con la mirada a sus padres o tal vez esperando que estos vinieran por él.
               Sus padres formaban parte de la cumbiamba.  Una palabra que jamás olvidaría, había crecido escuchándoselas a ellos constanmente cuando hablaban entre ellos y sus amigos y a él, a él le habían dicho “obsérvanos bailaa que cuando tú seaa grande, también serás cumbiambero, aprende ahora, oye el tambó, que ese sonido es el que te dice cómo movee los pies”.
              Ese día, antes de finalizar la tarde, se fueron todos a la playa. Su padre le había dicho, “ven pa´ que veas como es la cosa”  La abuela les grito: “no, al niño me lo dejan aquí, que todavía está chiquito”  y su padre le había respondido, “ Que chiquito ni que naaa, él es ya un hombrecito, yo, a su edaa sabía un montón de vainas” y dirigiéndose al niño lo cargó en brazos mientras le hablaba y caminaba con él cargado: — ¿no es así capitán, que tú, ya estaa grande? Tú estaa en edaa hasta paa enamoraaa mujeres. Su madre había respondido por él: “deja de decirle esas cosas al pelao, que lo vaa a dañaaa antes de tiempo “
              Llegaron a la playa. Allí estaban los demás, con cámaras fotográficas algunos, que arribaban a ver la Cumbiamba. Podría decirse que de todo el mundo habían venido. El cielo muy claro, a lo lejos se veía venir nubes blancas. El sol comenzaba a bajar. Lo dejaron sobre uno de los enormes pedruscos del espolón. Su padre le dijo “pase lo que pase de aquí no te vaa a movee, nos esperaa a que vengamos pooj ti” Desde allí él podía ver todo muy bien. Además no estaba solo, a su lado unas niñas con algún familiar mayor y otras personas.
               La Cumbiamba empezó, el golpeo de tambores se sintieron como latidos del planeta, la gente se acercaba, los músicos se dispusieron en un amplio círculo, dejando despejado el centro del redondel para los bailarines con sus trajes de cumbia: ellas con polleras y candongas y fragancias de la tierra y ellos con pañuelos rojos amarrados al cuello y velas encendidas en su mano. La cantaora inició con un estribillo que los demás coreaban. El sol brilló como nunca y las nubes avanzaron hacia nosotros. Las gaitas soplaron tornando fresca la brisa. La cumbiamba enganchaba sensual, seductora, cuando el viento se agitó de repente.
              Gritos desordenados interrumpieron aquel hechizo refulgente por relámpagos de luna que encresparon la mar. La concurrencia gritaba: “el mar se nos viene encima”. De improviso se desató el aguacero.
               Ante la visión de la aquella extensión solitaria, Goyo apreció ahora la calidez de la playa; recordando el frio que aquella vez le puso la piel de gallina mientras esperaba parado sobre el espolón. Entonces revivió el recuerdo en que… unos brazos me cogieron, me cargaron y no era mi papá, ni mi mamá, no lo conocía y empecé a llorar, sentí miedo. El hombre corrió conmigo en sus brazos y así corrimos y corrimos, deteniéndonos donde creímos que nos habíamos salvado; pero no, no fue así, debíamos seguir corriendo. Y seguimos corriendo tierra adentro; “ el mar se metió”  “el mar se nos vino encima” “corramos, no paremos” “no se detengan” Mientras yo sentía las aguas alcanzándome, empapándome, arrastrándome, tragándome y no vi más, no volví a ver a nadie, quedé solo. Solo.
              Estoy recordando, imaginando y sintiendo como cuando me quedo dormido y sueño con mis padres, mis amigos, la cumbiamba y escuchó los tambores y las palabras y los gritos y las voces de mi abuela, de mi madre y de la gente. Por eso he vuelto a la orilla del mar, a ver si encuentro algún conocido en la playa qué me dé información; pero nada. Yo no puedo demorarme mucho tiempo aquí afuera, porque no respiro muy bien. Siento que me asfixio. Los pescadores pueden tirarme el trasmallo y pescarme y entonces ya no podría volver a buscar a los míos.

martes, 21 de noviembre de 2017

Justina

Adriana Diaz

Argentina



Cuando el tío Fernán murió, fuimos muchos los que creímos que iba a volver. A resucitar, a revivir, no sé. Nos parecía increíble que estuviera muerto. Imaginábamos que era una broma. De mal gusto sí, pero una broma al fin.

Con el correr de las horas y los días, nos fuimos dando cuenta que todo era una fatal e irreversible verdad. Lo que esperábamos fuese una humorada, era sólo una  decisión inentendible de quién sabe, Dios, el azar o el destino.

El tío Fernán, de verdad se había muerto. Los más grandes, nos acostumbramos a no tenerlo ni a contar con él para todo, como hacíamos siempre y los más chicos aprendieron que no debían llorar sino recordarlo con alegría.

De a poco, todos nos fuimos acomodando y finalmente nos adaptamos y  resignamos.

Menos su preferida, Justina.

La niña era su hija, la menor. Su pelo era negro, brilloso. Largo y lacio. Le crecía en gran volumen y ritmo. Por ese entonces, rebasaba sus rodillas. Era delgada, esbelta. Le gustaba danzar. Bailar entre los campos sembrados y los trigos altos. Dar vueltas por entre los árboles con frutas.

Sus ojos eran grises y pequeña. Titilaban sin cesar cuando te miraba sin decir nada porque la chica, debo añadir, era muda. Los más viejos del pueblo decían que estaba maldita de adentro y eso le impedía emitir palabras.

En vano intenté saber porqué. Nadie me dijo el motivo ni las razones. De eso no se habla, decía mi madre y muy seria, cambiaba de tema o me enviaba a hacer mandados para que no siguiera preguntando.

Después de los primeros días y las semanas posteriores a la gran explosión de la fábrica en la cual el tío trabajaba custodiando las calderas y en la que perdió la vida, la pequeña se extravió.

Su madre, la señora Rosa, pareció partirse del dolor y algunos, los más supersticiosos, encendieron velas y se persignaron. Todo el pueblo y algunos baqueanos de los alrededores se sumaron a la búsqueda. Incluso a los chicos se nos permitió ir y tratar de colaborar.

Luego de muchas horas, la encontramos perdida, desorientada y sin rumbo, merodeando por el monte. Llevaba el pelo enmarañado y los ojos hinchados de llanto. El cuerpo casi desnudo, sucio y la ropa maltrecha.


Quiénes pudieron acercarse a ella, cuentan que emitía gruñidos y sonidos extraños. La arroparon con unas mantas y le calentaron las manos antes de subirla a una ambulancia. Después la llevaron al centro médico de la zona.

No volvió a ser la que era y si tenía una maldición, no pudo romperla. Jamás la escuchamos hablar o emitir palabras como cualquiera de nosotros.



Sólo cada día, como a las seis o siete de la tarde, cuando baja el sol y la tierra se oscurece, sale siempre a buscarlo. Se mete entre los campos sembrados de trigo y corre a través de ellos, con los brazos en alto. Los que conocemos su historia, sabemos que busca a su padre muerto.

Dicen que aunque el cuerpo del tío Fernán nunca fue encontrado, lo pudieron identificar por las prendas y objetos que llevaba puesto. Algunos aseguran que la niña busca entre los sembrados, esas partes no halladas que como esquirlas quedaron esparcidas por el impacto de la explosión.


Si uno hace silencio, en las noches más frías y aunque se esté a kilómetros de distancia- agudizado el sentido- se puede escuchar su lamento aún infantil, seguido de algo semejante a un grito que te espanta, te conmueve y estremece.

Cuentan que las almitas que quedan sueltas, como suspendidas en ese límite estrecho y difuso, entre la tierra y el cielo, se reconocen en lo secreto, cuando nadie puede verlas. A veces, un silbido diferente y profundo es respondido por otro del mismo tenor. En ese caso, no hay dudas. Ambas almas se han encontrado.

Entonces sucede.

Una tira de la otra y logra ese paso. Cruza ese límite. Uno puede ver ese espectáculo no demasiado común, si está justo y atento, en el lugar exacto. Es como ver una estrella fugaz cayendo del firmamento a la tierra pero al revés.

Fue lo que anoche sucedió en el cielo de mi casa. Pude distinguir a la niña, que desde lo profundo del sembradío, parecía ofrecer su cuerpo delgado y breve hacia arriba. Sin emitir ningún sonido, cubierto de espigas, su vestido blanco de bordes azules envolviendo su figura pequeña, se levantó en un vuelo sin retorno.

Me quedé en silencio por un rato largo. En señal de respeto, como dice mi madre, por los fieles difuntos y las santas ánimas.



miércoles, 15 de noviembre de 2017

En la montaña

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Carlos E. Arias Villegas

Cordoba, Colombia

 

¡Pero qué atrevido el muchachito, carajo! No me atreví a insultarlo como se merecía, porque estaba armado. “Que lo esperara en la noche” ¡Pero qué diablos se habrá creído el soldadito este! Tuve que tomarme un vaso con agua de limón y bicarbonato para calmar la ira estomacal que me dio. A mi edad no puedo estar cogiendo estas soberbias.  La risa de los otros que venían con él me hizo sospechar que estaban al tanto de la propuesta indecente de ese monito de mierda. Llevaban varios días en el lugar buscando guerrilleros para capturarlos o eliminarlos, como decía el tipo que  los dirigía. “Yo no sé nada”, les dije desde que llegaron a averiguar por los lugareños. No me pude concentrar en el nuevo interrogatorio que me hacía el comandante ese día, porque no dejaba de pensar en la propuesta del muchacho. Malvado pelao. Bueno era lindo, sí; pero muy insolente.
El tipito este se reía y dejaba ver una sonrisa hermosa que provocaba, ¡Santo Dios, no sabía qué me estaba pasando! Me pilló mirándolo, varias veces. Me odiaba a mí misma por sentir esa pendejada en el estómago que una tuvo de muchacha. Debía ser la rabia todavía, supuse. El jefe lo dejó a él y a otro soldado haciendo la comida, mientras incursionaban a los sitios altos del terreno y montaban guardia. Me condolí de la ignorancia de ambos para cocinar el cerdo que le había vendido al comandante,  y les ayudé. El pelao no cesaba de darme las gracias y empezó a tutearme. María esto, María aquello. El otro soldado nos miraba y sonreía. La verdad, no supe su nombre. Yo le decía “Mono”. Me dijo que venía del centro del país.
Se hizo soldado profesional porque no había otra cosa que hacer, comentó mientras atizaba el fogón. Me preguntó por mi vida, le dije algunas cosas. No debí decirlas. A quién le importaba que hubiera enviudado hace más de veinte años, que fui madre de un hijo que devoró la guerra y que desde hace más de una década vivo sola. ¡Claro, abrí la puerta para que el condenado muchacho insistiera en la propuesta! ¿Me esperas esta noche?, dijo, mirándome a los ojos mientras le ayudaba a servir la cena a la tropa ¡En qué rayos estaba pensando! Debí decir que no. Es lo que diría una mujer decente. Pero yo solo era una vieja asustada, y debo reconocerlo, estaba alborotada.  Antes de decir “Sí”, ya me había bañado, cepillado los dientes y peinado el cabello más de  tres veces.
No pude almorzar; tampoco cené porque la cosa era precisamente esa noche y tenía el estómago hecho un nudo. Empezó a llover temprano y la tropa se fue yendo en pequeños grupos, hacia lo más alto de la montaña. El Mono debía permanecer en la casa y custodiar los alimentos y reservas de armas que estaban en la otra habitación, contigua a la mía. Dos soldados montaban guardia, fuera de la casa. Yo estaba en un mar de nervios y el estómago quería devorarme desde adentro. Para desestresarme, miré el rostro de la vieja en el espejo de mano y me reí tanto como ella se reía de mí; hace rato que no conversamos de lo que pasa en la montaña. Tenía miedo de lo que vendría, no por lo obvio sino por quedar mal. Ya no tenía nada atractivo para ofrecer. Este príncipe estaría en medio de las ruinas de Jerusalén. Dejé la puerta sin tranca y me acosté en la cama. Era la primera vez que dormía con mi vestido de salir al pueblo, los domingos. Antes era blanco, ahora estaba amarillo y oloroso a naftalina. Ni el poco perfume de rosas que le eché pudo ocultar ese olor a “guardado” que tienen las cosas viejas.
El corazón golpeaba muy fuerte, como queriendo salir. La lluvia arreció acompañada de ventiscas, pero yo estaba sudando. Me paralicé cuando sentí al Mono entrar a la habitación. No dijo nada sino que se me tiró encima, desnudo,  sin darme tiempo de nada. Me estaba ahogando. Lo empujé suavemente hasta  que se bajó de mí y se acostó al lado. Sentí su mirada atrevida en mi cara, y medio alcanzaba a vislumbrar su semblante ante los fogonazos de cada relámpago que hendía la noche. Mientras el soldado me desvestía, pude sentir en mi cara los ajitos de su aliento y la torpeza de sus manos en estos asuntos del amor. Entonces advertí que también tenía miedo; intenté calmarlo tomándolo de las manos, pero solo conseguí que metiera su cabeza en mi pecho y se quedara allí acurrucado como un niño. “No puedo”, me dijo al rato. Me entristecí, y debo reconocer que me decepcioné.  A pesar de todo el miedo que tenía, me había ilusionado con que pasara algo. Con tanto tiempo de abstinencia debía ser virgen otra vez  y él tendría algo de valor en aquella aventura, ¡pero qué tonterías se me ocurrían! “¿Huelo mal?, le pregunté. “No, hueles muy bien. Me encanta el olor a rosas”.
“Debe ser la guerra”, me dijo a continuación. “Ajá”, le respondí. Y empezó a llorar. Se sentó en el borde de la cama. No intenté animar más sus apetitos; la verdad, quería que me viera como una mujer y no como una mamá. No era yo, o sí era yo, pero ahora frustrada y hormonal. El soldadito se levantó de la cama y salió.
Me quedé desnuda, cobijada por el recuerdo de lo que pudo ser y no fue. Le escuché vestirse en la oscuridad e irse de la casa  bajo aquella tempestad, mientras yo imaginaba la carcajada llorosa  de la vieja en el espejo, todas las veces que recordara esta cita.

martes, 7 de noviembre de 2017

Quimeras Juveniles Deanna Albano

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Deanna Albano nos deleita nuevamente con sus historias juveniles pintada con los pinceles de un artista impresionista, nos desdibuja los contornos de una quimera que puede haber sido mía o de ustedes, quimeras y sentimientos que se quedan calados en nuestra vida como sombras coloreadas de los deseos y sensaciones originaria de nuestros primeros años de vida.
En otras ocasiones Deanna nos pinta historias sencillas pero de profundo contenido, e valores que en la actualidad parecen haberse desvanecido pero que sabemos aun existen, que aunque ocultos, están allí esperando salir y dejar de ser quimeras juveniles.

Leer a Deanna Albano es una delicia que nos refresca el alma con historias que se hilan a nuestras propias quimeras.

Nelson Sanchez 

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