martes, 24 de septiembre de 2019

El regalo de la Tia Arsenia


Deanna Albano

Caracas, Venezuela


Arsenia pasó toda la mañana cosiendo una camisa de fino hilo  y luego bordó  un monograma. Sus blancas y pequeñas manos se movían con gracia sobre la tela. Planchó la camisa parsimoniosamente. Todo lo hizo con la calma y la seguridad de los veinte años de experiencia de esa labor, desde que, casi adolescente tuvo que dejar los estudios, para atender a su madre.  Por su buen gusto y la calidad de su trabajo, una clientela selecta solicitaba sus servicios con provechosas ganancias. Sus gastos frugales le permitían ahorrar y su libreta bancaria crecía sostenidamente. Si bien tenía dos hermanos y una hermana, todos casados y con hijos, sobre ella recayó la responsabilidad del cuidado de la madre.

Sus pequeños ojos pardos se detuvieron en la foto de la pared. En ella  una jovencita muy linda, de tez blanca, cuerpo torneado, nariz griega, labios carnosos le recordaba su juventud. Con los años su largo pelo rizado adquirió un tono gris. Su cuerpo se mantenía esbelto, sin embargo el eterno vestido floreado cubría sus formas.  

Arsenia colgó la camisa de un gancho y admiró su obra. Esa camisa era un regalo para Julio César. A todos los sobrinos los quería por igual, pero Julio César era el más cercano, debido a que cumplían años el mismo día. Además se parecía a ella en un aspecto: él era obsesivo por el orden y la perfección en los detalles; ordenaba sus trajes, camisas, corbatas en el  closet por color y combinación y día de uso, gavetas especiales para las medias, los zapatos  rigurosamente  dispuestos.
Al levantarse, su sobrino seguía una rutina diaria: su aseo personal, limpiar el baño, el desayuno, seleccionar lo que se va a poner, dejar el cuarto ordenado. Almorzaba religiosamente a la una. Cualquier cambio en esa práctica lo ponía nervioso y de mal humor.
Sin embargo  Julio César, abogado y con buenos ingresos, es  un excelente conversador, amante del teatro, de la vida social, y aunque no muy entendido en música, le encantaba ir a conciertos y podía remedar a un pianista de una manera jocosa que entretenía a los oyentes. Sus imitaciones eran divertidas. Sin embargo,  el vivir de una manera muy por encima de lo que le permitían sus entradas, las deudas, iban saliendo a la luz. En esos momentos se encontraba en la necesidad  de tener que acudir a su tía, para pedirle un préstamo para solventar sus obligaciones. Ella, en algunos momentos, le había dado a entender que el dinero que ella ahorraba sería para él, ya que no había tenido hijos.

  Arsenia, cuando no estaba cosiendo, estaba limpiando, cuidando sus matas, y detestaba que las palomas se asomaran a su balcón. Consideraba que eran sucias y dejaban sus excrementos en todas partes. Además la vecina del piso superior les tiraba migas de pan y algunas caían) sobre sus matas. Cada vez que una paloma se asomaba a su balcón ella la espantaba.

Algo después de las cinco de la tarde de un día de junio, Arsenia esperaba a su sobrino para tomar el té, en el balcón, sumida en profunda reflexión sobre su porvenir. Había pasado casi un año de la muerte de su madre, después de una penosa enfermedad que la mantuvo en cama largos años. 
Esa tarde no podía concentrar su pensamiento, sacudía la cabeza de un lado a otro, evocando su vida transcurrida, que de repente le pareció lejana e insustancial. No podía recordar un paseo, una fiesta, una ida al teatro. Solo acudían a su mente los recuerdos:
 —Arsenia, ¿Puedes plancharme esta camisa?
—Tía, ¿Me arreglarás este vestido?’
 —Hermanita, tengo una fiesta el sábado ¿Me  coserás el ruedo de este vestido? 
—Cuñadita, ¿Me harás una camisa?
—Vecina  ¿Podrías hacerme el favor de regar mis matas? Nos vamos una semana a la playa. —  Ella siempre disponible y servicial.
Cuando tocaron el timbre la mujer se sobresaltó; era Julio César. Después de los saludos de rigor, y mientras Julio Cesar  buscaba el momento propicio para pedir a la tía la gruesa suma de dinero, degustaba unas ricas galletas y un té negro.
 Arsenia le dijo:
—Julio Cesar, mañana para mi cumpleaños quisiera tener un momento diferente. ¿Me podrás llevar al teatro y a cenar en uno de esos lujosos restaurantes a los que tú vas?
Él muy contento y pensando en la gran oportunidad que tendría, le contestó rápidamente:
—Claro tía, mañana te vengo a buscar, ponte bien bonita.
Durante todo el día Arsenia estuvo revisando el closet, probándose vestidos, faldas,  blusas, arreglándose el pelo de diferentes formas.
 A la hora convenida estaba elegantemente vestida con una holgada blusa negra de ligera seda con cuello de raso y llanas charreteras de encaje. Una falda beige debajo de la rodilla, asomaban unas piernas bien torneadas y unos primorosos zapatos de medio tacón, completaban el atuendo. Su pelo reunido en la nuca, por una peineta de concha de carey le daba un toque de distinción.

Cuando franqueó la puerta, Julio César abrió desmesuradamente los ojos lanzando un silbido.
 Fueron al  teatro y luego a cenar, el sobrino la estuvo entreteniendo con sus cuentos e imitaciones, mientras pensaba en qué momento le pediría el dinero a la tía. Esta vez era una suma considerable, pero él conocía de la libreta de ahorro que una vez la tía había dejado olvidada en una mesa. Sin embargo consideró  que ése no era el momento y decidió   esperar  una semana para hacer la petición.
Al despedirse Arsenia, seria, pensativa y taciturna,  le dio un muy cariñoso beso en la mejilla.
Al tercer día el joven  recibió una carta:
Querido Julio César,
  Agradezco muchísimo el regalo que me hiciste.  Me enseñaste que hay otro mundo. Me fui en un crucero y estaré lejos tres o cuatro meses. Cuando vuelva me iré a otro crucero por un año, de vuelta al mundo. 
Te quiero mucho.
Tía Arsenia