jueves, 22 de diciembre de 2016

Memorias de Carnaval

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Con audio

 

Adri Diaz

Argentina

Mi padre solía contarme una historia de cuando yo era pequeña.
Transcurría durante una fiesta de carnaval. Todos sabemos o quizás no- por eso me tomo la libertad de contarlo- que antes los festejos eran de gran esplendor y podían durar días enteros.
Los corsos que se organizaban para esas ocasiones congregaban a toda la familia y era habitual juntarnos para llegar hasta ellos y participar sin perdernos detalle. A menudo, nos trasladábamos hacia otros pueblos, en los cuáles el Carnaval era el acontecimiento más importante del año. 

Eran los que más me gustaban.

Había desfiles de carrozas, presencia de comparsas, marionetas, atracciones y disfrazados. Como podíamos ingresar a los Carnavales sin pagar entrada si concurríamos con disfraz y éramos pobres, eso hacíamos.
Pasábamos noches enteras buscando en revistas y libros el gran disfraz y luego, otras tantas, para diseñarlo, armarlo y confeccionarlo. Mi madre sacaba su gran máquina de coser y con maestría y un gusto exquisito, iba creando cada una de nuestras elecciones.
Los modelos eran de lo más diversos y lo fundamental para mí era no escatimar colores ni brillos. Una vez vestidas con nuestros disfraces nos dirigíamos a los carnavales y allí podíamos lucirlos.
Mis hermanas eran siempre princesas o reinas. Mis primos eran caballeros, piratas y reyes. Nuestros trajes eran únicos e impecables y todo, desde que salíamos de casa hasta nuestra vuelta, era algarabía.

Quizás no todo.


Debo confesar que existía una parte oculta que me daba temor. Eran los famosos cabezones. Esos muñecos gigantes y coloridos que hacían la delicia entre los más pequeños y sin embargo, eran mi disgusto principal.
Trataba de permanecer lejos de ellos porque me daba miedo de sólo verlos caminar hacia mí. Notaba que en los demás se producía un gran alborozo cuando avanzaban mezclándose entre las comparsas y carrozas pero yo los detestaba.
Esas caras tétricas que se escondían detrás de la máscara de una sonrisa gigante y feliz me estremecían y algunos me resultaban casi fantasmales e intrigantes.

Más allá de eso, yo amaba el carnaval.

Los sonidos, la música, las botellas de espuma, las pequeñas trompetas de serpentina. Todo era mágico, colorido. Un mundo diferente donde todo parecía estar permitido. El desenfreno, la total libertad. La desnudez, los cuerpos. La incipiente tentación de mirar y ser observado. El goce en su máximo nivel.
En uno de esos carnavales- no recuerdo el año exacto- descubrí el secreto de esos días maravillosos. El misterio del carnaval se develo para mí, como por casualidad.

Yo estaba merodeando, como sin rumbo -perdida entre los destellos y las luces de la gran fiesta- cuando casi por azar, me encontré de repente en un rincón de la plaza que no conocía y no había visto nunca.
Jamás lo había visto a la luz del día. Parecía ser una esquina, un espacio extraño y desconocido donde se unían pequeños senderos contorneados por flores amarillas. En la oscuridad no lograba ver plenamente.
Era sólo una especie de codo, un atrayente cruce de caminos que me llamaba a seguir caminando aunque eso me alejara por un momento de los brillos, de las luminarias y de mis padres.
Me agaché apenas un poco y como si fuera una hormiga escondiéndose en el tronco de un árbol, me escabullí sin más por un agujero estrecho. Ingresé sin otra expectativa que saber lo que había, allí donde antes no había visto nada. Detrás de escena como tras bambalinas, continuaba el carnaval.
Sólo que allí todo era magnificado.
Había también mascarillas, carrozas y comparsas pero de un tamaño que no podía definir. Comprendí que sólo algunos podíamos verlo pues no todos lograban reconocer el punto de entrada para poder acceder al mismo.
La mayoría se perdía en una caminata sin rumbo que luego de breves indecisiones los hacía volver al mismo carnaval de siempre.
Allí, en cambio, éramos otros. También había muchos pero de otro modo. Una vez que traspasábamos aquella barrera, éramos diferentes.

Al cabo de un rato de mirar y contemplar todo, logré ver a mi padre. Él también estaba allí dentro y disfrutaba como si fuera un habitué. No tenía mi mirada ávida de descubrir algo nuevo sino que se sentía cómodo y parte. Intuí que era un visitante habitual.
El carnaval desde dentro era aún más increíble. Las luces, los colores, los sonidos tenían un grado superlativo y no había punto de comparación con lo conocido. Una música nos envolvía en un continuado de danza y ensueño.

Entonces y todos los años siguientes en que volvimos al mismo lugar, lo disfruté a pleno sintiéndome una privilegiada. Si había un dios del carnaval -y yo sí sabía que existía- pues era realmente un genio. Había creado de la nada, un mundo maravilloso y perfecto. Escondido y eterno.


Mi padre solía contarme una historia de ese tiempo que habíamos vivido juntos. Una anécdota graciosa de mí misma durante aquellos días de nuestros mágicos e inolvidables carnavales. Lo hacía siempre. La relataba una y otra vez, con todo lujo de detalles. Era una de sus conversaciones preferidas mientras viajábamos hacia la fábrica y el trabajo.
Tenía un recuerdo prodigioso como si hubiera sucedido ayer o como si lo hubiésemos vivido no una sino miles de veces. Nos reíamos con ella. Nos divertía hacerlo y a pesar de contarla una y otra vez, no dejaba de causarnos gracia. Era una bella y muy preciada historia que atesorábamos con especial cuidado de aquel micro universo que sólo él y yo compartíamos en la familia.
He querido contármela en estos días en que recuerdo historias para escribirlas. Estoy sentada durante horas, junto a estos cuadernos en los que escribo mis relatos y no puedo por más que intento, recordarla. Busco en el fondo de mis recuerdos y justo ahora que mi padre ha muerto y ya no puedo preguntarle, por más que trato, no logro recordarla.



Villa Hortensia

 

Silvia Alicia Balbuena

 Argentina


Villa Hortensia: mansión Patrimonio de la ciudad de Rosario, es asiento del Distrito Municipal Norte.
De cada uno de sus rincones emanan fantasmas que nos cuentan historias del siglo pasado.

María Hortensia había nacido en una familia muy humilde, en las zonas del arroyo del Saladillo, al sur de la ciudad. Era la hija menor, única mujer, de un matrimonio simple, encerrado en sus afanes y sus preocupaciones para criar a sus seis hijos, hacia finales de los años treinta. Su padre, don Ersilio, trabajaba de sol a sol como ciruja en el famoso frigorífico de la zona quitando afanosamente la carne de los huesos de cerdo para procesarla como fiambre, de allí su nombre de ciruja porque procedía como un experto cirujano con el bisturí. Su madre, doña Herminia, era modista costurera con cierto prestigio por sus labores prolijas y creativas, por lo que en algunas oportunidades, sus servicios eran requeridos por alguna distinguida dama de la alta sociedad, quien tomando precauciones, llegaba con su chofer hasta la humilde barriada.
A María Hortensia le gustaba espiar cuando venían esas elegantes señoras, con su halo de exquisito perfume y su aura de señorial poderío. Cuando se iban, se paraba frente al enorme espejo oval rebatible de la pieza de costura de su madre, entornaba sus ojazos violetas –una tía solía contarle que su bisabuela, allá en Yugoslavia, tenía los mismos ojos almendrados, intensos, extrañamente violetas-, se recogía sus enmarañados cabellos castaños con tintes rojizos en un improvisado peinado, danzaba al compás de una imaginaria canción romántica y soñaba. ¡Vaya si soñaba!
A veces sus padres la espiaban y sentían remordimientos por no poder brindarle un destino mejor que el que se vislumbraba en esos oscuros arrabales.
Quiso la suerte, o el destino, que a la humilde escuela primaria a la que asistía, llegasen becas de parte de los dueños del frigorífico, para que los mejores alumnos estudiaran en los colegios del Centro dependientes de la Universidad, prestigiosos por su nivel académico. Y María Hortensia fue una de las elegidas. Con sus trece años, muchos deseos y algunos miedos, empezó en el Superior de Comercio su escuela secundaria.
Algo tímida, algo retraída, observaba atentamente a sus compañeros, su lenguaje, sus modos, su ropa, sus costumbres, sus formas de comunicación. Y despacito, con esmerado cuidado, se fue insertando en los grupos como una adolescente más, ocultando los sellos de ese otro ambiente humilde en el que se había criado.
Se destacó prontamente por sus virtudes intelectuales. Participaba en las Justas de Saber. Hacia finales de año, cuando todo el Colegio se alborotaba con los torneos de Pelota al Cesto, Voleibol y las disciplinas olímpicas, ella se encerraba y sólo miraba.
El 30 de octubre, casi al cierre del ciclo escolar, eran las finales olímpicas de los Colegios de la ciudad en las instalaciones del Club Gimnasia y Esgrima. Con algo de recelo, y acuciada por sus compañeros, decidió asistir.
Guardó su timidez, su sensación de no pertenecer, y sus dieciséis años le pintaron fulgores en la mirada.
-¡Alfredo, Alfredo!- era el grito de ovación repetido del Instituto Politécnico a su triple campeón de lanzamiento de disco, de jabalina y de salto en garrocha. Su cabello rubio y sus ojos pardos, parecían relucir más con los triunfos y con el brillo del sol, su estirpe dada por sus gestos, su estatura, su cuerpo torneado, sus aires de ganador, eran la imagen adecuada para tantos halagos recibidos.
María Hortensia lo miraba desde lejos, se sentía atraída, como casi todas, por ese muchachote triunfante y seguro de sí, simpático, arrollador, que repartía saludos y abrazos por doquier con galantería y distinción.
-¿Quién es esa belleza de ojos violetas?
-Es del Colegio Superior. Es amiga de mi hermana, si quieres te la presento. Es un poco callada, pero muy bella persona.
-María Hortensia.
-Alfredo, para servir a tan bella dama- Ella sintió un escalofrío en su ser, era demasiado atractivo. Él, un hormigueo en su cuerpo, era demasiado bella.
Y ya no se separaron. Compartieron los halagos de esos triunfos, los brindis y agasajos a los olímpicos, el baile de finalización del evento.
-Deseo seguir viéndote.
-No sé si mis padres me lo permitirán, son muy estrictos, no me dejan salir sola con jóvenes.
-Iré a presentarme a ellos y solicitaré su permiso.
Y así fue que las calles y plazas de la ciudad, su bello Parque de la Independencia, su costanera que empezaba a ser popular, los vieron pasear. La Bola de Nieve, la aristocrática casa de té a la que asistían los socios del Jockey Club, fue testigo de numerosas meriendas compartidas a five o´ clock, de los primeros arrumacos y los primeros besos robados en un rincón.
Pasaron dos años…
-María Hortensia, un chofer te recogerá a las veinte. Pasaremos Navidad con mis padres.
Y a las veinte en punto de la Nochebuena, ayudada por un chofer de guantes blancos, subió con su vestido largo rosado de amplio escote y ancha pollera, con puntillas y bordados en pedrería –esmero muy especial de su madre-- al Pontiac Convertible modelo 1939, delicia de su novio. Con un cuidado andar, recorrieron la ciudad, desde los suburbios del sur a las mansiones del norte. En un momento, el chofer detuvo el auto, se bajó y, con suavidad, le dijo que debía cumplir una orden del señor: le vendó los ojos con una fina tela. María Hortensia tembló, pero quedó expectante. El Pontiac retomó la marcha y a las pocas cuadras se detuvo. Le llegó desde lejos una suave melodía de violines  y sintió en la suya la mano segura de Alfredo que la ayudó a descender y le quitó con cariño la venda.
Lo que apareció frente a sus ojos, no lo podía ni siquiera imaginar: una enorme mansión iluminada rodeada de jardines y plantaciones frutales. Quiso fijar su vista en un punto y encontró el aljibe, estilo del pintoresquismo, enclavado en medio de las flores y los árboles.
-Este será nuestro hogar, comienza a disfrutarlo- y tomada de su brazo, atravesó por primera vez ese enorme portal de rejas ornamentadas igual que el aljibe. Y el sueño empezó a andar sus primeros pasos.
Con alegría, seguros de su amor, subieron las enormes escalinatas de mármol blanco, rumbo al hall de recepción. Sintió que desde el balcón del primer piso que asomaba  a las escalinatas, la observaban. Sabía que estaba pasando la primera prueba, pero lo miró a Alfredo, sintió su firme brazo en la cintura y su cálida mirada y supo que todo iba a estar bien.
En el amplio hall, coronado por excelsas pinturas en su cielo raso y una imponente araña de decenas de luces, tuvo las primeras presentaciones. Lució bella y cálida, con esa mezcla de timidez y seguridad que junto a las chispas violáceas de sus ojos, eran su mayor atractivo. Mientras se escuchaba la música de un piano con popurrí de canciones del modernismo, piezas clásicas y villancicos que llegaban de la sala ubicada a la derecha del hall, conquistó la admiración de los familiares y los caballeros y alguna ligera envidia de las señoritas que hubiesen querido ocupar su lugar.
Pasaron al gran salón, los esperaba un aperitivo y de allí, por una sala con un dintel con un arco tallado en madera que sostenía un suntuoso cortinado rojo, a los jardines, donde ubicados en mesas de hierro forjado, compartieron la recepción de la velada con exquisitos bocaditos.
El comedor los recibió con pinturas europeas en sus techos con motivos alusivos al ambiente, su piso de pinotea, sus paredes recubiertas de madera torneada, sus puertas con vidrios cincelados que comunicaban a todos los ambientes y su enorme mesa acorde al protocolo de la celebración navideña, tendida con buen gusto y calidez. Un dúo de guitarras acompañaba con canciones de Don Atahualpa Yupanqui, célebre folklorista argentino y peregrino en Rosario, que gustaba andar en las fiestas en la mansión.
Como era celebración de Navidad, los hombres no abandonaron en esa ocasión la mesa como lo hacían habitualmente para tomar su copa de cognac en la contigua sala de billar.
La música convocó a las parejas a danzar en el Salón. Un vals vienés resonó con románticos y potentes acordes. Todos hicieron una enorme ronda y en su centro María Hortensia y Alfredo danzaron los primeros pasos de su vida en la mansión. La admiración tiñó los ojos de las amistades asistentes, había alas en los pies de esa pareja que trasuntaba amor. Pero ellos sólo se pertenecían uno al otro, como si cada nota del vals de su primera Navidad en la casona vibrara en cada molécula de su ser para amar y pertenecer al otro en una promesa para toda la vida. Sellaron la música con un beso, que desbordó la pasión que sentían. El esplendor de la villa y el suyo propio, ya eran uno y para siempre.
Luego el baile se hizo colectivo, ellos se destacaron por su alegría y sus dotes de anfitriones. Se vislumbraba, desde ese primer momento, la época feliz y suntuosa, plena de bellos momentos, de reuniones, de algarabías, que iba a reinar entre esas paredes de la suntuosa villa.
Pasó toda una vida en la enorme casona. Su esplendor sigue casi intacto en los detalles y en los recuerdos, en cada obra de arte y en cada suspiro, en cada detalle arquitectónico y en cada sonrisa de la familia.
Con sus 84 años, en la renovada Navidad, María Hortensia hamaca a su bisnieta de igual nombre recién bautizada en la Capilla de la mansión, la que desde su casamiento con Alfredo, todos la conocieron con su nuevo nombre: Villa Hortensia. Mientras los invitados celebran en el Salón, en el que tantas veces fue su reina anfitriona, entorna los ojos y le parece sentir aún el abrazo de Alfredo cuando la presentó en aquella fiesta de Nochebuena, su sonrisa entregada cuando en una brillante fiesta con la mansión toda iluminada anunció su casamiento, cuando vio corretear en el patio central del primer piso, al que daban todos los dormitorios, a sus nueve hijos, cuando en ese acogedor lugar, con el gorjeo de exóticos ejemplares en la pajarera, desayunaban y organizaban el día. Cuando en las cálidas noches de verano, gustaban subir a la azotea a admirar la noche de la ciudad que iba creciendo alrededor de la enorme plaza de cuatro manzanas en el barrio Alberdi y en la margen de ese Paraná que empezaba a vislumbrarse como el gran motor de la región por su navegabilidad. También recuerda la fascinación que siempre le produjo esa enorme torre decorada a la europea, que se ve desde toda la mansión y sus alrededores y a la que en algunas oportunidades, por su larga escalera de caracol construida en hierro forjado, le gustaba trepar para adivinar allá a lo lejos la pujante y creciente actividad en las islas.
Le parece escuchar esa música de violines cuando vio la mansión por primera vez y los acordes de aquel vals vienés bailado en su primera Navidad, cree percibir con igual intensidad los aromas de los azahares y de los jazmines que llegan desde las plantaciones y las pérgolas de los enormes jardines. Siente en todo su ser ese amor de Alfredo y hasta escucha su voz que la llama. Y sabe que su amor por él sigue intacto en su corazón, y renovado en cada acto de fe de su numerosa familia y en cada Navidad.
-Mi pequeña María Hortensia, que tu destino sea tan brillante y feliz como el mío- y se funde con la pequeña en un abrazo…  el último…


miércoles, 14 de diciembre de 2016

El Universo de Gabriel

Con audio incluido

 Paul Fernando Morillo

Lewisville. NC. USA

            Desperté para encontrar la sala iluminada y la mirada del doctor sobre mi cara. Esta vez voy a fingir y decirle que fue otro sueño, digamos, una fantasía de un Morfeo normal, porque mi dios personal está medio desquiciado. 
            Así que procedí a decirle al galeno que tuve una experiencia rara, pero todo sueño es un poco atolondrado y tonto. Si, asentí, parece que la marihuana medicinal me está ayudando a controlar mis dolores espirituales. El doctor, sonrió, y me dijo que estoy mejorando, me sentí aliviado, y comencé a caminar por mi nube con temor.
            Parece ser que anoche el no haber tocado mi droga medicinal ayudó en mi mejoría. Antes de retirarme a descansar tomé un vaso de leche tibia con una cucharada de cognac, brindé con sorna lúdica por la receta de mi abuela y me fui a dormir.
            La Paz sea contigo, no temas, me dijo el ser de traje blanco lechoso. Yo me resistía a mirarlo, pero su voz suave y serena afinaron los muelles de mi alma desentonada. Como siempre ocurre en los sueños, no podía mirarme las manos y mi agudeza mental tomaba nota de ello y comenzaba a tejer las preguntas irrisorias en apenas dos frases. Estaba en paz y ahora que aparece este ser de la nada estoy con miedo. ¿Por qué la voz tiene acento español? Y la voz continuó: “cuando despiertes, no le digas al galeno de nuestro encuentro. Hala, dile, que el Universo se ha postrado en tu favor. Eah, que ahora vosotros los hombres creen más en las ridiculeces materiales que en nuestro Señor”. 
            Asentí con la cabeza una y mil veces y respondí: así sea. Tuve el mismo exacto sueño cuando se me indujo a este estado de semi conciencia y cuando desperté en el sillón del Doctor, éste tenía sus ojos fascinados sobre mí. Me dijo que yo hablé en otras lenguas y que repetía con acento español “el Universo esta con nozotroz”.
            El médico me dio el alta por ese día, me recalcó que las visiones y sueños de los ángeles tal vez, quizás, enfatizó, pasaron en una remota y dudosa historia, mil años atrás; pero que esas son solo fábulas, lo que en verdad nos sirve, prosiguió, para encarar el brillante y cierto futuro, es nuestra total rendición a los edictos del Universo, así que me aumentó la dosis diaria de medicina a tres veces al día, muchas más horas de meditación transcendental y una dieta rica en verduras y sin carnes rojas.
            Le di las gracias, musité un “ángel de la guarda” callado entre mis labios. Entró el enfermero, quien me ayudó a colocarme en mi silla de ruedas. Me trasladaría a la pieza del psiquiátrico donde me encontraba.
—Listo Gabriel —le dije— empuja nomas, el Universo nos espera.  



sábado, 10 de diciembre de 2016

Lluvia

                                                                                                                                Con audio al final





Osvaldo Villalba

Argentina

Llegará un día que nuestros recuerdos
 serán nuestra riqueza.

¡Cómo disfrutaba la lluvia! El repiqueteo de las gotas en mi ventana o el ruido en el toldo del departamento de abajo eran una música increíble. Hasta aquel sábado... Sábado sin programa, recostado en mi sofá, vaso de whisky, escuchando a Piazzolla mientras la tormenta sacudía con fuerza las copas de los árboles.

En esa época vivía en un departamento antiguo en Paternal, sobre Espinosa, casi Seguí, con un pasillo largo, cuatro departamentos en planta baja, con patio, al que confluían todos los ambientes y cuatro en planta alta, donde estaba el mío. Escalera de mármol con escalones muy gastados, ambientes amplios, altos, puertas y ventanas mitad madera y mitad vidrio, con banderola y balcón con postigos metálicos.

Los gritos de la calle me sacaron de mi trance. Me acerqué a la ventana y el panorama ante mis ojos era aterrador. La calle parecía un río que venía desde Juan B. Justo haciendo olas al rodear los árboles. Las veredas ya no se veían. La corriente había arrastrado un par de autos estacionados y los había amontonado contra el camión de mudanzas, siempre estacionado en la esquina, dejándolos atravesados en el medio la calle. Los vecinos de la vereda de enfrente sacaban agua con un secador, pero la fuerza de la corriente los vencía una y otra vez.

Llevaba cinco años viviendo allí y nunca se había inundado de esa forma. No había salido de mi asombro todavía, cuando se cortó la luz. Fui a la cocina a buscar una linterna y fue entonces cuando escuché un grito desgarrador. “¡¡Nooo!! ¿Por qué?” gritó doña Julia, la anciana del departamento de abajo. Corrí al pasillo de mi departamento y me asomé a la pared que daba a su patio. Le pregunté si estaba bien. “Se mojó, se mojó” me respondió entre sollozos. Le pedí que no se moviera y baje corriendo. En la calle el agua me llegó hasta las rodillas. El umbral de entrada era alto por lo que, tanto en el zaguán como en el pasillo, el nivel del agua era menor. Por suerte doña Julia tenía la puerta de su departamento abierta. Entré, alumbré el patio y alcancé a divisar las macetas, una mesa con sillas y el lavarropas al lado de la pileta. El agua tendría una altura de cinco centímetros porque sólo me cubría las zapatillas. La llamé y me respondió desde el dormitorio. Entré a la habitación, hice un paneo con la linterna y la vi sentada, a los pies de la cama, con algo sobre su regazo. Su rostro estaba desolado. Repetía una y otra vez “se mojó, se mojó”. La pieza tenía poca agua, y no afectaba al viejo ropero ni a la mesa de luz o la cómoda porque tenían patas. Apoyé la linterna sobre un mueble de manera que iluminara un poco, y me senté a su lado. La abracé, intenté tranquilizarla, ofreciéndole levantar las cosas para preservarlas del agua. Me miró con tristeza y repitió “se mojó, estaba bajo la cama”. Busqué la linterna, la alumbré y entendí. Sus manos temblorosas acariciaban con ternura… ¡un álbum de fotos!

Subí a los muebles más altos las cosas mojadas, levanté la heladera, que por suerte era pequeña, sobre dos bancos de madera, el lavarropas sobre dos sillas, y llevé a doña Julia a mi departamento, junto con su gato Bandido, para que descansaran en lugar seco. Cuando volvió la luz, con un secador de pelo, estuvimos varias horas secando el álbum y las fotos, que para tranquilidad de la anciana, no se habían dañado. A medida que lo hacía comprendía más y más su angustia. ¡Toda su vida, toda su historia, estaba en ese álbum! “Para ella debe ser como si se me quemara el disco rígido de la computadora”, pensé. “Y tal vez peor, porque son cosas que no se podrían replicar. ¡Mañana mismo, sin falta, hago un backup!”.

El agua bajó al día siguiente. Otras vecinas la ayudaron a limpiar su departamento. El álbum, con algunas arruguitas y ondulaciones, quedó bastante bien. Quedó tan agradecida que una vez por mes, cuando cobraba su pensión, me hacía un bizcochuelo.

Jamás se alejó de mi memoria la triste imagen de Doña Julia, abrazada a su álbum de fotos, chorreando agua. Pasaron muchos años, me mudé varias veces, me fui aviejando por afuera y sigo amontonado recuerdos por adentro, pero desde aquel sábado, nunca, pero nunca más, pude disfrutar la lluvia. 






lunes, 5 de diciembre de 2016

El Recluta

Jaime Didier Aldana

Peru

          El día que me presenté para prestar servicio militar, mis piernas casi no podían sostenerme. No quería ser soldado por muchos motivos, pero sobre todo, porque yo era un militante de izquierda. Lo más cerca que quería estar de un uniforme, era del que vestía el policía de la cuadra que se había hecho mi amigo, y que me esperaba siempre para despotricar contra el gobierno.
          En ese tiempo, como ahora, el servicio militar en Colombia era obligatorio. Muy pocos querían estar bajo la bota militar obedeciendo órdenes. Por eso, la excusa perfecta era la universidad, pero ni así; la falta de elementos que reforzaran los batallones que combatían contra la guerrilla, el narcotráfico, o en las otras unidades que se desplegaban para cumplir diferentes funciones, obligaba al gobierno a echar mano de todos, incluso de los que se aprestaban a iniciar una carrera universitaria.
          A nuestro colegio llegó la orden de que los varones que estábamos por culminar la educación secundaria, debíamos presentarnos a un batallón de infantería ubicado en Bogotá.
          Eran cerca de las siete de la mañana de un frío y funesto lunes de noviembre, cuyo año parece perderse en la neblina del tiempo.
          Los ciento y pico de compañeros que estaban conmigo, bromeaban con la idea de ser soldados y no tomaban en serio que muy pronto estaríamos bajo las órdenes de algún cabo renegón que nos llevaría hasta los límites de la fatiga y la paciencia, cumpliendo horarios estrictos, y sin la posibilidad de salir a fiestas, como estábamos acostumbrados; toda nuestra vida transformada de un día para otro.
          Mis abuelos, conocedores de mi enclenque anatomía, temían lo peor. Por eso, para impedir que su nieto del ‘’alma’’ fuera víctima de los terribles vejámenes que se suponía sufrían los reclutas, escribieron ––escribí–– una carta sufrida y llorona con la esperanza de librarme de aquel espantoso porvenir.
          Con la carta en el bolsillo, me dispuse a sacudirme el susto, y comencé a disfrutar de los chistes que contaban mis compañeros. Algunos relataban episodios terroríficos referidos al ejército    ––que a todas luces sonaban a mentira––, con el fin de asustarnos. Yo conté ––algo que sí fue real–– que un amigo fue golpeado sin razón por un superior en la boca del estómago, cuando se encontraba prestando guardia. El codazo lo dejó sin aire. Apenas se recuperó le quitó el seguro a su fusil, y le apuntó con intenciones de dispararle. Por suerte, unos compañeros que se encontraban cerca y que habían sido testigos del hecho, se le abalanzaron y evitaron una desgracia. Mi amigo tuvo que pasar varios meses en el calabozo, y luego fue denunciado penalmente. Cumplió dos años de cárcel, y cuando salió fue llevado de nuevo al cuartel para que terminara de cumplir con el servicio militar.

          A eso de las diez de la mañana nos llamaron por grupos de veinte. Yo me alisté primero para tener oportunidad de entregar la carta, pero nadie parecía oír mi pedido.

          Un sargento ––que gritaba sin razón a pocos centímetros de nuestros oídos––, nos pidió que nos desnudáramos. Nos miramos entre nosotros sin saber qué hacer, pero la orden se repitió varios decibeles más alto, por lo que procedimos a quitarnos la ropa, dejándonos los calzoncillos que nos protegía del pudor y la humillación. Otro grito hizo que nos despojáramos de la prenda íntima. El frío que sentíamos se agudizó. Nadie hablaba. Solo se escuchaban risitas nerviosas.

          ––¡Cállense y pónganse en rueda que ya viene el doctor! ––gritó el sargento. Nos alegraba que fuera un doctor y no una doctora la encargada de hacernos la inspección o examen, pero a la vez nos molestaba que se demorara tanto debido al intenso frío bogotano. Yo aproveché para estudiar las reacciones de mis acompañantes ante tan extraña circunstancia, y me di cuenta que nadie se miraba a los ojos; la mayoría miraba al suelo o al cielo raso; unos pocos, entre los que me encontraba, sonreían; casi todos estaban serios. Como el doctor demoraba, muchos aprovechamos para hacer comparaciones. Es imposible negarlo. Algunos salimos perdiendo, pero otros estaban en la ruina. Miré a mis compañeros y pude constatar que muchos hacían lo mismo; era una oportunidad única y nadie quería desaprovecharla.

          Nuestra esperanza de que fuera un médico el que hiciera el examen se esfumó cuando vimos aparecer a una doctora entrada en años que nos pidió guardar silencio. Varios se echaron a reír a carcajadas sin poder evitarlo aunque nos tapáramos la boca con ambas manos.

          ––¡Hey, tú! ¿Qué tanto te ríes? ¡Ya vas a ver cuando estés bajo el reglamento! ––me gritó un tipo que luego supe era coronel. La doctora comenzó con el examen; iba tocando aquí y allá, provocando exclamaciones de dolor y de risa, hasta que llegó a mi lado. Sus dedos se hundieron más allá de lo que podía aguantar (no sé si buscaba una hernia inguinal, o mi hombría) y di un paso hacia atrás.

          ––¿Te duele? ––me preguntó la doctora bajo la atenta mirada del coronel, que ya se había fijado en mí como a su presa.

          ––No ––le respondí. Tarde, me di cuenta que debí responderle afirmativamente para que no repitiera el ‘’examen’’. Un segundo después volvió sobre sus pasos y hundió con mayor fuerza sus dedos. Permanecí sereno a pesar de que por dentro quería gritar. Una lágrima rodó por mi mejilla, y temí que la viera, pero pasó a otra víctima. El siguiente no pudo soportar el pinchazo, y fue separado del grupo. Volvimos adoloridos al patio, siendo bombardeados a preguntas por los compañeros, que querían saber qué nos habían hecho. Les mentimos descaradamente; les dijimos que nos habían revisado los pulmones y el corazón.

          Cuando todos terminaron de ser examinados, el coronel se plantó delante y nos dijo:

          ––Solamente necesitamos cien hombres. Como ustedes son ciento cinco, dejaremos al azar quienes serán los beneficiados con servir a la patria ––acto seguido sacó una bolsa negra en la que habían cien bolitas verdes y cinco rojas; los que escogieran las rojas se libraban de prestar servicio militar. Prácticamente era imposible escapar del suplicio, menos, cuando descubrí al coronel mirándome como si yo le debiera algo. No le bajé la mirada; todavía no era su recluta, ni pensaba serlo. Me salí de la formación y me le acerqué:

          ––Coronel, tengo una carta de mis abuelos donde explican por qué no debo estar aquí ––le dije, poniendo énfasis en la palabra aquí. Me regaló una sonrisa burlona y me respondió:

          ––La hubieran mandado por correo. ¿Tiene hijos? ––me preguntó.

          ––No, señor.

          ––Entonces no tiene escapatoria–– me respondió con sequedad. Me quedé helado y volví a mi lugar en la fila. Mis amigos me preguntaron qué había conversado con el coronel, pero yo no podía articular palabra.

          Mis compañeros empezaron a hacer conjeturas respecto al motivo que me llevó a conversar con el superior. Uno de ellos dijo en voz alta que yo le estaba ofreciendo dinero, y varios se echaron a reír. Mientras, los que se encontraban adelante comenzaron a sacar las bolitas verdes y rojas; las caras de desconsuelo o de regocijo eran evidentes, pero nadie se atrevía a decir algo. 

          Me tocó mi turno. Mi destino dependía de una miserable bolita de plástico. Metí mi mano temblorosa en aquella bolsa negra ––de la que ya habían sacado tres bolitas rojas––. Tantee la que me daba mejor ‘’onda’’, pero el terror de pensar que podría ser verde me indujo a dejarla para buscar otra. Un grito hizo que tomara una cualquiera. De inmediato saqué mi mano. Con los ojos cerrados la levanté para que todos pudieran verla, y en ese momento escuché un ¡oh! de mis compañeros.

MANUEL TEYPER mteyper@hotmail.com

Si me encuentra, sepa que a cambio de una moneda, puede obtener una gran historia.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Samhain

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Paul Fernando Morillo
Lewisville. NC. USA

            Ocurrió al fin del verano, cuando después de tanto tiempo, la vi de nuevo. La noche apenas comenzaba, el aire se estiraba de tibio a frio y el ambiente estaba un poco más helado. Las hojas multicolores, secas, ingrávidas y trémulas asoladas por el viento golpeaban las tumbas del campo santo.     Fue por la algarabía de las hojas, que imitando a un puño chiquito y golpeando las lapidas mudas, que desperté. Este día, en la obscuridad, según los druidas y otros entendidos, se tensa el limite donde descansamos los viajeros, esta frontera pasa a ser más finita, o mejor diría yo, en ese instante el velo se pone más delgado y se rompe, y los vivos de los muertos ya nunca se separan.
            Así fue que, el ritmo de las hojas bailadoras y la oportunidad de la única noche fantástica del año, pulsó mi alma que estaba guindada en la nada, abrí los ojos, me incorporé y caminé. Las casas, las calles habían cambiado, pero mi instinto sabía adónde llevarme. Después de varias cuadras, por cierto fueron treinta y cinco, el mismo número de años que no la había visto, entonces la encontré, y la vi. Más hermosa que nunca, ella fue la última visión que tuve aquella vez.
            Caminaba enjuta apoyándose en una vara de madera más alta que ella, en la parte superior del palo brillaba afilada una pieza metálica, con la forma de un triángulo isósceles pero con la punta mirando hacia el piso. Las manos eran delgadas y groseramente huesudas. Una mano estaba aferrada a la vara de madera y parecía una extensión de la misma, la otra, descansaba en la parte baja de la espalda y la sobaba suave, aliviando un dolor viejo y enconado por el paso de los siglos.
            La seguí a distancia prudente, ella estaba consciente de mi presencia, pero también sabía que todos los negocios pendientes fueron sellados tiempo atrás, yo ya no le debía nada, así que me dejó seguirla.
            Ella buscaba algo o alguien con encendida ansiedad, los ojos oscuros y huecos iban de izquierda a derecha en frenético vaivén, a veces la cabeza acompañaba los trazos de los ojos, incluso, a ella la paciencia eterna de deambular por la tierra cargando muertos, se le estaba acabando, pero, ¿quién por Dios, ha encomendado semejante tarea a tan bella señora?
            La hora marcada en los pies del destino de un joven muchacho asomaba sus pesados segundos por la esquina. A los lejos los faros de un coche se asomaban espectrales. Entonces la mujer actuó, dejó caer un billete disimuladamente en la mitad de la calle, el joven se adelantó a recogerlo y el coche lo golpeó en toda la cabeza, dejándole acostado y sangrante. El auto desapareció con la misma rapidez que asomó segundos antes. La señora, seria, se acercó al cuerpo yacente, lo vio sin mirarlo, acercó el bastón guadaña, lo insertó por debajo de un cordón azul platino, cuya contextura se asemejaba a la plata pura y estaba pegado a la altura de la frente, la pieza a manera de cordón bailaba libre al compás de las hojas y el viento, lo cortó de un tajo. El mozo expiró en ese instante. La bella mujer estiró la mano que frotaba la espalda, nunca aflojaba la guadaña ni por un instante, metió el dedo índice en forma de gancho por donde estuvo el cordón azul plateado, hurgaba con afán hasta que de un tirón  saco el alma del muchacho, la puso sobre su espalda, y desapareció entre el frio viento y las hojas secas del otoño que se instalaba. Yo recordé mi propia muerte hace treinta y cinco años cuando la hermosa muerte me cargó con ella y no sé por qué me despertó de mi descansado sueño. 

sábado, 26 de noviembre de 2016

El pajaro que grita

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Adri Diaz

Argentina


 
Hay un pájaro. Extraño, sí señor. Yo creo que es pájara pero no sé cómo probarlo. No importa. No hace a la esencia de este relato. Lo que interesa es que hay un pájaro o pájara que se ha instalado en nuestra vecindad. En nuestro barrio, en nuestra calle. Sobre nuestras cabezas. Vive allí desde hace un tiempo. Todos nos hemos dado cuenta. Incluso aquellos que no socializan demasiado pero habitan este mismo lugar que nosotros.
El pájaro, la pájara grita toda la noche. Así como se los cuento. Grita y no es un arrullo normal o un gorgojeo no, es un grito. Un alarido constante. Ruidoso, fuerte. Interminable. A veces, en las horas de la madrugada, parece que estuviera poseído. Grita como si tuviese un demonio dentro. No es normal, decimos todos los que habitamos la calle y nos hemos reunido más de una vez a mirar hacia arriba y a conversar sobre el tema. Es un grito ensordecedor y permanente. Comienza como a las ocho de la noche cuando baja el sol, sin falta. Es como un grito de guerra. No sé qué pretende, qué busca. No sé si tiene un plan de destruirnos la cabeza o dejarnos sordos. No lo sé. Sólo puedo asegurar lo que veo. Y eso es, un pájaro o una pájara. Provista de toda rareza.
Anoche ha venido una patrulla. Y luego, tres móviles más. Han bajado de sus coches. Linterna en mano. Han recorrido el lugar buscando al sospechoso. Han mirado por los jardines, entre las ramas y en el follaje espeso. Han apuntado las luces altas hacia arriba y he visto a un par de los uniformados treparse con agilidad a unos pilotes de cemento para poder localizarlo. Se han escuchado sus voces y la del oficial a cargo. El handy, la frecuencia. La radio del comando.  Al final, después de un fuerte operativo, lo han capturado. Lo han bajado del árbol apuntándolo con la metralla y le han puesto las esposas. Lo han metido en uno de los autos policiales y se lo han llevado detenido.
Esta mañana nos hemos juntado los vecinos de la cuadra y hemos comentado sorprendidos: Vaya, pues si que funciona y con qué excelencia, el 911.

#ElPájaroQueGrita


 

viernes, 11 de noviembre de 2016

Morir en el Pescante

 Osvaldo Villalba

Argentina


Muchos no creen en nada, pero temen a todo.

La madrugada del lunes 13 de febrero de 1950 se presentó con una feroz tormenta de verano. De esas que se descargan luego de un día sofocante y pesado. Sin embargo, en la localidad de Ezpeleta, al sur del conurbano bonaerense, la actividad laboral se cumplía con normalidad. En un par de horas, algunos operarios marcharían hacia la localidad de Quilmes a trabajar en la cervecería homónima. Pero también las pequeñas actividades locales se ponían en marcha.

Así, José Echea, más conocido como El Vasco, ataba su yegua Mora, al carro de lechero, que era su fuente de trabajo, sin presentir que ese día moriría en el pescante del vehículo.

A pocas cuadras de allí, Arnoldo Cardozo, alias El Negro, se despertaba alarmado por la tormenta a las cuatro de la mañana.

El Vasco iba, de lunes a viernes, con su carro cargado de tachos lecheros hasta la ruta donde un camión, que venía desde Ranchos, traía la leche recién ordeñada de los tambos de la zona. Luego hacía el reparto, casa por casa, en su barrio y alrededores. Las vecinas salían con su jarra en la que él vertía el líquido con un envase de aluminio que, se suponía, era la medida de un litro. Los sábados no trabajaba porque a la mañana jugaba pelota vasca con sus amigos y a la tarde sufría en la tribuna del Club Atlético Argentino de Quilmes. Trabajador como el que más, su única debilidad era el cigarrillo. O por lo menos a eso le atribuía su agitación y falta de aire cuando jugaba pelota, lo que le provocó desvanecimientos en más de una oportunidad. Su familia no sabía nada porque le había prohibido a sus amigos que lo mencionaran. A los cincuenta años, el Vasco era un tipo respetado, en el barrio por su trabajo y en la tribuna, por su coraje.

El Negro había nacido en Ezpeleta y siempre había vivido en su casa natal. A los veinte años, trabajaba, con su padre y su hermano mayor, en el cementerio de la localidad que, en realidad, era conocido como el “cementerio de Quilmes”, por ser cabeza de Partido. Desde chico había acompañado a ambos en su tarea de cuidar y mantener las tumbas, nichos y bóvedas. Renovaban los jardines, lustraban las placas de bronce, colocaban los mármoles y monumentos, cobrando una mensualidad a los deudos. Su casa estaba ubicada frente al paredón trasero del predio. Su padre había clavado en los ladrillos unos fierros escalonados que ellos usaban, en ocasiones, para entrar al cementerio sin necesidad de dar toda la vuelta hasta la entrada principal o cuando ésta estaba cerrada.

Sus amigos bromeaban cuando lo veían llegar al bar, donde se juntaban a jugar al billar:
−¡Che! ¿No sienten olor a velorio? −preguntaba uno.
−¿Sabés que sí? −decía otro.
−¡Gallego! ¡Tirá un poco de acaroina! –gritaba un tercero dirigiéndose al dueño del bar.

Sin embargo, realmente, lo admiraban.
−¿No te da miedo entrar o quedarte solo después que cierran? –le preguntan.
−¡No! ¡Para nada! ¡A los vivos les tengo más miedo! –respondía riendo.

¿Qué circunstancias se concatenan de tal manera para que, en un momento,  dos actividades rutinarias terminen en una tragedia? ¿Existe una mano invisible que mueve los hilos de cada persona, como si fueran marionetas, y los coloca en el momento preciso y en el lugar indicado para que las cosas ocurran? Los creyentes seguramente se lo atribuyen a Dios, los otros al destino o simplemente a la casualidad.

El Vasco terminó de atar la yegua en medio del aguacero, los truenos y relámpagos. Se apuró a revisar los tarros para comprobar que estuvieran limpios, subió al pescante y azuzó al animal. Tenía que llegar a la ruta antes que las calles de tierra del barrio se hicieran intransitables. Para cortar camino enfiló por la calle de atrás del cementerio.

Arnoldo saltó en la cama con el estampido de un rayo. Todavía somnoliento, se sentó escuchando el silbido del viento y el golpeteo de la lluvia sobre el techo de chapa. Recordó que la tarde anterior su padre le había pedido que dejara las puertas de las bóvedas abiertas para que se ventilaran después del calor sofocante del día. Si las puertas se golpean se van a romper los cristales, además de mojarse los cajones”, pensó, “Mejor me voy a cerrarlas”

Buscó una linterna y, para no perder tiempo, salió con la ropa que tenía puesta: una camiseta musculosa y un calzoncillo tipo pantaloncito, ambos blancos. “Quién va a andar por la calle a esta hora”, pensó. Saltó el muro, tomó el camino que bordea el sector de tumbas más antiguas que sale justo a la calle de las bóvedas. El viento doblaba las copas de los árboles y producía un silbido que, a cualquiera que no estuviera acostumbrado, lo hubiera paralizado. La lluvia arreció de tal manera que su linterna se mojó y dejó de funcionar. Como no se veía nada siguió caminando de memoria. Cada tanto los relámpagos lo iluminaban como para estar seguro que iba bien. Cuando iba llegando a las bóvedas escuchó cómo se golpeaba una puerta con el viento. Corrió y se dio cuenta que el camino había comenzado a inundarse. Fue primero a la de los Losada que tiene subsuelo, rogando que el agua no hubiera rebalsado el escalón. Sacar el agua de allí sería un trabajo de hormigas. Se alegró que no hubiera pasado. Cerró todas las bóvedas sin que se dañara nada. Estaba mojado como si le hubieran volcado encima el tambor donde se junta el agua de lluvia.

El carro avanzaba trabajosamente entre las huellas barrosas de la calle. El Vasco cubriendo, con la palma de la mano para que no se moje, el segundo cigarrillo encendido desde que salió de su casa, estaba parado en el pescante, para ver mejor.

El Negro, feliz porque, pese a la mojadura, todo había quedado en orden, llegó al paredón y empezó a trepar desde adentro. Pasó un pie por arriba del paredón y había empezado a descolgarse, cuando un rayo cayó muy cerca iluminando toda la escena.

Llegando casi a la mitad del trayecto, el Vasco, empapado ya, encendió su tercer cigarrillo, para lo que tuvo que usar varios fósforos, cuando se iluminó la calle y vio, con espanto, una figura blanca que saltaba el paredón del cementerio y se descolgaba hacia la calle.
−¡Dios mío! ¡Dios mío! −gritó tironeando de las riendas.

Arnoldo escuchó los gritos y vio un caballo patinando en el barro. Se dirigió hacia el carro.

El alarido del Vasco llenó la calle. La yegua, al sentir las riendas flojas, se lanzó al galope y el carro se perdió en la noche.

Arnoldo se quedó parado en la vereda sin saber cómo reaccionar. ¿Contaría lo sucedido? Por mucho tiempo le costó conciliar el sueño, sobre todo después de enterarse que habían encontrado el carro, parado junto a la barrera, con el Vasco muerto en el pescante, producto de un ataque al corazón, como se decía en aquella época.