Con audio
Adri Diaz
Argentina
Mi padre solía contarme una historia de cuando yo era pequeña.
Transcurría durante una fiesta de carnaval. Todos sabemos o quizás no- por
eso me tomo la libertad de contarlo- que antes los festejos eran de gran
esplendor y podían durar días enteros.
Los corsos que se organizaban para esas ocasiones congregaban a toda la
familia y era habitual juntarnos para llegar hasta ellos y participar sin
perdernos detalle. A menudo, nos trasladábamos hacia otros pueblos, en los
cuáles el Carnaval era el acontecimiento más importante del año.
Eran los que más me gustaban.
Había desfiles de carrozas, presencia de comparsas, marionetas, atracciones
y disfrazados. Como podíamos ingresar a los Carnavales sin pagar entrada si
concurríamos con disfraz y éramos pobres, eso hacíamos.
Pasábamos noches enteras buscando en revistas y libros el gran disfraz y
luego, otras tantas, para diseñarlo, armarlo y confeccionarlo. Mi madre sacaba
su gran máquina de coser y con maestría y un gusto exquisito, iba creando cada
una de nuestras elecciones.
Los modelos eran de lo más diversos y lo fundamental para mí era no
escatimar colores ni brillos. Una vez vestidas con nuestros disfraces nos
dirigíamos a los carnavales y allí podíamos lucirlos.
Mis hermanas eran siempre princesas o reinas. Mis primos eran caballeros,
piratas y reyes. Nuestros trajes eran únicos e impecables y todo, desde que
salíamos de casa hasta nuestra vuelta, era algarabía.
Quizás no todo.
Debo confesar que existía una parte oculta que me daba temor. Eran los
famosos cabezones. Esos muñecos gigantes y coloridos que hacían la delicia
entre los más pequeños y sin embargo, eran mi disgusto principal.
Trataba de permanecer lejos de ellos porque me daba miedo de sólo verlos
caminar hacia mí. Notaba que en los demás se producía un gran alborozo cuando
avanzaban mezclándose entre las comparsas y carrozas pero yo los detestaba.
Esas caras tétricas que se escondían detrás de la máscara de una sonrisa
gigante y feliz me estremecían y algunos me resultaban casi fantasmales e
intrigantes.
Más allá de eso, yo amaba el carnaval.
Los sonidos, la música, las botellas de espuma, las pequeñas trompetas de
serpentina. Todo era mágico, colorido. Un mundo diferente donde todo parecía
estar permitido. El desenfreno, la total libertad. La desnudez, los cuerpos. La
incipiente tentación de mirar y ser observado. El goce en su máximo nivel.
En uno de esos carnavales- no recuerdo el año exacto- descubrí el secreto
de esos días maravillosos. El misterio del carnaval se develo para mí, como por
casualidad.
Yo estaba merodeando, como sin rumbo -perdida entre los destellos y las
luces de la gran fiesta- cuando casi por azar, me encontré de repente en un rincón
de la plaza que no conocía y no había visto nunca.
Jamás lo había visto a la luz del día. Parecía ser una esquina, un espacio
extraño y desconocido donde se unían pequeños senderos contorneados por flores
amarillas. En la oscuridad no lograba ver plenamente.
Era sólo una especie de codo, un atrayente cruce de caminos que me llamaba
a seguir caminando aunque eso me alejara por un momento de los brillos, de las
luminarias y de mis padres.
Me agaché apenas un poco y como si fuera una hormiga escondiéndose en el
tronco de un árbol, me escabullí sin más por un agujero estrecho. Ingresé sin
otra expectativa que saber lo que había, allí donde antes no había visto nada.
Detrás de escena como tras bambalinas, continuaba el carnaval.
Sólo que allí todo era magnificado.
Había también mascarillas, carrozas y comparsas pero de un tamaño que no
podía definir. Comprendí que sólo algunos podíamos verlo pues no todos lograban
reconocer el punto de entrada para poder acceder al mismo.
La mayoría se perdía en una caminata sin rumbo que luego de breves
indecisiones los hacía volver al mismo carnaval de siempre.
Allí, en cambio, éramos otros. También había muchos pero de otro modo. Una
vez que traspasábamos aquella barrera, éramos diferentes.
Al cabo de un rato de mirar y contemplar todo, logré ver a mi padre. Él
también estaba allí dentro y disfrutaba como si fuera un habitué. No tenía mi
mirada ávida de descubrir algo nuevo sino que se sentía cómodo y parte. Intuí
que era un visitante habitual.
El carnaval desde dentro era aún más increíble. Las luces, los colores, los
sonidos tenían un grado superlativo y no había punto de comparación con lo
conocido. Una música nos envolvía en un continuado de danza y ensueño.
Entonces y todos los años siguientes en que volvimos al mismo lugar, lo
disfruté a pleno sintiéndome una privilegiada. Si había un dios del carnaval -y
yo sí sabía que existía- pues era realmente un genio. Había creado de la nada,
un mundo maravilloso y perfecto. Escondido y eterno.
Mi padre solía contarme una historia de ese tiempo que habíamos vivido
juntos. Una anécdota graciosa de mí misma durante aquellos días de nuestros
mágicos e inolvidables carnavales. Lo hacía siempre. La relataba una y otra
vez, con todo lujo de detalles. Era una de sus conversaciones preferidas
mientras viajábamos hacia la fábrica y el trabajo.
Tenía un recuerdo prodigioso como si hubiera sucedido ayer o como si lo
hubiésemos vivido no una sino miles de veces. Nos reíamos con ella. Nos
divertía hacerlo y a pesar de contarla una y otra vez, no dejaba de causarnos
gracia. Era una bella y muy preciada historia que atesorábamos con especial
cuidado de aquel micro universo que sólo él y yo compartíamos en la familia.
He querido contármela en estos días en que recuerdo historias para escribirlas.
Estoy sentada durante horas, junto a estos cuadernos en los que escribo mis
relatos y no puedo por más que intento, recordarla. Busco en el fondo de mis
recuerdos y justo ahora que mi padre ha muerto y ya no puedo preguntarle, por
más que trato, no logro recordarla.
Tierno y bello relato!!!
ResponderBorrarMuchas Gracias Clide!
ResponderBorrarHermoso relato Adri!!!
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