jueves, 22 de diciembre de 2016

Memorias de Carnaval

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Con audio

 

Adri Diaz

Argentina

Mi padre solía contarme una historia de cuando yo era pequeña.
Transcurría durante una fiesta de carnaval. Todos sabemos o quizás no- por eso me tomo la libertad de contarlo- que antes los festejos eran de gran esplendor y podían durar días enteros.
Los corsos que se organizaban para esas ocasiones congregaban a toda la familia y era habitual juntarnos para llegar hasta ellos y participar sin perdernos detalle. A menudo, nos trasladábamos hacia otros pueblos, en los cuáles el Carnaval era el acontecimiento más importante del año. 

Eran los que más me gustaban.

Había desfiles de carrozas, presencia de comparsas, marionetas, atracciones y disfrazados. Como podíamos ingresar a los Carnavales sin pagar entrada si concurríamos con disfraz y éramos pobres, eso hacíamos.
Pasábamos noches enteras buscando en revistas y libros el gran disfraz y luego, otras tantas, para diseñarlo, armarlo y confeccionarlo. Mi madre sacaba su gran máquina de coser y con maestría y un gusto exquisito, iba creando cada una de nuestras elecciones.
Los modelos eran de lo más diversos y lo fundamental para mí era no escatimar colores ni brillos. Una vez vestidas con nuestros disfraces nos dirigíamos a los carnavales y allí podíamos lucirlos.
Mis hermanas eran siempre princesas o reinas. Mis primos eran caballeros, piratas y reyes. Nuestros trajes eran únicos e impecables y todo, desde que salíamos de casa hasta nuestra vuelta, era algarabía.

Quizás no todo.


Debo confesar que existía una parte oculta que me daba temor. Eran los famosos cabezones. Esos muñecos gigantes y coloridos que hacían la delicia entre los más pequeños y sin embargo, eran mi disgusto principal.
Trataba de permanecer lejos de ellos porque me daba miedo de sólo verlos caminar hacia mí. Notaba que en los demás se producía un gran alborozo cuando avanzaban mezclándose entre las comparsas y carrozas pero yo los detestaba.
Esas caras tétricas que se escondían detrás de la máscara de una sonrisa gigante y feliz me estremecían y algunos me resultaban casi fantasmales e intrigantes.

Más allá de eso, yo amaba el carnaval.

Los sonidos, la música, las botellas de espuma, las pequeñas trompetas de serpentina. Todo era mágico, colorido. Un mundo diferente donde todo parecía estar permitido. El desenfreno, la total libertad. La desnudez, los cuerpos. La incipiente tentación de mirar y ser observado. El goce en su máximo nivel.
En uno de esos carnavales- no recuerdo el año exacto- descubrí el secreto de esos días maravillosos. El misterio del carnaval se develo para mí, como por casualidad.

Yo estaba merodeando, como sin rumbo -perdida entre los destellos y las luces de la gran fiesta- cuando casi por azar, me encontré de repente en un rincón de la plaza que no conocía y no había visto nunca.
Jamás lo había visto a la luz del día. Parecía ser una esquina, un espacio extraño y desconocido donde se unían pequeños senderos contorneados por flores amarillas. En la oscuridad no lograba ver plenamente.
Era sólo una especie de codo, un atrayente cruce de caminos que me llamaba a seguir caminando aunque eso me alejara por un momento de los brillos, de las luminarias y de mis padres.
Me agaché apenas un poco y como si fuera una hormiga escondiéndose en el tronco de un árbol, me escabullí sin más por un agujero estrecho. Ingresé sin otra expectativa que saber lo que había, allí donde antes no había visto nada. Detrás de escena como tras bambalinas, continuaba el carnaval.
Sólo que allí todo era magnificado.
Había también mascarillas, carrozas y comparsas pero de un tamaño que no podía definir. Comprendí que sólo algunos podíamos verlo pues no todos lograban reconocer el punto de entrada para poder acceder al mismo.
La mayoría se perdía en una caminata sin rumbo que luego de breves indecisiones los hacía volver al mismo carnaval de siempre.
Allí, en cambio, éramos otros. También había muchos pero de otro modo. Una vez que traspasábamos aquella barrera, éramos diferentes.

Al cabo de un rato de mirar y contemplar todo, logré ver a mi padre. Él también estaba allí dentro y disfrutaba como si fuera un habitué. No tenía mi mirada ávida de descubrir algo nuevo sino que se sentía cómodo y parte. Intuí que era un visitante habitual.
El carnaval desde dentro era aún más increíble. Las luces, los colores, los sonidos tenían un grado superlativo y no había punto de comparación con lo conocido. Una música nos envolvía en un continuado de danza y ensueño.

Entonces y todos los años siguientes en que volvimos al mismo lugar, lo disfruté a pleno sintiéndome una privilegiada. Si había un dios del carnaval -y yo sí sabía que existía- pues era realmente un genio. Había creado de la nada, un mundo maravilloso y perfecto. Escondido y eterno.


Mi padre solía contarme una historia de ese tiempo que habíamos vivido juntos. Una anécdota graciosa de mí misma durante aquellos días de nuestros mágicos e inolvidables carnavales. Lo hacía siempre. La relataba una y otra vez, con todo lujo de detalles. Era una de sus conversaciones preferidas mientras viajábamos hacia la fábrica y el trabajo.
Tenía un recuerdo prodigioso como si hubiera sucedido ayer o como si lo hubiésemos vivido no una sino miles de veces. Nos reíamos con ella. Nos divertía hacerlo y a pesar de contarla una y otra vez, no dejaba de causarnos gracia. Era una bella y muy preciada historia que atesorábamos con especial cuidado de aquel micro universo que sólo él y yo compartíamos en la familia.
He querido contármela en estos días en que recuerdo historias para escribirlas. Estoy sentada durante horas, junto a estos cuadernos en los que escribo mis relatos y no puedo por más que intento, recordarla. Busco en el fondo de mis recuerdos y justo ahora que mi padre ha muerto y ya no puedo preguntarle, por más que trato, no logro recordarla.



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