martes, 30 de agosto de 2022

El puente de piedra



Silvia Hernandez Gonzalez

Mexico

Manuel Teyper

Peru

Irma y Silvia, dos jóvenes maestras rurales recién egresadas, no sospechaban lo que les ocurriría aquella tarde de domingo de 1984, cuando regresaban a San Antonio, un pueblo compuesto de un puñado de casitas dispersas perteneciente al Estado de México, donde prestaban sus servicios.

Como era usual, desde que fueron asignadas para trabajar en esa escuela ––al costado de la cual había una casa donde residían las maestras–– pasaban los fines de semana en Ixmiquilpan, una pequeña ciudad del Estado de Hidalgo donde vivía la madre de Silvia. Una amorosa mujer que las recibía alborozada, y las despedía empacándoles comida para el camino.

Muchas veces se arriesgaban a llegar a San Antonio con las últimas luces de la tarde, aunque sabían que no era lo más aconsejable; no solo el acceso debía hacerse a pie, a caballo o en carro ––cuyo alquiler era demasiado costoso y difícil de conseguir––, sino que el pueblo no contaba con el servicio de luz eléctrica, lo que hacía imposible dar con él en horas de la noche.

Salieron de Ixmiquilpan un poco más tarde de lo normal, y tomaron el bus que las dejó en el lugar de siempre, desde donde comenzaron a caminar. El paisaje era realmente hermoso.

Luego de caminar por un largo trecho cargando las maletas, se sentaron a descansar. Como llevaban comida, aprovecharon para merendar.

Justo cuando se levantaban para proseguir la marcha, comenzó a llover. Aún les faltaba mucho por recorrer, por lo que decidieron apurar el paso.

Llegaron a un lugar donde el camino se bifurcaba. No recordaban haberlo visto, ni sabían cuál de ellos debían tomar.

Regresaron hasta que encontraron una casita donde preguntaron si debían seguir el camino de la izquierda, o de la derecha.

––¿Qué hacen tan tarde, señoritas? Se les va a hacer de noche. Miren, agarren por el camino de la izquierda, no tienen por qué perderse. Pero para la próxima no lleguen tan tarde.

––Gracias, señora. Tiene razón. Muy amable.

Siguieron caminando, mientras los minutos avanzaban y la noche se acercaba cada vez más.

Al comienzo no estaban tan preocupadas porque sabían que tarde o temprano llegarían a salvo, como siempre, y luego se reirían como si de una travesura infantil se tratara.

El aguacero se convirtió en granizada, y la angustia por llegar se hizo más evidente. No obstante ninguna de las dos decía nada para no acrecentar los temores de la otra y terminaran por entrar en pánico.

Aunque siguieron caminando guiadas por la brecha que aparecía ante ellas, no daban con el pueblo.

De repente vieron a un hombre que venía en dirección contraria. Andaba a caballo y parecía no tener prisa. Extrañado de ver a dos jovencitas a esas horas en que ya todos están en sus casas, preguntó:

––Buenas tardes, señoritas, ¿para dónde van?

––Buenas tardes, señor. Vamos para San Antonio y estamos perdidas ––informó Silvia.

––Sigan por este lado, hacia la derecha, sigan derechito que por ahí es ––dijo el hombre señalando un punto.

––Gracias ––respondió Silvia. Las chicas se miraron sin saber si el señor les decía la verdad. Ya estaba oscureciendo y muy pronto no verían ni por donde pisaban. Hasta la luna, que otras noches permitía ver sin dificultades, se había ocultado tras las nubes negras.

La noche llegó sin que las jóvenes dieran con el pueblo. Por momentos les parecía que daban vueltas sin que supieran exactamente dónde ni a qué distancia se encontraban.

Hasta que por suerte un relámpago iluminó una casa. Se acercaron presurosas, y una de ellas exclamó varias veces:

––¡Buenas noches!

Luego de largos minutos salió una viejecita, ya muy mayor, que les preguntó:

––¿Qué andan haciendo por aquí? ¿Y a estas horas de la noche?

––Buenas noches, señora, somos las maestras del pueblo. Se nos hizo tarde, y ya no encontramos el camino de regreso. Por favor, ¿Podría decirnos por dónde debemos ir? ––preguntó Irma.

––Ya es muy tarde, niñas, si desean se pueden quedar aquí. Están empapadas. Al fin, mi hijo no está.

––Muchas gracias, señora, preferimos irnos ahora porque mañana muy temprano debemos dar clases.

––Entonces espérenme a que me ponga mi chal ––dijo, mientras cerraba la puerta. Momentos después salió. No caminaba con la dificultad que se esperaba por los muchos años que debía tener. Caminaron cerca de cinco minutos, hasta que llegaron a un puente de piedra.

La señora las acompañó a cruzar el puente, y les dijo:

––Sigan por ahí, un poco más adelante está el pueblo. Y no vuelvan a llegar de noche porque es muy peligroso.

––Muchas gracias, señora, ha sido usted muy amable ––dijo Silvia. Justo en ese momento otro relámpago iluminó el camino, la escuela y la cúpula de la iglesia. No podían creer que estaban tan cerca del pueblo. Se abrazaron emocionadas y contentas. Suspiraron de alivio al saber que estaban a salvo, cuando ya todas las esperanzas de encontrarlo se habían desvanecido.

Al llegar, les dio un ataque de risa. La primera en decir algo fue Irma:

––Si no hubiera sido por la señora, nunca habríamos llegado. Nos iba a tocar pasar la noche por ahí, en cualquier parte, hasta esperar que amaneciera.

––¡Ni lo digas! ¡Nos íbamos a morir de frío! ––respondió Silvia.

––Solo hay una cosa que no entiendo, ¿si la señora sabía que estábamos tan cerca del pueblo, por qué nos pidió que nos quedáramos? ––reflexionó Irma.

––No lo sé, tal vez pensó que aún con sus indicaciones no íbamos a poder dar con el bendito pueblo ––respondió Silvia de buen humor.

––Sea como fuese, creo que debemos darle las gracias a esa señora… ¡Ya sé! ¡Hagamos un pastel y se lo llevamos! ––propuso Irma.

––¡Claro, muy buena idea! ––exclamó Silvia.

––Mañana, apenas terminen las clases, lo hacemos y se lo llevamos ––dijo Irma entusiasmada.

––Pero lo más temprano posible; no quiero que se nos vaya a hacer tarde otra vez ––dijo Silvia divertida.

Al día siguiente se dedicaron a preparar el pastel. Calcularon que el puente debía quedar a cinco minutos de camino, y que la casa de la viejecita estaría apenas cruzando.

Con el pastel en las manos, se dirigieron por ese lado del camino por donde habían llegado, pero una señora del pueblo les dio el alcance para decir:

––Hola, señoritas. ¿Dónde andaban anoche? Estábamos preocupados por ustedes. ¿Por qué llegaron tan tarde?

––¡Nos perdimos, señora Victoria! ––dijo Silvia sonriendo––. Llegamos completamente mojadas. Felizmente encontramos una casa donde había una viejita. Fue ella la que nos hizo pasar por el puente para llegar aquí.

––¿Qué puente? ––preguntó extrañada la mujer.

––Sí, señora, un puente, y queda por allá ––dijo Irma señalando con la mano––. Metros más allá está la casa de la viejita ––la señora Victoria empalideció.

––Por ahí no queda ningún puente… es más, por aquí no hay puentes, bueno, sí, el puente para cruzar el río, pero ese no es de piedra, es de madera. Y por ese lado que me dicen no hay ninguna casa, ni vive ninguna viejita. ¿No se habrán equivocado?

Ahora las sorprendidas eran las maestras, que se miraron sin comprender lo que decía la señora Victoria. Era imposible que lo hubieran soñado, ¡y ambas!

––No, estamos seguras, incluso hemos hecho este pastel para regalárselo a la viejita en agradecimiento.

––Bueno, no sé, pueden ir y darse cuenta que por ahí no vive ninguna viejita. Ahora debo irme. Cuídense. Hasta luego.

Las maestras se quedaron un momento en suspenso, pero luego Silvia dijo:

––No puedo creer lo que dice la señora Victoria, mejor vayamos a ver si encontramos el puente. Era por ahí, estoy segura porque lo primero que vi fue el árbol grande y luego la escuela, así que tiene que ser por ahí.

Caminaron como diez minutos, y en efecto, no encontraron ningún puente, ni mucho menos una casa. En el lugar donde debía estar, encontraron unos palos quemados cubiertos por la maleza.

––Creo que debemos irnos, esto está muy raro ––dijo Silvia.

––Sí, vayámonos de aquí… pero de todas maneras dejemos el pastel ––pidió Irma.

––¿Qué dices? ¿Dejar este pastel tan rico? ¿Para nadie? ¡Debes estar loca! ––aseveró Silvia.

––Tal vez. Pero si una señora nos ayudó, debemos dejarlo aquí… no se sabe qué pasó, pero al menos cumplimos con lo prometido, ¿no crees? ––preguntó Irma.

––Está bien. Pero no le digamos nada de esto a la señora Victoria porque de veras creerá que estamos locas ––dijo Silvia sonriendo.

Todo prosiguió con la normalidad de siempre, pero dos días después se llevaron la sorpresa de sus vidas; el plato donde habían dejado el pastel… apareció limpio en la puerta de la casa.

Una semana después, cuando pensaron que ya todo había quedado en el olvido, tuvieron una conversa casual con el párroco del pueblo. Fue ahí que a Silvia se le ocurrió mencionar el episodio de la casa de la anciana que les había ayudado a llegar a salvo. Lo que les contó a continuación el sacerdote les aclaró todo, pero en vez de aminorar el desasosiego, lo incrementó aún más:

––Está documentado que hace mucho tiempo llegó a esta zona la Santa Inquisición. Muchas mujeres fueron condenadas a morir en la horca por practicar brujería, entre ellas una anciana que vivía por donde me dicen. Su casa fue arrasada por el fuego que prendieron los pocos campesinos que comenzaban a poblar la región.