sábado, 18 de julio de 2020

Dolor de una vana ilusión


Silvia Alicia Balbuena

Rosario  - Argentina

-Cuento histórico-

27 de febrero de 2012.

El despertador sonó a las 8, pero Claudio Santilli hacía rato que estaba despierto. La costumbre de despertarse con las claridades o el quiquiriquí del gallo cercano no la cambiaba ni los días feriados. Había pasado una noche entre insomnios, desvelos, ansiedades. Repasaba si toda su ropa estaba lista. A pesar del calor que seguro haría, se iba a poner su chaleco de gamuza, el pañuelo al cuello, el sombrero, sus botas con espuelas. Las alpargatas tal vez se adecuarían más a la temperatura, pero deseaba lucir impecable con su traje completo de gaucho. Usaría también su cinturón reluciente de monedas, herencia de cuatro generaciones, desde el bisabuelo Giovanni Santilli, inmigrante italiano, primer dueño de la chacra.

Desde niño su padre le había enseñado a montar y juntos participaban en festivales, desfiles, jineteadas con el centro tradicionalista del pequeño pueblo en las tierras de Areco. Ahora, que su padre anciano y gastado por duras faenas rurales ya se había alejado de estos eventos, Claudio seguía participando con tres amigos de chacras cercanas.

¡Pero esta era una ocasión especial! Hacía 200 años que Belgrano, con convicción y audacia, había creado la Bandera en las orillas del Paraná en la villa que hoy es la populosa ciudad de Rosario. Y, a pesar de los casi 300 kilómetros que debían recorrer, habían decidido unirse a varios centros tradicionalistas de la zona y asistir a los grandes festejos de este Bicentenario tan especial.

El tiempo pasaba a cuentagotas, ya quería estar en Rosario. Pensaba en su caballo portando los mismos colores que imaginó Belgrano y vibraba.

Con el calor pegajoso de las tres de la tarde, llegaron. Los ubicaron en una pequeña calle empedrada rodeada de añosos y altos árboles, cuya sombra era acogedora. ¡Pero qué desazón! El Monumento Nacional a la Bandera, ícono de Argentina, fastuoso en su arquitectura, con grandes esculturas, era apenas una torre que cortaba el cielo allá a lo lejos.

Junto a ellos, se desplegaba la bandera más larga del mundo. ¡Cuánto había deseado verla, tocarla! En los noticieros, durante diez años, comentaban que damas de todas las edades, en máquinas de coser instaladas en el patio del Monumento, unían los trozos celestes y blancos que llegaban de todo el país para rendirle tributo a la enseña, en el mismo lugar en que se creó. El proyecto pensado por ese loco lindo Julio Vacaflor, conductor de programas infantiles, superó todas las expectativas y hoy culminaba. Metros y metros de paño celeste y blanco amalgamando tantas voluntades de todos los rincones de Argentina, hoy era esa realidad portada por miles de personas. Estaba ahí, a su alcance, esperando junto a los Centros, desfilar frente al palco oficial.

Veía niños, adultos, ancianos, que la sostenían y se iban turnando a descansar sentados en los cordones de las aceras.

El entusiasmo no decaía. Unos deseaban caminar portando los colores patrios, otros cabalgar junto a ellos como guardianes de la argentinidad.

El acto comenzó a las 17, tal como estaba anunciado. Las voces de los altoparlantes no se escuchaban, pero a través de celulares, de radios, de rumores que se deslizaban como un oleaje impetuoso, llegaban las noticias. En el palco oficial, las autoridades. Rodeándolo, banderas de muchas agrupaciones. Con diferentes colores y cargadas de inscripciones. ¿Por qué no había banderas celestes y blancas? ¿Por qué otras las habían reemplazado? Miró la que tenía en su pingo y el estómago se le estrujó. No todo era celeste y blanco en esta celebración.

Los minutos pasaban lentos e inexorables. Los organizadores les traían botellitas de agua. Hasta que les llegó la noticia: el acto oficial había terminado y el desfile quedaba suspendido. La bandera, ese paño tan inmenso símbolo de la unión de un país en sus telas celestes y blancas cosidas, no iba a desfilar, sino que se movería en un abrazo simbólico al Monumento y los Centros Tradicionalistas la acompañarían un trayecto.

Un escalofrío recorrió las fibras de Claudio Santilli, un argentino de la pampa gringa que quería rendir homenaje a su bandera bicentenaria, mientras se decía: Podría haber desfilado frente al palco. Podría haber escoltado a la bandera más larga del mundo. Podría haber conocido a la presidente. Podría haber visto el caudaloso río Paraná llevando su corriente en paralelo a la costanera. Podría ver de cerca el Monumento. Podría… Podría…

Los amigos se miraron, era inútil quedarse, encogieron sus hombros con desazón y con una seña resolvieron irse. ¿Para qué permanecer, para ver las cenizas de un acto que iba muriendo?

Echó el sombrero hacia atrás, espoleó su caballo y a trotecito lento regresó a los vehículos.

Mientras lo acomodaba, hombre y animal se miraron con una mirada profunda, los dos tenían el mismo sabor amargo. Claudio lo acarició y el caballo lo hociqueó, eran compañeros, se entendían.

Se sentó en la chata. Se sacó el sombrero y lo acomodó en las rodillas, estiró las piernas, los pies hinchados en las botas le dolían. Tenía hambre, la espera había sido tan larga… ¡y para casi nada! Aspiró hondo tragándose una lágrima, los gauchos no deben llorar.

El camino era una cinta asfáltica tragada por la oscuridad de la noche. Una sensación rara estrujó su vientre, lo estaba devorando el dolor de una vana ilusión.

 


domingo, 12 de julio de 2020

El Botón

Clide Gremiger
Rio Cuarto, Argentina
 

La cobardía es la madre de la crueldad. 

Michel de Motaigne


Ahí está, mirándote desde hace dos semanas. Esto ya te está quitando no solo el sueño, ¿o no? ¿Cuánto hace que no dormís de un solo tirón? ¿Y esa maldita acidez que te sube a la garganta como un chorro de lavandina? Viene de ahí, y lo sabés. Tenés que terminar de una vez con esa culpa. Culpa, sí, culpa. No me mires con cara de "por qué voy a sentir culpa". Es que lo viste todo y no lo denunciaste. ¿Que por qué se te ocurrió espiar por la ventana esa noche? Claro, nada sabrías y nada significaría ese botón medio escondido debajo del yuyo que empezó a crecer junto al cordón de la vereda. Nada de esto te pasaría si no supieras que la mujer que arrancó el botón ya no existe. Qué no haya muerto frente a tu ventana no te hace menos responsable.

Cada vez que abrís el postigo, el botón está ahí, haciendo brillar su insultante dorado. No hay viento ni lluvia que se lo lleve, ¡Maldición!, es tu grito de cada mañana. Llamá, llamá, si querés volver a dormir y sacarte esa migraña de tres días que te punza hasta hacerte desear la muerte, te repetí hasta el cansancio. El recuerdo de esa noche no va a desaparecer porque quieras ignorar la realidad. La voz de la mujer suplicando te lastima tanto como la migraña, ¿verdad? La panzota del oso que zamarreaba a la mujer, agarrado a su pelo como si fuera una gallina a desplumar, tampoco la podrás olvidar. En el centro de esa panzota estaba el botón que saltó en el forcejeo, cuando la gallina se agitó desesperada. Tampoco podrás olvidar la cara enfurecida del oso, porque te subiste al sillón para espiar entre las tablas del postigo. La luz de la calle le iluminaba el sudor que, en el fragor del encontronazo, le chorreó desde la frente hasta los pliegues de la papada, en caída libre hasta el cuello de la camisa celeste. ¡Si hasta del color te acordás!

Pretendés que sea sólo un mal recuerdo chismoso, pero después de ver al oso en el noticiero, todo se te hizo más real. La pobre gallina tal vez no hubiera sido apuñalada si en vez de solo espiar, hubieras avisado a la policía. ¿Por qué no llamaste en ese momento? ¡Mirá toda la culpa que te hubieras ahorrado!

No busqués excusas, no hiciste lo que debías. Que no hay que meterse en lo que a uno no le incumbe; que es muy riesgoso ser testigo en medio de una cuarentena; que nada te asegura que los policías no tengan el virus; que haber visto la pelea no implica que ése sea el asesino... excusas. El botón sigue ahí, como prueba irrefutable de la pelea frente a tu ventana. Ese botón tiene un abrigo y el abrigo tiene dueño. No es un botón cualquiera: dorado, con una corona en medio de dos sables atravesados. Hasta buscaste los prismáticos para verlo mejor. Pero preferiste dejar de ver y leer las noticias locales. Lo que no ves no existe, ¿no? Pero claro, con meter la basura debajo de la alfombra no alcanza: siempre sale por los bordes para recordarte que la mugre sigue ahí y empieza a agriarse entre los dientes. La migraña ya te punza hasta en las orejas, te hace llorar. Anoche, lo poco que dormiste fue entre sábanas enroscadas y almohadas patas arriba. ¿Cuántas pastillas tomaste? Mezclaste las de la migraña con las de dormir. Terminaste vomitando.

¿Sabés que dicen las noticias hoy? Los vecinos culparon y lincharon al oso. Justicia sin juicio: lo molieron a palos y le quemaron la casa. Ya podés salir y pegarle una patada al botón.