martes, 28 de diciembre de 2021

Un ramito de ojos azules

Veronica Alves de Miranda

                                             Berazategui, Buenos Aires     


Una madrugada de luna llena y algo de desolación Nigel apenas terminaba de decidir por el blanco para su habitación, mientras pensaba con qué adornar decidió ir a caminar. De repente una joven ciega llamó su atención, solidario con noble intención de ayudar, se le acercó. Inesperadamente siente un golpe tumbador. Tirado en el suelo y dolido se arrodilló, mientras sentía sangre brotando de los orificios de sus ojos arrebatados, lo invadió el pánico, sin ya azul en su mirada, Nigel tembló mientras se desvanecía para caer sobre el borde del cordón. Mientras huían los desconocidos, su noche se convirtió en penurias y dolor, en sadismo y ceguera permanente, con tan solo un pensamiento que lo mantendría respirando algunos momentos más: cuánto tardará su sangre en enfriar.




lunes, 15 de noviembre de 2021

Con Historia previa

 Cide Gremiger

Rio Cuarto, Argentina


Tal vez sería mejor pensar de dónde le venía esa... esa... ¿capacidad?

"Tío Marcial... Me parece que él fue el primer brujo de la familia", pensó Clara, al menos hasta donde podía escarbar en el árbol genealógico de su familia materna. De la familia de su papá no sabía lo suficiente como para armarse de alguna sospecha en ese sentido.

Marcial era tío de Teresa. Un digno representante del mestizo argentino, pero con más rasgos indios que ningún otro integrante de la familia: retacón, piernas chuecas, nariz ancha y achatada, frente escasa, pelo abundante y piel muy oscura ¿Cuántos años tenía? A nadie le importaba porque para todos sus hermanos, era simplemente el mayor. Además, bien podía ser que entre la fecha de nacimiento y la que figuraba en el Registro Civil hubiera un par de años de tardanza.

Clara sólo lo podía recordar arrugado y con pelo corto, grueso y canoso; parecía un cepillo metido en la ceniza. Sus camisas también eran muy blancas. Todo él, como buen gaucho, lucía impecable. Nada de pilchas costosas porque no le daba el cuero para lujos, pero llegaba siempre de rigurosa bombacha negra, camisa blanca y pañuelo con guardas negras y blancas. Los años le habían arqueado las piernas pero no la espalda, así que caminaba bamboleándose como ganso en el barro, gastando las alpargatas por los bordes externos, pero con la cabeza bien erguida.

En la casa de Clara, todos esperaban su visita con mucha alegría porque siempre llegaba cargado de viejas historias de aparecidos y nuevos remedios caseros. Cualquier recomendación del tío, para Teresa era palabra sagrada. "Así fue que se me pasó la otitis con unas pitadas de chala en las orejas y desaparecieron unas verrugas de mis rodillas con el pis de cada mañana", pensó Clara, con el mismo convencimiento de su madre.

Apenas asomaba su nariz de indio en la puerta cancel, ella corría a sacar una silla al patio para que el tío descansara y se tomara unos mates, mientras repartía sus historias ante los ojos respetuosos de Teresa y los asombrados de Alba y Clara.

Pero una mañana llegó y Clara sólo lo miró desde la silla en la que había desparramado su desgarbada figura.

-¿A qué se debe la cara de mate lavao?, preguntó el tío.

-Me duele una muela, respondió la jovencita, en tono quejumbroso.

-Abra la boca, dijo él, con actitud de médico a punto de auscultar a su paciente.

Clara abrió su boca hasta donde se lo permitía el dolor.

-Vaya caminando despacito hasta el fondo del patio... pero despacito, fue la recomendación.

-No tío, no tengo ganas de caminar ¡Me duele la muela!

-¿Sabe rezar?

-Y claro, ya hice la comunión, ¿no se acuerda?

-No soy yo quien se tiene que acordar, sino usté, ironizó, y volvió a la recomendación: vaya hasta el fondo del patio... despacito y sin mirar para atrás. Cuando llegue al fondo, rece tres Padre Nuestro y dos Ave María. Rece sin mirar para atrás. Rece con el corazón. Vaya, chica, vaya.

Clara se levantó de la silla y empezó a transitar los casi treinta y cinco metros de terreno hasta el fondo del patio... muy despacio. Pasó frente a la fila de claveles, calas, rosas y violetas que su madre había regado muy temprano. El aroma de las flores se mezclaba con el de la tierra mojada "¡Nunca me había fijado tanto en el color de los claveles; en las terminaciones acampanadas de las calas; en la belleza de las violetas ni en el alcance del perfume de las rosas!", recordó, regocijada por la nitidez con la que podía rememorar colores y aromas de ese día. Y el recuerdo siguió: medio agachada había caminado entre los durazneros y perales que su padre curaba con los remedios de tío Marcial. Nuevos aromas inundaron sus sentidos. "Me acuerdo que me dieron ganas de gritarle a mi hermana: ¡vení, hay duraznos maduros! Pero resonó en mi cabeza la recomendación de no mirar para atrás y seguí hasta el tejido metálico que me avisaba que el terreno se terminaba. Del otro lado, la casa de mi abuela Ana", siguió escarbando Clara, en sus remembranzas.

Había entrelazado sus dedos y rezado sin abrir la boca, con ganas, pero para adentro, como para que las oraciones retumbaran en su interior. "¡Cómo me acuerdo! Di la vuelta y volví igual de despacio, aunque el tío nada había dicho de cómo tenía que volver. Cuando llegué junto a él, sentado en la silla que yo había dejado, me dijo: vaya chica y prepáreme el agua para unos mates. Cuando regresé con la pava caliente, me preguntó: ¿y la muela, cómo va? Llevé la mano a mi cara y exclamé ¡no me duele más! Él me respondió: bué... me merezco unos buenos verdes, ¿no? Así fue como pasó", dijo Clara en voz alta.

Teresa, ese día había preparado unos mates espumosos, mientras miraba con orgullo y admiración al tío de los mil recursos. Sin dudas él había sido el primer brujo de la familia. 

Las historias de tío Marcial también estaban cargadas de premoniciones, presentimientos, como un libro-álbum de cuentos de misterios del más allá y el más acá. La ronda de sillas en torno a él para escuchar sus relatos era uno de los momentos más esperados de las reuniones familiares. Con una mano apoyada en una rodilla y el mate en la otra, de su boca brotaban, sin apuro, las historias, como aquella de don José, que Clara podía repetir con lujos de detalles porque también ella se la había contado a sus hijos:

Como todos los domingos, José García, cuando terminaba la hora de la siesta, ensillaba su caballo para ir a tomar unas copitas de grapa al almacén del gringo Caramuti. Como todos los domingos, Blanca Salcedo de García, se quedaba sola, esperando que su marido regresara del almacén que se transformaba en bar a esa hora de la tarde. Casi cuarenta años de los mismos domingos. Nunca le había pesado la partida, ni la espera, ni el regreso "entonado" de José; ni siquiera después de que los hijos emigraran a la ciudad y la soledad se hiciera más silenciosa. Ese domingo era distinto. En realidad ni doña Blanca ni don José intuyeron que fuera distinto. Fue lo que ella dijo:

-¿Y si no va?

Lo dijo bajito, sin reclamo, como una posibilidad más entre otras. Don José la miró y, sonriendo, le respondió sorprendido:

-¡Eh!, ¿qué pasa? ¿Acaso se siente mal?

-No, no. Vaya nomás. No me haga caso.

José rozó con su mano el pelo y con sus labios la frente de su mujer; montó su pingo amigo; caló el ala del sombrero y rumbeó para la tranquera. La tarde todavía conservaba el calor de la siesta veraniega, pero desde el pasto, mojado por la lluvia que había durado casi todo el sábado, se levantaba un fresquito agradable. Silbando una vieja tonada, don José fue llevando al lobuno hacia el camino de tierra que desembocaba justo en el almacén de Caramuti. "Tranquilo lobuno, que el tiempo sobra", le dijo a su caballo.

Como hacía siempre, intentó abrir la tranquera sin bajarse del caballo, desenganchando con el pie el alambre doble que la aseguraba y mantenía cerrada cuando no tenía candado. Sacó el pie derecho del estribo y lo estiró hasta que la punta de su alpargata se apoyó en el poste en el que se enganchaba el alambre y de un tirón para arriba trató de subir el alambre y desprenderlo del poste, pero lo único que logró fue que los dedos del pie le quedaran como callos recién raspados. El alambre ni se movió.

Acomodó mejor los dedos en la alpargata y se acercó más a la tranquera, esta vez repitió la operación con la mano derecha. El alambre ni se mosqueó y el animal reculó relinchando.

-¡Quieto, compañero!- gritó, mientras manoteaba las riendas.

Repitió la operación de desenganche, esta vez, con un insulto en tono grave, como si alguien debiera escucharlo: "¡vamos mierda, abrite de una vez!".

El insulto debió colaborar en la faena porque el gancho pegó un salto y la tranquera, solita fue abriendo su boca. El lobuno seguía intentado alejarse, inquieto. "¡Y a vo´ qué mierda te pasa! Hoy, todos andan raros, parece", masculló contrariado.

A los tirones logró que su caballo atravesara la tranquera, así que prefirió atarlo al alambrado. Cerró la tranquera y montó nuevamente al animal que seguía nervioso.

Como para darle una lección, lo taloneó varias veces. El potro finalmente supo quién manda y empezó a galopar por el callejón de tierra. 

Mucho no duró la cabalgata porque sólo dos kilómetros separaban el campo de don José del Almacén de Caramuti, pero el caballo llegó sudado como después de una cuadrera. En realidad desde el mismo momento que lo talonearon, el lobuno había salido disparado como en carrera que hay que ganar o ganar. Don José trató de restarle importancia al extraño comportamiento del animal. Ya había tenido suficientes extrañezas para un domingo. "No es día para andar buscándose problemas", pensó. Ató las riendas del lobuno al árbol de siempre y entró al bar a grandes zancadas. 

Se tomó un par de grapas, pero no quiso participar de la partida de truco. Era como que el malhumor se le había instalado en las entrañas. "Pucha digo, potro e´ mandinga, ya me arruinó el día", se dijo a sí mismo. Saludó a sus compinches de tragos domingueros y salió. El caballo, que seguía inquieto, sacudió la cabeza al presentir que regresaban.

Don José no había alcanzado casi a sujetar las riendas, que el lobuno emprendió una carrera desaforada. Cuando llegaron a la tranquera, ésta estaba abierta de par en par. El pobre viejo no quiso pensar qué había pasado con la tranquera, prefirió agradecer que no fuera un obstáculo para su lobuno, aparentemente sin intenciones de detenerse. El caballo recién frenó su alocado regreso a tres metros de la entrada de la casa.

Don José, agotado por los nervios, pero recordando las palabras de su mujer, dijo en voz alta: 

-Se salió con la suya, vieja, el lobuno ta´ de su lao y fue de Dios que había que volver, nomá´.

Doña Blanca no respondió. Apoyada en el respaldo de la cama y con los ojos cerrados parecía dormida. Ninguna expresión de dolor daba cuenta de su muerte, pero don José supo que ya no lo esperaría ningún domingo más. 

Como buen hombre de campo aceptó los designios divinos, pero no pudo evitar que se le escapara:

-Carajo, cómo no le hice caso al lobuno.


http://www.clidegremiger.com


domingo, 29 de agosto de 2021

El traje

Gil Sanchez

Mexico




Siempre pensé que tendría que cumplir mi sueño. Al jubilarme, iría a comprar un traje a mi medida. Concedido me dije, lo guardé para la ocasión. Pasaron los años y ese día especial, nunca apareció. Bueno, se me escapó la oportunidad cuando falleció un compadre en pleno agosto y en canícula. Opté por irme fresco con camisa negra manga corta. Siguieron pasando los años y escasearon las fiestas especiales, en una edad donde solo vamos a funerales. 

Una mañana, sentado en mi mecedora en el porche con mi taza de café, veía a gente pasear en short y otras en short pequeño y sandalias coquetas. Esta imagen regreso hasta el ayer, cuando de niño veías el pan en exhibición que no puedes comprar. Y retener la imagen, para qué, me contesté. Fue cuando me acorde del preciado traje azul oscuro con finas líneas delgadas rojas. Lo busqué entre pantalones y camisas abandonadas de años, fuera de moda; de esas camisas de las cuales me burlaba cuando veía a los ancianos. Lo saqué de la bolsa del porta trajes, después de diecisiete años. Cayeron unas lágrimas entre la felicidad de la compra y la nostalgia de la espera. Era un espacio vacío y demasiado profundo.

Como un jovenzuelo procedí a ducharme, restregué la esponja sobre mi piel, que parecía estar bañando a un shar pei. Limpie muy bien mi dentadura, afeite mi cara, utilice una loción guardada para días selectos, la esparcí por zonas altas y bajas, no por las dudas, sino por la costumbre de sentirme especial. Me vestí con mi traje y unos zapatos mocasín piel de cocodrilo negros, al primer doble del pie se quebró la piel de enfrente. Así que, me puse unos zapatos negros amplios más actuales y cómodos.

La edad al sumar resta estatura. Mi padre decía que le avisara cuando la baja era de sopetón, porque ya merito. Hoy me asuste cuando arrastraba el pantalón del dobladillo y lo pisaba con el talón. Busqué unos clips, de esos que guardan los viejos para algo y, ese algo llegó, ajusté el largo de mi pantalón sin importarme que se vieran. Aprecie el tipo de corbata y era la ideal, una roja brillante con lluvia fina azul. Me vi al espejo joven y elegante. 

Por fortuna llegaron mis dos hijos con mis nietos y mi esposa asombrada, mandándole mis nueras e hijos señales de si estaba en mis cabales, ella encogía los hombros con un no dudoso. Disfrute como nunca el día, platique como realmente deseaba que me escucharan, hice reír a todos con mis anécdotas. Por la noche le dije a mi esposa que estaba bien que, solo quería probarme la ilusión que no había concretado. Me lo pondré en otro día especial.

––Pero cariño, los clips se ven mal, hasta uno esta oxidado qué van a decir.

––No lo verá nadie, así déjalo. Es el ideal, y es el que vas a ponerme en mi funeral. Está muy cómodo––la tomo de los hombros y le dio un tierno beso––. Es perfecto para que este James Bond se retire de sus películas.

 




viernes, 13 de agosto de 2021

Vacaciones


Osvaldo Villalba

Buenos Aires, Argentina



Buscando documentos antiguos encontré una valija de madera que era de mi viejo. Adentro hay fotos. Me atrapó una de Córdoba del año 1958. Estoy con mis padres con el paisaje serrano atrás. Por un momento me remonto a ese escenario. ¿Cómo contaría hoy esa experiencia?

El tren ingresa lentamente en la estación terminal. El cansancio del largo viaje se diluye en el preciso instante en que mis ojos leen el cartel del andén: La Falda.

Estoy acostumbrado a viajar en tren. Vivimos en Capital, en el barrio de Constitución, pero como mi mamá es oriunda de Quilmes tenemos muchos familiares allí. Varias veces en el mes viajamos en el Roca a visitar unos primos de mi madre o en el colectivo El Halcón si vamos a lo de su hermana. Pero son viajes de cuarenta minutos, a lo sumo una hora.

Hoy es distinto. Llevamos un poco más de doce horas en el tren. Salimos de Retiro a las ocho de la mañana y está oscureciendo. Estoy muy emocionado. El mes próximo voy a cumplir catorce y es la primera vez que salimos de vacaciones. Creo que mis viejos también lo están. Soy hijo único y éste es el premio por haber terminado bien el primer año del Comercial. Algo que ninguno de los dos pudo hacer. De hecho mi papá no terminó ni el primario. Es un autodidacta. Él me enseñó a entender a José Ingenieros. No hace falta aclarar que no profesamos ninguna religión en casa, ni la judía de la que proviene mi mamá ni la católica de la familia de mi papá. Pero como mis abuelos ya no están no hay drama.

Salimos de la estación y mi padre dice:

—Vamos a tomar un taxi porque no tengo la menor idea de dónde queda el Hotel Español

—Sí, mejor. Porque ya está oscuro —acota mi mamá.

Comenzamos el viaje y no me alcanzan los ojos para ver los negocios iluminados y un montón de gente caminando por la calle a pesar de la hora. Quince minutos después bajamos frente al hotel. También es la primera vez que voy a dormir en un lugar que no es mi casa ni la de un familiar cercano. Sólo puedo afirmar que me gusta aunque no tenga con qué compararlo.

Los encargados o dueños, no lo sé, son muy amables. Como se enteraron que el tren venía con atraso dispusieron un turno adicional del comedor para servirnos la cena. Al parecer somos unos cuantos los que vinimos en el tren.

 

Hoy me desperté temprano, desayuné rápido y mientras mis padres planean la actividad del día, salgo al jardín. Como a treinta metros del hotel en un descampado veo unas piedras enormes que me invitan a trepar. Cuando llego a la más alta miro el paisaje y…del otro lado de la calle, a unos cien metros, está la estación del ferrocarril.

El taxista se aprovechó de los porteños.

Hoy en día la tecnología nos permite cosas increíbles. Para reafirmar mis recuerdos recurro al Google Map y efectivamente aparece el hotel, hoy renovado, a pocos metros de la estación de ferrocarril, ya convertida en museo.





 

jueves, 29 de julio de 2021

NADA FACIL DE ACEPTAR

Clide Gremiger 
Rio Cuarto, Argentina






 Malditos doce años que ponían más en evidencia sus piernas chuecas, la llenaban de vellos, le hacían crecer los pechos contra unas costillas marcadas, le alargaban su desgarbada figura, le forjaban el odio a sus rulos indomables. "Andá a peinarte, parecés loro muerto a escobazos", recalcaba Teresa. Sentada en la reposera y con la mirada perdida en los cerros que se perfilaban en el horizonte, Clara sonrió ante el recuerdo. "Y ahora, ¡cómo quisiera tener la cabeza como loro muerto a escobazos y no estos cuatro pelos locos, y sobre todo, cómo quisiera tenerte acá diciéndomelo, viejita!", pensó nostálgica y volvió al repaso de aquel presentimiento. En realidad había empezado con una simple composición escolar. Clara creía haber escrito la historia más creativa cuando la maestra de sexto grado pidió una redacción libre. Quiso que se pareciera a alguna de las historias de su madre, mezcla de realidad y fantasía. Estaba segura de haberlo logrado cuando le escribió a su prima predilecta: Mi querida Nilda, hoy nos enteramos de la triste noticia. La muerte de tu papá nos hizo llorar a todos. El tío Quico siempre nos hizo reír con sus chistes. Me imagino cómo estarás de triste. Yo tengo ganas de abrazarte pero no puedo ir a verte hasta que termine la escuela. Un beso grande. Leyó y releyó cada palabra antes de entregar su composición. No quería caer en repeticiones, ni errores de ortografía, así que buscó todas las palabras en el diccionario, hasta que logró lo que imaginó una redacción perfecta. Se acercó a su maestra, emocionada. Casi nunca era decisión de ella aproximarse al escritorio de la señorita Chichí. Por su timidez se hacía más chiquita y más delgadita, con la esperanza de que se olvidaran de ella. Pero esta vez se levantó, casi con orgullo. La maestra leyó su composición en silencio y le dijo que era muy breve, pero que estaba bien y agregó con voz cálida y ojos de cordero degollado: "mi más sentido pésame, Schafer". Fue cuando supo que no se trataba sólo de una redacción inocente. Con su escrito había hecho una brujería y su tío moriría por su culpa. Regresó apurada a su casa, entró a la cocina corriendo y le preguntó ansiosa a su madre si toda la familia estaba bien. Teresa pensó que se trataba de alguna de esas ocurrencias religiosas que tenía Clara y le contestó entre risas "sí Clara, no hace falta que recés por nadie, andá a tomar la leche". Hizo falta que rezara. Esa misma noche llegó el mayor de los hermanos de Nilda, con los ojos inflados por el llanto. Avisaba que su papá se había caído del colectivo en marcha, al regresar de su trabajo, y había golpeado su cabeza contra el cordón de la vereda. Cuando la ambulancia llegó al hospital, ya había muerto por la conmoción cerebral. Clara lloró sin consuelo por horas. No alcanzaron los tecitos de tilo para calmarla. Su padre se quedó junto a su cama, rascándole la cabeza como cuando era muy pequeña y caía en fiebres interminables, hasta que se quedó dormida. A la mañana siguiente, durante el velatorio, trató de no encontrarse con Nilda. No sabía cómo enfrentarla, cómo decirle que por su culpa ella se quedaba sin papá. El velatorio era en la casa de sus tíos, así que no le resultó difícil escabullirse hasta un rincón del patio, entre el huerto y el gallinero. Lo que no pudo lograr fue convertirse en invisible. Su madre la había obligado a ponerse la remera nueva, de color coral con hilos plateados, un indecente semáforo entre tanta gente vestida de negro. Su escondite le duró poco. La primera en llegar hasta allí fue su prima María Elena, la que asumiría más tarde las riendas de la familia porque tía Clotilde no sabía cómo. Con su acostumbrada dulzura, su prima trató de devolverla al velatorio. Clara, se negó con tercos y repetidos movimientos de cabeza y su prima finalmente se alejó, pero le envió a Nilda de emisaria. Con su prima al lado, sólo pudo abrazarse a ella y emitir unos sollozos secos, ahogados. ¡Nilda la consolaba! Eso le resultó vergonzoso, inmerecido. Era tanto el bochorno y la culpa que tironeó del brazo de su prima hasta muy cerca del féretro. Allí, Clara quedó bien expuesta, con su remera semáforo cual ofensa explícita. Ella asumió esa vestimenta con sumisión, como cumpliendo un merecido castigo. Fue mucho tiempo después que comprendió que su madre no había buscado castigarla por nada, sino que la vestía como se vestía ella misma. Fue mucho tiempo después que comprendió que ella no tenía la culpa de la muerte de su tío, que no había influido con ningún maleficio. También mucho tiempo después empezó a asumir que algunas personas pueden percibir hechos que aún no han ocurrido. 
Todos los derechos reservados © 2020 Clide Gremiger

domingo, 18 de julio de 2021

Medianera

Damián Viloria Cordoba, Argentina Le preguntaron a una flor cómo se sentía en aquel jardín: bien, dijo, las demás flores son bastante discretas, el pasto es verde, un enano de cerámica ofrece cierta compañía y el viento mueve, desde abajo, nuestras flacas siluetas. La señora nos corta alguna que otra vez las hojas muertas y no deja faltar el agua. Lo insoportable, eso sí, es el ojo de la vecina. Se posa, con el sol de la mañana, sobre los últimos ladrillos del paredón. Va insinuando la mano. Y vierte, en un leve y repentino gesto de furia, de nuestro lado, el frasco con hormigas. Los gorriones, que todo lo ven, nos contaron: se pasa el día juntando sus hormigas, para, después, abandonarlas. Pero la señora, aunque no diga nada, lo sabe; como buena vecina, las recoge y las devuelve. Pobres hormigas, qué habrán hecho.

lunes, 12 de julio de 2021

Sentir o presentir

Clide Gremiger Rio Cuarto, Argentina La muerte de Ramiro. Ése parecía el último presentimiento. Sí claro, también eso lo supo antes de que se lo dijeran. En realidad cuando intuía ese tipo de cosas, no sabía que se trataba de un presentimiento. Clara trató de ordenar sus recuerdos, sentada en la terraza de su casa, junto a la puerta, con los cerros al frente como único horizonte. ¿Qué recordaba de la muerte de Ramiro? Que fue en la ruta, adentro del "perro fiel" como llamaba a su auto, contra un camión, en la mañana de un lunes de septiembre, volviendo de la casa de su pareja. Su pareja... ¿Enterarse por los diarios que el mismo Ramiro que había formado parte de su vida durante tanto tiempo tenía una nueva pareja le había afectado? ¿Había sido realmente una nueva pareja o ya la tenía cuando pasaba los fines de semana con ella? Eso ya no importaba. En realidad ya no importaba tres meses antes del accidente, cuando Ramiro dijo por teléfono "la Municipalidad me pide la casa... por deudas anteriores... Me tengo que mudar a la capital. De todos modos nuestra relación no va a ninguna parte" ¿Cómo había recibido esa decisión de Ramiro? Con alivio. Debía reconocerlo. Él nunca pudo conquistar su corazón o ella ya no dejaba su corazón disponible al amor. Dejó el tejido recién empezado sobre sus piernas, miró a lo lejos y pensó que se estaba yendo de tema. ¿Cómo intuyó que Ramiro había muerto en un accidente? No se lo podía explicar. Simplemente había abierto el periódico local y sus ojos se clavaron en la noticia: "Un vecino de la ciudad murió tras un accidente en la ruta 158". Antes de seguir leyendo supo que era él. Pobre Ramiro, su vida tenía tan poca vida, que su muerte parecía otro alivio, como el de terminar la relación con ella. Ni la existencia de una nueva pareja sonaba a que hubiera encontrado el modo de vivir. Probablemente se había aferrado a esa nueva relación como a otra tabla, para seguir flotando en los mares de un mundo que lo enojaba, que le hacía emerger su espíritu pesimista. ¿Había sido pesimista siempre? Qué poco sabía de él. Su biografía se le presentaba en una síntesis de tres o cuatro líneas: era viudo, de una mujer que murió diciéndole que no lo quería; tenía dos hijas vivas y un hijo muerto; recordaba la muerte de su hijo con mucho enojo hacia Dios y la vida; asociaba la muerte de su mujer al sufrimiento por las disputas familiares en torno a una herencia que se reducía a una casa de cien años; decía vivir feliz en su casita del interior, pero las costumbres pueblerinas del lugar lo irritaban. Lo único que le hacía brillar los ojos eran sus recuerdos de viajante y sus nietos. Casi no tenía amigos, sin embargo los que compartían unos momentos con él aseveraban sin dudar: "es una buena persona". ¿Cómo enojarse con una buena persona? Además ¿qué motivos tenía para enojarse? Clara había sentido mucho cariño por él, pero eso sin dudas no alcanzaba para una relación de pareja. Tal vez ni él buscara amor, sino alguien que le diera la felicidad que no podía lograr por sí mismo. A lo mejor su único amor había sido la vida errante, una cerveza compartida con personas que apenas conocía, una mujer pasajera en cualquier sitio. De todo eso, siempre hablaba con lujos de detalles y anécdotas... con nostalgia. Nuevamente se iba de tema. "Debo ir más lejos en mis recuerdos. Seguramente la muerte de Ramiro no fue lo único que intuí antes de que ocurriera, o que supiera sin que me lo contaran", reflexionó. Se puso de pie, con un poco de esfuerzo; sus piernas ya no le respondían de la misma manera que a los cuarenta años, incluso ni siquiera como a los sesenta. Un sendero de hormigas llamó su atención. "Me van a terminar las rosas", protestó. Buscó el veneno y lo arrojó sin compasión sobre las depredadoras. "Lo siento, me gustan más las rosas que ustedes", dijo en voz baja. "Debo ir más lejos. Ése no fue el único presentimiento en mi vida", pensó mientras regresaba a la reposera. Retomó el tejido. Parecía que cada vuelta de lana sobre las agujas le ayudaba a acomodar los recuerdos en su cabeza. "El primero fue el de la hamaca, sí", afirmó con repetidos movimientos de cabeza. www.clidegremiger.com

Clara en el recuerdo ' Presentación

Clide Gremiger Rio Cuarto, Argentina Este espacio empieza con Clara en el recuerdo, mi primera novela on-line ... y espero no la última. Cada semana subiré un capítulo, de modo que pueden comentar mientras esperan el siguiente. Allí, en el alma, en ese imaginario lugar que no es lugar, habitan, "lo" pasado y "lo" futuro, pero lo pasado ya no existe, y lo futuro no existe todavía. De aquello que ha pasado existe una representación, una reminiscencia, en la mente, y también existe una reactualización que configura un recuerdo. Luis Chiozza (Las cosas de la vida) De este modo comienza Clara en el recuerdo que, como en una sucesión de relatos encadenados, se fue componiendo con el aporte de recuerdos de muchas personas y la lectura de muchas otras, por lo que agradezco: A todos los que me confiaron su historia y me dejaron jugar con ella. A mi hija por interpretar con sus diseños la esencia de mis textos. A toda mi familia y amigos por su cariñoso apoyo. A Marisa Asís, Elvira Hoyos y Doris Irizarry por sus atinados comentarios. Y así también doy comienzo a este blog, donde aparecerán semanalmente los diferentes capítulos en los que Clara, mientras teje, desanuda la madeja de sus recuerdos. Mucho agradeceré sus comentarios porque es el alimento para mis ocurrencias. Clide Gremiger

viernes, 9 de julio de 2021

Llegaste tarde

Gil Sanchez Mexico He vivido tantos años que me cuesta reconocer en cuál vivo, sé que los visito a todos ellos. A unos más que a otros, y algunos, pesan tanto que ni siquiera los abro. Vivo en el primer piso, como se debe vivir a mi edad, aún no recuerdo desde cuando dejé de subir las escaleras. Mi sofá ahora es mi cama. Ayer por la noche, escuché ruidos en el piso superior. Si no hay nadie, ¿qué sucederá? Tal vez, los muebles se sacuden el polvo de los años como los perros las pulgas. Pero, ¿por qué en la noche?, durante ella, mis oídos perciben ese tic tac que no cesa. Están fastidiando hasta que me duermo. El sonido de mi radio los ignoraba, pero lo dejé en el piso superior. Allá, donde se oyen los ruidos, molestan, pero no dan miedo. Por eso en el día dormito, hay más silencio. En cambio en la noche todos se ponen de acuerdo para joder. Antes de amanecer se oyeron unas pisadas por las escaleras, que me hicieron levantarme. Por si las dudas comencé a vestirme, no quiero que la huesuda me sorprenda, y yo, todavía en calzones. Quiero esperarla de frente y bien vestido. Macedonio nunca ha tenido miedo. Cierta tarde me rondaron varias sombras, aunque la luz de mis ojos se apaga cada día, sé que otras como fantasmas cubren mis ojos. No sé si llegaré a fin de mes, es cuando mi hijo me trae la despensa y paga los servicios. ¡Ah qué caray!, últimamente recuerdo a Jacinta, todo era bello hasta que murió hace cincuenta años en aquel accidente. Mi vida cambio a un tono gris, nada fue igual. A mi hijo lo dejé con su tía a los dos años. Nunca lo volví a ver, hasta hace un año que me encontró. Nos miramos. Sin decir nada fue por alimentos y me llenó la alacena. Al despedirse solo se retiró con un ¿por qué? Cada mes viene, se me hace que ya no lo voy a volver a ver. No le voy a decir nada, para qué. Aquella noche en el sepelio apareció un hombre que me pedía a Toñito. Insistía que era su padre, todavía con curaciones por sus heridas. Hice mal en descargar el coraje en el pobre muchacho. Desde esta mañana vestiré mi traje negro. La presiento y, de mi tiempo, se acabó hace cincuenta años. La huesuda ya me tocó los pies anoche, hasta baile hizo en el piso de arriba. Pues, aquí te voy a esperar, sentado en mi sillón para preguntarte: ¿por qué tardaste tanto?

miércoles, 21 de abril de 2021

miércoles, 17 de febrero de 2021

De más a solo dos

Gil Sanchez México Me desperté con una ligera opresión en mi pecho, tragaba saliva para bajar un nudo en mi garganta, y mis párpados amanecían húmedos. Me senté al borde de mi cama, e intenté borrar la imagen en mi mente al mirar el jardín. Pero mi ventana opacaba la visión al exterior al reflejar su humedad fría. La mente me transportó al ayer donde buscaba a personas queridas que partieron a una fiesta hasta las alturas muy suya. Sin embargo, surgieron después gratas imágenes del pasado. Así regresé otra vez a la misma sensación que sentí al despertar. Era la etapa de niño cuando en un día veinticinco de diciembre me dijo mi padre, ya tienes once años, ya estas grande y vas a cumplir doce en enero, por eso no alcanzaste regalo. Ese día rompieron la ilusión de un niño y lloré en el patio de la casa hasta que se detuvieron las lágrimas. Luego, esas que duelen volvieron aparecer en el funeral de mi padre. Directo me levanté a preparar mi café, mientras, observé el calendario colgado a un lado del refrigerador. Desprendí la hoja, aparecía en viernes 23 de diciembre. Incrédulo por la rapidez del tiempo, no me había percatado de fecha tan importante. Me senté en mi viejo sillón que suavemente me acunó. Recargué mi cabeza todavía somnoliento, a esperar el proceso de preparación de mí café y de inmediato me transporté a través del tiempo viejo. La nostalgia en desarraigo, pidió permiso para entrar. No sé por qué, en esta temporada se instala como dictador y evoca glorias pasadas sin importar si son buenas o malas. Estas acamparon y empezaron a sumar de nuestras infancias un gran listado: de tierra añeja, amigos olvidados, calles recorridas, cocinas repletas, canciones anuales, mi familia abrazándose, imágenes que nos arraigan a costumbres, hábitos, odios, gestos cómicos, tradiciones y resentimientos. Seguía atado a esa ensoñación que enraíza en diciembre la nostalgia. Los maravillosos 24 de diciembre cargados de júbilo, risas y gritos una vez al año. También, rememoraba risas que se fueron y vacíos cada vez más grandes, así como abrazos añorados que partieron de prisa, esos aromas atávicos de la cocina de mi madre, juegos, piñatas, junto con la bendita infancia que dejamos salir, aun de viejos. Recordé las palabras de mi abuela materna, al bendecirnos antes de la cena de Nochebuena. Nos decía: “La finalidad es fomentar la unión familiar, mientras ésta sea sólida, todo resistirá. El amor al prójimo, se instale como enfermedad, se difunda y convierta en paz sobre la tierra que pisemos, por último; que nuestros deseos enfrenten a los vientos nuevos que avecinan, con la solidez de nuestra fe, siempre tengamos una sonrisa que ofrecer, para bien o sea lo que Dios quiera”. A continuación, su bendición y los abrazos entre todos. A los pequeños nos sentaban en una esquina y nos servían un atole de masa y dos lonches de ensalada de pollo y un pórtense bien. Ya con una edad de veinticuatro años, mis recuerdos asisten a las reuniones grandes con mi abuela paterna. Citaba a sus hijos el día de su cumpleaños un 19 de diciembre para que no tuvieran pretextos para no ir; con todos los primos hermanos y sus familias, para conocernos. La primada revuelta con cabelleras largas y sobrinos que estorbaban nuestros pasos. Nos sentíamos ya grandes con el derecho a piratear una tina llena de cervezas. Rebasamos en aquella ocasión más de cien personas. Hubo cabritos a la leña, carne asada, tamales y los incomparables frijoles a la charra. Con el tiempo, la gran familia se fue reduciendo, por los fallecimientos de los cabezas grandes, o se apartaron por rencores, problemas, y la confabulación de las nueras o yernos que, jalaron a sus parejas para sus familias. La modernidad también cobró sus bajas. Las reuniones quedaron a nivel de cada familia nuclear, por la reducción paulatina a través de los años Hace dos años, mi esposa y yo, nos acostamos temprano pues nuestros tres hijos sin incomodarse partieron sin avisar hacia la familia de sus esposas. A pesar de seguir informando la tradición y su significado; para ellos, eran palabras anticuadas que no existían en sus costumbres modernas. Eran fechas de reventón con música y licor. Hoy 23 de diciembre sentado en mi sillón mi mente divaga en: ¿Qué cenar y qué hacer en Nochebuena? De pronto, un grito desde la cocina me despertó: –– ¿Mañana qué hacemos de cenar papito? ––atenta como siempre, mi esposa me llevó mi taza de café. ––Yo no quiero una cena grande, me conformo con una avena calientita y unos pedazos de pollo frito con poco puré ¿Y tú, mi rémora? ––Yo también. Pero, qué te parece si… ¿nos “aventamos” unos traguitos de tequila reposado con sangría y limón? ––Estaría muy bien, y… ¿Si se me alborota la hormona? ––Pues la capturo en foto, para tenerla de recuerdo, así cada año, sigo emocionada––la carcajada apareció para asustar a la nostalgia. ––Para la fiesta y el baile sólo se necesitan dos mi cielito ––le contesté, simulando estar alborotado y reímos como idiotas. Al levantarme para ir al baño a las cinco de la mañana. Ya en 25 de diciembre. Me peleé temprano con la próstata que, ingurgitada por algunos buches de tequila, protestaba mi micción. Frente a mi cama, admiré antes de volverme a acostar, a mi bella bailadora que, en paz abrazaba con ternura a su almohada, dispuesta a descansar. Me había contado sus hazañas de juventud como patinadora y algunas anécdotas chuscas. Y yo, orgulloso al declamarle mis poesías escolares y mostrarle mis movimientos de baile. Alegres por los vampiritos nuestras ganas les ganaban a los pasos, y así, bailamos al compás de la música: Dance, cumbia, rock and roll, danzón y un repertorio selecto de románticas. Toda la pista ubicada en la sala, era iluminada por la tenue luz de un pequeño foco de mi estéreo ochentero y las luces del pinito de navidad. Mi esposa me pregunto: ––¡Extrañaste a tus hijos! ––Sí, como tú, pero ¡Ah! Qué maravillosa e incomparable navidad–– me dispuse a cobijarla, me recosté a su lado, la abracé suavemente y me dije. “Solamente necesito tu calorcito y esa maravillosa risa para existir”. ¡Feliz navidad!