domingo, 26 de enero de 2014

Amanecer



Rubén Fernández

Argentina


Había escuchado algunas veces a mi abuela, refiriéndose a mis hermanas y a otras chicas, decir: ¡ya es señorita!, cuando supuestamente habían dejado el escalón infantil. Siempre quise averiguar cómo sabíamos nosotros, los varones, que ese momento había llegado. Cuándo dejábamos de ser niños.
Por entonces, vivíamos en un edificio de diez pisos y el departamento que ocupábamos con  mi familia estaba en el cuarto. Tenía la costumbre de desafiar al ascensor en carreras hasta la planta baja. Si eran en subida, tenía calculado que las chances se igualaban si yo partía con doce escalones de ventaja, caso contario, la mecánica vencía irremediablemente a mis músculos.  Me gustaba más competir bajando, sentía que lo hacía en condiciones de igualdad. Si salía de mi casa y escuchaba que el ascensor venía descendiendo ya me preparaba. Cuando llegaba a una marca que había hecho con tiza en el marco de la puerta tijera, me lanzaba en veloz carrera sorteando los escalones de dos en dos.
Ganaba más veces de las que perdía, pero contaba en mi haber con dos notorios fracasos en sendos resbalones, que rozaron el ridículo. Había en la planta baja una baldosa que hacía de meta. Antes que se abriera la puerta, mi pie debía estar apoyado en ella para considerarme ganador.
Por supuesto, tenía un ambicioso menú de premios y castigos. Eran siempre de resolución mediata, diferida en el tiempo. No consideraba válido apostar por ejemplo: si gano, Boca vence a Lanús el domingo. Inconscientemente, buscaba eventos que no pudieran verificarse fácilmente. Caso contrario, corría el riesgo de perder la magia que sustentaba el juego. Si gano, viviré un año más. Si pierdo, tendré una enfermedad respiratoria en algún momento de mi vida. Si triunfo, voy a comprarme un coche cero kilómetro cuando sea grande. Si me derrota me despedirán de un trabajo. Las apuestas fueron subiendo de tono, la emoción exigía estirar los límites del esfuerzo. Ya me había asegurado un viaje de placer a Europa, ir a ver un mundial de fútbol, conocer África. Pero también sumaba fracasos, de los que no me acordaba con tanto detalle.
Íntimamente, sospechaba que el destino tenía sus propios planes y no le prestaba atención a mis pronósticos. Igual, yo me esforzaba, con la secreta esperanza de torcer la fortuna para que mis augurios se cumplieran. 
Un día, en medio de la magna disputa entre el mundo de las máquinas, representada por el ascensor y la especie humana por mi persona, pugnábamos palmo a palmo, cuando ocurrió un hecho singular. Para colmo de males, ese día bajaba la del octavo “A”, que tenía la maldita costumbre de abrir la puerta un instante antes de que se detenga, lo que reducía mis posibilidades. Justo en el momento que pasaba por el primer piso, salió Camila, mi vecina del “B”, que está pegado a la bajada de la escalera. No me pude frenar, además ella también salía apurada y no imaginó que yo vendría en pleno vuelo. Prácticamente la atropellé. Nos tuvimos que agarrar mutuamente para no caer y terminamos abrazados contra la pared. Mi mano izquierda quedó imprudentemente sobre sus pechos, que ya tenía bastante desarrollados y la derecha envolviendo su cintura. Su cabello perfumado me acarició la cara. Apenas pude, retiré las manos avergonzado, pero con una sensación dulce, que aún hoy sigue grabada en mi tacto. Cuando levanté la vista, no reconocí a la nena que solía jugar conmigo tiempo atrás en el mismo palier. Tenían sus ojos negros una profundidad, que como un abismo me llamaba. Yo había quedado tomándome el hombro después del golpe con la pared, y ella posó su mano sobre la mía. Su mano cálida, de uñas largas y rosadas.
–– ¿Te lastimaste, Ale?
––Es sólo un raspón ––. En realidad me había raspado el alma. Un tembladeral me recorría el cuerpo. Un estremecimiento nuevo me revolucionaba la sangre. Me había puesto colorado también, en parte por la inoportuna localización de mis manos, pero además porque me sentía un chiquilín, compitiendo con el ascensor, ahora que había descubierto el lado femenino del mundo. 
––No te vi ––intenté excusarme.
––Está bien, no pasa nada, pero cuidate. Te podés lastimar así.
––Si, tenés razón ––dije mansamente turbado, colmado de vergüenza. Esas sensaciones se me mezclaban con otras más intensas que no sabía explicar. No obstante, en un impulso irrefrenable, tomé su rostro entre mis manos y la besé tímidamente en los labios.
––Perdón por el susto ––dije y me fui, portando una experiencia nueva que me hizo sentir otro. Ese día supe que había dejado de ser un niño.

El convivio



Por Alejandro Franco
México

―Arrímate aquí a mi lado, Carlingas…, acércate a la hoguera… ¿qué haces ahí echadote en la tierra, tiemble y tiemble de frío?
― ¡Oh!, no moleste don Pepe. Déjeme aquí, pegadito al Pulgas que me da un calorcito requete suave.
―Ándale, anímate y métete un fuertecito en el cogote pa’que te enciendas. Esta botellita la tenía yo bien escondida… nomás que para esta noche.
Don Pepe atiza la hoguera con cartones y palos inservibles del edificio en construcción donde el par de vagabundos se guarece por las noches. El fuego se aviva y alumbra su flaca figura. Por entre el sombrero viejísimo de fieltro, se le escapan ralos mechones de pelo blanco. La luz rojiza  amarillenta da contrastes cadavéricos en las cuencas de sus ojos y los acusados pómulos.
― ¡Vaya, ya veo que sí te animas a echarte una conmigo! Apenitas y puedes caminar de lo tieso que estás de frío.
Frotándose las manos, el invitado se aproxima a la hoguera y las pasea sobre el fuego. Es un hombrón que raya los cincuenta. Fornido y extrañamente acicalado, porta ropa que al parecer  fue robada o, mejor pensado, quizás fue un obsequio de un samaritano.
―Este cafecito, Carlingas, te va a caer de rechupete, ya lo verás.
El buen viejo mete el pocillo en la olla del café que hierve, para luego, agregarle un poco de aguardiente. Con amplia y compasiva sonrisa desdentada, hace el ofrecimiento estirándose lo más que puede hasta alcanzarlo.
Carlos, seguido por su perro, un escuálido animalito lanudo, se sienta a un lado del hombre. Le pega un sorbo al café sin azúcar y exclama:
― ¡Uta, don Pepe, se le pasó la mano con el alcohol! Pero resbala… resbala sabroso. ¡Salucita!
― ¡Salud, Carlingas! ¡Feliz Navidad y un feliz Año Nuevo!
― ¿Feliz Navidad? ¿Cual feliz, don Pepe? ¿Cuál Navidad? Estas fechas para mí ya están olvidadas… ya se fueron.
―Mira nomás qué noche, Carlingas… ¡cuánta estrellita hay en el cielo! Por ahí, entre todas, una de ellas seguramente ha de ser mi vieja mirándome… a la espera de que yo me le junte muy pronto.
― ¡Újule, ‘ora hasta melancólico se me va a poner! Pus a mí ni quien me espere… si acaso el Pulgas que más pronto que yo, se me irá de viejo.
Don Pepe hurga en su costal y extrae una bolsa de papel que pone sobre el suelo. Enseguida y a ciegas, vuelve a meter el brazo y saca una caja extendida.
―A ver Carlingas, ¿qué va usté a querer para la cena, que yo invito? Tenemos unas sobras de pollo a la “quentuchi”, y… vamos a ver… tres rebanadas de pizza “dominós”.
―Seguro que esta cena no se parece en nada a la que se van a despachar los riquillos en sus casas esta noche; dista mucho ―digo―. Si yo fuera mago o Diosito, palabrita que les cambiaba sus cenas por las nuestras; pa’ repartirlas entre todos nosotros los jodidos. Y esta triste hoguera…, por un radiador. O una chimenea por la que se descuelgue El Santa Clos ese, con hartos regalos. Y esta pobre mesa de tierra, por una de caoba o encino con sillas acojinadas.
―”Ay, don Pepillo, si yo fuera Dios qué no haría…”
―Y si mi tía tuviera ruedas, sería bicicleta…          
“Mejor súmase usté su cafecito que se le va a enfriar…; pa’ servirle otro; que el frío arrecia y la noche es larga…”.

Elegir la reina


 

Clide Gremiger

Argentina

 

La Comisión directiva del club se había reunido para establecer los requisitos que debían reunir las candidatas a reina del festival anual. “Que sea elegante”, dijo uno como para abrir el debate. “Sí, claro, pero eso no es suficiente. Toda ella tiene que ser hermosa”, agregó otro. “A la belleza hay que definirla… decir que se va a evaluar la belleza no alcanza”, reflexionó otro. “Muy cierto, hay que pensar en las características de la más bella”, exclamó uno que reclamaba especificidad. “Pero no nos centremos sólo en lo estético, también hay que pensar en el origen”, señaló otro. “Si vamos a tener en cuenta el origen, creo que nos cargaremos con un problema serio. Ya saben que en este pueblo eso es difícil de establecer”, dijo el Presidente de la comisión. “Quedémonos en las características externas nomás, dijo el mismo que había propuesto lo del origen. “¡Seguro!, pensemos en el porte, las orejas, el tamaño de la cabeza, la fortaleza muscular, el pelaje, la cantidad de leche que da. ¡Caramba! Estamos por proclamar la reina de las ovejas, no la de las mujeres del pueblo”, rió el más joven del grupo.

El Limbo



Elvirita Hoyos Campillo

Colombia


Tengo tres días y cuatro noches caminando a nueve horas, que se le suman, frente a una hoja en blanco, tratando de escribir un cuento que está reacio a ver la luz y tomar forma en ella, para levantarse y salir a un mundo confuso que se le antoja difuso. Se acabó el café y con él los cigarrillos; los dedos nerviosos tamborilean el alma, las ojeras cuelgan en el marco de unos ojos cansados que no quieren cerrarse por el azuce de una mente alerta hasta parir una historia.
Me hallaba cavilando sobre las doce pautas para escribir un cuento, tratando de descifrar los sonidos que encierran las palabras mudas, cuando escuché un siseo por mí oreja izquierda, que me fue penetrando como una onda de radio y ajustando hasta volverse nítida como la voz de un hombre. Esa voz dijo llamarse Miguel.
Vino a contarme el secreto de cómo hizo para tirarse del duodécimo piso de un edificio de nombre olvidado, ubicado en una ciudad de la que no tenía memoria, sin que nadie sospechara su propósito. Luego, me mostró a Rocío. Él la encontró un día que ambos deambulaban por trayectorias distintas, por entre cúmulos de condensadas nubes como nieblas oscuras, que no les dejaban ver el sol. Entonces quiso ayudarla, para liberarse de su carga irredimible, musitando al oído de Rocío, el placer que se siente al caer en el vacío rompiendo la suavidad de los vientos. 
Rocío, perdida en la maraña de su propio desvarío anda, y junto a ella un niño que le es extraño, se aferra. El niño pálido y traslúcido, anhela abrir la puerta de un recinto oscuro, y Rocío trata de asir el picaporte cuya luminosidad refulge en lo negro del espacio, pero la manija se aleja de sus manos cada vez que ella trata de alcanzarla.
Y por esto es que Miguel los ha traído a mí, y están aquí para que los ayude a abrir aquella puerta y salga el niño. Pero yo no puedo, porque ellos moran en ese mundo existente entre los vivos y los muertos.

Heridas invisibles



Doris Irizarry

Puerto Rico


Presa de sus migajas, de la eterna espera, de sus besos ausentes y de las noches frías, escogió el más filoso de los puñales para que la herida fuera profunda, de por vida. Él jamás lo habría sospechado, si no lo hubiera escuchado de sus propios labios.

Espíritu navideño -


 Clide Gremiger

Argentina


La ciudad, como todos los años, en diciembre se vestía de Navidad invernal aunque hiciera treinta y cuatro grados. Un Papá Noel en cada supermercado, transpirando debajo de una barba sintética y un traje rojo de falsa seda, hacía sonar su campana frente a un desfile de sandalias y ojotas, en concierto de dedos liberados. Cintas plateadas que simulaban una nevada sobre las ramas de pinos plástico y vidrieras invadidas por luces rojas, blancas, doradas, azules, transformaban la urbe en una colorida maqueta.
Por las veredas, en un incesante ajetreo, mujeres, hombres y niños acarreaban regalos y comida en nerviosos recorridos. Los niños, cansados y acalorados, protestaban, lloraban y hasta pataleaban tirados en el piso. Los adultos, igualmente agobiados por el caldero de cemento y las corridas, se mostraban indiferentes a los chillidos infantiles y continuaban con su misión navideña.
Por las calles un sinfín de autos, como un gran ciempiés en un avance lento, pesado, completaba el tradicional “espíritu navideño”.
En un rincón de la plaza principal, muy cerca de la fuente, debajo de una pequeña glorieta de la que colgaban olorosas glicinas blancas, una joven vestida de azul frotaba las cuerdas de su violonchelo con movimientos precisos, elegidos con el alma para ejecutar melodías que nada tenían que ver con la Navidad. La chelista, con sus ojos cerrados, movía su cabeza al ritmo de una música barroca, triste, grave. Su larga cabellera rojiza, en cada movimiento, le cubría y descubría los hombros desnudos y huesudos. Su rostro concentrado contrastaba con el nervio ambiente. La resonancia de su música invadía la plaza y acariciaba los muros de las tiendas circundantes, pero el público de la chelista se reducía a una pordiosera, quien sentada en la escalinata de la Catedral, como no lograba una sola moneda de los transeúntes, cerraba los ojos como la chelista, dejándose transportar por la melancolía que surgía en cada deslizamiento del arco sobre las cuerdas. Desde allí aplaudía sonoramente cada movimiento de su privado concierto.
Nadie sabía que la solitaria chelista había llegado a la ciudad con su esposo: él por una conferencia sobre la obra de Haydn; ella para interpretar junto a la orquesta local el Concierto en Do Mayor para violonchelo del mismo autor. Habían hecho reservas en el hotel tres días antes del evento, con la ilusión de una Navidad a solas, pero apenas habían alcanzado a abrir las valijas cuando él sufrió una descompostura. “Un accidente cerebro vascular”, le dijeron a su esposa, en la clínica a la que lo trasladaron. “Está en terapia, pero estable”, le agregaron en ese frío parte médico de pocos segundos. En su aturdimiento, la joven sólo atinó a hacer lo que sabía hacer: tocar el chelo. En el camino de regreso al hotel había cruzado una plaza, a sólo cincuenta metros de la clínica. Hacia allí se dirigió con su violonchelo. Sabía que los edificios que rodeaban la plaza le brindarían una acústica suficiente para colarse por las ventanas de la clínica con sus acordes.
En su imaginación transformó la sala de terapia en un palco desde el cual Daniel, su esposo, le decía con su mirada “¡Vamos, tienes que lograr la transfusión de los movimientos de Haydn en tu interpretación! El arco tiene que moverse con precisión pero con sentimiento sobre las cuerdas. La obra está hecha para que el chelo sea el protagonista… que no parezca un simple ejercicio”. Y ella estaba allí, haciendo sollozar su violonchelo en vez de soltar sus propias lágrimas. “¡Míra Daniel, mira cómo fluye el adagio de Haydn!... Lo siento Daniel, mi moderato estuvo un tanto exaltado y con el allegro no puedo”, parecía decir con su música y desde su propia tristeza, en aquella calurosa y ajetreada plaza. Como en largas horas de ensayo trasladó su angustia al chelo. Se le acalambraban los dedos pero ella seguía tocando en ese concierto para Daniel. Secaba el sudor de las palmas enrojecida sobre el intenso azul de su vestido y continuaba. Las glicinas, hamacadas por una leve brisa, de tanto en tanto le acariciaban el pelo, complacidas. Cada acorde invocaba clemencia. “Señor, no te lo lleves”, parecía decir el chelo en los movimientos más agudos. “Señor, ¿acaso lo quieres contigo?”, gemía dolorosamente en los más graves.
La noche llegó y la ciudad se fue aquietando. Las persianas de las tiendas bajaron y quedaron sólo las luces de la calle. Los empleados de los comercios cambiaron la prisa de vender por la urgencia de llegar a casa. De tanto en tanto alguien cruzaba una esquina para entrar en alguno de los edificios de departamentos, o un taxi atravesaba vertiginosamente alguna de las calles del silencioso casco céntrico. La chelista, aunque no había prestado demasiada atención a su entorno, alejó lentamente el chelo de entre sus piernas y saludó a su público unipersonal con una reverencia respetuosa. La pordiosera exclamó “¡otra, otra!” y la joven, como si le hubieran pedido un bis del primer movimiento de una sinfonía de Bach, se inclinó levemente, agradecida, y siguió tocando hasta casi la medianoche. La Nochebuena las encontró abrazadas y sonrientes. Después de todo Jesús había hecho el milagro de volver a nacer para reforzar la esperanza de vida.

 Clide Gremiger

Argentina


Debate -


Rubén Fernandez
Argentina

Cuando el tren paró en Quilmes, mi recuerdo quiso bajarse, pero la cordura se lo impidió.
También propuso permanecer allí la nostalgia, que quería reencontrar los aromas de la niñez. Entonces la lógica opinó que era un disparate, mientras la locura denunciaba discriminación.
En ese momento, aprovechando la disputa y cuando el tren ya partía, el amor se me escapó; desprendiéndose, se arrojó por la ventanilla entreabierta.
A partir de ese día, vivo en la indiferencia.

El retiro del Bucles




Gil Sánchez 

   México 

Al entrar, la mirada del “Bucles” era extraviada, liosa, distraída, no era la de él. Hace un mes, pasaba como un príncipe a su cuarto, pidiendo pleitesía. Pero no, hoy era diferente, sus nervios se le trepaban a la cabeza como piojos sobre sus cabellos ensortijados. Un qué hacer le provocaba un sudor que mojaba su cabello y como cairel se adhería a su frente. Sus piernas blandas, como rellenas de algodón lo hacían tropezar con un taburete. Se sentó, batallaba para recuperarse de la afrenta al no acompañar a sus amigos entrañables “el Gato” y “el Salmuera”. No podía superar su cobardía, para enfrentar tal reto. Encendió su estéreo y se recostó, repasaba lo miserable que se sintió al abandonarlos en la idea del plan del grupo: Violarla. Su mente incesante, divagaba: ¿qué pasaría?, ¿cómo lo harían?, ¿serían descubiertos?, ¿abortarían una misión tan vil? Quizás, abandonaron la idea al ser sólo dos. Los ojos cerraron apesadumbrados, bajo la melodía de los Beatles “Let it be”.
Dos meses antes
Sombras grandes alargadas por la luna, los cobijaban, proporcionándoles la seguridad de llegar a sus casas como hombres pirados, imaginados tiernamente a sus 15 años, donde la adolescencia entrega siempre, la creencia en la eternidad de sus vivencias. Ufanos con sus caras estiradas e irritadas por espinillas, caminaban presuntuosos, ensanchando sus hombros y reían como idiotas de sus proezas aniñadas.  Caminaron hasta la esquina y encendieron un cigarrillo, se sintieron más grandes y poderosos con el golpe de humo, para luego exhalarlo con acceso de tos e intentos de retenerlo. Comenzaron a hablar de sus conquistas, pero todos coincidían que Laurita, hermana de Roberto, estaba muy buena a sus 16 años. Siguieron contando anécdotas de ella, empezaron a idealizar sus visiones, situaciones eróticas, acciones comprometedoras e intencionadas, para cada cual, según su conveniencia. Contrariados por su testosterona a tope, se retiraron cada quien para su casa.
Un mes antes
Planearon visitar a Roberto y tener la oportunidad de admirar de cerca a su hermana, siempre se sentaba descuidada y así le verían a cada rato sus calzones. “El Bucles” más grande en complexión, pero inseguro en sus actos entorpecidos, por sus principios de disciplina y respeto, todo lo razonaba. Sus valores resaltaban dentro de un silencio simulado por la amistad. En su casa, desafiaba a la autoridad, pero respetaba sus límites. Con cara de niño y apariencia de rudo forzado les dijo:
––Ya la vimos estudiando, está bien, pero no para postularla como la más buena.
––Pues a mí me saca ganas a cada rato y ésta, la recuerda todos los días en el baño ––se señaló la entrepierna “el Gato”, inmediatamente secundado por su compinche “el Salmuera”, ambos rieron.
Ese día, estuvieron viendo televisión en la sala, junto a Roberto y miraron las piernas de Laurita con disimulo descarado, haciendo la tarea en la mesa del comedor distraídamente acomodó el talón para apoyarlo en el borde de la silla, todos vimos sus tiernos y blancos muslos junto a su ropa interior blanca. Cuando terminó y se fue a su cuarto, los tres, todavía babeando nos despedimos y al salir, exclamamos al unísono: ¡Qué fruta, está hecha un mangazo!
Un día antes
“El Bucles” entró rápidamente a su casa. “el Gato” y “el Salmuera” lo esperaban después de cenar, para fumar entre todos un cigarrillo robado a su abuela:
–– ¡Bucles! Apúrate, que nos vamos––dijo el Gato.
–– ¡Ya voy! No tardo.
––Escuché a Roberto que en su casa van a ir a la fiesta de graduación de un familiar y regresarán muy noche. Lo sorprendente es que Laurita se quedará sola en la casa. ¿La visitamos?  ––dijo el Salmuera.
–– ¡Sobres! Nos metemos por la ventana, la que está descompuesta, no cierra. Después nos escondemos en el closet, así la vemos desvestirse y al acostarse nos vamos––dijo “el Gato”––, vamos a comentarle “al Bucles” cuando salga.
Sin poder gesticular nada, confundido, “el Bucles”, callado intuye que se están traspasando los límites de un juego de adolescentes a terrenos más serios y comprometidos. Decide quedarse afuera vigilando y les ofrece la oportunidad a “el Gato” y “al Salmuera” para que ingresen a la casa. El plan sonaba desafinado, apresurado, improvisado, con muchos trompicones. “El Bucles” estaba a seis meses de ingresar a la Universidad, sus bases de valores firmes desde la infancia lo sostenían con buenos augurios, era estudioso. Comprometió su amistad desde los 5 años de edad, con “el Gato”, quien provenía de una familia disfuncional con padre alcohólico y madre conflictiva y analfabeta. “El Salmuera” cargaba un estigma de mala suerte, por salado ganó su apodo.  El Bucles, no arriesgaría sus proyectos, por la torpeza enorme de formular un plan tan estúpido.
Día de la graduación
Al ver salir a los padres de Laurita junto a Roberto y su hermano menor, los tres decididos, se fumaron un último cigarro. “El Gato” había llegado ya alterado, por unos tragos de tequila que le robó a su papá, envalentonado, aumentó el riesgo. Él, violaría a Laurita, el Salmuera con un grito de sumisión, lo secundó y se agarró la entrepierna de emoción. Después de un breve silencio, los tres enfrentaban la idea: uno con ojos de interrogación, el otro reflejaba una agresividad exagerada, “el Gato” presentaba ante los otros ojos de indiferencia y seguridad, tal vez vacíos. “El Bucles” se espantó y les mencionó que abandonaba el plan. Lo maldijeron y llamaron: poco hombre, cobarde, zacatón, perdedor. Pero no le importó, se retiró a su casa. “Ondean disparates como ropa en tendedero, por todos lados”, pensó.
Al día siguiente
“El Bucles” se levantó y jugó en el jardín con su perro. Al ver llegar al chico repartidor del periódico lo saludó y recibió el ejemplar. Al hojearlo en la sección policial, en letras negras en la parte inferior, una pequeña nota: Capturan a dos mozalbetes por violar a una menor en su casa. “El aviso de una señora de edad, que los vio entrar por la ventana, fue crucial para atraparlos”.
Tiempo después
Ramiro Valtierra, “El Bucles”, atrapado por noches inciertas, se acostaba con la imagen terebrante de la violación de Laurita, en una cocción lenta. Se sentía culpable ante la señora conciencia, ésta, como castigo, lo hacía prisionero en la celda del remordimiento. El porqué no avisó a la autoridad, no lo comprendía. El por qué dio prioridad a la amistad de truhanes como “el Gato” y “el Salmuera”; no le encajaba. Se decía que él merecía  un castigo mayor. Con el paso de los días, la obsesión de culpa fue creciendo y yacía perdurable en su alfombra, se acostaba y se levantaba en ella. Afectó a sus estudios, la depresión por meses lo consumió. Tuvo un intento suicida que superó. Siempre se resistió a contar su experiencia a los psicólogos que lo atendieron. Después de tres años, recuperó su vida, nunca fue igual a la proyectada en sus sueños.
Gil Sanchez
México

El llanto



Viviana Ibrahim 

Argentina




Secó su lágrima falaz sobre el cuerpo aún tibio.
Descendió por las escaleras en busca de algún signo que le dijera, por fin, cuál era el    secreto. Siempre había sido bella y ella, una copia mal hecha.
Perdida su última esperanza brotó, genuino, su negro llanto. 
 

sábado, 25 de enero de 2014

Los cuentos del Taller -

 

 Compilados por Paul Fabiano

Ciudad Seva promovió un taller de cuentos básicos, el cual es moderado por Yolanda Lopez, escritora.  De este taller surgió la iniciativa de hacer una antología y gracias al esfuerzo y dedicación de  Paul Antoine Fabiano uno de los miembros del Taller de Cuentos básicos,  se logró esta antología.

Se trata de  cuentos compilados por uno de los autores de seis paises americanos, donde aparecen sus costumbres y formas de ver la realidad, actual y algunas históricas. Es un esfuerzo de habla latinoamericana bien representada por un grupo de talleristas de literatura con sus diferentes niveles pero con una voluntad férrea, traducidos en los temas que atacan con total sinceridad y despojados de todo partidismo. Parecía casi una obra imposible de realizar por los diferentes niveles de sus componentes y por estar ubicados en países diferentes, sin embargo la obra salió a la luz y parece que promete llegar muy lejos en la apreciación de los lectores. 

Los autores:Elvirita Hoyos de Colombia, Clide Gremiger de Argentina, Paul Antoine Fabiano de Argentina, Paul Fernando Morillo deEstados Unidos, Deanna Albano de Venezuela, Doris Irizarry de Puerto Rico y Rosa Luz Arroyo de Perú.


El libro Los cuentos del taller   disponible en Bajalibros (www.bajalibros.com)