martes, 17 de julio de 2018

La sombra en la casa

Jorge N. Marquez

San Martin de Los Andes, Argentina


La casona del barrio de Floresta estaba desocupada desde ese fatal accidente que diezmó a la familia Wals. Solo quedó el hijo menor con vida.
La casona, como la llamaban los vecinos, encerraba sus misterios. Durante el día era una hermosa casa de estilo victoriano que llamaba la atención a quién pasara por frente a su jardín. Por la noche, en cambio los vecinos evitaban pasar por su vereda. Decían que se escuchaban ruidos y se veían movimientos a través de sus ventanas.
La casa se había vendido después del accidente, pero por poco tiempo. Hasta que al final quedó en el abandono.
Después de mucho tiempo la casona volvió a la familia Wals cuando, el único sobreviviente la compró en una subasta sin pensarlo demasiado.
El misma tarde que firmó la escritura, fue a visitarla. Trató de encender la luz, pero la humedad había afectado los cables. Fue a su automóvil a buscar una linterna. Con ella iluminó el living, la chimenea. Cuantas noches de cuentos y juegos en familia le recordaba esa vieja chimenea.
«Uno de estos días te enciendo y contamos historias como cuando era niño —pensó como si fueran íntimos amigos»
—¡Holaaa…! —gritó, y su eco le contestó en diversos tonos.
«Esto va a ser más divertido de lo que me imaginé»
«Mañana vendré preparado para quedarme más tiempo» pensó mientras cerraba la puerta.
Al día siguiente volvió más temprano con un manojo de velas y una caja de fósforos.
Al entrar lo volvió a invadir el silencio. Por más cuidado que puso al caminar sobre el piso de madera, un sonoro crepitar lo acompañó a cada paso.
«Por suerte mañana viene la mucama a limpiar esta mugre»
Recorrió el living y la cocina en silencio. Recuerdos de niño llegaron rápidamente. Se sentó en el piso del living mirando la chimenea  ensimismado.
La vela se consumía con el paso de las horas.
Un ruido fugaz e imperceptible lo puso alerta. Escuchó el rechinar de una puerta en la planta alta. Tomó la vela y caminó hacia a la escalera de madera. Prestó atención; a los minutos de no oír nada continuó su exploración por  la cocina. Puso otra vela sobre la mesada de mármol.
Miró los cajones, los bajo mesadas, los rincones donde solo habitaba la tierra y alguna suciedad de rata.
«¿Qué raro?» —pensó—, cuando era chico no se podía caminar descalzo por miedo a pisar una cucaracha. ¿Dónde están ahora?»
Volvió a escuchar un chirrido en la planta alta. Se le erizaron los vellos. Se quedó inmóvil en la cocina esperando un nuevo sonido. Nada ocurrió. Volvió al living tratando de no hacer ruido, la vela estaba consumida.
«¿Cómo se puede pasar tan rápido el tiempo?»
Subió la escalera como un cazador y el recuerdo de los juegos de chico,  volvió a instalarse en su memoria.
Pisaba los escalones en los costados, donde eran más firmes para que no hicieran ruido. El tercer escalón crujió.
«Éste siempre hizo ruido».
Al llegar a la primer planta, el pasillo lo sorprendió, no lo recordaba tan amplio. Dejó un plato con la vela en el centro y se quedó mirando las cinco puertas cerradas. Abrió  la de Dorotea, la mayor de sus hermanas. La luz de la calle entraba tenue, como bailando a través de los árboles del jardín. Abrió cada una de las puertas del placard. Desde la ventana miró al viejo roble que jugaba con la luz de la farola. Se quedó pensando en su hermana mayor.
Un nuevo rechinar lo sacó de sus pensamientos. Salió de la habitación, miró el pasillo, la puerta de sus padres, la del final, estaba apenas abierta. Dio unos pasos hasta el segundo cuarto. Ese era el que compartía con su hermano Teodoro dos años mayor que él.
«Si éste cuarto hablara». Una sonrisa pícara se dibujó en su cara. Dentro de la habitación se sentó en un rincón y todas las travesuras de chico junto a su hermano cayeron como lluvia. Las lágrimas afloraron en sus ojos. «¡Que años felices!¿Porqué tuvieron que morir?» 
El sonido de otra puerta al abrirse cortó el silencio de la noche. Lo tomó de sorpresa mientras jugaba con sus recuerdos. Se levantó de un salto y alcanzó el pasillo, se escuchó un estrepitoso golpe. Una puerta se cerró. No pudo identificar bien cual.
Fue a la habitación de Jazmín y Carol. Al mirar por la ventana vio el jardín posterior y la pileta; vacía, gris. Percibió un sutil movimiento en la ventana de sus padres. Se asomó para mirar mejor. Sintió el rechinar, esta vez no tuvo dudas. Salió al pasillo y vio que la puerta de sus padres seguía cerrada, igual que las otros. El golpe sordo lo hizo estremecer, su corazón galopó con fuerza, un sudor frío le corrió por el cuerpo mientras se tensionaba, bajo corriendo. En la planta baja todo era tranquilidad. La puerta que daba a la calle estaba abierta de par en par. La cerró y volvió a subir.
En el baño todo era extremadamente blanco, relucía a la luz de la luna que entraba por la amplia ventana con vidrios esmerilados. El botiquín le devolvió su mirada ansiosa, expectante.
«¿Que estoy haciendo?» —le preguntó a la imagen reflejada en el espejo—. «¿Que pretendo encontrar?»
Se sentó en la tabla del sanitario y recordó los años de niño. Cuando se bañaba con el agua hasta el cuello, mientras jugaba con los soldaditos de plomo y su lancha con motor fuera de borda.
Un nuevo ruido retumbó en la noche.
«¡El estudio de papá!»
Ese reino infranqueable, al cual no estaba permitido ir. Esperó en silencio. Necesitaba escucharlo claramente, reafirmar de donde venían.
El portazo lo volvió a sorprender. No había dudas, vino del estudio. Ahora estaba seguro.
«¡No entres sin llamar!» Le pareció escuchar la voz de su madre reprimiéndolo.
Subió las escaleras de dos en dos. La puerta crujió y se abrió una pestaña. La tenue luz de la farola del jardín se filtró. El silencio reinante llegaba a ser molesto. La puerta se abrió unos centímetros más sin hacer el menor ruido.
Se quedó tieso. Un dolor en su pecho y la falta de aire empezó a inquietarlo.
Una sombra se movió dentro del estudio.
La puerta se abrió. No hubo ruido. Un frío intenso inundó la segunda planta. Los vidrios se congelaron. Las lágrimas brotaron sin darse cuenta. Una figura se asomó.
Su propia imagen a la que le faltaba un brazo, lo miraba desde el estudio.
                                                                                              J.N.Márquez.
                                                                                       Junio 2018
 
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lunes, 2 de julio de 2018

La Camiseta

Paola Pamapre
Concepción del Uruguay, Argentina 

Se sentía terriblemente culpable, ella más que nadie.  Subía y bajaba jadeando las escaleras de los cuatro pisos del edificio a toda velocidad. Antes ya lo había repetido con el ascensor, interfiriendo el transitar de los vecinos.
Ya había recorrido los pasillos golpeando en cada puerta.  Por su voz alterada, varias puertas se abrieron con curiosidad. Acá no.  Había alterado la vida cotidiana del condominio. Su vida estaba convulsionada  y no le importaba la incomodidad del resto.
Sacudiendo a su marido para que deje de mirar la tele, lo obligó a salir por la puerta principal y recorrer toda la manzana.  Mientras, bajo amenaza de no cenar si no se quedaban tranquilos,  puso llave a la puerta del departamento dejando encerrados a Claudio y Matías, sus hijos adolescentes.
Le dolían las piernas y la respiración se le entrecortaba.  En su cabeza rondaban los más negros pensamientos y trataba de ahuyentarlos pasándose los dedos entre los cabellos, lo que le aportaba una imagen de desquiciada.  Las lágrimas enrojecieron sus ojos y el maquillaje se convirtió en surcos negros.  Le dolía el pecho…se ahogaba. No sabía cuándo ni cómo pudo ocurrir, se culpaba. ¡Idiota!.
Perdió la  noción del tiempo en el instante mismo que se sentó, junto a toda la familia, frente al televisor.  Cantaron el himno de pie, los varones, vociferando. Hoy nadie se quejaría por los ruidos molestos.  En algún momento se dio cuenta que la gata tenía los pelos erizados y pugnaba por entrar desde el balcón. La habían encerrado afuera, para que no moleste, porque se trepaba a las sillas y corría el riesgo de ser aplastada.  Ya de esto habían pasado tres horas. ¿Tres horas?...cómo pudieron, ella y el estúpido de su marido, no darse cuenta de que la tragedia estaba a punto de caerles encima. ¡Por favor, Virgencita, por favor!...
Volvió apurada a su departamento. En el pasillo se encontraron con el marido que regresaba de la calle. ¿Nada?... ¡nadie la vio!...No me acuerdo cómo estaba vestida, mujer, no presto atención a esas cosas.  Se enojó mucho,  con alguien se debía desquitar. Nunca te fijás… ¡nunca! A que su marido ni la mirara ya estaba acostumbrada.  Ni siquiera se interesaba por llevar a los chicos a la peluquería de vez en cuando, ni qué hablar de acompañarla a comprarles ropa.  Era un buen hombre, lo reconocía, pero bastante distraído.
Empezaron a discutir frente a la puerta, intentando ambos, meter la llave por la cerradura.  Los desconcertó el silencio.  Claudio y Matías, con cierto sentimiento de culpa, habían ordenado la mesa y ahora estaban haciendo la tarea. ¡Imposible de creer! Eso le produjo más angustia… ¿qué estaba pasando en la casa?...alguna infame amenaza se estaba apoderando de su familia.  La estremeció ese pensamiento que compartió en la mirada de su compañero.  Ambos se dirigieron silenciosos a la cocina para ocultar la turbación.
–– ¿Te fijaste en el hall de abajo?
–– ¿Le preguntaste al portero?
–– Estuve con Carmen, la del quinto, que siempre está chusmeando por la ventana.
–– ¿Tampoco el quiosquero?
–– La gata sigue en el balcón, la pobre.
–– Cuando terminó el primer tiempo estaba con ese librito… ¡me acuerdo!

Se abrazaron.  Lloraba silenciosamente ella, él trataba de mantener la calma.  Hay que poner a cargar el celular, pensó al escuchar un pitido. Lo buscó en los bolsillos y por encima de la mesada, debajo del repasador, detrás de la cafetera, sin verlo.
–– ¡Chicos!... ¿Vieron el celular de papá?... –– se calló  para no  recriminarle que siempre andaba perdiendo las cosas.
Volvió a hacerse oír la musiquita del teléfono.  No era la batería baja, era el sonido de una de las aplicaciones. Nerviosa, revolvió los libros y cuadernos de los chicos que estaban estudiando.  Nada.  ¡Todo se pierde en esta casa! …Al unísono respondieron: yo no fui, como siempre.
El ringtone se escuchó nuevamente, muy apagado. El pobre hombre, con cara de perro apaleado, se dirigió al balcón para liberar a la gata que estaba rasguñando el cristal.  Al abrir, el rumor de la calle se metió como una bofetada.  Afuera todo eran gritos de alegría, bocinazos y cánticos.
La cronológica sucesión de los acontecimientos fue un relámpago en sus mentes.  ¡Mónica!. Se miraron paralizados.



Esa mañana, su marido le había pedido que les comprara una nueva camiseta de la selección argentina.  La que Claudio y Matías habían usado en el anterior mundial, ya hacía cuatro años, le habían quedado chicas.  Quizás se la podrían poner a Mony…si ella quería…aunque no le daba mucha importancia a eso, más bien la asustaban los gritos desaforados ante cada jugada peligrosa de los varones de la casa. Ver un partido de finales de campeonato merecía un gasto extra.  Para ella había comprado una bufanda celeste y blanca y para Mony un gorro con puntas.  Almorzaron apresurados para sentarse frente a la pantalla a las dos de la tarde, en punto, disfrutando de las primeras imágenes de la cancha que se llenaba de a poco.  El inmenso estadio se atiborraba de colores, de voces y de emoción apenas contenida. 
Las cábalas de la familia se cumplieron a rajatabla: la bandera colgando del balcón,  serpentinas enrolladas a la lámpara, las caras pintadas de blanco y celeste, mate amargo para los grandes y jugo para el resto. Las masitas compradas esa mañana en la misma panadería del barrio donde siempre regalaban banderines…en fin…todo estaba dispuesto.  Se daban ánimo con  esperanza y fe en el equipo, aunque  el  mundial anterior, cuando no se logró la copa, tuvo un gusto  amargo.   
Esa vez fue inolvidable pero por otro motivo. Desde  hacía  ya cuatro años, por primera vez, Mony dormía en brazos de papá que caminaba de un lado a otro,  a pesar del bochinche…con su chupete rosado.  Calladita.
Ahora habían cambiado las cosas.  Mony era una charlatana insuperable. Todos los porqué y cómo y dónde eran lanzados al aire sin parar.
–– ¡Ya te explico, Mony!... ¡Vamos carajo!...Metéle… ¡metéleeeee!...
–– ¿Adónde tiene que patear Messi, papá?... ¿Quién es ese con camiseta negra?
–– Calláte, Mony…me desconcentrás…–– le  recrimina Claudio.
–– ¿Vamos ganando?... ¿Porque decís esas palabras feas, papi?
–– ¡Mamá!...esta chica no se aguanta –– Matías grita desde arriba de una silla.
–– Mirá el librito de cuentos y quédate calladita ­­–– le acaricia la cabeza su mamá mientras le acomoda la camiseta albiceleste que le llega casi hasta los pies.  Esa camiseta que no se puede lavar porque tiene las lágrimas del mundial anterior.
Ya no la escuchan  porque acaban de decretar el penal. ¡Dios!...vida o muerte.
–– Mamiiiiii…. ¿puedo jugar con el celu?



Mamá y papá se lanzan una mirada que es como flechazo.  Ambos corren por el pasillo desde donde llega  el ringtone del jueguito que le gusta a la chiquita. En el dormitorio no hay nadie, pero la musiquita está más cerca…como en el juego…frío…frío…
Dentro del armario, perdida entre peluches y libritos de cuentos, está Mony, callada, envuelta en la camiseta sucia, con el gorro de puntas. Está dormida con el celular en la mano que alumbra con destellos azules el interior del mueble y las caras desencajadas de esos dos desesperados.

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