Concepción del Uruguay, Argentina
Se
sentía terriblemente culpable, ella más que nadie. Subía y bajaba jadeando las escaleras de los
cuatro pisos del edificio a toda velocidad. Antes ya lo había repetido con el
ascensor, interfiriendo el transitar de los vecinos.
Ya
había recorrido los pasillos golpeando en cada puerta. Por su voz alterada, varias puertas se
abrieron con curiosidad. Acá no. Había
alterado la vida cotidiana del condominio. Su vida estaba convulsionada y no le importaba la incomodidad del resto.
Sacudiendo
a su marido para que deje de mirar la tele, lo obligó a salir por la puerta
principal y recorrer toda la manzana.
Mientras, bajo amenaza de no cenar si no se quedaban tranquilos, puso llave a la puerta del departamento
dejando encerrados a Claudio y Matías, sus hijos adolescentes.
Le
dolían las piernas y la respiración se le entrecortaba. En su cabeza rondaban los más negros
pensamientos y trataba de ahuyentarlos pasándose los dedos entre los cabellos,
lo que le aportaba una imagen de desquiciada. Las lágrimas enrojecieron sus ojos y el
maquillaje se convirtió en surcos negros.
Le dolía el pecho…se ahogaba. No sabía cuándo ni cómo pudo ocurrir, se
culpaba. ¡Idiota!.
Perdió
la noción del tiempo en el instante
mismo que se sentó, junto a toda la familia, frente al televisor. Cantaron el himno de pie, los varones,
vociferando. Hoy nadie se quejaría por los ruidos molestos. En algún momento se dio cuenta que la gata
tenía los pelos erizados y pugnaba por entrar desde el balcón. La habían
encerrado afuera, para que no moleste, porque se trepaba a las sillas y corría
el riesgo de ser aplastada. Ya de esto
habían pasado tres horas. ¿Tres horas?...cómo pudieron, ella y el estúpido de
su marido, no darse cuenta de que la tragedia estaba a punto de caerles encima.
¡Por favor, Virgencita, por favor!...
Volvió
apurada a su departamento. En el pasillo se encontraron con el marido que
regresaba de la calle. ¿Nada?... ¡nadie la vio!...No me acuerdo cómo estaba vestida,
mujer, no presto atención a esas cosas.
Se enojó mucho, con alguien se
debía desquitar. Nunca te fijás… ¡nunca! A que su marido ni la mirara ya estaba
acostumbrada. Ni siquiera se interesaba
por llevar a los chicos a la peluquería de vez en cuando, ni qué hablar de
acompañarla a comprarles ropa. Era un
buen hombre, lo reconocía, pero bastante distraído.
Empezaron
a discutir frente a la puerta, intentando ambos, meter la llave por la
cerradura. Los desconcertó el
silencio. Claudio y Matías, con cierto
sentimiento de culpa, habían ordenado la mesa y ahora estaban haciendo la
tarea. ¡Imposible de creer! Eso le produjo más angustia… ¿qué estaba pasando en
la casa?...alguna infame amenaza se estaba apoderando de su familia. La estremeció ese pensamiento que compartió
en la mirada de su compañero. Ambos se
dirigieron silenciosos a la cocina para ocultar la turbación.
––
¿Te fijaste en el hall de abajo?
––
¿Le preguntaste al portero?
––
Estuve con Carmen, la del quinto, que siempre está chusmeando por la ventana.
––
¿Tampoco el quiosquero?
––
La gata sigue en el balcón, la pobre.
––
Cuando terminó el primer tiempo estaba con ese librito… ¡me acuerdo!
Se
abrazaron. Lloraba silenciosamente ella,
él trataba de mantener la calma. Hay que
poner a cargar el celular, pensó al escuchar un pitido. Lo buscó en los
bolsillos y por encima de la mesada, debajo del repasador, detrás de la
cafetera, sin verlo.
––
¡Chicos!... ¿Vieron el celular de papá?... –– se calló para no recriminarle que siempre andaba perdiendo las
cosas.
Volvió
a hacerse oír la musiquita del teléfono.
No era la batería baja, era el sonido de una de las aplicaciones. Nerviosa,
revolvió los libros y cuadernos de los chicos que estaban estudiando. Nada.
¡Todo se pierde en esta casa! …Al unísono respondieron: yo no fui, como
siempre.
El
ringtone se escuchó nuevamente, muy
apagado. El pobre hombre, con cara de perro apaleado, se dirigió al balcón para
liberar a la gata que estaba rasguñando el cristal. Al abrir, el rumor de la calle se metió como
una bofetada. Afuera todo eran gritos de
alegría, bocinazos y cánticos.
La
cronológica sucesión de los acontecimientos fue un relámpago en sus
mentes. ¡Mónica!. Se miraron
paralizados.
Esa
mañana, su marido le había pedido que les comprara una nueva camiseta de la
selección argentina. La que Claudio y
Matías habían usado en el anterior mundial, ya hacía cuatro años, le habían
quedado chicas. Quizás se la podrían
poner a Mony…si ella quería…aunque no le daba mucha importancia a eso, más bien
la asustaban los gritos desaforados ante cada jugada peligrosa de los varones
de la casa. Ver un partido de finales de campeonato merecía un gasto
extra. Para ella había comprado una
bufanda celeste y blanca y para Mony un gorro con puntas. Almorzaron apresurados para sentarse frente a
la pantalla a las dos de la tarde, en punto, disfrutando de las primeras
imágenes de la cancha que se llenaba de a poco.
El inmenso estadio se atiborraba de colores, de voces y de emoción
apenas contenida.
Las
cábalas de la familia se cumplieron a rajatabla: la bandera colgando del
balcón, serpentinas enrolladas a la
lámpara, las caras pintadas de blanco y celeste, mate amargo para los grandes y
jugo para el resto. Las masitas compradas esa mañana en la misma panadería del
barrio donde siempre regalaban banderines…en fin…todo estaba dispuesto. Se daban ánimo con esperanza y fe en el equipo, aunque el mundial anterior, cuando no se logró la copa,
tuvo un gusto amargo.
Esa
vez fue inolvidable pero por otro motivo. Desde hacía ya cuatro años, por primera vez, Mony dormía
en brazos de papá que caminaba de un lado a otro, a pesar del bochinche…con su chupete rosado. Calladita.
Ahora
habían cambiado las cosas. Mony era una
charlatana insuperable. Todos los porqué y cómo y dónde eran lanzados al aire
sin parar.
––
¡Ya te explico, Mony!... ¡Vamos carajo!...Metéle… ¡metéleeeee!...
––
¿Adónde tiene que patear Messi, papá?... ¿Quién es ese con camiseta negra?
––
Calláte, Mony…me desconcentrás…–– le recrimina Claudio.
––
¿Vamos ganando?... ¿Porque decís esas palabras feas, papi?
––
¡Mamá!...esta chica no se aguanta –– Matías grita desde arriba de una silla.
––
Mirá el librito de cuentos y quédate calladita –– le acaricia la cabeza su
mamá mientras le acomoda la camiseta albiceleste que le llega casi hasta los
pies. Esa camiseta que no se puede lavar
porque tiene las lágrimas del mundial anterior.
Ya
no la escuchan porque acaban de decretar
el penal. ¡Dios!...vida o muerte.
––
Mamiiiiii…. ¿puedo jugar con el celu?
Mamá
y papá se lanzan una mirada que es como flechazo. Ambos corren por el pasillo desde donde
llega el ringtone del jueguito que le gusta a la chiquita. En el dormitorio
no hay nadie, pero la musiquita está más cerca…como en el juego…frío…frío…
Dentro
del armario, perdida entre peluches y libritos de cuentos, está Mony, callada, envuelta
en la camiseta sucia, con el gorro de puntas. Está dormida con el celular en la
mano que alumbra con destellos azules el interior del mueble y las caras
desencajadas de esos dos desesperados.
Muy bien!!! Me dejé llevar por esa tensión que genera la previa al partido. Me gustó mucho!
ResponderBorrar¡Excelente Paola! ¡Muy bien contado! Nos pinta de maravilla a los argentinos futboleros.¡Felicitaciones!
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