lunes, 26 de mayo de 2014

En el tren


Deanna Albano
Caracas, Venezuela

Francesco, instalado en el vagón del tren próximo a salir hacia Florencia, desde Sorrento, observaba complacido que era el único pasajero en ese compartimiento. Se había ubicado en el primer vagón adyacente a primera clase llegando temprano, y por la emoción del viaje casi no había dormido la noche anterior. Iba al Conservatorio de Música Luigi Cherubini, por recomendaciones de su profesor. Sus padres agricultores habían hecho muchos esfuerzos para que Francesco pudiese viajar. Era un joven, de unos veinte años, muy delgado y alto, de ojos castaños y de semblante delicado, de abundante pelo, cuyas ondas se arremolinaban sobre la frente, dándole un aspecto díscolo.    
Por el altavoz se escuchó: “próxima salida, destino Florencia. Señores pasajeros aborden por el Riel 18. Última llamada”
En ese momento una señora abordó apresuradamente el vagón, y se fue a sentar cerca de la ventanilla enfrente del joven, quien  la miró con cierto disgusto, pensando: “se acabó la paz y yo no tengo ganas de hablar con nadie”. Sin embargo le llamó la atención que la pasajera era alta y majestuosa, si bien se notaba que era campesina, sus ojos negros, y su pelo corto le daban un aire de distinción.

La mujer, Teresa, de unos veintisiete años, acomodó algunos de sus paquetes debajo del asiento y colocó una cesta bastante grande a su lado, manteniéndola con una mano. Miró a Francesco con cierto desdén, y se dispuso a admirar el paisaje, ya que el tren salió inmediatamente. Le encantaba ese tramo de la costa de Sorrento, refugio de artistas y escritores y considerado uno de los más bellos del mundo,  un popular destino turístico  de una gran belleza natural. El mar azul, costas irregulares, altiplanos verdes y pueblitos tan seductores, desfilaban ante sus ojos.   
Teresa, pensando en los panes que había rellenado con mucho cuidado,  dudaba en qué momento se iba a comer uno. No deseaba compartirlos con el joven flaco que tenía enfrente y que de vez en cuando la miraba, pero más que a ella, su mirada se detenía en la cesta, seguramente imaginaba unos apetitosos bocadillos.
Francesco  había salido de casa, sin desayunar y no tenía ni unas pocas monedas para comprar algo. Faltaban unas horas para llegar a su destino final.
La joven levantó el  mantel de cuadros que cubría la canasta, agarró uno de los panes y  casi a punto de morderlo advirtió los ojos del  otro pasajero, que casi se le salían. Trató de guardarlo, con torpes movimientos, pero se le cayó. El muchacho lo recogió con rapidez y se le quedó viendo con mirada suplicante. Ella sonrió con timidez y movió la cabeza afirmativamente.
Francesco le dio el primer mordisco al pan, abrió y cerró los ojos, se apoyó en el respaldar, olió el bocadillo, lo vio por todas partes. Teresa estaba observando  y de pronto se preocupó  y pensó ¿Hay algo mal en el pan? No se atrevió a decir nada.
El muchacho le dio otro mordisco, mientras lo saboreaba muy lentamente,  rotaba  los ojos, con suspiros de fruición, susurrando:
 — ¡Es que no lo puedo creer! ¡Jamás he probado un pan tan exquisito!
 —Lo hice yo —dijo la joven emocionada, con orgullo
—¿En serio?
Dos niños de aproximadamente nueve años jugando y corriendo por el vagón se asomaron. Francesco impulsivamente tomó dos panes y se los ofreció, ante la mirada desconcertada de Teresa, quien estaba admirando a los niños vestidos con primor de pantalón y chaleco, de terciopelo y  de un azul que destacaba los ojos de los chicos, quienes aceptaron y se sentaron a comer con pequeños y comedidos mordiscos.
En ese momento apareció la figura de una mujer, de aproximadamente treinta años y cuyo abundante pelo rizado con tono dorado presumía el lazo con los niños. Un cuello bonito y fuerte sostenía un rostro de facciones perfectas y con una expresión seria y limpia.
  — ¡Mamá, mamá, este pan está riquísimo!
La señora quiso pagarle a Teresa pidiéndole disculpas por la intromisión, pero la panadera no quiso, ya que estaba encantada que sus productos tuviesen tanto éxito. Además no dejaba de admirar la sencillez y belleza de la joven madre.
Empezaron las preguntas y al explicarles, la joven campesina orgullosamente les contó:
   —Sí, mi abuelo Juan Carlos me enseñó todos los trucos para hacer un buen pan, él hacía como sesenta  tipos de pan diferente. Yo solo sé hacer como quince, todavía me falta mucho. Mi abuelo siempre decía:  ”quien cree que la magia no existe nunca ha hecho pan”. De todos sus nietos yo soy la única que aprendió.
De la canasta salieron crujientes panecillos dulces, pan de canela, bollos de avena, mientras conversaban animadamente. 
Las largas horas se hicieron minutos y cuando llegaron a su destino, Teresa dirigió su mirada a la  cesta vacía, el suelo se estremeció a sus pies, los ojos se le nublaron, la sangre fluyó hacia su cerebro. ¿Cómo le explicaría a su novio que no traía los panes que él esperaba ansiosamente?

miércoles, 14 de mayo de 2014

Michele




Alejandro Franco
México



La fuente que te dio de beber tantas veces

En su espejo de agua en lo alto de la barda reflejaba

Una gata oronda y segura que pasaba y repasaba

Con sus crías rezagadas, sigilosas, cuidando que no las vieses.



Habrás odiado la endiablada bicicleta

Corriendo tras ella sin comprender, ladrido tras gemido

Mordisqueando los pies, mientras el sol burlón

Dibujaba tu sombra regordeta



Cuántas veces vimos el alba y el ocaso

Caminando juntos, como amigos, como hermanos

Sin hablarnos, sin decirnos, sin mirarnos…

Solo un mimo pedías en recompensa o, quizás un abrazo



Un paseo en coche, orejas al aire, boqueando el viento

Siempre altiva, majestad, princesa, reina humilde…

No cabía en tu corazón tanta alegría

Te sentí muy cerca, acaricié tu pelo, apreté tu hocico

Percibí tu aliento.



Tibia niña, alma buena, manantial de amor

En tres cuartillas no es posible describirte…

Arrebata la muñeca, destroza tu osito, corre a la pelota

Juguetes de la sin razón que recibieron inermes y fríos tu calor.



En soledad y larga espera, te perdías a través de los cristales.

¡Júbilo!, al ver voltear el coche rojo por la esquina.

¡Angustia!, volteretas, escaleras abajo, ¡por Dios!, que sea ella…

¿Qué no ven? ¿Qué no saben que enloquecería si no la viera?



Duerma la siesta niña mía. Sueñe que le traerán manjares exquisitos

Sueñe con paisajes arbolados y mil rincones donde oler y husmear…

Corra tras los gatos groseros y taimados

Beba agua de la fuente, sienta caricias y besitos.



Descansa al fin amiga mía y reposa… tu paseo se ha terminado.

Cuánto amor nos regalaste y nada a cambio recibiste

Agradezco en lo infinito, de tu enseñanza las virtudes

De la semilla que sembraste, comenzó su germinado.

Mayo 2014




sábado, 10 de mayo de 2014

LA MAMÁ DE GENARO



Adriana Díaz
Argentina 

El tío Genaro y su madre, mi abuela, eran tan unidos que después de su muerte, todos contábamos los días en que ella también muriera.

Mi padre decía que la muerte de su hermano, la iba a terminar matando. Mi madre que no la quería para nada, decía que mi abuela no entendía y que hacía años que el Alzheimer la había dejado seca, perdida y aislada.

Él se enojaba cuando la escuchaba hablar así pero como no quería tener problemas conyugales, sólo le decía: "basta, mujer" y eso era todo. Se levantaba, salía al patio o a la calle y la dejaba siempre con el rezongo en la boca.

A mi madre, no le importaba. Dispuesta a dar siempre la última palabra, comenzaba un rosario de dudosos elogios hacia mi abuela: "La vieja siempre fue así, artista, manipuladora, extraña". Yo no decía nada pero en el fondo pensaba que si bien mi abuela era rara, la muerte de mi tío Genaro, la había vuelto más triste y callada que de costumbre.

La noche en que vinieron a buscar a mi padre para darle la noticia, yo estaba durmiendo o haciendo que dormía, mientras imaginaba historias que luego me gustaba dibujar como si fueran historietas. Jamás lo había visto llorar. Fue esa vez, que lo vi - no sólo una sino varias veces- con los ojos enrojecidos, incluso, en el velatorio.

Mi madre, en cambio, elegante y vestida de negro, se pasó todas las horas en que acompañamos al difunto, haciendo relaciones públicas y contándoles a todo el que quisiera escucharla que se lo veía venir, que sin dudas, lo esperaba. Algo era claro, mamá odiaba a mi tío tanto como a toda la familia de mi padre. Nunca entendí porqué. Genaro era simpático. Alegre, más joven que mi padre. Era el menor de todos los hijos de mi abuela. Tal vez, por eso, era su consentido.

 Vivía para él y era feliz, cuando él la visitaba cada tarde. En esa hora, hora y media que Genaro permanecía en la casa, se la escuchaba reír, cantar, silbar y hasta a veces, bailar en el pequeño patio de nuestra casa. Antes y después, en el resto del día, mi abuela era casi como un vegetal. Permanecía sentada en un sillón junto a la ventana o acostada en su cama apenas sostenida por unos almohadones bordados de color beige. 

No hablaba con nadie y nadie hablaba con ella. La indiferencia era casi mutua. Solamente yo, a veces, la conversaba. Le hacía compañía y me acercaba para darle charla. Ella me quería, me daba besos. A veces, hasta me acariciaba la cabeza. Para ser sinceros, creo que me confundía pues no me llamaba por mi nombre sino que me decía Genarito. 

Cuando mi madre la escuchaba, armaba escándalo. Yo trataba de interceder diciéndole  que a mí no me molestaba pero una vez que mi madre encendía los motores, no había forma de evitar su griterío. La discusión siempre terminaba igual, yo a bañarme y mi abuela, a dormir.


Después que lo enterramos al tío Genaro, la abuela comenzó a pedirnos con insistencia que la lleváramos a Salta. Mi padre estaba desconcertado y mi madre tenía la misma actitud despreciable de siempre. Todos hacían como que no la escuchaban.

Un día tomé valor y le dije a mi padre: "Papá, ¿Qué cuesta llevarla a Salta?". Creo que mi inocencia convenció a mi padre, porque a los dos días, sacó los pasajes. Corrí como loco y abracé a la abuela llorando de alegría. Creo que no entendía nada pero me abrazó también. Nos vamos a Salta - le dije y la cara de mi abuela, se llenó de felicidad. Parecía una niña.

Y así era. 

En el último día del año, llegamos a Salta. Celebramos y brindamos con tíos y primos que yo no conocía, pero que eran parte de mi familia paterna. Después de las doce, bailé con mi abuela, abrazados, como lo hacía con mi tío en el patio de mi casa. Quiso decirme algo, pero no le salieron las palabras. No me importaba, yo no las necesitaba. Sabía que se sentía feliz.

A la mañana siguiente, un sol radiante me despertó temprano. Corrí hasta dónde dormía la abuela. Quería que aprovecháramos el día. Allí me lo encontré a mi padre que me detuvo con su brazo. Se fue- me dijo- se fue con el tío Genaro... 

miércoles, 7 de mayo de 2014

LA CARTA



Elvirita Hoyos
Colombia
El soldado irrumpió en los aposentos sagrados de Antonia y le entregó una carta. Ella pensó que era de su amado Juan, quien no se sabe por qué razón estaba en batalla, haciéndole frente al enemigo, cuando debía estar allí, con ella, como así le había prometido el día que juró amarla por siempre y nunca, nunca separarse de ella, ni por un instante. No lo comprendía, porque en su territorio no existía guerra alguna y Juan no era militar. Pero la carta la había entregado un soldado y además, ¿cómo había llegado hasta allí? Este pensamiento le impidió leerla Sin embargo una voz extraña, la leyó por ella. Miró sus manos y ya no tenía la misiva y con esta visión despertó en la misma mañana en que Domitila entró apresuradamente a contarle que había muerto la vecina.
Antonia se incorporó ágilmente en su cama. Pensando que ese era el contenido de la carta, había recordado de pronto una palabra: muerte. Además, muchas veces había escuchado cuentos, donde los que se van, se despiden de sus seres más queridos, con mensajes que se infiltraban en los sueños. Sin importar la distancia en el espacio geográfico que los separara. Para los muertos, no hay distancias, se dijo. Con este pensamiento, agradeció a su amiga que se despidiera con una carta y no con un beso. Eso la habría asustado a punto de infarto. Interpeló a la sirvienta, con asombro y curiosidad, pues su vecina no estaba enferma. Domitila no tenía noticias de lo que había pasado.
─lo único que puedo garantizarle, dijo, es que muerta sí está y bien muerta, desde la ventana vi llegar el carro mortuorio a buscarla, la casa, está llena de gente. Hay hasta policías.
─ ¿Por qué policías?, se preguntó Antonia, pensativa, en voz alta, recordando el sueño. Pronto, dijo a Domitila, sírveme el desayuno, mientras me arreglo.
Media hora más tarde, Antonia llegó a la casa de su vecina y la ve, viva, rodeada de su esposo e hijos. Se abrazan y lloran juntas un buen rato, sin hablar. Antonia trata de contener una alegría que quiere aflorar desde el fondo de su alma, al ver que su amiga no ha muerto como le había dicho Domitila. Sin embargo la contiene y expectante, interroga con la mirada, qué ha ocurrido, quién ha sido, porque efectivamente ha habido un muerto: afuera espera el carro mortuorio. Las personas  la rodean, la miran compasivas. En silencio.
─ ¿Qué ha pasado? ¿Por qué está aquí la policía? ¿Quién murió entonces?
En ese momento se acerca el soldado de su sueño y le entrega la carta, diciéndole:
─ La hallamos en su bolsillo, el sobre viene dirigido a usted.
Sin comprender, la toma y se la queda mirando un buen rato, piensa en el sueño, y mira al policía que ella confundió con un soldado y entonces busca con su mirada dónde está el muerto. La cortina humana que lo esconde se abre y entonces ve, ve que se trata de Juan, quien se ha volado los sesos y escucha una voz entre la concurrencia que le dice, mostrándole el cuerpo de la otra:
─primero la mató a ella y luego se disparó él mismo.

lunes, 5 de mayo de 2014

La tableta

Deanna Albano
Caracas, Venezuela



La misma rutina de todos los días: revisar los mensajes, prepararse, desayunar, alistar al bebé, dejarlo en la guardería, ir a la oficina, a la una  recoger al  niño,  preparar el almuerzo, realizar  los trabajos  de traducción por la tarde. Siempre pegada  a la tableta.

Un  13 de  Agosto, excesivamente caluroso y sofocante,  fue primero a la oficina por una urgencia, varias llamadas la entretuvieron, el jefe la llamó. A las doce y treinta, palideció, salió corriendo hacia el carro: solo pudo recoger el último suspiro del chiquillo, quien ese día cumplía escasos trece meses.