Deanna
Albano
Caracas, Venezuela
Francesco, instalado en el vagón del tren
próximo a salir hacia Florencia, desde Sorrento, observaba complacido que era
el único pasajero en ese compartimiento. Se había ubicado en el primer vagón
adyacente a primera clase llegando temprano, y por la emoción del viaje casi no
había dormido la noche anterior. Iba al Conservatorio de Música Luigi
Cherubini, por recomendaciones de su profesor. Sus padres agricultores habían
hecho muchos esfuerzos para que Francesco pudiese viajar. Era un joven, de unos
veinte años, muy delgado y alto, de ojos castaños y de semblante delicado, de
abundante pelo, cuyas ondas se arremolinaban sobre la frente, dándole un
aspecto díscolo.
Por el altavoz se escuchó: “próxima salida, destino Florencia. Señores
pasajeros aborden por el Riel 18. Última llamada”
En ese momento una señora abordó apresuradamente el vagón, y se
fue a sentar cerca de la ventanilla enfrente del joven, quien la miró con cierto disgusto, pensando: “se acabó la paz y yo no tengo ganas de hablar
con nadie”. Sin embargo le llamó la atención que la pasajera era alta y
majestuosa, si bien se notaba que era campesina, sus ojos negros, y su pelo
corto le daban un aire de distinción.
La mujer, Teresa, de unos veintisiete años, acomodó algunos de sus
paquetes debajo del asiento y colocó una cesta bastante grande a su lado,
manteniéndola con una mano. Miró a Francesco con cierto desdén, y se dispuso a
admirar el paisaje, ya que el tren salió inmediatamente. Le encantaba ese tramo
de la costa de Sorrento, refugio de artistas y escritores y considerado uno de
los más bellos del mundo, un popular
destino turístico de una gran belleza
natural. El mar azul, costas
irregulares, altiplanos verdes y pueblitos tan seductores, desfilaban ante sus ojos.
Teresa, pensando en los panes que había
rellenado con mucho cuidado, dudaba en
qué momento se iba a comer uno. No deseaba compartirlos con el joven flaco que
tenía enfrente y que de vez en cuando la miraba, pero más que a ella, su mirada
se detenía en la cesta, seguramente imaginaba unos apetitosos bocadillos.
Francesco había salido de casa, sin desayunar y no tenía
ni unas pocas monedas para comprar algo. Faltaban unas horas para llegar a su
destino final.
La joven levantó el mantel de cuadros que cubría la canasta, agarró uno de los panes y casi a punto de morderlo advirtió los ojos del
otro pasajero, que casi se le salían. Trató
de guardarlo, con torpes movimientos, pero se le cayó. El muchacho lo recogió
con rapidez y se le quedó viendo con mirada suplicante.
Ella sonrió con timidez y movió la cabeza afirmativamente.
Francesco le dio el primer mordisco al pan, abrió
y cerró los ojos, se apoyó en el respaldar, olió el bocadillo, lo vio por todas
partes. Teresa estaba observando y de
pronto se preocupó y pensó ¿Hay algo mal
en el pan? No se atrevió a decir nada.
El muchacho le dio otro mordisco, mientras lo
saboreaba muy lentamente, rotaba los ojos, con suspiros de fruición,
susurrando:
— ¡Es
que no lo puedo creer! ¡Jamás he probado un pan tan exquisito!
—Lo
hice yo —dijo la joven emocionada, con orgullo
—¿En serio?
Dos niños de aproximadamente nueve años jugando
y corriendo por el vagón se asomaron. Francesco impulsivamente tomó dos panes y
se los ofreció, ante la mirada desconcertada de Teresa, quien estaba admirando
a los niños vestidos con primor de pantalón y chaleco, de terciopelo y de un azul que destacaba los ojos de los
chicos, quienes aceptaron y se sentaron a comer con pequeños y comedidos
mordiscos.
En ese momento apareció la figura de una mujer,
de aproximadamente treinta años y cuyo abundante pelo rizado con tono dorado presumía
el lazo con los niños. Un cuello bonito y fuerte sostenía un rostro de
facciones perfectas y con una expresión seria y limpia.
— ¡Mamá,
mamá, este pan está riquísimo!
La señora quiso pagarle a Teresa pidiéndole
disculpas por la intromisión, pero la panadera no quiso, ya que estaba
encantada que sus productos tuviesen tanto éxito. Además no dejaba de admirar
la sencillez y belleza de la joven madre.
Empezaron las preguntas y al explicarles, la joven campesina orgullosamente les contó:
—Sí, mi abuelo Juan Carlos me enseñó todos los trucos
para hacer un buen pan, él hacía como sesenta tipos de pan diferente. Yo solo sé hacer como quince,
todavía me falta mucho. Mi abuelo siempre decía: ”quien
cree que la magia no existe nunca ha hecho pan”. De todos sus nietos yo soy la única que
aprendió.
De la canasta salieron crujientes panecillos
dulces, pan de canela, bollos de avena, mientras conversaban animadamente.
Las largas horas se hicieron minutos y cuando
llegaron a su destino, Teresa dirigió su mirada a la cesta vacía, el suelo se estremeció a sus
pies, los ojos se le nublaron, la sangre fluyó hacia su cerebro. ¿Cómo le explicaría
a su novio que no traía los panes que él esperaba ansiosamente?