lunes, 28 de febrero de 2022

EL EXTRAÑO HOMBRE DEL PIJAMA AZUL

 Jaime Aldana   

Lima, Perú


Un viento frío se coló a través de una ventana y golpeó suavemente el rostro de un hombre que parecía dormir; eso hizo que abriera los ojos con cierto fastidio.

La barba hirsuta que crecía de cualquier forma desde hacía algunas semanas, y el cabello entrecano, ensortijado y revuelto, completaba el cuadro de alguien que de lejos mostraba haber envejecido antes de tiempo; debía tener unos cincuenta años de edad, pero aparentaba sesenta.

El hombre se despabiló por completo, y pasó sus manos por su cara, preguntándose instintivamente dónde se encontraba; su rostro y sus manos daban la impresión de pertenecer a diferentes personas, mientras su rostro mostraba los estragos que le ocasionaron muchos años de exposición al sol, sus manos lucían tersas. 

Gruesas frazadas cubrían su cuerpo dificultándole cualquier movimiento. De súbito comprobó que tenían un espeso olor a moho tan desagradable que las hacía irrespirables; eso hizo que las alejara de sí con violencia.

Apenas se levantó notó que vestía un pijama azul oscuro a rayas que no recordaba haber tenido nunca.

Observó el cuarto, y le pareció del todo extravagante; sobre un ventanal colgaban unos viejos cortinajes oscuros de los que no se podía distinguir su color; el piso era de madera y crujía como si fuera a colapsar en cualquier momento, y sobre las paredes, rasgados en diversas partes, aparecía mal pegado el papel que las recubría.

Se puso aquellas ropas que vio sobre un viejo sofá y se sorprendió al ver que encajaba perfectamente en ellas, a pesar de ser tan ajeno a sus gustos… todo eso le daba la terrible sensación de estar viviendo una existencia que no era la suya.

Examinó sobre una mesa lateral algunas revistas viejas y otras cosas, pero ninguno de esos objetos le transmitió un signo de pertenencia; estaba obnubilado, como perdido; se encontraba en un lugar al que no recordaba haber llegado nunca.

Tomó una de esas revistas para comprobar la fecha, y se alarmó al ver que decía: 12 de enero de 1886, lo que le hizo pensar que alguien le estaba jugando una broma de mal gusto.

Se dirigió a la ventana y observó a través de ella un panorama impresionante; en vez de autos modernos, le pareció ver carretas jaladas por caballo… y la gente vestía ropas extrañas… ¡Como las que llevaba puestas! Un leve temblor en sus piernas lo obligó a sentarse en el borde de la cama; no era posible. Si al menos supiera cómo, o en qué condiciones llegó a ese lugar –pensó-, ya tendría algo a qué asirse, como un punto de referencia que le permitiera ver las cosas con algo de normalidad. Una idea súbita le vino a la cabeza: ‘’¿Habré enloquecido y este es tan solo un momento de lucidez?’’, se preguntó alarmado.

Trató de recordar las últimas cosas que hizo antes de caer en esa especie de abismo en el que se encontraba. Intentaba evocar cada cosa que hubiera tenido significancia en su vida. Tal vez solo era una pesadilla, como cuando se sueña que se cae al vacío y justo en el momento de estrellarse contra el suelo se despierta en sobresalto… solo que él parecía seguir cayendo sin poder despertar.

Estas y otras ideas le venían a borbotones. Ni siquiera se atrevía a imaginarse preguntándole a un transeúnte algo que tuviera sentido; cualquier cosa que le diera una respuesta cabal… pero lo llamarían loco, sin duda, y lo encerrarían en algún lugar donde terminaría por perder la razón y moriría en la más completa desesperación.

Estaba a punto de salir a la calle para saber al menos dónde se encontraba, pero alguien llamó a la puerta. Eso le hizo saltar de la cama; un miedo incomprensible se apoderó de él sin que pudiera evitarlo. 

‘’¿Vendrán a botarme a la calle?’’, pensó. No tenía la menor idea de a dónde ir, en caso se viera obligado a abandonar el recinto que ahora significaba su único refugio.

Volvieron a tocar. Ésta vez con la palma de la mano, de modo que se vio obligado a entreabrir la puerta y asomar tímidamente la cabeza.

Una señora de edad avanzada, pero que conservaba una energía asombrosa, con el cabello alborotado y vestida como al desgaire con una raída bata negra, y a la que se le pegaba perturbadoramente la piel a los huesos, dejó escapar un torrente irritante de palabras inconexas con una voz áspera y chillona, luego de lo cual preguntó:

––¡Responda! ¿Piensa quedarse hoy también, o no? ––el hombre no salía de su asombro.

––¿¡Tengo que repetirle la pregunta!?

––Sí, señora. Me quedo.

––Entonces págueme.

El hombre buscó con desesperación entre los bolsillos de su pantalón el dinero, preocupado de no tener con qué pagar, pero su mano se encontró con un bolso de cuero. Lo abrió, y extrajo de él un billete que le entregó a la señora. 

––Con esto alcanza para pagar una semana de alquiler ––anunció la mujer con la amabilidad que le produjo el billete entre sus manos––, enseguida le traigo el desayuno. 

El hombre solo atinó a mover levemente la cabeza negativamente, y a continuación le informó que él bajaría a desayunar. Cuando se fue la casera cerró la puerta aliviado.

Después de sopesar este episodio que no le daba mayores luces sobre su situación, reparó que la clave de su identidad ––porque aún de esto dudaba–– podría estar en sus bolsillos.

Tiró su contenido sobre la cama y observó que efectivamente en esos documentos se hallaba su rostro y su nombre. Leyó la fecha de su nacimiento, 15 de junio de 1986.

‘’¿Qué maldita máquina del tiempo me ha llevado al pasado?’’. Las preguntas se agolpaban en su cerebro sin hallar respuesta.

Quiso salir de aquella tétrica habitación, pero se contuvo… no tenía a dónde ir.

Un rato después bajó por las escalinatas de aquella vieja casona que a cada paso crujía y retumbaba como expresando una queja de dolor.

Después de desayunar pidió no ser molestado. 

Mientras subía las escalinatas crujientes, se preguntaba instintivamente cómo pudo ir a parar a un lugar como ese. Pensó con preocupación que de no encontrar pronto respuestas, su trastorno podría acrecentarse hasta niveles de locura. 

De repente se detuvo, y finalmente tomó la decisión de salir de la casa. 

Caminó sin cesar por la ciudad nubosa, oscura siempre aún a medio día, sucia y bulliciosa. 

A cada paso observaba una masa informe de personas y edificaciones que parecían moverse al unísono de aquí para allá, como al compás de un vertiginoso huracán. Los transeúntes pasaban presurosos a su lado.

Almorzó con la mano temblorosa. El fuerte choque con esta nueva y apabullante situación no se apaciguó ni siquiera después del abundante almuerzo que le sirvió un muchacho callado pero servicial que lo atendió como a un viejo cliente.

Regresó cual sonámbulo a la ruinosa casa de huéspedes con una botella de licor en la mano. Subió los crujientes escalones y se dedicó a escribir una carta, más que para mandársela a alguien, para tratar de sacar algo en claro rememorando su pasado. La carta literalmente decía así:

Mi vida ha sido un cúmulo intermitente de sucesos irracionales. 

Para ganarme el sustento he tenido que hacer muchas cosas triviales que ocuparon mi tiempo. No sé cómo he desperdiciado tantos años de mi vida haciendo cosas que no valían la pena.

Me he dedicado a sobrevivir así… llevando una existencia precaria y superficial, siempre en busca del sentido de la vida… hasta que me di cuenta que no tenía sentido. Siempre en busca de esa hipotética importante misión que me hizo llegar al mundo, tal vez de una lejana galaxia o de la oscuridad, a donde volveré sin remedio.

Recuerdo haber dejado la casa de mis padres, en busca de algo que nunca supe qué fue y que hoy sigo ignorando.

La familia se transformó en una sombra que me persigue todavía; me sentía como un fantasma en medio de esas personas que me vieron crecer… eso hizo que quisiera escapar en busca de la libertad que no encontré nunca, ya que si antes estaba preso del olvido ahora estoy preso de los recuerdos; no sé qué cosa es peor.

Después comencé a viajar y me gustó la incertidumbre de no saber a qué lugar iba a llegar. A quienes conocería. Dónde dormiría esa noche. Qué paisajes llenarían mis ojos de alegría, los mismos que me llenan ahora de nostalgia. Pero todo eso me dejó sin amigos, con esta insondable soledad de huérfano, y con la sensación de haber perdido mi tiempo y la oportunidad de lograr ser una persona como cualquier otra, sin las interrogantes que nunca pude responder.

Quise alejarme de la monotonía, pero después esos viajes se convirtieron en una irremediable sucesión de lugares que no pertenecían a ninguna parte; me quedé sin un sitio a donde ir, y regresé a la soledad y a la desesperanza.

Terminé envejeciendo con una idea vaga de lo que sería mi futuro… que llegó de golpe; tal vez por eso acabé aquí, metido en estas cuatro descascaradas paredes. Sin saber quién soy ni para dónde ir. Sin familia, porque la mujer que conocí esperó de mí lo que nunca pude darle.

A partir de ése momento la amargura camina a mi lado. Sigo siendo un ermitaño entre la multitud que se agolpa por doquier; las personas y su necesidad de compañía. Como que no son ellas si no tienen una presencia a su lado que las haga sentir queridas; tal vez sea eso lo que me está ocurriendo: he estado tan solo que para mí es lo mismo estar en un lugar o en otro, sin tener a nadie a quien contarle mis tristezas, mis sueños o alegrías que, como el amor, también se acaban pronto.

Me acostumbré a ir por el mundo sin tener que pensar en el regreso; por eso intenté cortar los lazos que me ataban. Por eso nunca tuve algo realmente mío, como las cosas que uno sabe que a diario puede disponer.

Tal vez no lo sepa con certeza, y haya recuperado momentáneamente la cordura… como aquel que recupera el dominio de sí mismo después de treinta años de encontrarse sumido en las garras de las drogas, y yo, como él, tenga todo por pensar y poco por vivir; por eso será que me siento como en medio de una pesadilla que no tiene fin.

Acaso solo me quede seguir siendo el anónimo que siempre fui, y no pueda tomar la rienda de la poca vida que me queda en mis manos. Y tenga que escapar una vez más de las responsabilidades, y de mí. Y siga oculto en una identidad que no siento mía. Y continúe dando tumbos una y otra vez por los caminos. Y termine en otra parte. Y me derrumbe. O quizás muera aquí mismo, sin saber a dónde ir o a donde no decidí ir, putrefacto y olvidado como la muerte, que solo muerte es.

La misiva terminaba ahí, sin que hubiese puesto su firma en ella. 

El martes, después del mediodía, la señora de cabello alborotado, vestida como al desgaire con una raída bata negra, y a la que se le pegaba perturbadoramente la piel a los huesos, llamó a la policía después de haber gritado y golpeado repetida y fuertemente la puerta.

Solo encontraron su esqueleto, como si hubiera muerto hacía mucho tiempo.