jueves, 27 de diciembre de 2018

Unas horribles medias rojas


Jaime Aldana 

Perú

      Estoy esposado y encerrado en un cuarto. No sé qué hora es ni dónde estoy. Me han puesto una asquerosa capucha que huele a aceite quemado. Debo tener hematomas por todo el cuerpo. He llorado, pero mi llanto, que en un principio fue de cólera, ahora es de impotencia.
      La puerta se abre de nuevo produciendo un chirrido escalofriante. Mis músculos se tensan porque saben que recibirán otra dosis de golpes. Un hombre se acerca y me habla al oído:
      ––Está muy mal eso de que te hagas azotar por encubrir a tu cómplice. Si me dices lo que queremos saber, ten por seguro que saldrás bien librado. Pero si insistes en permanecer en silencio, ya sabes lo que te espera ––me dice en tono confiable.
      ––Yo no sé nada, señor, no sé qué es lo que quieren saber.
      ––Te lo voy a preguntar una vez más, ¿qué estabas haciendo en el banco?
      ––Cobrando mi sueldo. Mi primer sueldo. Lo estaba contando cuando aparecieron esos tipos encapuchados y nos ordenaron tirarnos al suelo.
      ––¿Y qué hiciste?
        ––Me tiré al suelo. Yo sé que en momentos como esos es necesario obedecer.
     ––La persona que estaba contigo, ¿cómo se llamaba?
     ––En el barrio lo conocíamos como el ‘’cojo Miky’’. No sé su nombre verdadero.
     ––¿Y tú te haces acompañar de alguien que no conoces y justo para retirar tu sueldo? ¿Tú crees que somos tontos?
     ––En el barrio todos lo conocemos… o lo conocíamos. Sospechábamos que andaba en cosas raras pero con nosotros siempre se portó muy bien.
     ––¿No habrá sido que a ti te pagaron para que lo cerraras? ––me pregunta alzando la voz.
     ––No señor, yo no me meto en esas cosas. Para mí la tranquilidad es lo más importante.
     ––La tranquilidad económica, supongo.
       ––No, señor… este… bueno, sí, pero no a costa de nadie.
       ––Lo que pasa, ‘’señor’’, es que tú tienes antecedentes penales. Eso te hace sospechoso de cualquier cosa.
       ––Pero eso fue por una pelea que…
       ––¡Por lo que sea! ¡Tienes antecedentes penales, y listo! ¡Es todo lo que necesitamos para encausarte! ¿Entiendes? ––me grita al oído.
       ––Sí señor ––respondo sin saber qué más decir.
       ––Bueno, ya que no quieres cooperar, voy a tener que pedirle a otro que venga a refrescarte la memoria.
       ––No, por favor, señor, yo no tengo nada qué ver. Si supiera algo, ¿usted cree que ya no lo hubiera dicho? ––le ruego. Ya no creo poder soportar más. Comienzo a gimotear, pero el tipo me toma del hombro y me dice:
       ––No te preocupes. Solo quiero que me digas si viste algo que debamos saber. ¿Por qué crees que a tu amigo le dispararon? ¿Notaste alguna marca o tatuaje en los asaltantes? ––me pregunta.
       ––No señor. Yo estaba boca abajo y con los ojos cerrados. Miky era un tipo raro, no le conocí ninguna novia. Ni siquiera sabíamos dónde vivía. Acostumbraba a ir a la canchita a jugar fulbito, pero casi siempre se quedaba en las gradas tomando aguardiente. Traía una botella y nos invitaba. Uno que otro aceptaba. Su charla era interesante porque a veces nos contaba historias asombrosas. Fue ahí donde lo conocimos. Parecía un buen tipo porque algunas ocasiones invitaba helados a los más chicos ––le respondí. La verdad era que sí había podido ver algo. Quería saber quién se había quedado con mi sueldo. Mi primer sueldo. Tenía tantas ilusiones con esa plata. Llevaría a mi novia al cine y le compraría lo que quisiera. También le haría mercado a mi viejita. Pero a esos malditos que mataron a mi amigo y me robaron el sueldo, solo les vi los pies.
       Rato después, y siempre con la capucha puesta, los policías de investigación me suben a un auto y me dejan en un sitio desolado, a las afueras de la ciudad.  
       Como puedo logro llegar hasta las primeras casas y pido ayuda. Al comienzo me mirab con desconfianza, pero al verme herido me hacen pasar a una de las casas donde me dan un café que me sabe delicioso, y un pan con queso. Me preguntan qué me pasó, pero solo atino a decirles que por robarme, unos muchachos me habían golpeado. Hablan algo sobre la inseguridad, y luego me llevan hasta la posta médica, donde me curan las heridas y me piden ‘’descanso absoluto’’, cuando lo que yo tengo es ganas de ir a tomarme un trago.
       Llamo por teléfono a uno de mis mejores amigos y le pido que nos encontremos. Cuando llega, abre desmesuradamente la boca para decir algo, pero le pido que se abstenga.
       ––No me digas nada ahora, hermano, solo invítame un trago y te cuento ––le digo. Tomamos un taxi rumbo al centro de la ciudad, mientras le cuento las malas nuevas.
       ––¡Entonces hay que ir a poner la denuncia! ––me sugiere.
       ––¿Denuncia? ¡No jodas, compadre! ¿A quién voy a denunciar? ¿Tú crees que por poner la denuncia me van a devolver la plata que me robaron o ya no me va a doler el cuerpo? ––le digo, intentando alzar la voz sin lograrlo. Me mira con esa cara suya que conozco muy bien cuando ya no le quedan argumentos.
       Llegamos al bar al que solemos ir, y de inmediato pedimos media botella de ron.
       Rato más tarde escucho una risotada seguida de unas exclamaciones que me hacen palidecer. Volteo a mirar lentamente y me agacho haciendo como que recojo algo, y compruebo que en efecto son las mismas horribles medias rojas que vi en el banco, las del hombre que le disparó a Miky.
      

viernes, 14 de diciembre de 2018

La ilusión en un trozo de papel



Jorge Márquez

 Argentina


Doblar el papel por la mitad. La puntas del lado cerrado doblarlas al centro —decía en voz baja Arturo, mientras trataba de recordar las indicaciones de su abuelo.
Con ojos vivaces y flequillo mal cortado, miraba cómo la lluvia corría, formando ese torrente al borde de la vereda de su casa. Ese río con oleajes, por los adoquines, y encausado por el murallón de piedra del cordón de la calle.
Tantas veces había soñado con ese momento.
La lluvia arreciaba la ciudad, y Arturo mientras recordaba las indicaciones, miraba a través del vidrio cómo corría el agua.
Doblar el papel por la mitad y las puntas hacia el centro seguía repitiendo.
El otoño estaba en su apogeo, las hojas de los plátanos caían como flotando. El color amarillo dominaba el barrio de Floresta. Arturo, con sus rodillas lastimadas y sus zapatos con puntas peladas, miraba hacia afuera recordando a su abuelo. 
¡¿Por qué te fuiste?!gritó en la soledad de su habitación del primer piso. ¿Por qué me dejaste?
Esa enfermedad implacable había robado la vida de su abuelo. Su gran compañero. Su amigo, su confidente, su  maestro.
Papá, ¿me podés ayudar?
Ahora no Arturo, estoy ocupado. Se lo escuchó decir, desde el estudio.
¡Siempre dice lo mismo!tronó Arturo, mientras pensaba: El abuelo siempre estaba dispuesto a ayudarme, no importaba lo que estaba haciendo. Él dejaba todo para ayudarme, para estar conmigo.
El río en el cordón de la vereda lo llamaba insistentemente. El oleaje hacia que la imaginación del niño fluyera navegando. Chocando contra esa pared gris, sorteando hojas.
Se imaginó sentado al lado de su abuelo doblando el papel. Vio esas manos gordas y arrugadas trabajando la hoja con destreza. Vio cómo iba tomando forma, su barquito de papel.
Arturo, debes doblar la hoja por la mitad, y después otra vez por la mitad para marcar el centro. Las puntas del lado cerrado dóblalas al centro, y los pedazos de hoja que quedan por debajo llévalos hasta que cubras esas puntas, que ahora quedan unidas. Después… le decía la voz de su abuelo en su cabeza.
Salió corriendo a buscar una hoja. Agarró un diario que encontró sobre la mesa del comedor y corrió hacia su habitación.
Doblar la hoja por la mitad. dijo en voz alta, y fue recitando como un verso las indicaciones de su abuelo.
Le costó darse cuenta de cómo debía hacer los dobleces. Parecía fácil cuando su abuelo lo hacía. No era lo mismo cuando sus manos torpes trataban de doblar el papel.
La hoja ya estaba muy arrugada cuando, después de múltiples intentos, logró armar su barquito de papel.
Bajó las escaleras de dos en dos.
—¡Arturo, a tomar la leche!. escuchó a su madre llamándolo desde la cocina.
—¡Ya voy!
—¿A dónde vas con esta lluvia?
Pero ya Arturo no estaba dentro de la casa. Corrió hasta la esquina de Bilbao y Mariano Acosta. Allí tendría más tiempo de navegación.
Estaba mojado por completo. Las gotas corrían por su pelo,  su cara, y por sus rodillas lastimadas.
No olvides de agrandarle la base, de esa manera tiene mejor flotación, ¿vale?. Escucho decir a su abuelo.
Con dos dedos abrió la base de papel de su embarcación.
Se agachó y puso con sumo cuidado su barquito de papel sobre el río torrentoso.
Salió disparado como un rayo. Arturo lo seguía saltando de la vereda a la calle y de la calle a la vereda.
Su destreza como capitán era admirable. Sorteaba hojas, palitos, y los continuos golpes contra el cordón de la vereda, sin siquiera desviar su rumbo.
El pullover blanco estaba cada vez más pesado. Su blancura se había perdido, manchas de suciedad cubrían toda la pechera.
Un automóvil estacionado hizo peligrar el derrotero navegar. Arturo agarró su obra del palo mayor y nuevamente, saltando de charco en charco lo llevó al inicio de la travesía.
—¡Arturooo! Se escucharon los gritos de su madre llamándolo.
—¡Ya voy ma… Enseguida voy!
Te estás mojando todo y te vas a enfermar, ¡vení inmediatamente!
—¡Una vez más ma!
Siguió a su embarcación hasta el final de su recorrido, sorteando lo que se le interpusiera.
Casi al llegar al final, Arturo se distrajo con un perro callejero, al que agarró entre sus brazos y acarició en la cabeza. Mientras el barquito de papel continuó su enfurecida trayectoria. Cuando tomó conciencia de que su barco ya se había ido, corrió entre los charcos en su búsqueda. La alcantarilla era una amenaza.
Las gotas de lluvia no lo dejaban ver en su frenética corrida. Lo encontró girando en la corriente, como esperándolo entre un conjunto de ramas y hojas que taponaban esa temible alcantarilla, mientras el agua se escurría lentamente hacia abajo.
Arturo agarró su obra. Lo puso sobre su pecho, como abrazándolo. Su abuelo estaba en él.
Corrió a su casa. Vio a su madre, que con los brazos en jarra, lo esperaba para reprenderlo.
Ya no importaba…

miércoles, 5 de diciembre de 2018

El jardín de Antonio



Adri Díaz

Argentina


Esta noche, Antonio nos ha convocado a todos en su casa. Hemos quedado en reunirnos cerca de las diez.
- Después de cenar - nos ha dicho - como anticipándose a que no faltará un atrevido que se apersone antes y se presente a comer.
Hemos escuchado el relato, en audio y por WhatsApp como se acostumbra ahora cuando se quiere informar algo importante. ¿Quién lo hubiera dicho? Antonio a full con el WhatsApp. Desde Corrientes al mundo, como dice él cada vez que bromea sobre su origen. Pero lo cierto es que su audio de esta tarde nos ha dejado preocupados. Ha pedido que concurramos todos y eso haremos
- Se han llevado a la Geno - nos ha dicho entre lágrimas. - La Geno, la luz de mis ojos. Me la han raptado estos hijoepu... Los narcos- agrega con bronca y hasta yo, que no suelo darle importancia a estas cosas, me he preocupado.
Esta noche nos juntamos todos y vamos a liberarla.
- La Geno es mía y si no es mía, de nadie más - ha dicho y eso haremos, iremos. Porque somos familia, como él dice. Sus cumpas, los que siempre están. Y dice la verdad porque a quién de nosotros, Antonio no nos ha ayudado alguna vez… ¿A quién no le ha brindado una cama, una mesa, un laburito, una changa? Siempre que alguno necesitó, Antonio estuvo y sólo por eso estaremos. Aunque tengamos que ir de noche y meternos en los pasillos, cruzar el asentamiento, sentir miedo, temor. Sí que lo sentimos, no les voy a mentir. Pero estaremos. Iremos a recuperarla. La Geno es de Antonio. Desde que él la trajo, de chiquita nomás, de allá lejos, de la estancia de Don Ino, allá por los esteros correntinos.
- Y de allá pa'aca - sin escalas- como dice Antonio. - Que la Geno es parte mía, ¿Qué otra me hubiera aguantado tantos años? Nadie nomás. Ni siquiera la Ramona que me duró poquito, paz descanse - cuenta y sin poder terminar siempre se le escapa una lágrima.

Antonio es un hombre grande. Curtido por el sol. Correntino de ley viviendo en la gran ciudad. Amigo de todos y por todos querido. Por eso iremos. Por eso y nada más, nos meteremos en el barrio de los narcos esta noche, a negociar con los jefes y si es preciso a morir, para traerla de regreso. Que la Geno es suya. Quién puede negarle que esa cotorrita que trajo de bebé hace tantos años debe estar acá, junto a Antonio y en su jardín. Esta noche, sí. No queda otra, la iremos a buscar.





sábado, 1 de diciembre de 2018

Arreglo



Carlos Arias Villegas

 Colombia

Se gritaron toda la muerte con la que se detestaban, y después de echarse de la casa de ambos, se sentaron en extremos opuestos de la cama matrimonial a esperar nada de los dos, chapoteando perezosamente el vacío que los inundaba.  
Ella pensó que en realidad quería alejarse de él. No quedaba nada del galán aquel que la cortejó con canciones vallenatas. Sus conversaciones escurrían aburrición y simpleza; además, había ganado peso y perdido gran parte de su cabello. Era insufrible cualquier reunión social al lado de esa cara ajedrezada por profundas líneas de expresión, con manchas pardas y blanquecinas que le subían desde el cuello. En cambio, sí era tentadora la vida social con los tipos jóvenes y hermosos del trabajo; y no podía negarlo, estaba enamorada de uno de ellos, pero le daba miedo dar el paso en firme a esa otra vida de promesas, entre otras cosas, porque el muchacho era de otro país. Otro idioma, una frontera más que le aterraba enfrentar. Total, una quimera que la llenaba de ansiedad. El hombre al otro extremo de la cama no debía saber lo que hacía en realidad, cuando se refugiaba en el cuarto de labores, acompañada de su celular.
Él pensó que ella estaba al tanto de todo, y muy seguramente, como otras veces lo hizo sin razón aparente, ahora le gritaría  que él estaba enamorado de otra vieja en la calle, que se largara, o algo así; de esa forma tendría razones para enojarse y exponerle que ya no la amaba; estaba harto de venderle simulacros. Se levantaría, haría sus maletas y se mudaría al otro extremo del pueblo. Pero llevado de un cierto remordimiento y como para que ella no sospechara lo que estaba tramando, dijo como para sí:
― ¿Cómo se llega del amor al silencio?
Ella lo miró de lado, y dijo:
― Me hago la misma pregunta. Antes teníamos tema para hablar horas y horas, sin parar de reírnos; cada vez era única, como si apenas acabáramos de conocernos.
Él la contempló, le pareció una mujer interesante a pesar de sus años y su temperamento amargo. Su trabajo de maestra le había deteriorado la voz. “Me siguen gustando sus ojos negros, su nariz griega, su trasero firme. Lo que nunca acepté de ella, son sus piernas garetas y sus grandes orejas”. No era claro si fueron las palabras cortantes o la apariencia de la carne, las que terminaron matando la pasión.
Ella lo reparó, como si apenas notara su presencia en el otro borde de la cama. Tenía rabia y miedo. Rabia, porque el amor se había ido sin darse cuenta, de su matrimonio; y miedo, porque temía que la soledad la matara si ya no volvía a verlo. Enfrentó de nuevo la pared, como si allí se reflejara ―solo visible para ella―, el rostro sonriente del joven pasante recién venido a su colegio, como una promesa de cambio de vida; pero veinte años pesan en una relación. “¿Qué tal si ese man se aburre cuando dentro de poco me parezca más a su madre, que a su mujer?”  A propósito, después de la última cita, no la volvió a abordar. Si esto es aquí, en la propia tierra, ¿cómo será en tierras extrañas, cuando ya no queden más opciones que morir?
Él apoyó los antebrazos en sus piernas e inclinó el tronco, como intentando ver algo en el piso que ella no debía ver, y enfocó en su mente la imagen de la joven bibliotecaria a quien estaba entrenando. “Admiro su trabajo”, le había dicho ella. “Trátame de tú”, le había pedido él. El tiempo corre de forma injusta cuando se está con alguien agradable, y dejan de importar los señalamientos de los compañeros porque no volvieron a escuchar esos: “¡me quiero largar de este lugar!”, desde que la joven empezó a ser parte del personal administrativo. Las muchas lecturas sobre la mujer no le daban ninguna certeza sobre este espécimen, apreciado en el rostro recién llegado, y detestado, en el conocido. Los ojos huían rápido de los los lomos de los libros para posarse en la boca de la chica. Esos labios invitaban al beso y a chuparse el resto de toda esa ricura de mujer, vestida de forma delicada. Lo separaban de ella, dos terrores: que le dijera que sí, o que le dijera que no. El no, no solo ponía fin al entrenamiento de la joven, sino que dejaba en claro que ya era tiempo de resignarse a las miserias de la vejez o a morirse de desencanto.  El , también era complicado.  Treinta y dos años de diferencia alejan a cualquiera de la felicidad. Ella solo tenía veintidós, era madre soltera. La mujer al otro lado de la cama, no debe enterarse de la verdadera causa de insomnio que él atribuyó a una crisis nerviosa. No era cierto. Esas horas extras fueron dedicadas a planear en ensueños, la vida con la joven y el niño; y hasta quedó tiempo para tomar clases de guitarra y cantar canciones al párvulo especial, que lo haría padre.
Ella calculó, como buena profe de matemáticas, la relación de costes-beneficio de una y otra pareja. El colágeno de una nueva relación le sentaría bien, pero, ¿cuánto resistiría? ¿Cómo hacer frente a la joven competencia femenina, con ese par de piernas y esas grandes orejas? ¿Con qué novedad mantenerlo atrapado, si ya el muchachito conocía todo el repertorio? Y de ñapa, totalmente analfabeta para el inglés en ese país colombofóbico. Una podría condenarse por vieja, fea y estúpida. El estrés desaparecía cuando de reojo contemplaba a su “mal conocido”, en el otro borde de la cama. Bien o mal, él está aquí como un penoso seguro contra la soledad de la vejez. Al menos habrá a alguien a quien maldecir cuando sobrevengan los arrebatos de la autocompasión.
Él cortó su ensoñación con la joven bibliotecaria, cuando contempló detenidamente la piel de las manos y palpó el relieve grueso y quebrado de su rostro; al instante le pareció ver el déja vu de repugnancia de ella, al tomar sus manos viejas y sonreírle amargamente, mientras sus ojos buscaban algo fresco en qué posarse, para no vomitar. Imaginó la zozobra que viviría cuando ella saliera sin él, ¿con quién hablaría? ¿Le sería fiel? ¿Alguna vez le amaría? Seguramente no. La vejez empezó a dolerle desde adentro, y habría sollozado si no se percata que a su lado, en otro borde de la cama, aún seguía sentada la amada de su juventud. Su agonía idónea. Tan devastada y ofendida como él por todo lo que se hicieron juntos, pero al fin y al cabo…
― Eres lo mejor que me ha pasado ― dijo él, tumbándose en la cama.
― Para mí no hay otro hombre en el mundo como tú― le dijo ella, acostándose a su lado.