Jorge Márquez
Argentina
—Doblar
el papel por la mitad. La puntas del lado cerrado doblarlas al centro —decía en voz baja Arturo, mientras trataba de
recordar las indicaciones de su abuelo.
Con ojos vivaces y flequillo mal cortado,
miraba cómo la lluvia corría, formando ese torrente al borde de la vereda de su
casa. Ese río con oleajes, por los adoquines, y encausado por el murallón de
piedra del cordón de la calle.
Tantas veces había soñado con ese momento.
La lluvia arreciaba la ciudad, y Arturo
mientras recordaba las indicaciones, miraba a través del vidrio cómo corría el
agua.
—Doblar
el papel por la mitad y las puntas hacia el centro —seguía repitiendo.
El otoño estaba en su apogeo, las hojas de
los plátanos caían como flotando.
El color amarillo dominaba el barrio de Floresta. Arturo, con sus rodillas
lastimadas y sus zapatos con puntas peladas, miraba hacia afuera recordando a
su abuelo.
—¡¿Por
qué te fuiste?! —gritó en la soledad de su habitación del primer piso—. ¿Por qué me dejaste?
Esa enfermedad implacable había robado la
vida de su abuelo. Su gran compañero. Su amigo, su confidente, su maestro.
—Papá,
¿me podés ayudar?
—Ahora
no Arturo, estoy ocupado. —Se lo
escuchó decir, desde el estudio.
—¡Siempre
dice lo mismo! —tronó Arturo,
mientras pensaba: El abuelo siempre
estaba dispuesto a ayudarme, no importaba lo que estaba haciendo. Él dejaba todo para ayudarme, para estar
conmigo.
El río en el cordón de la vereda lo llamaba
insistentemente. El oleaje hacia que la imaginación del niño fluyera navegando. Chocando contra esa pared gris, sorteando hojas.
Se imaginó sentado al lado de su abuelo
doblando el papel. Vio esas manos gordas y arrugadas trabajando la hoja con
destreza. Vio cómo iba tomando forma, su barquito de papel.
—Arturo, debes doblar la hoja por la mitad, y después otra vez por la mitad para marcar el
centro. Las puntas del lado cerrado dóblalas al centro, y los pedazos de hoja
que quedan por debajo llévalos
hasta que cubras esas puntas, que ahora quedan unidas. Después… —le decía la voz de su
abuelo en su cabeza.
Salió corriendo a buscar una hoja. Agarró
un diario que encontró sobre la mesa del comedor y corrió hacia su habitación.
—Doblar
la hoja por la mitad. —dijo
en voz alta, y fue recitando como un verso las indicaciones de su abuelo.
Le costó
darse cuenta de cómo debía hacer los dobleces. Parecía fácil cuando su abuelo
lo hacía. No era lo mismo
cuando sus manos torpes trataban de doblar el papel.
La hoja ya estaba muy arrugada cuando,
después de múltiples intentos,
logró armar su barquito de papel.
Bajó las escaleras de dos en dos.
—¡Arturo, a tomar la leche!. —escuchó a su madre llamándolo desde la
cocina.
—¡Ya voy!
—¿A dónde
vas con esta lluvia?
Pero ya Arturo no estaba dentro de la casa.
Corrió hasta la esquina de Bilbao y Mariano Acosta. Allí tendría más tiempo de navegación.
Estaba mojado por completo. Las gotas
corrían por su pelo, su cara, y por sus
rodillas lastimadas.
—No
olvides de agrandarle la base, de esa manera tiene mejor flotación, ¿vale?. —Escucho
decir a su abuelo.
Con dos dedos abrió la base de papel de su
embarcación.
Se agachó y puso con sumo cuidado su
barquito de papel sobre el río torrentoso.
Salió disparado como un rayo. Arturo lo
seguía saltando de la vereda a la calle y de la calle a la vereda.
Su destreza como capitán era admirable.
Sorteaba hojas, palitos, y los continuos golpes contra el cordón de la vereda,
sin siquiera desviar su rumbo.
El pullover blanco estaba cada vez más pesado. Su blancura se había perdido, manchas de suciedad
cubrían toda la pechera.
Un automóvil
estacionado hizo peligrar el derrotero navegar. Arturo agarró su obra del palo
mayor y nuevamente, saltando de charco en charco lo llevó al inicio de la
travesía.
—¡Arturooo! —Se escucharon los gritos de su madre llamándolo.
—¡Ya voy ma… Enseguida voy!
—Te
estás mojando todo y te vas a enfermar, ¡vení inmediatamente!
—¡Una vez más ma!
Siguió a su embarcación hasta el final de
su recorrido, sorteando lo que se le interpusiera.
Casi al llegar al final, Arturo se distrajo
con un perro callejero, al que agarró entre sus brazos y acarició en la cabeza.
Mientras el barquito de papel continuó su enfurecida trayectoria. Cuando tomó
conciencia de que su barco ya se había ido, corrió entre los charcos en su
búsqueda. La alcantarilla era una amenaza.
Las gotas de lluvia no lo dejaban ver en su
frenética corrida. Lo encontró girando en la corriente, como esperándolo
entre un conjunto de ramas y hojas que taponaban esa temible alcantarilla,
mientras el agua se escurría lentamente hacia abajo.
Arturo agarró su
obra. Lo puso sobre su pecho, como abrazándolo. Su abuelo estaba en él.
Corrió a su
casa. Vio a su madre, que con los brazos en jarra, lo esperaba para
reprenderlo.
Ya no importaba…
Jorge, con tu cuento me remontaste a mis tiempos de la niñez, cuando mi madre también ponía los brazos en jarra y nos pedía a mi hermana y a mí que entráramos a la casa. Nosotras, pura felicidad, corríamos hasta la esquina, siguiendo el derrotero del barquito de papel. Muy adecuado el tono y las descripciones. Muchas gracias!
ResponderBorrarMe encantó el cuento. Felicitaciones!
ResponderBorrarJorge, me encantó, me emociono al leerte y veo que tu niño interior, goza de buena salud.
ResponderBorrarTe quiero!!!!!!
Hermoso relato Jorge !!! Describiste fielmente lo que tu corazon y mente querian reflejar en él!!!FELICITACIONES!!!
ResponderBorrarEra estar al lado de Arturo! Gracias Jorge, por estos regalos de tu cabeza que no descansa!!!
ResponderBorrar¡Hermoso relato! Me remontó a la nostalgia de mi niñez.
ResponderBorrarMe encanto leer tan apreciado recuerdo de infancia, magníficamente descrito. Felicitaciones.
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