viernes, 14 de diciembre de 2018

La ilusión en un trozo de papel



Jorge Márquez

 Argentina


Doblar el papel por la mitad. La puntas del lado cerrado doblarlas al centro —decía en voz baja Arturo, mientras trataba de recordar las indicaciones de su abuelo.
Con ojos vivaces y flequillo mal cortado, miraba cómo la lluvia corría, formando ese torrente al borde de la vereda de su casa. Ese río con oleajes, por los adoquines, y encausado por el murallón de piedra del cordón de la calle.
Tantas veces había soñado con ese momento.
La lluvia arreciaba la ciudad, y Arturo mientras recordaba las indicaciones, miraba a través del vidrio cómo corría el agua.
Doblar el papel por la mitad y las puntas hacia el centro seguía repitiendo.
El otoño estaba en su apogeo, las hojas de los plátanos caían como flotando. El color amarillo dominaba el barrio de Floresta. Arturo, con sus rodillas lastimadas y sus zapatos con puntas peladas, miraba hacia afuera recordando a su abuelo. 
¡¿Por qué te fuiste?!gritó en la soledad de su habitación del primer piso. ¿Por qué me dejaste?
Esa enfermedad implacable había robado la vida de su abuelo. Su gran compañero. Su amigo, su confidente, su  maestro.
Papá, ¿me podés ayudar?
Ahora no Arturo, estoy ocupado. Se lo escuchó decir, desde el estudio.
¡Siempre dice lo mismo!tronó Arturo, mientras pensaba: El abuelo siempre estaba dispuesto a ayudarme, no importaba lo que estaba haciendo. Él dejaba todo para ayudarme, para estar conmigo.
El río en el cordón de la vereda lo llamaba insistentemente. El oleaje hacia que la imaginación del niño fluyera navegando. Chocando contra esa pared gris, sorteando hojas.
Se imaginó sentado al lado de su abuelo doblando el papel. Vio esas manos gordas y arrugadas trabajando la hoja con destreza. Vio cómo iba tomando forma, su barquito de papel.
Arturo, debes doblar la hoja por la mitad, y después otra vez por la mitad para marcar el centro. Las puntas del lado cerrado dóblalas al centro, y los pedazos de hoja que quedan por debajo llévalos hasta que cubras esas puntas, que ahora quedan unidas. Después… le decía la voz de su abuelo en su cabeza.
Salió corriendo a buscar una hoja. Agarró un diario que encontró sobre la mesa del comedor y corrió hacia su habitación.
Doblar la hoja por la mitad. dijo en voz alta, y fue recitando como un verso las indicaciones de su abuelo.
Le costó darse cuenta de cómo debía hacer los dobleces. Parecía fácil cuando su abuelo lo hacía. No era lo mismo cuando sus manos torpes trataban de doblar el papel.
La hoja ya estaba muy arrugada cuando, después de múltiples intentos, logró armar su barquito de papel.
Bajó las escaleras de dos en dos.
—¡Arturo, a tomar la leche!. escuchó a su madre llamándolo desde la cocina.
—¡Ya voy!
—¿A dónde vas con esta lluvia?
Pero ya Arturo no estaba dentro de la casa. Corrió hasta la esquina de Bilbao y Mariano Acosta. Allí tendría más tiempo de navegación.
Estaba mojado por completo. Las gotas corrían por su pelo,  su cara, y por sus rodillas lastimadas.
No olvides de agrandarle la base, de esa manera tiene mejor flotación, ¿vale?. Escucho decir a su abuelo.
Con dos dedos abrió la base de papel de su embarcación.
Se agachó y puso con sumo cuidado su barquito de papel sobre el río torrentoso.
Salió disparado como un rayo. Arturo lo seguía saltando de la vereda a la calle y de la calle a la vereda.
Su destreza como capitán era admirable. Sorteaba hojas, palitos, y los continuos golpes contra el cordón de la vereda, sin siquiera desviar su rumbo.
El pullover blanco estaba cada vez más pesado. Su blancura se había perdido, manchas de suciedad cubrían toda la pechera.
Un automóvil estacionado hizo peligrar el derrotero navegar. Arturo agarró su obra del palo mayor y nuevamente, saltando de charco en charco lo llevó al inicio de la travesía.
—¡Arturooo! Se escucharon los gritos de su madre llamándolo.
—¡Ya voy ma… Enseguida voy!
Te estás mojando todo y te vas a enfermar, ¡vení inmediatamente!
—¡Una vez más ma!
Siguió a su embarcación hasta el final de su recorrido, sorteando lo que se le interpusiera.
Casi al llegar al final, Arturo se distrajo con un perro callejero, al que agarró entre sus brazos y acarició en la cabeza. Mientras el barquito de papel continuó su enfurecida trayectoria. Cuando tomó conciencia de que su barco ya se había ido, corrió entre los charcos en su búsqueda. La alcantarilla era una amenaza.
Las gotas de lluvia no lo dejaban ver en su frenética corrida. Lo encontró girando en la corriente, como esperándolo entre un conjunto de ramas y hojas que taponaban esa temible alcantarilla, mientras el agua se escurría lentamente hacia abajo.
Arturo agarró su obra. Lo puso sobre su pecho, como abrazándolo. Su abuelo estaba en él.
Corrió a su casa. Vio a su madre, que con los brazos en jarra, lo esperaba para reprenderlo.
Ya no importaba…

7 comentarios:

  1. Jorge, con tu cuento me remontaste a mis tiempos de la niñez, cuando mi madre también ponía los brazos en jarra y nos pedía a mi hermana y a mí que entráramos a la casa. Nosotras, pura felicidad, corríamos hasta la esquina, siguiendo el derrotero del barquito de papel. Muy adecuado el tono y las descripciones. Muchas gracias!

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  2. Me encantó el cuento. Felicitaciones!

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  3. Jorge, me encantó, me emociono al leerte y veo que tu niño interior, goza de buena salud.
    Te quiero!!!!!!

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  4. Hermoso relato Jorge !!! Describiste fielmente lo que tu corazon y mente querian reflejar en él!!!FELICITACIONES!!!

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  5. Era estar al lado de Arturo! Gracias Jorge, por estos regalos de tu cabeza que no descansa!!!

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  6. ¡Hermoso relato! Me remontó a la nostalgia de mi niñez.

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  7. Me encanto leer tan apreciado recuerdo de infancia, magníficamente descrito. Felicitaciones.

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