viernes, 22 de mayo de 2020

Amores Ocultos


Gil Sanchez


México


Tres días con lluvia no bastaron para enfriar mi torcido entorno que me llevó a la persona equivocada. Los escasos días de felicidad, se esfuman junto a la ventisca fría de la noche. Resisto a desvanecer mi rencor por tal visión. Poseo un aciago fervor de borrarla de mi memoria, pero hoy, quizá, sea demasiado tarde. Puedo decir con autoridad que se instaló una serpiente bajo edredones, un gigante bicéfalo confundido, un murciélago enorme que con desfachatez muestra su sonrisa. Pero lo que vi en ese cuarto, no es comparable a nada. Un dolor punzante estalló en mi pecho con saña inmisericorde y, ¿cuál amor?, si el recuerdo de sus besos aún queman mis labios como si hubieran besado al mismo demonio.
Maldito tiempo que corre lento por la tarde, tengo que entrar a un bar para humedecer mi dolor. El pensamiento aturde, pero después de tres copas, ya qué importa. Tomo camino por la avenida Reforma donde se instalan los lugares propios del deseo. Los oídos requieren de una música brava, y por fin, ingreso a uno de ellos en espera que la noche sea eterna.
¡Oh! Cuánta oscuridad, proporciona una invisibilidad perfecta. Acuden a mi mente imágenes que bailan al compás de la melodía y le van dando forma al cómo asesinar a mi amor. Sí, así disfrutaré de sus gemidos de dolor hoy mismo, ya los disfruto aquí cerca de la barra, envuelto en olores enrarecidos que disfrazan mágicamente a sus mujeres, hechizas a fuerza de ganas. Aprecio entre el humo a una cara con el pesar por ser invisible, escondida debajo del polvo piel en capas, siento su testosterona encarcelada con cuidado, dentro de sus ojos enmarcados con líneas negras definidas en un fondo azul. Sus labios rematados de un rojo envejecido. Un amor oculto, durmiendo a ratos dentro de un cincelado pecho, bajo sombras eternas reposa serenamente, y aparece sutilmente, avivado, como un premio para el ciego que le habla. En ése momento lo amé. Tal vez, aluciné en mis recuerdos.
Así como también, alucinante, será la noche gélida entre la lluvia y el lodo con su hedor recalcitrante. El protagonista de mis sueños, terminará sin sus labios. Su cara desfigurada apaciguará el ruido de la noche, y mi plan consumado conseguirá un sentido liberador.
¡Ah qué mi madre! Por la madrugada se interesó por mi amigo, si apenas voy llegando de enterrarlo y me dice:
–– ¿Dónde dejaste a Rodolfo? ¿No va a estudiar contigo esta noche?

viernes, 1 de mayo de 2020

Condición de Nobleza


Alejandro Franco

Mexico






Hace ya un tiempo que un perro llamado Bruno, que vivió aquí en la hacienda de santa María, se negó de pronto a hacer cualquier actividad; solo yacía inerme en el suelo sin comer, beber agua o mover la cola. Los gatos, ratas, pájaros, moscas y mariposas que antes lo enloquecían de rabia, pasaban frente a sus narices sin que él se diera por entendido. Aletargado a la sombra de un viejo roble, su mirada lánguida denotaba abandono. Con el hocico hundido entre sus dos patas, pasaba hora tras hora. ¿Inmerso en sus pensamientos? ¿Soportando estoicamente un dolor físico sin quejarse?―. La cazuela de comida a su lado permanecía, cuando no llena de hormigas, plagada de moscas. ¿Y él? Inmutable como esfinge. Sus ojos de un profundo misterio, tal vez contemplaban el ir y volver de hormigas arreadas sin látigo, empeñadas por el mandato natural del acarreo incesante de alimento. El Pastor alemán, antes todo vigor y alegría, se convertía poco a poco en sepulto en vida.
Aún recuerdo cuando en una cajita de cartón en manos de su abuelo, portaba un puñito de pelos con dos lindos ojitos. La madre fue atropellada, nos dijo. Ha de haber salido en busca de alimento para crearles su lechita; quizás por ello, las pobres crías quedaron en la orfandad. Este que traigo aquí era el último que quedaba de seis, según me hizo notar el guardia del granero antes de ofrecérmelo ―aclaró muy ufano.
 Lléveselo, don Ángel ―me insistía el hombre. Véalo usted bien. No luce tan corriente, sino más bien fino; lo digo por el pelo, las patas y el hocico nada chato.  Hágale un huequito allá en su hacienda, no sea malito. Si no fuera por los dos perrazos que tengo aquí, palabrita que yo me lo quedaba. Dese usted cuenta, don Ángel, cómo es que está de desvalido el pobrecito ―le dijo el buen hombre a mi papá para infundirle piedad.
Pero, Pancho, ¿qué voy a hacer yo tan viejo con tantísimo animal en la hacienda? Nomás dime. Ya Dios dirá, don Ángel, ya Dios dirá ―contestó el interpelado.
Está tan chulo el condenado… que de verdad se antoja agarrarlo ―dijo el viejo―. Pues me lo llevo, qué caray, decidió entusiasmado su abuelo. Donde come uno, comen dos, y donde dos, tres… ―agregó benevolente. ¿Tendrías por ahí una cajita de cartón pa’ meterlo, mi buen Pancho? Capaz que con el jodido frío que está haciendo y la lluvia que se avecina, váyase a juir pal otro barrio, antes de dar sus primeros pasos. Que san Roque te proteja siempre, chiquito ―le habló con ternura.                            
Nunca imaginó su abuelo la fortuna que traía en sus manos. Él mismo fue y se lo enjaretó a la perra recién parida del rancho, que sin remilgo alguno lo aceptó entre los propios. Con el tiempo el cachorrito creció y se convirtió en su sombra. Caminaba a su lado de aquí para allá, pues mi padre era incansable. Echado a un lado de la hamaca, velaba sus siestas de la tarde. Y por la noche, el muy conchudo dormía tan atravesado en su cama, que casi lo botaba al pobre. Siempre celoso, vigilante y atento a cualquier ruido. Por la mañana, a pura punta de ladridos insistentes levantaba a su abuelo a querer o no. Era como si le dijera: ¡Despierta flojo, despierta, que ya amaneció y es la hora de mi desayuno! Hasta daba la impresión que se lo exigiera a gritos.
Está bien, está bien, ten calma, le decía mi abuelo con imperante ternura. Ya te oí, Bruno, ya te oí. Nunca se le vio disgustado por sus travesuras. Cuando no lo llamaba mi’jo, lo llamaba Bruno precioso. Recuerdo que nunca, a nosotros, que éramos sus nietos, alguna vez nos llegara a llamar hijos. Solo: ¡escuincles del demonio!, lárguense a jugar a  otro lado, que no me dejan estar tranquilo ni un minuto ―juraba molesto.
 Bruno era todo para él. Era su vida y quizá hasta algo más; si se pudiese saber.
El fiel perro no solo cuidaba de él, también lo hacía de todos nosotros en la hacienda: el gallinero y los borregos; a las vacas y caballos del establo también los tenía bajo su suspicaz custodia. Ahora mismo recuerdo la punta de ladridos con los que ahuyentaba a cualquier extraño que osara acercarse de improviso; ya fuesen personas o perros; y hasta los pájaros y mariposas lo ponían en alerta. Todo el día ladraba sin cesar; aclaro que durante las siestas del amo, él mismo se proponía no hacerlo.
Solo que en una ocasión, tal como antes les contaba, Bruno amaneció muy triste. Tan triste, que dejó de ladrar de la noche a la mañana; y ni quien pudiese animarlo a jugar o a comer. Ya no dormía en la cama del abuelo y se guardaba en cualquier rincón o lugar. El abuelo entristeció por igual o más. De inmediato hizo traer al veterinario del pueblo. Después de auscultarlo y hacerlo gemir de dolor con sus palpeos, el tal doctor profirió su funesto diagnóstico: “Es posible que sea cáncer de vísceras”, dijo con la inhumana entonación que acostumbran. Habrá que tomarle unas biopsias y… claro, hacer otros estudios para asegurarse, le soltó sin compasión alguna a mi padre. Si es lo que creo, no lo tome a mal, don Ángel, ―expresó con falso tono tranquilizador―; si ello fuese, vaya usted tomando sus providencias… En tal caso, dijo: lo mejor sería ponerlo a dormir para evitarle el sufrimiento de una larga agonía con fortísimos dolores. Siento decírselo de esta manera, don Ángel, pero es preferible que lo sepa usted a tiempo. Y por ahora, don Ángel, me retiro. Que sean nada más trescientos pesos por la visita a domicilio, manifestó el insensible medicastro.
Su abuelo quedó hecho un mar de lágrimas cuando se largó el mentado gurú de la medicina. ¡Sáquense de aquí chamacos!, nos ordenó a media voz, en tanto con paternal ternura y mano temblorosa le acariciaba la panza, el lomo y su cabecita al paciente. ¡No quiero que me vean chillar como un jodido marica! ―decía sollozando el afligido anciano. ¡Váyanse de aquí, déjenos solos!
Una tarde en que el Bruno ya no respondía, el caporal se acercó con tiento a su abuelo y le dijo: “Si usted quiere, patroncito, le merco unas hierbas que son requete güenas pal dolor de tripas; o mejor de plano me voy al monte y me traigo al brujo pa’que le haga una limpia y le saque los demonios del cuerpo… Ese hechicero prepara mejores pócimas que ni las de Julián el boticario del pueblo.  Usté nomás dígame qué quiere que haga, patroncito. ¿Qué va a saber ese viejo brujo de estos males, Odilón?, le contestó mi abuelo. Pero en fin, exclamó conforme: “No hay peor lucha que la que no se hace. Corre y tráetelo pa’ que lo mire”. Quién quita y me lo alivie con sus limpias.
Muy apercibido del mal carácter de su abuelo, el brujo se presentó con hartos menjunjes  y hierbas en una bolsa de yute; y desde que vio al animalito, exclamó: “Este animalito de seguro está empachado o envenenado. Algo que le dieron o se tragó por ahí, le está haciendo harto daño. Pero ahorita mismo se lo medicino, patroncito; no me comprometo a mucho, pero la batalla se dará… en el nombre de María santísima”. Hurgó entre sus cosas y sacó una botella con un líquido verdoso que entregó al abuelo. “Una cucharada tres veces al día, Don; y con estas hierbas, que le preparen un tecito pa’ su agua del día. Y sepa usté, patroncito, que dejo de llamarme Nemesio, si con esto que le estoy dando al enfermito, no se mejora”. De mí se acuerda si no, va usté a ver.
El brujo se santiguó, recibió su paga, y pa’ luego es tarde, se dio comienzo al tratamiento.
Ora sí con esto te me vas a aliviar mi’jito, le decía su abuelo lleno de fe, entre sobada y sobada. Al tercer día de las primeras cucharadas, el Bruno comenzó a tragar su té aún sin poderse incorporar. Al quinto día lo halló su abuelo caminando por los corrales todo arqueado  a vómito y vómito, zúrrese y zúrrese. Ora sí que se nos muere, papá, le dijimos. ¡Cállense condenados, ¿qué no ven que está por echar al Diablo pa’ juera? Miren lo rete prieto que está eso que zurra; y lo verde de las vomitadas. Les digo que pa’ mí, es el meritito chamuco que se le escapa. No que yo lo sepa, pero de veritas creo que así es como ha de oler el maldito infierno.
Ya para el séptimo día, el Bruno caminaba y corría como si nada; y nos movía la cola a todos; y a su abuelo se le paraba de patas y le lamía la cara. Uno que otro ladrido a cada uno y se largaba a sus deberes; o a cazar ratas, pájaros y mariposas.
Pero el tiempo, ese enemigo de todo cuanto existe y que no perdona a nadie, devino en canas y calambres en los cuartos traseros del buen perro. Dejó de ladrar y correr. Tan solo les gruñía a sus acérrimos enemigos los pájaros, cuando osaban posarse a trinar en el barandal del balcón. Se le iba todo el día echado a los pies de su abuelo, quien para ese mismo tiempo ya tampoco salía de casa. Durante la cena, sentado a la mesa, convidaba al Bruno pan remojado en su chocolate con leche; y ajeno a nosotros, le murmuraba ternuras:
“¿Te gustó chiquito? ¿No está muy caliente? ¿Quieres más? ¿Quién te quiere más que nadie en todo el mundo? ¿Ya tienes sueño? Vamos, te llevo a dormir. Siempre y cuando mis reumas me lo permitan. Si supieras cómo me duelen las piernas… por eso mismo te comprendo, mi viejo… No fuera yo a darme bien cuenta que a ti también te duelen tus patitas… y que ya casi no ves. Y que se te han ido cayendo tus dientitos... igual que a mí. Has perdido mucho pelo, mi amigo. Hasta das la pala de borrego trasquilado. Ya estamos viejos mi Bruno; pero yo aún más. Con un solo bastón no me basta. A lo mejor te gano en el viaje pa’ rendir cuentas. ¡Que ni lo mande Diosito! No quisiera dejarte solo y tu alma al ahí te ves.”
Y el Bruno le contestaba: Guau, guau, guau… yo también te quiero, y más aún que tú. Soy, y siempre he sido feliz a tu lado; y velaré por ti hasta el día en que yo muera.  
―Pero papá, si los perros no hablan, solo ladran y mueven la cola. No nos cuentes mentiras.
―De acuerdo, hijitos, todos sabemos que no hablan; pero el Bruno se lo decía todo con los ojos y moviendo la cola. Bueno, ya no la movía como antes; tan solo la azotaba muy quedo contra el suelo; siempre ahí, echado a sus pies. Créanlo o no, el Bruno y su abuelo se entendían requeté bien: Él le musitaba palabras cariñosas, y el otro movía su cola de puro consentido.  Y al revés, uno ladraba, y al otro se le iluminaba la cara de felicidad; y nunca su abuelo hizo por callarlo, aún con todo y sus dolores. Si los hubieran visto, me lo creerían sin chistar.   
Un desventurado día, su abuelo ya no despertó. Se nos fue tranquilito y sin dolor durante la noche. Nos dimos cuenta cuando a lo lejos escuchamos al Bruno gemir y gemir; lo encontramos con las dos patas sobre su pecho y le ladraba sin parar. ¡Respóndeme, amito, respóndeme! ―pensamos que eso era lo que quería decir con sus desesperados ladridos―. Tal era su sufrimiento, que logró conmovernos y nos hizo llorar.
Después del sepelio, el Bruno no regresó a casa con nosotros y los demás deudos. Se quedó ahí mismo, echado sobre la tumba a gime y gime; luego se levantaba y rascaba desesperado en la tierra. Nunca más volvió a casa; y si íbamos por él, más tardaba en llegar, que en huir hacia donde su amo.
Más adelante, el fiel perro murió al pie de su tumba. Parecía formar parte de un venidero mausoleo: Ahí, como inamovible materia etérea, quedó su cuerpo y alma con el hocico hundido entre sus patas delanteras, prendado de amor filial.