Alejandro Franco
Mexico
Hace ya un tiempo
que un perro llamado Bruno, que vivió aquí en la hacienda de santa María, se
negó de pronto a hacer cualquier actividad; solo yacía inerme en el suelo sin
comer, beber agua o mover la cola. Los gatos, ratas, pájaros, moscas y
mariposas que antes lo enloquecían de rabia, pasaban frente a sus narices sin
que él se diera por entendido. Aletargado a la sombra de un viejo roble, su
mirada lánguida denotaba abandono. Con el hocico hundido entre sus dos patas,
pasaba hora tras hora. ¿Inmerso en sus pensamientos? ¿Soportando estoicamente
un dolor físico sin quejarse?―. La cazuela de comida a su lado permanecía, cuando
no llena de hormigas, plagada de moscas. ¿Y él? Inmutable como esfinge. Sus
ojos de un profundo misterio, tal vez contemplaban el ir y volver de hormigas
arreadas sin látigo, empeñadas por el mandato natural del acarreo incesante de alimento.
El Pastor alemán, antes todo vigor y alegría, se convertía poco a poco en sepulto
en vida.
Aún recuerdo
cuando en una cajita de cartón en manos de su abuelo, portaba un puñito de pelos
con dos lindos ojitos. La madre fue atropellada, nos dijo. Ha de haber salido
en busca de alimento para crearles su lechita; quizás por ello, las pobres crías
quedaron en la orfandad. Este que traigo aquí era el último que quedaba de seis,
según me hizo notar el guardia del granero antes de ofrecérmelo ―aclaró muy
ufano.
Lléveselo, don Ángel ―me insistía el hombre. Véalo
usted bien. No luce tan corriente, sino más bien fino; lo digo por el pelo, las
patas y el hocico nada chato. Hágale un
huequito allá en su hacienda, no sea malito. Si no fuera por los dos perrazos
que tengo aquí, palabrita que yo me lo quedaba. Dese usted cuenta, don Ángel, cómo
es que está de desvalido el pobrecito ―le dijo el buen hombre a mi papá para
infundirle piedad.
Pero, Pancho,
¿qué voy a hacer yo tan viejo con tantísimo animal en la hacienda? Nomás dime. Ya
Dios dirá, don Ángel, ya Dios dirá ―contestó el interpelado.
Está tan chulo
el condenado… que de verdad se antoja agarrarlo ―dijo el viejo―. Pues me lo
llevo, qué caray, decidió entusiasmado su abuelo. Donde come uno, comen dos, y
donde dos, tres… ―agregó benevolente. ¿Tendrías por ahí una cajita de cartón
pa’ meterlo, mi buen Pancho? Capaz que con el jodido frío que está haciendo y
la lluvia que se avecina, váyase a juir pal otro barrio, antes de dar sus
primeros pasos. Que san Roque te proteja siempre, chiquito ―le habló con
ternura.
Nunca imaginó su
abuelo la fortuna que traía en sus manos. Él mismo fue y se lo enjaretó a la
perra recién parida del rancho, que sin remilgo alguno lo aceptó entre los propios.
Con el tiempo el cachorrito creció y se convirtió en su sombra. Caminaba a su
lado de aquí para allá, pues mi padre era incansable. Echado a un lado de la
hamaca, velaba sus siestas de la tarde. Y por la noche, el muy conchudo dormía
tan atravesado en su cama, que casi lo botaba al pobre. Siempre celoso,
vigilante y atento a cualquier ruido. Por la mañana, a pura punta de ladridos
insistentes levantaba a su abuelo a querer o no. Era como si le dijera: ¡Despierta
flojo, despierta, que ya amaneció y es la hora de mi desayuno! Hasta daba la
impresión que se lo exigiera a gritos.
Está bien, está
bien, ten calma, le decía mi abuelo con imperante ternura. Ya te oí, Bruno, ya
te oí. Nunca se le vio disgustado por sus travesuras. Cuando no lo llamaba mi’jo,
lo llamaba Bruno precioso. Recuerdo que nunca, a nosotros, que éramos sus
nietos, alguna vez nos llegara a llamar hijos. Solo: ¡escuincles del demonio!, lárguense
a jugar a otro lado, que no me dejan estar
tranquilo ni un minuto ―juraba molesto.
Bruno era todo para él. Era su vida y quizá hasta
algo más; si se pudiese saber.
El fiel perro no
solo cuidaba de él, también lo hacía de todos nosotros en la hacienda: el
gallinero y los borregos; a las vacas y caballos del establo también los tenía
bajo su suspicaz custodia. Ahora mismo recuerdo la punta de ladridos con los
que ahuyentaba a cualquier extraño que osara acercarse de improviso; ya fuesen personas
o perros; y hasta los pájaros y mariposas lo ponían en alerta. Todo el día
ladraba sin cesar; aclaro que durante las siestas del amo, él mismo se proponía
no hacerlo.
Solo que en una
ocasión, tal como antes les contaba, Bruno amaneció muy triste. Tan triste, que
dejó de ladrar de la noche a la mañana; y ni quien pudiese animarlo a jugar o a
comer. Ya no dormía en la cama del abuelo y se guardaba en cualquier rincón o
lugar. El abuelo entristeció por igual o más. De inmediato hizo traer al
veterinario del pueblo. Después de auscultarlo y hacerlo gemir de dolor con sus
palpeos, el tal doctor profirió su funesto diagnóstico: “Es posible que sea
cáncer de vísceras”, dijo con la inhumana entonación que acostumbran. Habrá que
tomarle unas biopsias y… claro, hacer otros estudios para asegurarse, le soltó
sin compasión alguna a mi padre. Si es lo que creo, no lo tome a mal, don Ángel,
―expresó con falso tono tranquilizador―; si ello fuese, vaya usted tomando sus
providencias… En tal caso, dijo: lo mejor sería ponerlo a dormir para evitarle
el sufrimiento de una larga agonía con fortísimos dolores. Siento decírselo de
esta manera, don Ángel, pero es preferible que lo sepa usted a tiempo. Y por
ahora, don Ángel, me retiro. Que sean nada más trescientos pesos por la visita
a domicilio, manifestó el insensible medicastro.
Su abuelo quedó hecho
un mar de lágrimas cuando se largó el mentado gurú de la medicina. ¡Sáquense de
aquí chamacos!, nos ordenó a media voz, en tanto con paternal ternura y mano
temblorosa le acariciaba la panza, el lomo y su cabecita al paciente. ¡No
quiero que me vean chillar como un jodido marica! ―decía sollozando el afligido
anciano. ¡Váyanse de aquí, déjenos solos!
Una tarde en que
el Bruno ya no respondía, el caporal se acercó con tiento a su abuelo y le
dijo: “Si usted quiere, patroncito, le merco unas hierbas que son requete
güenas pal dolor de tripas; o mejor de plano me voy al monte y me traigo al
brujo pa’que le haga una limpia y le saque los demonios del cuerpo… Ese
hechicero prepara mejores pócimas que ni las de Julián el boticario del pueblo.
Usté nomás dígame qué quiere que haga,
patroncito. ¿Qué va a saber ese viejo brujo de estos males, Odilón?, le
contestó mi abuelo. Pero en fin, exclamó conforme: “No hay peor lucha que la
que no se hace. Corre y tráetelo pa’ que lo mire”. Quién quita y me lo alivie
con sus limpias.
Muy apercibido
del mal carácter de su abuelo, el brujo se presentó con hartos menjunjes y hierbas en una bolsa de yute; y desde que
vio al animalito, exclamó: “Este animalito de seguro está empachado o
envenenado. Algo que le dieron o se tragó por ahí, le está haciendo harto daño.
Pero ahorita mismo se lo medicino, patroncito; no me comprometo a mucho, pero
la batalla se dará… en el nombre de María santísima”. Hurgó entre sus cosas y
sacó una botella con un líquido verdoso que entregó al abuelo. “Una cucharada
tres veces al día, Don; y con estas hierbas, que le preparen un tecito pa’ su
agua del día. Y sepa usté, patroncito, que dejo de llamarme Nemesio, si con
esto que le estoy dando al enfermito, no se mejora”. De mí se acuerda si no, va
usté a ver.
El brujo se
santiguó, recibió su paga, y pa’ luego es tarde, se dio comienzo al
tratamiento.
Ora sí con esto
te me vas a aliviar mi’jito, le decía su abuelo lleno de fe, entre sobada y
sobada. Al tercer día de las primeras cucharadas, el Bruno comenzó a tragar su
té aún sin poderse incorporar. Al quinto día lo halló su abuelo caminando por
los corrales todo arqueado a vómito y
vómito, zúrrese y zúrrese. Ora sí que se nos muere, papá, le dijimos. ¡Cállense
condenados, ¿qué no ven que está por echar al Diablo pa’ juera? Miren lo rete
prieto que está eso que zurra; y lo verde de las vomitadas. Les digo que pa’
mí, es el meritito chamuco que se le escapa. No que yo lo sepa, pero de veritas
creo que así es como ha de oler el maldito infierno.
Ya para el
séptimo día, el Bruno caminaba y corría como si nada; y nos movía la cola a
todos; y a su abuelo se le paraba de patas y le lamía la cara. Uno que otro
ladrido a cada uno y se largaba a sus deberes; o a cazar ratas, pájaros y
mariposas.
Pero el tiempo, ese
enemigo de todo cuanto existe y que no perdona a nadie, devino en canas y
calambres en los cuartos traseros del buen perro. Dejó de ladrar y correr. Tan
solo les gruñía a sus acérrimos enemigos los pájaros, cuando osaban posarse a
trinar en el barandal del balcón. Se le iba todo el día echado a los pies de su
abuelo, quien para ese mismo tiempo ya tampoco salía de casa. Durante la cena,
sentado a la mesa, convidaba al Bruno pan remojado en su chocolate con leche; y
ajeno a nosotros, le murmuraba ternuras:
“¿Te gustó
chiquito? ¿No está muy caliente? ¿Quieres más? ¿Quién te quiere más que nadie
en todo el mundo? ¿Ya tienes sueño? Vamos, te llevo a dormir. Siempre y cuando mis
reumas me lo permitan. Si supieras cómo me duelen las piernas… por eso mismo te
comprendo, mi viejo… No fuera yo a darme bien cuenta que a ti también te duelen
tus patitas… y que ya casi no ves. Y que se te han ido cayendo tus dientitos...
igual que a mí. Has perdido mucho pelo, mi amigo. Hasta das la pala de borrego
trasquilado. Ya estamos viejos mi Bruno; pero yo aún más. Con un solo bastón no
me basta. A lo mejor te gano en el viaje pa’ rendir cuentas. ¡Que ni lo mande
Diosito! No quisiera dejarte solo y tu alma al ahí te ves.”
Y el Bruno le
contestaba: Guau, guau, guau… yo también te quiero, y más aún que tú. Soy, y siempre
he sido feliz a tu lado; y velaré por ti hasta el día en que yo muera.
―Pero papá, si los perros no hablan, solo ladran y mueven la cola. No nos
cuentes mentiras.
―De acuerdo, hijitos,
todos sabemos que no hablan; pero el Bruno se lo decía todo con los ojos y
moviendo la cola. Bueno, ya no la movía como antes; tan solo la azotaba muy quedo
contra el suelo; siempre ahí, echado a sus pies. Créanlo o no, el Bruno y su
abuelo se entendían requeté bien: Él le musitaba palabras cariñosas, y el otro movía
su cola de puro consentido. Y al revés,
uno ladraba, y al otro se le iluminaba la cara de felicidad; y nunca su abuelo
hizo por callarlo, aún con todo y sus dolores. Si los hubieran visto, me lo
creerían sin chistar.
Un desventurado
día, su abuelo ya no despertó. Se nos fue tranquilito y sin dolor durante la
noche. Nos dimos cuenta cuando a lo lejos escuchamos al Bruno gemir y gemir; lo
encontramos con las dos patas sobre su pecho y le ladraba sin parar.
¡Respóndeme, amito, respóndeme! ―pensamos que eso era lo que quería decir con
sus desesperados ladridos―. Tal era su sufrimiento, que logró conmovernos y nos
hizo llorar.
Después del
sepelio, el Bruno no regresó a casa con nosotros y los demás deudos. Se quedó ahí
mismo, echado sobre la tumba a gime y gime; luego se levantaba y rascaba
desesperado en la tierra. Nunca más volvió a casa; y si íbamos por él, más
tardaba en llegar, que en huir hacia donde su amo.
Más adelante, el
fiel perro murió al pie de su tumba. Parecía formar parte de un venidero
mausoleo: Ahí, como inamovible materia etérea, quedó su cuerpo y alma con el
hocico hundido entre sus patas delanteras, prendado de amor filial.
Aleajndro, como siempre, tu estilo me fascina! Gracias! Un beso!
ResponderBorrarGracias a ti, querida profesora. Un fuerte abrazo con todo mi afecto.
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