lunes, 22 de mayo de 2017

El Taller de Yolanda

Rubén Fernandez

Argentina



                                      El taller de Yolanda
     (Un cuento de cuentistas, donde la ficción supera las fronteras físicas)

Recuerdo ahora, el primer encuentro… tanta expectativa, tantos interrogantes. Como siempre, llegué tarde. En la cabecera de la mesa estaba Yolanda López López, quien luego del saludo formal, explicó a “los nuevos” cómo funcionaba el taller. Las dos primeras semanas no hubo grandes novedades, que el personaje plano y el redondo, finales abiertos o cerrados, como los ángulos, pensé. Parecía un taller de geometría.     
Pero el tercer miércoles ocurrió algo distinto, mágico. Después de leer cada uno su trabajo, Yolanda sacó una bolsita, y en tono confidente nos explicó:
––Traigo algo nuevo para ustedes ––dijo mostrándola ––con esto se puede preparar té, pero… no es un té cualquiera. Es cultivado en Islandia. Lo que lo diferencia no es tanto su gusto, sino sus poderes ––hondo silencio y caras de sorpresa acompañaron sus palabras. Yolanda continuó:
––No esperen salir volando, sacar fuego por la boca o estirarse como un elástico. No dije superpoderes. Para el que ame la literatura, tal vez se parezca a un superpoder, porque tiene la capacidad de desatar y expandir nuestros pensamientos y el vigor narrativo. Veo caras de extrañeza y confusión, y es lógico. Les aclaro que no tiene efectos secundarios, no es un alucinógeno ni es un psicofármaco. Es solo té de Islandia. Pueden confiar en que el único efecto que producirá, será liberar ataduras, dejar volar la imaginación expandiendo los límites. Les doy mi palabra de médica, pueden confiar ––. Advirtió que era importante para el grupo. Si a alguien le parecía mal, era el momento de decirlo; si todos estaban de acuerdo, seguiríamos adelante.
Yo estuve dudando, pero cuando posé la vista sobre lo que había logrado escribir como tarea, decidí probar la nueva experiencia. Mis compañeros habrán tenido un pensamiento semejante, porque nadie puso reparos. 
––Bueno, si no hay oposición… ––dijo Yolanda levantándose ––esto necesita un poco de clima ––y encendió un sahumerio. Pronto un aroma dulzón fue ocupando todos los rincones.  Mientras ponía el agua a calentar, Clide le preguntó:
––Yolanda, ¿vos lo usaste alguna vez?
––No sé si ustedes saben algo de la literatura de Islandia. Les puedo decir que es riquísima en relación a la población que tiene. Tal vez alguno conozca a Laxness, el más famoso, pero existen muchos escritores y muy buenos. Sus relatos son famosos porque tienen una gran dosis de imaginación. Las más conocidas son las Sagas referidas a los asentamientos y la conquista del territorio. Es un país prácticamente sin analfabetos. ¿Ustedes creen que todo es casualidad? No. Yo conozco este té desde que fui por primera vez, hace unos años. ¿Tú me preguntas si lo usé? Clide, acabo de presentar con mucho éxito por suerte, mi primera novela, antes de esta maravillosa planta que crece en fríos valles, cerca de Reikiavik, no podía escribir ni una esquela para dejarle a mi familia, sostenida con un imán en la heladera.
–– ¿En serio?
––Así como lo escuchas. Es extraordinario.
Al ratito estábamos mojándonos los labios con ese producto misterioso. Tímidamente,  en la oscuridad de nuestra confianza, lo fuimos degustando. Mientras, tanteábamos de reojo a nuestro alrededor, por si alguno caía fulminado por el brebaje. Al rato nomás, empecé a tener ganas de escribir. No era poco para empezar. Luego, mi mente se fue poblando de ideas que fluían hasta el papel y un ratito después, ya había llenado una carilla. Paré a releer y me gustó.  Nadie se quedó sin escribir. Eso funcionaba. Nos fuimos contentos, más aún cuando Yolanda nos dijo que el efecto podía durar entre una semana y diez días.
Personalmente, noté que adelantaba bastante en mi producción. Era como si se hubiera descorrido el velo del temor al ridículo, al qué dirán. A todos nos pareció lo mismo. Lo que habían escrito mis compañeros el siguiente miércoles, era muy bueno. Ya nadie dudó en ingerir otra dosis del té milagroso. Lo esperábamos como quien espera al pagador del rescate de la inspiración, secuestrada por el tedio de lo cotidiano. Los días fueron pasando, y nuestra producción mejoraba. Así desfilaron por allí historias de infidelidades, confesos asesinos, tormentas que enviaba el mar, arrebatos emocionales, las sutilezas del amor sublimado y sentimientos expresados bellamente.
Hacia mitad de año, un conflicto en ciernes empezó a revelarse como un choque preocupante. Lo impensado fue encarnando en lo posible. Un personaje siniestro comenzó a perturbar nuestra intimidad en el taller. Siempre en el mejor momento, cuando las producciones enriquecidas por nuestro secreto grupal se expandían, y se iba logrando el clima adecuado para el relato, alguien abría la puerta y asomaba su cabeza calva y mancillada por el paso del tiempo, en un cuerpo sobrealimentado (nunca me gustó decir viejo, gordo y pelado). 
Por lo general él no decía nada, a veces ni siquiera saludaba con el gesto torvo de levantar sus cejas, como alguna vez lo había sabido hacer. Nada, solo marcaba el terreno, como un perro levantando la pata. Diciendo sin decir: “aquí estoy yo, ¡cuidado!” Obviamente, el relato se interrumpía y eso, creo, lo complacía. Ese poder que se siente al modificar la vida de los otros, aunque sea por un momento, son los dos o tres segundos de gloria a que puede aspirar un alma empobrecida.
El taller, regado con el té de Islandia, seguía dando maravillosos frutos. Veía el progreso en la producción, por lo que escuchaba de mis compañeros, e intuía que la propia, seguía caminos parecidos. Todos escribíamos en un aromático lenguaje que irradiaba vida, de esa que no se extingue, que avanza por senderos nuevos. Era alimento de almas, vuelo de gaviotas que se escapaban del pecho, una y otra vez en un constante peregrinar de metáforas. Los miércoles, mis pesares aguardaban en el dintel de la puerta, para que la vida siguiera avanzando sola, al encuentro de la gala con las letras, cuando entraba al taller de Yolanda. Mi espíritu se preparaba para recibir aquella prosa como aire enriquecido, cuando… ¡otra vez la bendita puerta!, era como si un oficial de las SS se asomara a mis espaldas. Con la malicia pintada en sus ojos, observé a Doris, un segundo antes de que dijera:
––Señor le voy a decir algo: en mi país la gente golpea y pide permiso para abrir la puerta, no sé en el suyo ––lo que siguió ya no lo recuerdo, pero fue de ese mismo tono, ni agresivo ni amable. El oficial, digo…el señor, ensayó alguna vaga excusa, y se retiró. Creo que nunca imaginó que su poder iba a ser mancillado y avergonzado de ese modo. 
Un mes después, cuando bajábamos en amena charla hacia la salida, vimos con sorpresa una cartelera nueva en la planta baja, con fotos de los talleres que allí funcionaban. Nos acercamos esperando encontrar alguna del nuestro. Es lindo sentirse una parte del todo, pero no había ninguna. El mismo oficial de aquel amable diálogo, sonreía a nuestras espaldas, tal vez como nunca lo había hecho antes. Ahora comprendíamos que la finalidad de aquella cartelera era esa; dejarnos afuera y gozar con nuestra sorpresa.
––Ah, qué hermosura, pero… ¿Por qué no estará nuestro taller? ––preguntó Yolanda con candidez.
–– ¡Ni estará nunca! Mientras yo esté en este Centro Cultural, ustedes son personas no gratas. Nunca me sentí tan humillado por el trato hiriente que recibí. Y si siguen aquí, es porque me lo pidió el intendente de Ciudad Seva, sino, ya estarían afuera ––respondió el señor quien seguramente ya había elaborado su discurso con anticipación.
Nos fuimos. Ya no nos interesaba tanto la foto como el odio que el oficial de las SS había desplegado en un solo minuto.
La siguiente semana, les conté a mis compañeras que había conseguido un material de rezago, que tal vez, nos podría servir. Se trataba de unas pequeñísimas bolillitas de rulemanes que, al ser pisadas, podrían hacer perder el equilibrio a cualquiera, ¡y no solo el emocional! Todos, por unanimidad decidimos estar a la cabeza de la lucha antinazi. El encargado de deslizar el contenido de la bolsita por debajo de la puerta de su oficina, fue Jaime.    
Todos, ese día estuvimos más atentos a los sonidos que venían de afuera, que a los textos que, sin concentración, se leían y escuchaban. Lo esperado ocurrió; un ruido abrupto, como el de una bolsa de papas al caer, acompañado de un grito, nos alegró la tarde.
         Era de prever que un agente de las SS no iba a perder su autoridad tan fácilmente; lo sabíamos, lo preveíamos, pero no lo pudimos evitar. El siguiente día de taller, escuchamos el típico click de la cerradura y, acto seguido, dos pastillas de gamexane encendidas se deslizaron por debajo de la puerta. Rápidamente, un burlete selló la ranura para evitar su retorno por el mismo sitio. Mientras, del otro lado, el oficial marcialmente emitía su grito de guerra: ¡Orden y progreso!, y nosotros nos asfixiábamos
–– ¡Abran  la ventana! ––gritó Jordi, y por allí salieron esos proyectiles humeantes. Todo me daba vueltas confusamente; poco más pudimos resistir, antes de caer todos abatidos por la tóxica química. El nazi festejaba del otro lado de la puerta. Supimos en carne propia cómo era una cámara de gas.
Me desperté en el hospital, unas horas después. Una mascarilla y una guía que se anclaba en mi vena ofreciendo la medicación, acortó mi estadía allí. También les tocó ese mismo lugar con igual diagnóstico a Belisario, Sergio y Lucas. Al salir, el parte de guerra no era desalentador. Estábamos todos vivos.
En el siguiente día de taller, estuvimos recapacitando sobre lo ocurrido. A la salida, el señor estaba en el extremo del pasillo del primer piso. Yolanda se acercó a hablar con él
––Mire caballero, creo que hemos llegado a un punto impensado. Debemos reflexionar todos, pues esto así, no puede continuar. Somos adultos y nos estamos comportando como niños caprichosos ––el hombre escuchaba, pero no mostraba arrepentimiento alguno. A juzgar por el semblante, estaba disfrutando de su victoria por knock out.  Mientras, Viviana, se fue deslizando con disimulo por detrás del señor. Yolanda seguía con su arma preferida, las palabras.
––Comprenderá que es una situación incómoda para todos. Además, detrás nuestro está Ciudad Seva que… ¡ohh! tiene una manchita aquí en el pecho ––dijo apoyándole la mano sobre el esternón, y con un leve empujoncito, hizo que el nazi tropezara con el cuerpo de Viviana, que estaba casualmente agachada a sus espaldas, en la inocente posición de un bebé al gatear. Rodó por la escalera. En tiempo record, apareció en la vereda, despatarrado.                   
El otro miércoles, el oficial no apareció. Pudimos haber retomado plenamente la literatura, excepto por un inconveniente; un delincuente, seguramente bajo las directivas de nuestro enemigo, le había arrebatado a Bernardo en la calle, camino al taller, su bolsa con el celular, las llaves y varios libros. No obstante, parecía que lo que más lo alteraba, era perder su cuento, que había modificado pacientemente, por consejo de un botarate, de esos que pululan por Internet. Nosotros, habíamos tomado algunos recaudos con anterioridad, pusimos un circuito cerrado de televisión portátil, ubicando las cámaras en los puntos neurálgicos del Centro, yo por mi parte llevaba el “seisluces” en el portafolio, algo preventivo, pero el tipo se había adelantado y produjo el golpe afuera. No cejaba en su pretensión de restituir su dominio, ni siquiera herido. 
La semana siguiente, yendo hacia el taller, vi a Yolanda media cuadra por delante. Me iba a apurar a saludarla, pero pensé que mejor era seguirla, a manera de un custodio, teniendo en cuenta lo ocurrido la semana anterior. Me mantuve a distancia y observé que entraba en un negocio. Cuando llegué, comprobé que era una dietética y Yolanda estaba comprando té suelto. De un recipiente grande, le pusieron una pequeña cantidad en una bolsita negra y amarilla. Una duda se instaló en mi mente ¿no será…? No, no puede ser. No obstante, me oculté tras un coche estacionado. Cuando Yolanda se retiró, entré al comercio y comprobé la procedencia. Era té común.
––Debe ser para la casa, seguro ––quise creer.
En el salón no le conté a nadie lo sucedido, esperé un momento más y aunque ya lo presentía, deseaba que fuese un error, una confusión mía. Pero inexorable, dolorosamente, la puso sobre la mesa. Mi ánimo se desplomó. La misma bolsita amarilla y negra que le habían entregado en el negocio de la otra cuadra. 
–– ¿Quién prepara hoy nuestro té de Islandia? ––preguntó. Ya no había dudas. Lamentaba haberla descubierto, porque mis compañeros siguieron escribiendo plenos de libertad y sin ataduras, bellísimos cuentos. Mientras yo, volví a mi mediocre literatura, a mis prejuicios y temores. Había perdido la protección de lo mágico. Comprendí que las cárceles que no tienen barrotes, son las más difíciles de evadir.
Ese día, el personaje apareció con un yeso largo en la pierna derecha y fajado completamente a nivel del tórax. Había sufrido una fractura expuesta en el fémur y varias en la parrilla costal: las únicas que se salvaron fueron las dos costillas flotantes. En ese estado no podría actuar, así que nos relajamos un poco. Volvió a ser la inspiración, la verdadera reina del taller... para los demás. No obstante los pequeños inconvenientes, nadie faltaba. Todos querían su porción de té mágico y estaban dispuestos a arriesgarse para conseguirlo. Yo estaba triste, mi curiosidad me había traicionado. Al salir, como siempre, nos reunimos en la puerta del Centro Cultural. Ahora, además de despedirnos, había una razón de seguridad, no podíamos perder de vista a Ana María, que había ido al baño, al terminar el taller. Estábamos a punto de separarnos, cuando vimos caer desde el primer piso, una granada sin el seguro, mientras un grito acompañaba su lanzamiento –– ¡Viva el Tercer Reich! ––se alcanzó a escuchar. Por suerte y por mala puntería, pegó en la moto que suele estar estacionada en la vereda y se alejó de nosotros. No obstante, las esquirlas de la explosión nos alcanzaron. Esta vez, fui a parar a otro hospital un poco más alejado. En el servicio de traumatología me dieron el alta en un par de días.
El miércoles siguiente, tuvimos más cuidado. Rosa y Cecilia, fueron vestidas con un overoll y gorra azul. Se presentamos ante la vecina de la casa que está justo en la esquina, frente al Centro Cultural, como empleadas de la empresa proveedora de televisión por cable. Le dijeron que había una denuncia de un vecino por robo de la señal. Una vez que les abrió la puerta, varios fuimos a la terraza a preparar el terreno. Mientras, Rosanna y Yaisna entretenían a la mujer con dulces cuentos. La señora parecía una serpiente encantada escuchando aquellos relatos. Le abrí la puerta al resto, que traía el cañón que sacamos del Museo Histórico, desarmado en varias partes. Gil, Hector y Paul Fernando, traían el pesado tubo principal, Alejandro, Gustavo y María Inés la base, Elvirita el proyectil, Deanna la mecha y la pólvora, que había conseguido Pilar a través de unos químicos amigos. Hortensia y Carla se quedaron afuera, oficiando de “campanas”.
Había sido misión mía poner el cañón en condiciones. Tenía un amigo que me debía varios favores y le encargué la tarea.
–– ¿Vos sabés el trabajo que va a dar esto? hay que tornearlo todo por dentro, está muy oxidado ––se quejó
––Hacé lo que haga falta, esto es una cuestión de honor ––exigí.       
         Una vez armado, se quedaron Clide  y Doris a cargo. Los demás fuimos a la esquina de la plaza, para cuidar que no hubiera nadie en la vereda en el momento del disparo, porque si algo guiaba nuestros actos, era la cordura y la responsabilidad.
Cuando  Bartimeo vio una sombra que se movía en la ventana de la oficina del nazi, preguntó con una seña por el vía libre. Tímidamente asentí, levantando el pulgar.         
–– ¡Viva la metáfora! ––gritó Silvia, mientras Clide encendía la mecha
–– ¡Viva! ––contestamos a coro desde la esquina. 
No sé cómo habría sido el ruido de la explosión de ese cañón en su situación histórica, pero puedo asegurar que nunca escuché un estruendo de tal magnitud. La ventana tenía un enrejado, y todo voló por el aire, abriendo un boquete. Con tanta eficacia, que volcó un calentador donde el oficial aprontaba agua para el café y se derramó el alcohol. Pronto todo se estaba incendiando. Nosotros festejábamos entusiasmados desde nuestra tribuna en la esquina, gritando:
––Hip…Hip…rra. Hip..Hip…rra. ––A los pocos minutos, el viejo salió corriendo envuelto totalmente en llamas, excepto el yeso, que al parecer era ignífugo.  Se tiro de cabeza a una zanja para autoextinguirse.  
   Y así llegamos al 2014, por un lado apenados, porque no interpretaron nuestro acto de estricta justicia y, según nos dijeron, ningún Centro Cultural se arriesgaría a aceptarnos para seguir con el taller. Pero estamos tranquilos, porque sabemos que “la historia nos absolverá”.  Lo peor es que ¡nos hicieron un juicio penal! Nuestro abogado dijo que seguramente nos declararían inimputables. Yo no sé qué significa, pero él parecía conforme.
Y finalmente estamos contentos, porque encontramos un lugar. El director nos dijo que podíamos llamarlo Centro Cultural Cero, y además, sigue coordinando Yolanda. Es una suerte haberlo conseguido. En el lugar anterior, las paredes estaban llenas de rendijas y se escuchaban los ruidos de los  salones vecinos, en cambio acá, tienen un mullido revestimiento. Además, allá había una ventana grande que daba a la calle, para coleccionar ruido de coches que pasaban acelerando a escape libre o propalando alguna publicidad. Por el contrario, en este lugar no hay ninguna ventana que moleste. Papillon está conforme, dice que es experto en estos lugares. Tenemos taller todos los días de la semana, mañana y tarde. Parecemos profesionales de la literatura, y los domingos nos visitan los familiares. Lo mejor de todo, es que el director nos aseguró que acá, a diferencia de lo que pasaba en el otro Centro… nadie, nos va a abrir la puerta.      

      



lunes, 15 de mayo de 2017

El Jefe



OSVALDO VILLALBA

Argentina 

La vida te da sorpresas,
sorpresas te da la vida.
Rubén Blades

El auto estaciona junto al cordón de la vereda, frente a mí. Los vidrios polarizados no dejan ver los ocupantes. Se abre la puerta trasera, Moncho baja y me hace una seña con la cabeza para que entre. Adentro hay otro grandote, cruzado de brazos, además del chofer. Quedo en medio de los dos en el asiento de atrás y el auto arranca. El tipo de mi izquierda me alcanza una capucha.
−¿Es necesario? –le pregunto.
−Es imprescindible –responde.

Empiezo a arrepentirme de lo que estoy haciendo. ¿Quién me manda meterme en lo que no me importa? ¡No aprendo más! Aunque tampoco podía ignorar lo que pasó antes de ayer. Mientras el auto avanza rápidamente, vaya a saber por dónde, vuelve a mi mente el momento en que salí del ascensor y vi la puerta abierta del departamento de mi vecina, Doña Isabel, con quien no tengo mucho trato, más que los saludos y alguno que otro favor de vecino, como guardarle un par de recipientes en mi freezer, –que siempre está vacío−, porque el suyo se había dañado.  Me acerqué y la llamé sin obtener respuesta. Abrí un poco más la puerta comprobando que estaba todo revuelto, con cajones dados vuelta en el suelo, los armarios abiertos, lo mismo que la alacena de la cocina que se veía a través de la abertura. También la heladera estaba abierta y todo su contenido diseminado por el suelo. La llamé otra vez, antes de pasar al dormitorio y nada. Entré despacio, con temor de lo que podía encontrar, pero sólo había desorden, los cajones de la cómoda vaciados sobre la cama y la ropa de los placares desparramada. Salí y llamé al portero. No había escuchado nada. Llamamos al 911 y en un rato estaba el patrullero de la comisaría de la zona. No había rastros de la anciana. Sacaron algunas fotos, nos tomaron declaración de lo poco que podíamos aportar y pusieron una franja sobre la puerta, dejando un agente de consigna. 

El auto se detiene y me bajan sin sacarme la capucha. Me guían para subir un par de escalones en lo que debe ser la entrada a una casa. Escucho una puerta que se abre y, al entrar, el piso cruje como pinotea. Me hacen sentar en un sillón y el grandote me dice:
−Ahora te va a recibir el jefe. No te saques la capucha hasta que te avisemos.

¡Insisto! Estoy acá por entrometido. Cuando volví a mi departamento, después que el oficial se fue, me percaté que la heladera de la mujer estaba funcionando. ¿Por qué no vino a buscar sus recipientes? Los saqué de la heladera, los abrí y cada uno tenía adentro una bolsa envasada al vacio de un polvo blanco. Abrí una punta, metí el dedo y lo probé. “¡Carajo!”, pensé en ese momento, “debía ser esto lo que buscaban.¿Qué habrá pasado con Doña Isabel?” Envolví los paquetes en papel de diario, fui al compartimiento del motor del ascensor y los escondí entre unos escombros que están ahí desde siempre.

Ayer a la noche, cuando volvía del trabajo, en la esquina, el tipo me paró y me dijo:
−El jefe te manda decir que tenés algo que es de él.
−¿Perdón? ¿De qué me hablas?
−Sabés de que te hablo Federico, no te hagás el gil.
−¡Ah! ¡Sabés mi nombre! ¿Y Vos quien sos? ¿Quién es el jefe?
−Soy Moncho y me estoy refiriendo a los paquetes de la vieja. ¡No me hagás enojar!
−No me asustés que me voy a hacer pis. Laburé en un frigorífico. He manejado tipos más pesados que vos. Primero decime qué hicieron con ella.
−¡Ah, bueno! Ahora soy yo el que tiembla. Ella está bien, el jefe la cuida. Dame los paquetes.
−A vos no te voy a dar nada. Y no vayas a revolverme el departamento. No pensarás que están ahí.
−Tranquilo, no fuimos nosotros los que volteamos el departamento de Isabel. Ahora que nos estamos entendiendo ¿Cuál es tu propuesta?
−Quiero comprobar que ella está bien y sólo arreglo con tu jefe.
−Está bien, dame un minuto.

Se alejó un momento y habló por teléfono.
−Está bien. Mañana a la noche esperanos en la esquina que te venimos a buscar.

Escucho abrirse una puerta:
−Ahí está el jefe −dice Moncho mientras me saca la capucha.
−Hola Federico, gracias por preocuparte –me dice Isabel.