Rubén Fernandez
Argentina
El taller de Yolanda
(Un cuento de
cuentistas, donde la ficción supera las fronteras físicas)
Recuerdo
ahora, el primer encuentro… tanta expectativa, tantos interrogantes. Como
siempre, llegué tarde. En la cabecera de la mesa estaba Yolanda López López,
quien luego del saludo formal, explicó a “los nuevos” cómo funcionaba el
taller. Las dos primeras semanas no hubo grandes novedades, que el personaje
plano y el redondo, finales abiertos o cerrados, como los ángulos, pensé.
Parecía un taller de geometría.
Pero el
tercer miércoles ocurrió algo distinto, mágico. Después de leer cada uno su
trabajo, Yolanda sacó una bolsita, y en tono confidente nos explicó:
––Traigo
algo nuevo para ustedes ––dijo mostrándola ––con esto se puede preparar té,
pero… no es un té cualquiera. Es cultivado en Islandia. Lo que lo diferencia no
es tanto su gusto, sino sus poderes ––hondo silencio y caras de sorpresa
acompañaron sus palabras. Yolanda continuó:
––No
esperen salir volando, sacar fuego por la boca o estirarse como un elástico. No
dije superpoderes. Para el que ame la literatura, tal vez se parezca a un
superpoder, porque tiene la capacidad de desatar y expandir nuestros
pensamientos y el vigor narrativo. Veo caras de extrañeza y confusión, y es
lógico. Les aclaro que no tiene efectos secundarios, no es un alucinógeno ni es
un psicofármaco. Es solo té de Islandia. Pueden confiar en que el único efecto
que producirá, será liberar ataduras, dejar volar la imaginación expandiendo
los límites. Les doy mi palabra de médica, pueden confiar ––. Advirtió que era
importante para el grupo. Si a alguien le parecía mal, era el momento de
decirlo; si todos estaban de acuerdo, seguiríamos adelante.
Yo
estuve dudando, pero cuando posé la vista sobre lo que había logrado escribir
como tarea, decidí probar la nueva experiencia. Mis compañeros habrán tenido un
pensamiento semejante, porque nadie puso reparos.
––Bueno,
si no hay oposición… ––dijo Yolanda levantándose ––esto necesita un poco de
clima ––y encendió un sahumerio. Pronto un aroma dulzón fue ocupando todos los
rincones. Mientras ponía el agua a
calentar, Clide le preguntó:
––Yolanda,
¿vos lo usaste alguna vez?
––No sé
si ustedes saben algo de la literatura de Islandia. Les puedo decir que es
riquísima en relación a la población que tiene. Tal vez alguno conozca a
Laxness, el más famoso, pero existen muchos escritores y muy buenos. Sus
relatos son famosos porque tienen una gran dosis de imaginación. Las más
conocidas son las Sagas referidas a los asentamientos y la conquista del
territorio. Es un país prácticamente sin analfabetos. ¿Ustedes creen que todo
es casualidad? No. Yo conozco este té desde que fui por primera vez, hace unos
años. ¿Tú me preguntas si lo usé? Clide, acabo de presentar con mucho éxito por
suerte, mi primera novela, antes de esta maravillosa planta que crece en fríos valles,
cerca de Reikiavik, no podía escribir ni una esquela para dejarle a mi familia,
sostenida con un imán en la heladera.
–– ¿En
serio?
––Así
como lo escuchas. Es extraordinario.
Al
ratito estábamos mojándonos los labios con ese producto misterioso.
Tímidamente, en la oscuridad de nuestra
confianza, lo fuimos degustando. Mientras, tanteábamos de reojo a nuestro
alrededor, por si alguno caía fulminado por el brebaje. Al rato nomás, empecé a
tener ganas de escribir. No era poco para empezar. Luego, mi mente se fue
poblando de ideas que fluían hasta el papel y un ratito después, ya había
llenado una carilla. Paré a releer y me gustó.
Nadie se quedó sin escribir. Eso funcionaba. Nos fuimos contentos, más
aún cuando Yolanda nos dijo que el efecto podía durar entre una semana y diez
días.
Personalmente,
noté que adelantaba bastante en mi producción. Era como si se hubiera
descorrido el velo del temor al ridículo, al qué dirán. A todos nos pareció lo
mismo. Lo que habían escrito mis compañeros el siguiente miércoles, era muy
bueno. Ya nadie dudó en ingerir otra dosis del té milagroso. Lo esperábamos
como quien espera al pagador del rescate de la inspiración, secuestrada por el
tedio de lo cotidiano. Los días fueron pasando, y nuestra producción mejoraba.
Así desfilaron por allí historias de infidelidades, confesos asesinos,
tormentas que enviaba el mar, arrebatos emocionales, las sutilezas del amor
sublimado y sentimientos expresados bellamente.
Hacia
mitad de año, un conflicto en ciernes empezó a revelarse como un choque
preocupante. Lo impensado fue encarnando en lo posible. Un personaje siniestro
comenzó a perturbar nuestra intimidad en el taller. Siempre en el mejor
momento, cuando las producciones enriquecidas por nuestro secreto grupal se
expandían, y se iba logrando el clima adecuado para el relato, alguien abría la
puerta y asomaba su cabeza calva y mancillada por el paso del tiempo, en un
cuerpo sobrealimentado (nunca me gustó decir viejo, gordo y pelado).
Por lo
general él no decía nada, a veces ni siquiera saludaba con el gesto torvo de
levantar sus cejas, como alguna vez lo había sabido hacer. Nada, solo marcaba
el terreno, como un perro levantando la pata. Diciendo sin decir: “aquí estoy
yo, ¡cuidado!” Obviamente, el relato se interrumpía y eso, creo, lo complacía.
Ese poder que se siente al modificar la vida de los otros, aunque sea por un
momento, son los dos o tres segundos de gloria a que puede aspirar un alma
empobrecida.
El
taller, regado con el té de Islandia, seguía dando maravillosos frutos. Veía el
progreso en la producción, por lo que escuchaba de mis compañeros, e intuía que
la propia, seguía caminos parecidos. Todos escribíamos en un aromático lenguaje
que irradiaba vida, de esa que no se extingue, que avanza por senderos nuevos.
Era alimento de almas, vuelo de gaviotas que se escapaban del pecho, una y otra
vez en un constante peregrinar de metáforas. Los miércoles, mis pesares aguardaban
en el dintel de la puerta, para que la vida siguiera avanzando sola, al
encuentro de la gala con las letras, cuando entraba al taller de Yolanda. Mi
espíritu se preparaba para recibir aquella prosa como aire enriquecido, cuando…
¡otra vez la bendita puerta!, era como si un oficial de las SS se asomara a mis
espaldas. Con la malicia pintada en sus ojos, observé a Doris, un segundo antes
de que dijera:
––Señor
le voy a decir algo: en mi país la gente golpea y pide permiso para abrir la
puerta, no sé en el suyo ––lo que siguió ya no lo recuerdo, pero fue de ese
mismo tono, ni agresivo ni amable. El oficial, digo…el señor, ensayó alguna
vaga excusa, y se retiró. Creo que nunca imaginó que su poder iba a ser
mancillado y avergonzado de ese modo.
Un mes
después, cuando bajábamos en amena charla hacia la salida, vimos con sorpresa
una cartelera nueva en la planta baja, con fotos de los talleres que allí
funcionaban. Nos acercamos esperando encontrar alguna del nuestro. Es lindo
sentirse una parte del todo, pero no había ninguna. El mismo oficial de aquel
amable diálogo, sonreía a nuestras espaldas, tal vez como nunca lo había hecho
antes. Ahora comprendíamos que la finalidad de aquella cartelera era esa;
dejarnos afuera y gozar con nuestra sorpresa.
––Ah,
qué hermosura, pero… ¿Por qué no estará nuestro taller? ––preguntó Yolanda con
candidez.
–– ¡Ni
estará nunca! Mientras yo esté en este Centro Cultural, ustedes son personas no
gratas. Nunca me sentí tan humillado por el trato hiriente que recibí. Y si
siguen aquí, es porque me lo pidió el intendente de Ciudad Seva, sino, ya
estarían afuera ––respondió el señor quien seguramente ya había elaborado su
discurso con anticipación.
Nos
fuimos. Ya no nos interesaba tanto la foto como el odio que el oficial de las
SS había desplegado en un solo minuto.
La
siguiente semana, les conté a mis compañeras que había conseguido un material
de rezago, que tal vez, nos podría servir. Se trataba de unas pequeñísimas
bolillitas de rulemanes que, al ser pisadas, podrían hacer perder el equilibrio
a cualquiera, ¡y no solo el emocional! Todos, por unanimidad decidimos estar a
la cabeza de la lucha antinazi. El encargado de deslizar el contenido de la
bolsita por debajo de la puerta de su oficina, fue Jaime.
Todos,
ese día estuvimos más atentos a los sonidos que venían de afuera, que a los
textos que, sin concentración, se leían y escuchaban. Lo esperado ocurrió; un
ruido abrupto, como el de una bolsa de papas al caer, acompañado de un grito,
nos alegró la tarde.
Era de prever que un agente de las SS
no iba a perder su autoridad tan fácilmente; lo sabíamos, lo preveíamos, pero
no lo pudimos evitar. El siguiente día de taller, escuchamos el típico click de
la cerradura y, acto seguido, dos pastillas de gamexane encendidas se
deslizaron por debajo de la puerta. Rápidamente, un burlete selló la ranura
para evitar su retorno por el mismo sitio. Mientras, del otro lado, el oficial
marcialmente emitía su grito de guerra: ¡Orden y progreso!, y nosotros nos
asfixiábamos
––
¡Abran la ventana! ––gritó Jordi, y por
allí salieron esos proyectiles humeantes. Todo me daba vueltas confusamente;
poco más pudimos resistir, antes de caer todos abatidos por la tóxica química.
El nazi festejaba del otro lado de la puerta. Supimos en carne propia cómo era
una cámara de gas.
Me
desperté en el hospital, unas horas después. Una mascarilla y una guía que se
anclaba en mi vena ofreciendo la medicación, acortó mi estadía allí. También les
tocó ese mismo lugar con igual diagnóstico a Belisario, Sergio y Lucas. Al
salir, el parte de guerra no era desalentador. Estábamos todos vivos.
En el
siguiente día de taller, estuvimos recapacitando sobre lo ocurrido. A la
salida, el señor estaba en el extremo del pasillo del primer piso. Yolanda se
acercó a hablar con él
––Mire
caballero, creo que hemos llegado a un punto impensado. Debemos reflexionar
todos, pues esto así, no puede continuar. Somos adultos y nos estamos
comportando como niños caprichosos ––el hombre escuchaba, pero no mostraba
arrepentimiento alguno. A juzgar por el semblante, estaba disfrutando de su
victoria por knock out. Mientras, Viviana,
se fue deslizando con disimulo por detrás del señor. Yolanda seguía con su arma
preferida, las palabras.
––Comprenderá
que es una situación incómoda para todos. Además, detrás nuestro está Ciudad
Seva que… ¡ohh! tiene una manchita aquí en el pecho ––dijo apoyándole la mano
sobre el esternón, y con un leve empujoncito, hizo que el nazi tropezara con el
cuerpo de Viviana, que estaba casualmente agachada a sus espaldas, en la
inocente posición de un bebé al gatear. Rodó por la escalera. En tiempo record,
apareció en la vereda, despatarrado.
El otro
miércoles, el oficial no apareció. Pudimos haber retomado plenamente la
literatura, excepto por un inconveniente; un delincuente, seguramente bajo las
directivas de nuestro enemigo, le había arrebatado a Bernardo en la calle,
camino al taller, su bolsa con el celular, las llaves y varios libros. No
obstante, parecía que lo que más lo alteraba, era perder su cuento, que había
modificado pacientemente, por consejo de un botarate, de esos que pululan por
Internet. Nosotros, habíamos tomado algunos recaudos con anterioridad, pusimos
un circuito cerrado de televisión portátil, ubicando las cámaras en los puntos
neurálgicos del Centro, yo por mi parte llevaba el “seisluces” en el
portafolio, algo preventivo, pero el tipo se había adelantado y produjo el
golpe afuera. No cejaba en su pretensión de restituir su dominio, ni siquiera
herido.
La
semana siguiente, yendo hacia el taller, vi a Yolanda media cuadra por delante.
Me iba a apurar a saludarla, pero pensé que mejor era seguirla, a manera de un custodio,
teniendo en cuenta lo ocurrido la semana anterior. Me mantuve a distancia y
observé que entraba en un negocio. Cuando llegué, comprobé que era una
dietética y Yolanda estaba comprando té suelto. De un recipiente grande, le
pusieron una pequeña cantidad en una bolsita negra y amarilla. Una duda se
instaló en mi mente ¿no será…? No, no puede ser. No obstante, me oculté tras un
coche estacionado. Cuando Yolanda se retiró, entré al comercio y comprobé la
procedencia. Era té común.
––Debe
ser para la casa, seguro ––quise creer.
En el
salón no le conté a nadie lo sucedido, esperé un momento más y aunque ya lo
presentía, deseaba que fuese un error, una confusión mía. Pero inexorable,
dolorosamente, la puso sobre la mesa. Mi ánimo se desplomó. La misma bolsita
amarilla y negra que le habían entregado en el negocio de la otra cuadra.
––
¿Quién prepara hoy nuestro té de Islandia? ––preguntó. Ya no había dudas. Lamentaba
haberla descubierto, porque mis compañeros siguieron escribiendo plenos de
libertad y sin ataduras, bellísimos cuentos. Mientras yo, volví a mi mediocre
literatura, a mis prejuicios y temores. Había perdido la protección de lo
mágico. Comprendí que las cárceles que no tienen barrotes, son las más
difíciles de evadir.
Ese
día, el personaje apareció con un yeso largo en la pierna derecha y fajado
completamente a nivel del tórax. Había sufrido una fractura expuesta en el
fémur y varias en la parrilla costal: las únicas que se salvaron fueron las dos
costillas flotantes. En ese estado no podría actuar, así que nos relajamos un
poco. Volvió a ser la inspiración, la verdadera reina del taller... para los
demás. No obstante los pequeños inconvenientes, nadie faltaba. Todos querían su
porción de té mágico y estaban dispuestos a arriesgarse para conseguirlo. Yo
estaba triste, mi curiosidad me había traicionado. Al salir, como siempre, nos
reunimos en la puerta del Centro Cultural. Ahora, además de despedirnos, había
una razón de seguridad, no podíamos perder de vista a Ana María, que había ido
al baño, al terminar el taller. Estábamos a punto de separarnos, cuando vimos
caer desde el primer piso, una granada sin el seguro, mientras un grito
acompañaba su lanzamiento –– ¡Viva el Tercer Reich! ––se alcanzó a escuchar.
Por suerte y por mala puntería, pegó en la moto que suele estar estacionada en
la vereda y se alejó de nosotros. No obstante, las esquirlas de la explosión
nos alcanzaron. Esta vez, fui a parar a otro hospital un poco más alejado. En
el servicio de traumatología me dieron el alta en un par de días.
El
miércoles siguiente, tuvimos más cuidado. Rosa y Cecilia, fueron vestidas con
un overoll y gorra azul. Se presentamos ante la vecina de la casa que está
justo en la esquina, frente al Centro Cultural, como empleadas de la empresa
proveedora de televisión por cable. Le dijeron que había una denuncia de un
vecino por robo de la señal. Una vez que les abrió la puerta, varios fuimos a
la terraza a preparar el terreno. Mientras, Rosanna y Yaisna entretenían a la mujer
con dulces cuentos. La señora parecía una serpiente encantada escuchando
aquellos relatos. Le abrí la puerta al resto, que traía el cañón que sacamos
del Museo Histórico, desarmado en varias partes. Gil, Hector y Paul Fernando,
traían el pesado tubo principal, Alejandro, Gustavo y María Inés la base, Elvirita
el proyectil, Deanna la mecha y la pólvora, que había conseguido Pilar a través
de unos químicos amigos. Hortensia y Carla se quedaron afuera, oficiando de “campanas”.
Había
sido misión mía poner el cañón en condiciones. Tenía un amigo que me debía
varios favores y le encargué la tarea.
–– ¿Vos
sabés el trabajo que va a dar esto? hay que tornearlo todo por dentro, está muy
oxidado ––se quejó
––Hacé
lo que haga falta, esto es una cuestión de honor ––exigí.
Una vez armado, se quedaron Clide y Doris a cargo. Los demás fuimos a la
esquina de la plaza, para cuidar que no hubiera nadie en la vereda en el
momento del disparo, porque si algo guiaba nuestros actos, era la cordura y la
responsabilidad.
Cuando Bartimeo vio una sombra que se movía en la
ventana de la oficina del nazi, preguntó con una seña por el vía libre.
Tímidamente asentí, levantando el pulgar.
––
¡Viva la metáfora! ––gritó Silvia, mientras Clide encendía la mecha
––
¡Viva! ––contestamos a coro desde la esquina.
No sé
cómo habría sido el ruido de la explosión de ese cañón en su situación
histórica, pero puedo asegurar que nunca escuché un estruendo de tal magnitud.
La ventana tenía un enrejado, y todo voló por el aire, abriendo un boquete. Con
tanta eficacia, que volcó un calentador donde el oficial aprontaba agua para el
café y se derramó el alcohol. Pronto todo se estaba incendiando. Nosotros
festejábamos entusiasmados desde nuestra tribuna en la esquina, gritando:
––Hip…Hip…rra.
Hip..Hip…rra. ––A los pocos minutos, el viejo salió corriendo envuelto
totalmente en llamas, excepto el yeso, que al parecer era ignífugo. Se tiro de cabeza a una zanja para
autoextinguirse.
Y así llegamos al 2014, por un lado
apenados, porque no interpretaron nuestro acto de estricta justicia y, según
nos dijeron, ningún Centro Cultural se arriesgaría a aceptarnos para seguir con
el taller. Pero estamos tranquilos, porque sabemos que “la historia nos
absolverá”. Lo peor es que ¡nos hicieron
un juicio penal! Nuestro abogado dijo que seguramente nos declararían
inimputables. Yo no sé qué significa, pero él parecía conforme.
Y finalmente
estamos contentos, porque encontramos un lugar. El director nos dijo que
podíamos llamarlo Centro Cultural Cero, y además, sigue coordinando Yolanda. Es
una suerte haberlo conseguido. En el lugar anterior, las paredes estaban llenas
de rendijas y se escuchaban los ruidos de los
salones vecinos, en cambio acá, tienen un mullido revestimiento. Además,
allá había una ventana grande que daba a la calle, para coleccionar ruido de
coches que pasaban acelerando a escape libre o propalando alguna publicidad.
Por el contrario, en este lugar no hay ninguna ventana que moleste. Papillon
está conforme, dice que es experto en estos lugares. Tenemos taller todos los
días de la semana, mañana y tarde. Parecemos profesionales de la literatura, y
los domingos nos visitan los familiares. Lo mejor de todo, es que el director
nos aseguró que acá, a diferencia de lo que pasaba en el otro Centro… nadie, nos
va a abrir la puerta.
Una joya de creatividad en la pluma exquisita —¿o es el teclado?— de Rubén Fernandez.
ResponderBorrarMuy bueno! Justito para la nueva presentación del blog!!!
ResponderBorrarNo pensé encontrar esta antigüedad en un lugar tan bonito. Gracias también por los comentarios.
ResponderBorrar!Maravilloso! Me encantó.
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