jueves, 15 de diciembre de 2022

Un gallo en el metro


Norma Socorro
Caracas,  Venezuela


Al salir de mi casa tuve la certeza de que algo extraño se gestaba en el aire. Sentí que algo arañaba los trozos azulados que la tarde comenzaba a arrojar a la calle, y que ya se agazapaban en la copa de los árboles, en los bordes de las aceras y, sobre todo, en las grietas de los muros.
Ya a punto de cruzar la acera, un sobresalto me detuvo: un sonido preciso como una hoja acerada tajando el espacio hasta llegar a mis oídos, un sonido animal ya perdido de la memoria urbana cruzó el aire dejando ecos de metal. El canto afilado de un gallo. Un kikirikí, eso sí, distinto.
Digo canto o kikirikí, pero ninguna de las dos palabras sirven bien a este relato: lo que escuché nada tenía de canto, que denota algo natural, tal vez armonioso y, doble tal vez, algo grato. Tampoco era el kikirikí, ya sabemos, ingenuo, el de los cuentos infantiles.
El chillido animal fuera de lugar no provenía de ningún edificio de los varios de esa calle de Los Palos Grandes, ni de los árboles cercanos, ni de algún sitio previsible, patio o tapia de vocación campesina; en cambio, en mi búsqueda del origen miro a la única persona que pasa en ese momento por la acera de enfrente.
Un hombre que no sabría definir si era del campo o la ciudad, y que, de un modo algo peculiar, parece de ambos a la vez, lleva dos bolsas blancas de tela, una en cada mano.
Me pareció percibir leves movimientos dentro de las bolsas, seguro nerviosos aleteos, gestos inútiles que mueren en la prisión de tela.
Los bultos hipnotizan mi mirada y, en esa fascinación, dudo al principio que los cantos provengan de allí; sin embargo, presiento que de ellos emana algo del misterio que había sentido antes en el aire al salir a la calle.
Observo de nuevo con mayor detenimiento, y aun a la distancia entre acera y acera —dije antes que me había paralizado en el gesto de cruzar— me pareció percibir leves movimientos dentro de las bolsas, seguro nerviosos aleteos, gestos inútiles que mueren en la prisión de tela.
Ahora tengo la certeza: el canto del gallo escapa de las mochilas, no hay duda. Sólo la extraña blancura de la tela me hace recelar: tales trajines suponen mayor suciedad; sin embargo, muy pronto descarto mis dudas lavanderas. Son dos gallos los conducidos en las bolsas blancas por el hombre sin origen definido, dos gallos tapados, ciegos.
Mientras tanto, piénsese que todo ha ocurrido en segundos tan solo, ya he cruzado la calle y voy algo más atrás del hombre, cuyas manos cargan las dos bolsas muy tensas por el peso de los animales. El extremo que cuelga es redondeado, seguramente por el pecho y la barriga adheridos a la tela, las patas 
lelas encogidas a los lados, la cabeza rígida cuyos ojos zigzaguean enloquecidos intentando descubrir alguna salida al encierro; puedo ver hilos de dureza casi cosidos al lienzo blanco, son tendones en tensión; afino mis oídos, y así recogen una respiración ansiosa y entrecortada, tan silenciosa que debo hacer esfuerzos para percibirla. No sé si la escuché realmente, o es mi imaginación exaltada por el descubrimiento.
Pude sentir mi mano pasar a ras de los cuerpos encerrados, y palpar la sangre caliente a través de la tela, como un río de miedo impulsado por el corazón palpitante, la ceguera de los animales llevados quién sabe a dónde, o traídos quién sabe de qué sitio.
La memoria veloz me lleva a recordar las peleas de gallos margariteños de Francisco Suniaga, en La otra isla, y pienso que en cambio a éstos, que son citadinos, seguramente los traen de una gallera en las cercanías de Los Palos Grandes, o más probable aún, de mucho más arriba, de un lugar del cerro El Ávila, que de allí seguramente venía bajando el hombre.
Pero ya estaba tomado por mi fantasía, a mí, que nunca me gustaron las peleas de gallos, ese espectáculo programado de muerte; allí estaban ahora estos otros gallos peleando, y veo sus espuelas al aire buscando sabiamente la vena cuya brecha propiciará la muerte de la otra furia; pienso en su ceguera roja, que no es la ceguera blanca del traslado de los gallos quién sabe a dónde, o quién sabe desde dónde.
Olfateo un nítido olor a sangre, sangre encendida en el círculo de arena alrededor del cual todos, personas y gallos, suspenden sus vidas para mirar de frente la muerte más mínima, la más íngrima en medio de los gritos de euforia.
Siento el calor pesado de esta tarde en la gallera. Ya comienzan a colarse por el entramado de palmas los cuchillos del sol de las cuatro que tornan dorado el redondel de muerte; en sus haces de luz flotan miríadas de granos de la arena levantada por el furioso aletear de los cuerpos engrinchados. Bajo esa incandescencia se unen a la pelea otros dos gallos, éstos de sombra, iracundos también como sus dueños emplumados, que por momentos suspendidos en el aire lo arrasan con sus cuchillas implacables.
Es casi un acto de amor, me digo, el sumo conocimiento final que tiene un animal del otro, midiéndose ojo contra ojo.
Miro el tornasol de plumas batiéndose en la intimidad que sólo da una muerte cercana, es casi un acto de amor, me digo, el sumo conocimiento final que tiene un animal del otro, midiéndose ojo contra ojo, un único ardiente aliento, saber ese que sería el mayor premio si no fuera porque alguno va a morir, no se sabe cuál.
De pronto un proyectil rojo atraviesa el aire salpicando a los más cercanos de los que cierran el círculo vociferante. Uno de los gallos se revuelca brevemente en la arena, y su rigidez definitiva ahora marca el intercambio de billetes de mano a mano: tanto por la muerte de tal ejemplar, este otro tanto por el aguante del vencedor, que por la huida del propio destino no hay apuesta que alcance.
Mientras esto ocurría en la imaginación, mis pies habían seguido al hombre, ya que al parecer llevábamos la misma ruta, hasta la cercana estación del metro; aquél entró tranquilamente, inadvertido de que yo le seguía. Ya adentro, el sujeto parecía ser cualquier transeúnte que lleva bolsas con enseres personales, o con los víveres que espera cocinar al llegar a su casa; para su suerte, en el andén los gallos dejaron de cantar. También, con extrañeza para mí, que sabía del terror de esos gallos encerrados, nadie se fijó en el personaje y su carga cuando subió al vagón del tren, ni tampoco durante todo el silencioso trayecto que hicieron hasta llegar a su destino, unas tres estaciones más adelante.
Al bajar, observándolo en medio del gentío propio de esa hora pico, pensé con sensatez que nada en él hacía ver que transportara algo distinto a lo que miles de caraqueños o de ciudadanos de cualquier parte del mundo llevan en sus bolsas a diario, nada de interés, sólo los usuales objetos de la cotidianidad. Sólo lo normal, me dije con firmeza.
Me puse entonces en guardia contra mí mismo, pensando que seguramente había sido secuestrado por otro de esos accesos de imaginación desbarrancada, que me conducían a crear historias fantásticas de hechos absolutamente normales.
Aunque más de una vez, es justicia conmigo aclararlo, mis suspicacias habían resultado en acertadas intuiciones. En esos —para mi persona— felices casos, lo que inicialmente parecía una locura mía a los demás, con gran sorpresa, incluso para mí, resultaba ser una verdad. Pero, ¿cómo lo supiste?, me preguntaban en esas ocasiones mis familiares o los amigos, ante lo que consideraban como una sorprendente lucidez de mi parte, cosa que me reivindicaba momentáneamente ante la opinión de ellos.
En esta oportunidad, con un hondo suspiro de alivio me dije: “Tranquilo, sólo es otro de tus inventos”, y, mirando ya sin interés al sujeto y sus bolsas, di por concluida mi gimnasia imaginativa de ese día.
Retomado el sano control de la realidad, sólo por inercia seguí tras el hombre a la salida del metro en Chacaíto ya que, de nuevo, íbamos en la misma dirección.
No habíamos avanzado una cuadra cuando se desvió hacia una zona ferial y, bajando unas escaleras oscuras, llegó a un sucio bulevar; en ese sitio, un abigarrado conjunto de pequeños locales albergaba una diversidad de actividades informales que hacen parte del limbo entre el rebusque que es la prestación de algún pequeño servicio o el comercio, y el ocio simple y sin excusas.
Yo lo seguía aún porque buscaba acortar camino por ese poco transitado sitio de la ciudad; entonces entró en uno de los locales que tenía por puerta una cortina, blanca en mejores tiempos, que amparaba de miradas curiosas lo que fuere que se vendía o hacía ahí adentro.
Del cuartucho salía corriendo el hombre mientras dos policías en volandas tras él le gritaban sujetándolo con violencia de la camisa.
Seguí mi camino pensando en asuntos por resolver en mi casa, y algo distraído mirando las mercancías que exhibían algunos de los tenderetes. No me había alejado mucho cuando un alboroto a mis espaldas me hizo voltear para ver qué ocurría.
Del cuartucho salía corriendo el hombre mientras dos policías en volandas tras él le gritaban sujetándolo con violencia de la camisa, en tanto, “¡Agárrenlo, ese siempre anda en esas cosas!”, gritaban a los guardias algunos de los mirones desde los otros locales. En el ínterin, en la confusión que se armó, nadie había reparado en dos gallos que se escapaban del lugar, y aleteando aterrorizados ganaron la calle cercana.
Viendo mi extrañeza cuando la interrogué con la mirada, una mujer de las que momentos antes gritaban a la policía me dijo:
—A ese le dicen el brujo de Chacaíto, hace sacrificios de animales por encargo, cosas de esas para el poder y la fuerza. Esos gallos como que se salvaron…
Olvidé decir que al bajarnos del metro, mientras caminaba tras el hombre, un negocio de yerbas y menjurjes anunciaba tener un famoso “lavagallos”, poderoso para restituir la fuerza y los poderes. El nuevo acceso fantasioso no se hizo esperar, y así fue mientras atravesaba el mencionado pasaje con sus tenderetes.
En la realidad, atravesamos sin ningún incidente el bulevar llegando así a una céntrica avenida con muchos negocios, éstos ahora del comercio formal. Miré al hombre, que había acelerado el paso delante de mí; como a mitad de la cuadra giró con rapidez y entró a un local comercial; me tomó por sorpresa su gesto y no me fijé en el tipo de negocio donde entraba, sólo atiné a asomarme desde afuera, mirando con cierta avidez a través de la vidriera. Habló algo con la empleada que ya se le acercaba detrás del mostrador, y depositó con cuidado las bolsas ante ella. En este punto me puse alerta cuando vi que la mujer las tomaba en sus manos, sacudiéndolas con energía a fin de hacer salir lo que había en ellas; luego de unos instantes de zarandearlos, el contenido de los bultos cayó en el mostrador.
Era ropa, era una lavandería.









martes, 30 de agosto de 2022

El puente de piedra



Silvia Hernandez Gonzalez

Mexico

Manuel Teyper

Peru

Irma y Silvia, dos jóvenes maestras rurales recién egresadas, no sospechaban lo que les ocurriría aquella tarde de domingo de 1984, cuando regresaban a San Antonio, un pueblo compuesto de un puñado de casitas dispersas perteneciente al Estado de México, donde prestaban sus servicios.

Como era usual, desde que fueron asignadas para trabajar en esa escuela ––al costado de la cual había una casa donde residían las maestras–– pasaban los fines de semana en Ixmiquilpan, una pequeña ciudad del Estado de Hidalgo donde vivía la madre de Silvia. Una amorosa mujer que las recibía alborozada, y las despedía empacándoles comida para el camino.

Muchas veces se arriesgaban a llegar a San Antonio con las últimas luces de la tarde, aunque sabían que no era lo más aconsejable; no solo el acceso debía hacerse a pie, a caballo o en carro ––cuyo alquiler era demasiado costoso y difícil de conseguir––, sino que el pueblo no contaba con el servicio de luz eléctrica, lo que hacía imposible dar con él en horas de la noche.

Salieron de Ixmiquilpan un poco más tarde de lo normal, y tomaron el bus que las dejó en el lugar de siempre, desde donde comenzaron a caminar. El paisaje era realmente hermoso.

Luego de caminar por un largo trecho cargando las maletas, se sentaron a descansar. Como llevaban comida, aprovecharon para merendar.

Justo cuando se levantaban para proseguir la marcha, comenzó a llover. Aún les faltaba mucho por recorrer, por lo que decidieron apurar el paso.

Llegaron a un lugar donde el camino se bifurcaba. No recordaban haberlo visto, ni sabían cuál de ellos debían tomar.

Regresaron hasta que encontraron una casita donde preguntaron si debían seguir el camino de la izquierda, o de la derecha.

––¿Qué hacen tan tarde, señoritas? Se les va a hacer de noche. Miren, agarren por el camino de la izquierda, no tienen por qué perderse. Pero para la próxima no lleguen tan tarde.

––Gracias, señora. Tiene razón. Muy amable.

Siguieron caminando, mientras los minutos avanzaban y la noche se acercaba cada vez más.

Al comienzo no estaban tan preocupadas porque sabían que tarde o temprano llegarían a salvo, como siempre, y luego se reirían como si de una travesura infantil se tratara.

El aguacero se convirtió en granizada, y la angustia por llegar se hizo más evidente. No obstante ninguna de las dos decía nada para no acrecentar los temores de la otra y terminaran por entrar en pánico.

Aunque siguieron caminando guiadas por la brecha que aparecía ante ellas, no daban con el pueblo.

De repente vieron a un hombre que venía en dirección contraria. Andaba a caballo y parecía no tener prisa. Extrañado de ver a dos jovencitas a esas horas en que ya todos están en sus casas, preguntó:

––Buenas tardes, señoritas, ¿para dónde van?

––Buenas tardes, señor. Vamos para San Antonio y estamos perdidas ––informó Silvia.

––Sigan por este lado, hacia la derecha, sigan derechito que por ahí es ––dijo el hombre señalando un punto.

––Gracias ––respondió Silvia. Las chicas se miraron sin saber si el señor les decía la verdad. Ya estaba oscureciendo y muy pronto no verían ni por donde pisaban. Hasta la luna, que otras noches permitía ver sin dificultades, se había ocultado tras las nubes negras.

La noche llegó sin que las jóvenes dieran con el pueblo. Por momentos les parecía que daban vueltas sin que supieran exactamente dónde ni a qué distancia se encontraban.

Hasta que por suerte un relámpago iluminó una casa. Se acercaron presurosas, y una de ellas exclamó varias veces:

––¡Buenas noches!

Luego de largos minutos salió una viejecita, ya muy mayor, que les preguntó:

––¿Qué andan haciendo por aquí? ¿Y a estas horas de la noche?

––Buenas noches, señora, somos las maestras del pueblo. Se nos hizo tarde, y ya no encontramos el camino de regreso. Por favor, ¿Podría decirnos por dónde debemos ir? ––preguntó Irma.

––Ya es muy tarde, niñas, si desean se pueden quedar aquí. Están empapadas. Al fin, mi hijo no está.

––Muchas gracias, señora, preferimos irnos ahora porque mañana muy temprano debemos dar clases.

––Entonces espérenme a que me ponga mi chal ––dijo, mientras cerraba la puerta. Momentos después salió. No caminaba con la dificultad que se esperaba por los muchos años que debía tener. Caminaron cerca de cinco minutos, hasta que llegaron a un puente de piedra.

La señora las acompañó a cruzar el puente, y les dijo:

––Sigan por ahí, un poco más adelante está el pueblo. Y no vuelvan a llegar de noche porque es muy peligroso.

––Muchas gracias, señora, ha sido usted muy amable ––dijo Silvia. Justo en ese momento otro relámpago iluminó el camino, la escuela y la cúpula de la iglesia. No podían creer que estaban tan cerca del pueblo. Se abrazaron emocionadas y contentas. Suspiraron de alivio al saber que estaban a salvo, cuando ya todas las esperanzas de encontrarlo se habían desvanecido.

Al llegar, les dio un ataque de risa. La primera en decir algo fue Irma:

––Si no hubiera sido por la señora, nunca habríamos llegado. Nos iba a tocar pasar la noche por ahí, en cualquier parte, hasta esperar que amaneciera.

––¡Ni lo digas! ¡Nos íbamos a morir de frío! ––respondió Silvia.

––Solo hay una cosa que no entiendo, ¿si la señora sabía que estábamos tan cerca del pueblo, por qué nos pidió que nos quedáramos? ––reflexionó Irma.

––No lo sé, tal vez pensó que aún con sus indicaciones no íbamos a poder dar con el bendito pueblo ––respondió Silvia de buen humor.

––Sea como fuese, creo que debemos darle las gracias a esa señora… ¡Ya sé! ¡Hagamos un pastel y se lo llevamos! ––propuso Irma.

––¡Claro, muy buena idea! ––exclamó Silvia.

––Mañana, apenas terminen las clases, lo hacemos y se lo llevamos ––dijo Irma entusiasmada.

––Pero lo más temprano posible; no quiero que se nos vaya a hacer tarde otra vez ––dijo Silvia divertida.

Al día siguiente se dedicaron a preparar el pastel. Calcularon que el puente debía quedar a cinco minutos de camino, y que la casa de la viejecita estaría apenas cruzando.

Con el pastel en las manos, se dirigieron por ese lado del camino por donde habían llegado, pero una señora del pueblo les dio el alcance para decir:

––Hola, señoritas. ¿Dónde andaban anoche? Estábamos preocupados por ustedes. ¿Por qué llegaron tan tarde?

––¡Nos perdimos, señora Victoria! ––dijo Silvia sonriendo––. Llegamos completamente mojadas. Felizmente encontramos una casa donde había una viejita. Fue ella la que nos hizo pasar por el puente para llegar aquí.

––¿Qué puente? ––preguntó extrañada la mujer.

––Sí, señora, un puente, y queda por allá ––dijo Irma señalando con la mano––. Metros más allá está la casa de la viejita ––la señora Victoria empalideció.

––Por ahí no queda ningún puente… es más, por aquí no hay puentes, bueno, sí, el puente para cruzar el río, pero ese no es de piedra, es de madera. Y por ese lado que me dicen no hay ninguna casa, ni vive ninguna viejita. ¿No se habrán equivocado?

Ahora las sorprendidas eran las maestras, que se miraron sin comprender lo que decía la señora Victoria. Era imposible que lo hubieran soñado, ¡y ambas!

––No, estamos seguras, incluso hemos hecho este pastel para regalárselo a la viejita en agradecimiento.

––Bueno, no sé, pueden ir y darse cuenta que por ahí no vive ninguna viejita. Ahora debo irme. Cuídense. Hasta luego.

Las maestras se quedaron un momento en suspenso, pero luego Silvia dijo:

––No puedo creer lo que dice la señora Victoria, mejor vayamos a ver si encontramos el puente. Era por ahí, estoy segura porque lo primero que vi fue el árbol grande y luego la escuela, así que tiene que ser por ahí.

Caminaron como diez minutos, y en efecto, no encontraron ningún puente, ni mucho menos una casa. En el lugar donde debía estar, encontraron unos palos quemados cubiertos por la maleza.

––Creo que debemos irnos, esto está muy raro ––dijo Silvia.

––Sí, vayámonos de aquí… pero de todas maneras dejemos el pastel ––pidió Irma.

––¿Qué dices? ¿Dejar este pastel tan rico? ¿Para nadie? ¡Debes estar loca! ––aseveró Silvia.

––Tal vez. Pero si una señora nos ayudó, debemos dejarlo aquí… no se sabe qué pasó, pero al menos cumplimos con lo prometido, ¿no crees? ––preguntó Irma.

––Está bien. Pero no le digamos nada de esto a la señora Victoria porque de veras creerá que estamos locas ––dijo Silvia sonriendo.

Todo prosiguió con la normalidad de siempre, pero dos días después se llevaron la sorpresa de sus vidas; el plato donde habían dejado el pastel… apareció limpio en la puerta de la casa.

Una semana después, cuando pensaron que ya todo había quedado en el olvido, tuvieron una conversa casual con el párroco del pueblo. Fue ahí que a Silvia se le ocurrió mencionar el episodio de la casa de la anciana que les había ayudado a llegar a salvo. Lo que les contó a continuación el sacerdote les aclaró todo, pero en vez de aminorar el desasosiego, lo incrementó aún más:

––Está documentado que hace mucho tiempo llegó a esta zona la Santa Inquisición. Muchas mujeres fueron condenadas a morir en la horca por practicar brujería, entre ellas una anciana que vivía por donde me dicen. Su casa fue arrasada por el fuego que prendieron los pocos campesinos que comenzaban a poblar la región.

 




viernes, 1 de julio de 2022

Aquellos años

 Gil Sánchez

Mexico


Quizá tan fugaz como un segundo, se estatiza el tiempo. Así sufrí una disociación en mí, cuando ella,

 encadenada a un recuerdo renacía vigorosa y, bailábamos juntos. El cuerpo y la mente se separaron,

 simplemente, mi mente voló desbocada. El cuerpo, como un sonámbulo salió a buscarla a la misma

 dirección a pesar que el tiempo hacía crujir los huesos. La vi arrodillada en su jardín, su cabello canoso

 me hizo dudar. Escuché en mi cabeza hueca, un eco extraviado que gritaba…, “sí es ella”. Al verme pasar,

 dejó de regar sus rosales. Buscó con su mirada ver mis ojos y juro que escuché retumbar su corazón.

 Luego, sin poder hablar, con disimulo pasé de lado. Mi mente seguía bailando, con aquella hermosa

 mujer de cabello castaño, mientras mis ojos, veía a otra persona.

lunes, 28 de febrero de 2022

EL EXTRAÑO HOMBRE DEL PIJAMA AZUL

 Jaime Aldana   

Lima, Perú


Un viento frío se coló a través de una ventana y golpeó suavemente el rostro de un hombre que parecía dormir; eso hizo que abriera los ojos con cierto fastidio.

La barba hirsuta que crecía de cualquier forma desde hacía algunas semanas, y el cabello entrecano, ensortijado y revuelto, completaba el cuadro de alguien que de lejos mostraba haber envejecido antes de tiempo; debía tener unos cincuenta años de edad, pero aparentaba sesenta.

El hombre se despabiló por completo, y pasó sus manos por su cara, preguntándose instintivamente dónde se encontraba; su rostro y sus manos daban la impresión de pertenecer a diferentes personas, mientras su rostro mostraba los estragos que le ocasionaron muchos años de exposición al sol, sus manos lucían tersas. 

Gruesas frazadas cubrían su cuerpo dificultándole cualquier movimiento. De súbito comprobó que tenían un espeso olor a moho tan desagradable que las hacía irrespirables; eso hizo que las alejara de sí con violencia.

Apenas se levantó notó que vestía un pijama azul oscuro a rayas que no recordaba haber tenido nunca.

Observó el cuarto, y le pareció del todo extravagante; sobre un ventanal colgaban unos viejos cortinajes oscuros de los que no se podía distinguir su color; el piso era de madera y crujía como si fuera a colapsar en cualquier momento, y sobre las paredes, rasgados en diversas partes, aparecía mal pegado el papel que las recubría.

Se puso aquellas ropas que vio sobre un viejo sofá y se sorprendió al ver que encajaba perfectamente en ellas, a pesar de ser tan ajeno a sus gustos… todo eso le daba la terrible sensación de estar viviendo una existencia que no era la suya.

Examinó sobre una mesa lateral algunas revistas viejas y otras cosas, pero ninguno de esos objetos le transmitió un signo de pertenencia; estaba obnubilado, como perdido; se encontraba en un lugar al que no recordaba haber llegado nunca.

Tomó una de esas revistas para comprobar la fecha, y se alarmó al ver que decía: 12 de enero de 1886, lo que le hizo pensar que alguien le estaba jugando una broma de mal gusto.

Se dirigió a la ventana y observó a través de ella un panorama impresionante; en vez de autos modernos, le pareció ver carretas jaladas por caballo… y la gente vestía ropas extrañas… ¡Como las que llevaba puestas! Un leve temblor en sus piernas lo obligó a sentarse en el borde de la cama; no era posible. Si al menos supiera cómo, o en qué condiciones llegó a ese lugar –pensó-, ya tendría algo a qué asirse, como un punto de referencia que le permitiera ver las cosas con algo de normalidad. Una idea súbita le vino a la cabeza: ‘’¿Habré enloquecido y este es tan solo un momento de lucidez?’’, se preguntó alarmado.

Trató de recordar las últimas cosas que hizo antes de caer en esa especie de abismo en el que se encontraba. Intentaba evocar cada cosa que hubiera tenido significancia en su vida. Tal vez solo era una pesadilla, como cuando se sueña que se cae al vacío y justo en el momento de estrellarse contra el suelo se despierta en sobresalto… solo que él parecía seguir cayendo sin poder despertar.

Estas y otras ideas le venían a borbotones. Ni siquiera se atrevía a imaginarse preguntándole a un transeúnte algo que tuviera sentido; cualquier cosa que le diera una respuesta cabal… pero lo llamarían loco, sin duda, y lo encerrarían en algún lugar donde terminaría por perder la razón y moriría en la más completa desesperación.

Estaba a punto de salir a la calle para saber al menos dónde se encontraba, pero alguien llamó a la puerta. Eso le hizo saltar de la cama; un miedo incomprensible se apoderó de él sin que pudiera evitarlo. 

‘’¿Vendrán a botarme a la calle?’’, pensó. No tenía la menor idea de a dónde ir, en caso se viera obligado a abandonar el recinto que ahora significaba su único refugio.

Volvieron a tocar. Ésta vez con la palma de la mano, de modo que se vio obligado a entreabrir la puerta y asomar tímidamente la cabeza.

Una señora de edad avanzada, pero que conservaba una energía asombrosa, con el cabello alborotado y vestida como al desgaire con una raída bata negra, y a la que se le pegaba perturbadoramente la piel a los huesos, dejó escapar un torrente irritante de palabras inconexas con una voz áspera y chillona, luego de lo cual preguntó:

––¡Responda! ¿Piensa quedarse hoy también, o no? ––el hombre no salía de su asombro.

––¿¡Tengo que repetirle la pregunta!?

––Sí, señora. Me quedo.

––Entonces págueme.

El hombre buscó con desesperación entre los bolsillos de su pantalón el dinero, preocupado de no tener con qué pagar, pero su mano se encontró con un bolso de cuero. Lo abrió, y extrajo de él un billete que le entregó a la señora. 

––Con esto alcanza para pagar una semana de alquiler ––anunció la mujer con la amabilidad que le produjo el billete entre sus manos––, enseguida le traigo el desayuno. 

El hombre solo atinó a mover levemente la cabeza negativamente, y a continuación le informó que él bajaría a desayunar. Cuando se fue la casera cerró la puerta aliviado.

Después de sopesar este episodio que no le daba mayores luces sobre su situación, reparó que la clave de su identidad ––porque aún de esto dudaba–– podría estar en sus bolsillos.

Tiró su contenido sobre la cama y observó que efectivamente en esos documentos se hallaba su rostro y su nombre. Leyó la fecha de su nacimiento, 15 de junio de 1986.

‘’¿Qué maldita máquina del tiempo me ha llevado al pasado?’’. Las preguntas se agolpaban en su cerebro sin hallar respuesta.

Quiso salir de aquella tétrica habitación, pero se contuvo… no tenía a dónde ir.

Un rato después bajó por las escalinatas de aquella vieja casona que a cada paso crujía y retumbaba como expresando una queja de dolor.

Después de desayunar pidió no ser molestado. 

Mientras subía las escalinatas crujientes, se preguntaba instintivamente cómo pudo ir a parar a un lugar como ese. Pensó con preocupación que de no encontrar pronto respuestas, su trastorno podría acrecentarse hasta niveles de locura. 

De repente se detuvo, y finalmente tomó la decisión de salir de la casa. 

Caminó sin cesar por la ciudad nubosa, oscura siempre aún a medio día, sucia y bulliciosa. 

A cada paso observaba una masa informe de personas y edificaciones que parecían moverse al unísono de aquí para allá, como al compás de un vertiginoso huracán. Los transeúntes pasaban presurosos a su lado.

Almorzó con la mano temblorosa. El fuerte choque con esta nueva y apabullante situación no se apaciguó ni siquiera después del abundante almuerzo que le sirvió un muchacho callado pero servicial que lo atendió como a un viejo cliente.

Regresó cual sonámbulo a la ruinosa casa de huéspedes con una botella de licor en la mano. Subió los crujientes escalones y se dedicó a escribir una carta, más que para mandársela a alguien, para tratar de sacar algo en claro rememorando su pasado. La carta literalmente decía así:

Mi vida ha sido un cúmulo intermitente de sucesos irracionales. 

Para ganarme el sustento he tenido que hacer muchas cosas triviales que ocuparon mi tiempo. No sé cómo he desperdiciado tantos años de mi vida haciendo cosas que no valían la pena.

Me he dedicado a sobrevivir así… llevando una existencia precaria y superficial, siempre en busca del sentido de la vida… hasta que me di cuenta que no tenía sentido. Siempre en busca de esa hipotética importante misión que me hizo llegar al mundo, tal vez de una lejana galaxia o de la oscuridad, a donde volveré sin remedio.

Recuerdo haber dejado la casa de mis padres, en busca de algo que nunca supe qué fue y que hoy sigo ignorando.

La familia se transformó en una sombra que me persigue todavía; me sentía como un fantasma en medio de esas personas que me vieron crecer… eso hizo que quisiera escapar en busca de la libertad que no encontré nunca, ya que si antes estaba preso del olvido ahora estoy preso de los recuerdos; no sé qué cosa es peor.

Después comencé a viajar y me gustó la incertidumbre de no saber a qué lugar iba a llegar. A quienes conocería. Dónde dormiría esa noche. Qué paisajes llenarían mis ojos de alegría, los mismos que me llenan ahora de nostalgia. Pero todo eso me dejó sin amigos, con esta insondable soledad de huérfano, y con la sensación de haber perdido mi tiempo y la oportunidad de lograr ser una persona como cualquier otra, sin las interrogantes que nunca pude responder.

Quise alejarme de la monotonía, pero después esos viajes se convirtieron en una irremediable sucesión de lugares que no pertenecían a ninguna parte; me quedé sin un sitio a donde ir, y regresé a la soledad y a la desesperanza.

Terminé envejeciendo con una idea vaga de lo que sería mi futuro… que llegó de golpe; tal vez por eso acabé aquí, metido en estas cuatro descascaradas paredes. Sin saber quién soy ni para dónde ir. Sin familia, porque la mujer que conocí esperó de mí lo que nunca pude darle.

A partir de ése momento la amargura camina a mi lado. Sigo siendo un ermitaño entre la multitud que se agolpa por doquier; las personas y su necesidad de compañía. Como que no son ellas si no tienen una presencia a su lado que las haga sentir queridas; tal vez sea eso lo que me está ocurriendo: he estado tan solo que para mí es lo mismo estar en un lugar o en otro, sin tener a nadie a quien contarle mis tristezas, mis sueños o alegrías que, como el amor, también se acaban pronto.

Me acostumbré a ir por el mundo sin tener que pensar en el regreso; por eso intenté cortar los lazos que me ataban. Por eso nunca tuve algo realmente mío, como las cosas que uno sabe que a diario puede disponer.

Tal vez no lo sepa con certeza, y haya recuperado momentáneamente la cordura… como aquel que recupera el dominio de sí mismo después de treinta años de encontrarse sumido en las garras de las drogas, y yo, como él, tenga todo por pensar y poco por vivir; por eso será que me siento como en medio de una pesadilla que no tiene fin.

Acaso solo me quede seguir siendo el anónimo que siempre fui, y no pueda tomar la rienda de la poca vida que me queda en mis manos. Y tenga que escapar una vez más de las responsabilidades, y de mí. Y siga oculto en una identidad que no siento mía. Y continúe dando tumbos una y otra vez por los caminos. Y termine en otra parte. Y me derrumbe. O quizás muera aquí mismo, sin saber a dónde ir o a donde no decidí ir, putrefacto y olvidado como la muerte, que solo muerte es.

La misiva terminaba ahí, sin que hubiese puesto su firma en ella. 

El martes, después del mediodía, la señora de cabello alborotado, vestida como al desgaire con una raída bata negra, y a la que se le pegaba perturbadoramente la piel a los huesos, llamó a la policía después de haber gritado y golpeado repetida y fuertemente la puerta.

Solo encontraron su esqueleto, como si hubiera muerto hacía mucho tiempo.