viernes, 4 de diciembre de 2020

Los Capas Rojas


Elvirita Hoyos

Cartagena, Colombia


En mi barrio la situación se había vuelto apremiante. Había “toque de queda” Quiéranlo o no, el gobierno local había resuelto vacunarnos a todos. Esta mañana le correspondía a mi calle. Entrarían a cada una de nuestras casas, y yo no quería. No se trataba de miedo, más bien era una cuestión de pálpito. Tantos mensajes sobre el tema, todos contradictorios, me tenían confusa. Incluso Jaime me escribió un whatsaap alarmado: imaginate vos, la vacuna ¡modificará a quien se la ponga!

El comité sanitario se acercaba mientras yo pensaba qué hacer. En esas me hallaba, cuando sonó el timbre de la puerta, una voz de tenor ordenó, dentro de mi cabeza, ¡Huye! Como un resorte me levanté del sillón y mientras les abrían la puerta, corrí hacia el fondo del patio y brinqué la reja, seguí corriendo desesperada a la casa de Paula, pero, ya ella y Alejandro venían a mí encuentro en el jeep descapotable. Subí y, en silencio, Paula retrocedió hasta la esquina para coger otra vía a la máxima velocidad posible. Atrás quedaban mis padres, hermanos, mascota, vecinos, mis seres y objetos más preciados. El dolor de abandonar mi hogar traspasaba mi pecho. Apenas había tenido tiempo para coger el celular y el cargador. En el bolsillo llevaba un poco de dinero. No fue hasta que un rayo de sol hirió mis ojos que me di cuenta que había dejado las gafas sobre el nochero. 

Los tres guardábamos silencio mientras Paula conducía a toda velocidad para alejarnos más y más de la ciudad. De pronto dio un giro inesperado y sin amainar celeridad siguió, dando tumbos por un camino de tierra.

— Hacia dónde vamos, grité.

— A la escuela…

—Pero estamos de vacaciones, gritó Alejandro.

—Por eso mismo, respondió a gritos Paula —porque está cerrada, a nadie se le ocurrirá buscarnos allí para clavarnos esa maldita cosa.

Entonces vimos caminando hacia nosotros unas personas vestidas de color rojo.

—Miren, allí están nuestros cuasi hermanos, dijo disminuyendo la velocidad.

— ¿Quiénes? Pregunté sorprendida.

— Silvia y Jaime.

— ¿Qué es eso de cuasi? O son, o no son. A nadie puedes partirlo por la mitad, gritó Alejandro.

—Recuerden compañeros, que somos un grupo latinoamericano, aclaró, de diferentes países pero nos une un mismo ideal: escribir cuentos para leernos. En ello encontramos la felicidad y el ser uno, agregué. 

—Bajemos para vestir nuestro distintivo: la capa roja. Toma, yo te traje la tuya, dijo Silvia.

—Hola. ¿Oyeron las últimas noticias mundiales?, preguntó Jaime

—Cuéntanos, le dije.

—No sé si creerla o no, respondió Jaime. —de todas formas, ya nada de lo que ocurra en este mundo me toma por sorpresa—. Dijeron que en Australia, los que se pusieron la vacuna, a los tres días empezaron a caminar con saltitos, igual que los canguros. Y que en los cielos de China, se ha visto volar gente con apariencia de dragones. 

—Bueno en estos tiempos la verdad se mezcla con la mentira y viceversa, dijo Paula a Jaime. Mejor no oigas ni veas más noticias. 

—¿Pueden decirme cuál es el animal emblema de nuestro terruño? Inquirí tímidamente.

— ¿Para qué quieres saberlo?, preguntó Alejandro.

—Bueno quiero saber en qué me convertiría si…

—Vamos tontita, no creas esas necedades. Más bien ten cuidado con lo que piensas, no sea que se te realice enseguida. Además, nos vamos a esconder en la escuela mientras pasa esta jarana, dijo Silvia.

Abandonamos el jeep detrás de unos arbustos y seguimos a pie un kilómetro bordeando el rio. Sentada sobre una piedra estaba la Maestra, observando el salto de los pececillos que nadaban contra la corriente de esas aguas cristalinas. Al vernos, se levantó y nos abrió sus brazos en un gesto típico de abrazos. Sus brazos abiertos se extendían más y más, hasta abarcarnos a todos.

—Sabía que mis rojitos vendrían, dijo, y me adelanté a esperarlos.

El sendero era escarpado, así que tomados de la mano la subimos en fila de a uno detrás del otro. En un claro del bosque se hallaba el templo del saber: nuestra escuela. Una magnifica edificación alabastrina, construida en los tiempos Atlantes, para guardar en ella los tesoros de su historia envuelta en la niebla misteriosa y enigmática de sus orígenes. Una reliquia, que fue espoleada desde allá hasta Sudamérica a punta del coletazo de las ballenas. 

Una edificación que resistió la inundación del diluvio, la mordedura de las serpientes, el excremento de las palomas, el vuelo de las luciérnagas, los tejidos de las arañas, el aleteo de los colibríes y los cañonazos del Coronel, en su intento fallido de tomarse la fortaleza marmórea para resguardarse junto con su escuadrón, después de haber desertado de la odiosa guerra que les tocó en suerte.

El paso del tiempo y los grandes aguaceros, habían limpiado las columnas del templo; al que sus constructores resolvieron no hacerle techo para no limitar los sueños de la ulterior humanidad; de la ruina y de la mugre; dejándolo resplandeciente como cuando fue, en el esplendor de sus inicios, unos casi cinco mil años hacia atrás. 

Al llegar nosotros, el grupo rojo, el edificio lucia impecable. La Maestra Clide, dijo que nos acostáramos sobre el piso frio del mármol, haciendo un círculo y nos tomáramos de las manos, con los pies hacia el centro y miráramos al cielo para percibir…Enseguida agregó: no vayan a dormirse, escuchen los sonidos del planeta: el susurro de las hojas, el ulular del viento, el murmullo de la lluvia, el canto de la naturaleza; sientan la dulzura de la brisa, la alegría de la risa, la pulsación en sus venas;  respiren profundo la fragancia de las flores, el olor de la tierra… Manténganse despiertos…para que recuerden todo al escribir sus sueños.

Como de costumbre la obedecimos, al fin y al cabo ella es Clide, la Maestra… Y a nosotros, nos gusta imaginar y escribir.




martes, 24 de noviembre de 2020

Micros y Macros Todos Relatos: Diario de un mochilero

Micros y Macros Todos Relatos: Diario de un mochilero: Ser mochilero es antes que nada ser libr e Manuel Teyper   Jaime Aldana nos trae sus segundo libro  Diario de un mochilero en el cual    c...

Diario de un mochilero

Ser mochilero es antes que nada ser libre

Manuel Teyper

 

Jaime Aldana nos trae sus segundo libro  Diario de un mochilero en el cual    cuenta sus primeras experiencias en Colombia, así como sus incidencias por América del Sur.

Además anexa sus mejores cuentos de misterio, con su estilo  tan personal y su narración fluida nos trae otros cuentos de su autoría.  Sus cuentos generan tensión, despiertan interés con sorpresivos finales.

Jaime Didier  Aldana  es colombiano,  vive en Perú y utiliza el pseudonimo de Manuel Teyper.

 Sus relatos son de fácil lectura, sorprendentes, con una narrativa que fluye y atrapa.

 

 

Diario de un mochilero


El primer libro de Jaime, El escritor desconocido ha tenido mucho éxito



 Ambos libros están disponibles en Amazon

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sábado, 10 de octubre de 2020

Aceitunas

 Jaime Aldana


Lima Peru


ACEITUNAS

   Aquella tarde de sábado en que tuve el infortunio de morder una aceituna, me encontraba en la carrera séptima de Bogotá.

   Ni siquiera sabía que existían y menos que se llamaran así. 

   Mi primera experiencia con las aceitunas fue amarga y llegó vestida de mujer.

   Una chica como de mi edad llegó al lugar donde solía ubicarme -en medio de artesanos-, me abrazó como si fuéramos viejos amigos, y me dio un beso en la mejilla. 

   "Muero de hambre, te invito a almorzar", me dijo mirándome a los ojos. Yo, que nunca he rechazado una invitación a comer y menos con el estómago vacío, guardé mis cosas y me fui con ella.

   No es verdad que fuera totalmente desconocida para mí. Varias veces había pagado por leer lo que yo hacía llamar poemas, e incluso nos habíamos quedado a charlar alrededor de una taza de café.

   Mientras calculaba si lo que tenía en el bolsillo me alcanzaba para llevarla a comer al sitio donde yo solía ir -por si me tocaba pagar a mí- ella me iba contando cosas de la universidad que no entendía muy bien porque mi mente estaba embolatada haciendo cuentas.

   Pronto nos encontramos frente a un restaurante de aquellos que ni en sueños pensaría entrar. Ella se adelantó y yo la seguí. 

   El portero, de frac, se quedó mirando mis ropas sin decidirse si impedir mi entrada a empellones o decirme que estaba prohibido mendigar en el lugar, pero yo fui más rápido; entré y me senté a la mesa que le ofrecieron a mi acompañante.

   Volteé a mirar, y me encontré con la dura mirada del portero que seguramente se estaría preguntando qué carajos hacía un tipo como yo en su restaurante. Su rostro decía a las claras que yo no tenía derecho de estar ahí. 

   Escondí mi rostro en la carta del menú para evitar levantarme e ir a decirle lo que pensaba de él.

   "¿Qué quieres comer?", me preguntó ella, al ver que no me decidía por ningún platillo con nombres que en mi vida había escuchado. "Lo mismo que tú", le respondí colocando la carta a un lado.

   "¿Para qué tantos cubiertos?", le pregunté. Se sonrió. Fue una sonrisa dulce, comprensiva, para nada burlona. "Es fácil. Fíjate cómo lo hago yo", me dijo tomando un pan diminuto y untándole una deliciosa bolita de mantequilla. 

   Cuando estaba saboreando mi pancito con mantequilla, se acercó el portero y le preguntó algo a mi amiga que no alcancé a escuchar, pero que deduje por el rubor de sus mejillas, y porque ella dijo: "yo".

   No quise preguntarle nada y me limité a imitarla lo mejor que pude hasta que llegó el plato de fondo. Fue ahí que todo se echó a perder; pinché con el tenedor una bolita que atrajo mi atención, me la llevé a la boca, le di una mordida... Y mi cara se transformó; nunca antes había probado algo tan horrible. No pude tragar y tuve que ir corriendo al baño a quitarle ese sabor a mi boca. 

   Regresé del baño más repuesto y mejor peinado a seguir comiendo, ante las miradas reprobatorias de los comensales. 

   Aparté los restos de aquello que me produjo tanta repulsión, y le pregunté a mi compañera: "¿Qué es esta vaina tan fea?". Se rió de nuevo y me respondió: "es una aceituna. Por lo visto nunca la habías probado... ". "Ni quiero volver a probarla", le dije.

   Seguí comiendo pero a mi manera; quería disfrutar de la comida sin tener que seguir reglas que me parecían ridículas. 

   Terminamos de comer, y nos trajeron la cuenta. Mejor dicho se la trajeron a ella.

   Luego de pagar nos invitaron dos copas de vino que bebimos con la extrañeza de ella, debido a que no estaba en el menú. Al terminar, nos dispusimos a salir.

   Tal vez lo tenía premeditado en mi subconsciente, o sucedió porque así estaba escrito en el libro del destino, pero cuando estábamos por salir el portero pasó cerca y tropezó con mi pie. Se cayó estrepitosamente y no tuve tiempo de disculparme. 

    "¿Qué pasó?", me preguntó ella, que se había adelantado y no pudo ver nada -la llamo "ella" porque no recuerdo su nombre, y no me parece justo endilgarle otro cualquiera-. "Después te cuento", le dije tomándola del brazo. "Bueno, como quieras. Te invito a mi casa, ¿qué dices?". "¿Qué iba a decir yo, que amo las invitaciones?

   Tomamos un taxi y pronto estuvimos en su casa. Una casa hermosa del norte de la ciudad. Su madre resultó ser una mujer sencilla y amable. Elogió mis poemas y me hizo sentir como uno de los suyos. Escuchamos música toda la tarde, mientras les relataba mis aventuras mochileras. Fue una tarde memorable. Lamentablemente hasta allí llegó nuestra amistad porque no volví a verla.

   Años después degustaba en Lima uno de esos deliciosos tamales que hace mi esposa. Como llevan aceitunas, las separaba a un lado junto con la masa que se había "contaminado" con su color y sabor.

   Mientras que en los barrios de Bogotá donde viví no se acostumbraba comer aceitunas, en Perú su consumo es masivo.

   Hasta que un día decidí que mi enemistad con la aceituna tenía que terminar. Me obligué a comerlas aunque mi rostro se distorsionara, pero poco a poco les fui tomando gusto. 

   Ahora soy feliz comiendo aceitunas. Me gustan negras y verdes. Las que llevan relleno o zarza de cebolla. Las como ahora, mientras escribo estas líneas. Las comeré una tarde de sol, o el día que tenga que abandonar este lugar en el que me han dado cobijo por un tiempo, porque de antemano sabía que esto no iba a durar para siempre.

MANUEL TEYPER.



viernes, 21 de agosto de 2020

Lluvia Incesante

 

Deanna Albano


Caracas, Venezuela



Era de tarde, tendido en su hamaca preferida, don Arturo estaba releyendo el borrador de su cuento que había escrito años atrás: La Lluvia.   

Arturo Uslar Pietri, un escritor venezolano, ya en sus años dorados, se encontraba en su casa de Caraballeda, en el litoral.  Una posada de playa adonde acudía casi todos los fines de semana para leer y descansar, recibir a los hijos y los amigos.  Primero lo acompañaba su amada esposa, pero ella había fallecido hace pocos años.

La casa era un espacio intimo para el disfrute del sol caribeño, pero también un lugar de trabajo.  Innumerables borradores surgieron de ese asueto, de holgazaneo, un cuento o un relato. Un refugio acogedor con escritorio en la planta baja, y otro pequeño de madera en la parte alta cerca del balcón, ambos provistos de lápices, plumas, muchas hojas, papeles; además, una Underwood portátil. 

La tarde estaba llena de nubes grises, el cielo encapotado.

¾ Carmen, por favor, me puedes traer un chocolatico, bien caliente, tengo frío. Los Usar eran golosos del chocolate en todas sus presentaciones, pero beberlo en tapara[1]era tradición familiar que les venía desde la colonia.

Carmen, su devota acompañante, lo trajo bien caliente, condimentado con cilantro, en una bandeja de madera tallada y un primoroso mantelito blanco.   

Sonó el timbre. Carmen se asomó y anunció:

¾ Llegó su sobrino Rafael.

En la puerta se asomó un joven alto, buen mozo, de finos bigotes, con un traje blanco de lino de Las Antillas, con zapatos negros de piel.

- Buenas tardes Tío Arturo, pasaba por aquí y quería saludarte.

            - Excelentes tardes Rafael, muy amable de tu parte, ¿Está lloviendo?

. Ligeramente, una pequeña garúa[2], menos mal que tengo paraguas.

- Y, ¿Cómo está mi hermana?

- Bueno, ha estado algo embromada con la tensión, pero, gracias a Dios está mejor, el médico la puso en tratamiento

- ¿Y tú Rafael qué haces?

-  Aún dando clases en la Universidad¾ acercándose a la ventana.

- ¿Sigue lloviendo?

- Si, ahora un poco más fuerte

 - ¿Quieres un pedacito de chocolate?

- Claro, este chocolate negro me encanta.

Ambos se deleitaron comiendo, cual niños disfrutando de sus golosinas.

Carmen trajo café y unos pastelitos, en una fina bandeja de madera y un juego de tazas de porcelana decorada en azul.

Compartieron por un rato, ellos tenían muchos intereses en común, ya que Rafael también era escritor.

- Bueno tío, me voy, ahora sí es un aguacero, y parece que no quiere escampar.

El octogenario se acercó a la puerta para despedir al sobrino. Las gotas de lluvia sonaban en el techo.

Durante toda la noche se escuchó la lluvia, caía sin cesar, de baja intensidad.

Al día siguiente Carmen no pudo ir al mercado.

El escritor se había puesto su mono azul, y zapatos deportivos, pero no pudo salir a su caminata matutina.

Ese día el sol no quiso ni siquiera asomarse. Las nubes oscuras cubrían el cielo.

El noticiero informó que llovería todo el día.

- Don Arturo, ¿le preparo el desayuno?

- Sí Carmen, te lo agradezco.

El escritor se sentó a la mesa del comedor y comió despacio y con gran pulcritud. Disfrutó de unas arepas[3] con nata y queso blanco, huevos revueltos, jugo de naranja, café con leche, oyendo las noticias del día.

Leyó el periódico, con parsimonia.

Un perro ladraba en la distancia.  Llovió, llovió, y siguió lloviendo. Empezaron a formarse pozos de agua, y la calle se fue llenado de agua.

- Don Arturo, sigue lloviendo, ¿no le parece que subamos a Caracas?

- No, Carmen, nos vamos mañana, cuando vengan a buscarnos.

- Pero es que llueve y llueve.

- Pero no está lloviendo duro, ya verás como mañana escampa.

Pero el cielo siguió nublado. En la madrugada se oyó un estruendo, como temblor de tierra, y cuando el anciano se asomó a la ventana vio la calle convertida en un rio encrespado de agua y lodo.  Parecía un océano embravecido. El agua estaba entrando al jardín. Afuera se oían gritos.

Sin perder la serenidad, Don Arturo recogió algunos papeles y le dijo a Carmen:

-Vamos a subir al segundo piso.

Se refugiaron en la planta alta, pero pronto se dieron cuenta que el agua seguía subiendo y afloraba por las escaleras.

El escritor, que en algunos de sus cuentos disertaba sobre la sequía, se encontraba rodeado de agua.

- Carmen vamos a subir a la azotea.

A su alrededor, todo fue confusión, los vecinos subidos a los techos, gritaban con desespero.

Don Arturo, desde su puesto de observación, con lágrimas en los ojos, sus puños apretados, divisó cómo sus libros, sus papeles, estaban flotando; el agua se los llevaba, casi en fila. Tantos papeles, tantos trabajos, tantas noches de desvelo se alejaban. Luego advirtió cómo su máquina portátil era arrastrada por las aguas, así como los escritorios, las sillas, los floreros.

Un ruido le anunció que el automóvil se había incrustado contra la pared.

En ese momento dejó de llover y despuntó un tímido sol.

 


 
https://ciudadseva.com/texto/la-lluvia-2/ 

[1]  La totuma, tapara o morro es una vasija de origen vegetal, fruto del árbol del totumo o tapara

[2] Llovizna

[3] Arepa: Masa redonda y aplanada de maíz.

sábado, 18 de julio de 2020

Dolor de una vana ilusión


Silvia Alicia Balbuena

Rosario  - Argentina

-Cuento histórico-

27 de febrero de 2012.

El despertador sonó a las 8, pero Claudio Santilli hacía rato que estaba despierto. La costumbre de despertarse con las claridades o el quiquiriquí del gallo cercano no la cambiaba ni los días feriados. Había pasado una noche entre insomnios, desvelos, ansiedades. Repasaba si toda su ropa estaba lista. A pesar del calor que seguro haría, se iba a poner su chaleco de gamuza, el pañuelo al cuello, el sombrero, sus botas con espuelas. Las alpargatas tal vez se adecuarían más a la temperatura, pero deseaba lucir impecable con su traje completo de gaucho. Usaría también su cinturón reluciente de monedas, herencia de cuatro generaciones, desde el bisabuelo Giovanni Santilli, inmigrante italiano, primer dueño de la chacra.

Desde niño su padre le había enseñado a montar y juntos participaban en festivales, desfiles, jineteadas con el centro tradicionalista del pequeño pueblo en las tierras de Areco. Ahora, que su padre anciano y gastado por duras faenas rurales ya se había alejado de estos eventos, Claudio seguía participando con tres amigos de chacras cercanas.

¡Pero esta era una ocasión especial! Hacía 200 años que Belgrano, con convicción y audacia, había creado la Bandera en las orillas del Paraná en la villa que hoy es la populosa ciudad de Rosario. Y, a pesar de los casi 300 kilómetros que debían recorrer, habían decidido unirse a varios centros tradicionalistas de la zona y asistir a los grandes festejos de este Bicentenario tan especial.

El tiempo pasaba a cuentagotas, ya quería estar en Rosario. Pensaba en su caballo portando los mismos colores que imaginó Belgrano y vibraba.

Con el calor pegajoso de las tres de la tarde, llegaron. Los ubicaron en una pequeña calle empedrada rodeada de añosos y altos árboles, cuya sombra era acogedora. ¡Pero qué desazón! El Monumento Nacional a la Bandera, ícono de Argentina, fastuoso en su arquitectura, con grandes esculturas, era apenas una torre que cortaba el cielo allá a lo lejos.

Junto a ellos, se desplegaba la bandera más larga del mundo. ¡Cuánto había deseado verla, tocarla! En los noticieros, durante diez años, comentaban que damas de todas las edades, en máquinas de coser instaladas en el patio del Monumento, unían los trozos celestes y blancos que llegaban de todo el país para rendirle tributo a la enseña, en el mismo lugar en que se creó. El proyecto pensado por ese loco lindo Julio Vacaflor, conductor de programas infantiles, superó todas las expectativas y hoy culminaba. Metros y metros de paño celeste y blanco amalgamando tantas voluntades de todos los rincones de Argentina, hoy era esa realidad portada por miles de personas. Estaba ahí, a su alcance, esperando junto a los Centros, desfilar frente al palco oficial.

Veía niños, adultos, ancianos, que la sostenían y se iban turnando a descansar sentados en los cordones de las aceras.

El entusiasmo no decaía. Unos deseaban caminar portando los colores patrios, otros cabalgar junto a ellos como guardianes de la argentinidad.

El acto comenzó a las 17, tal como estaba anunciado. Las voces de los altoparlantes no se escuchaban, pero a través de celulares, de radios, de rumores que se deslizaban como un oleaje impetuoso, llegaban las noticias. En el palco oficial, las autoridades. Rodeándolo, banderas de muchas agrupaciones. Con diferentes colores y cargadas de inscripciones. ¿Por qué no había banderas celestes y blancas? ¿Por qué otras las habían reemplazado? Miró la que tenía en su pingo y el estómago se le estrujó. No todo era celeste y blanco en esta celebración.

Los minutos pasaban lentos e inexorables. Los organizadores les traían botellitas de agua. Hasta que les llegó la noticia: el acto oficial había terminado y el desfile quedaba suspendido. La bandera, ese paño tan inmenso símbolo de la unión de un país en sus telas celestes y blancas cosidas, no iba a desfilar, sino que se movería en un abrazo simbólico al Monumento y los Centros Tradicionalistas la acompañarían un trayecto.

Un escalofrío recorrió las fibras de Claudio Santilli, un argentino de la pampa gringa que quería rendir homenaje a su bandera bicentenaria, mientras se decía: Podría haber desfilado frente al palco. Podría haber escoltado a la bandera más larga del mundo. Podría haber conocido a la presidente. Podría haber visto el caudaloso río Paraná llevando su corriente en paralelo a la costanera. Podría ver de cerca el Monumento. Podría… Podría…

Los amigos se miraron, era inútil quedarse, encogieron sus hombros con desazón y con una seña resolvieron irse. ¿Para qué permanecer, para ver las cenizas de un acto que iba muriendo?

Echó el sombrero hacia atrás, espoleó su caballo y a trotecito lento regresó a los vehículos.

Mientras lo acomodaba, hombre y animal se miraron con una mirada profunda, los dos tenían el mismo sabor amargo. Claudio lo acarició y el caballo lo hociqueó, eran compañeros, se entendían.

Se sentó en la chata. Se sacó el sombrero y lo acomodó en las rodillas, estiró las piernas, los pies hinchados en las botas le dolían. Tenía hambre, la espera había sido tan larga… ¡y para casi nada! Aspiró hondo tragándose una lágrima, los gauchos no deben llorar.

El camino era una cinta asfáltica tragada por la oscuridad de la noche. Una sensación rara estrujó su vientre, lo estaba devorando el dolor de una vana ilusión.

 


domingo, 12 de julio de 2020

El Botón

Clide Gremiger
Rio Cuarto, Argentina
 

La cobardía es la madre de la crueldad. 

Michel de Motaigne


Ahí está, mirándote desde hace dos semanas. Esto ya te está quitando no solo el sueño, ¿o no? ¿Cuánto hace que no dormís de un solo tirón? ¿Y esa maldita acidez que te sube a la garganta como un chorro de lavandina? Viene de ahí, y lo sabés. Tenés que terminar de una vez con esa culpa. Culpa, sí, culpa. No me mires con cara de "por qué voy a sentir culpa". Es que lo viste todo y no lo denunciaste. ¿Que por qué se te ocurrió espiar por la ventana esa noche? Claro, nada sabrías y nada significaría ese botón medio escondido debajo del yuyo que empezó a crecer junto al cordón de la vereda. Nada de esto te pasaría si no supieras que la mujer que arrancó el botón ya no existe. Qué no haya muerto frente a tu ventana no te hace menos responsable.

Cada vez que abrís el postigo, el botón está ahí, haciendo brillar su insultante dorado. No hay viento ni lluvia que se lo lleve, ¡Maldición!, es tu grito de cada mañana. Llamá, llamá, si querés volver a dormir y sacarte esa migraña de tres días que te punza hasta hacerte desear la muerte, te repetí hasta el cansancio. El recuerdo de esa noche no va a desaparecer porque quieras ignorar la realidad. La voz de la mujer suplicando te lastima tanto como la migraña, ¿verdad? La panzota del oso que zamarreaba a la mujer, agarrado a su pelo como si fuera una gallina a desplumar, tampoco la podrás olvidar. En el centro de esa panzota estaba el botón que saltó en el forcejeo, cuando la gallina se agitó desesperada. Tampoco podrás olvidar la cara enfurecida del oso, porque te subiste al sillón para espiar entre las tablas del postigo. La luz de la calle le iluminaba el sudor que, en el fragor del encontronazo, le chorreó desde la frente hasta los pliegues de la papada, en caída libre hasta el cuello de la camisa celeste. ¡Si hasta del color te acordás!

Pretendés que sea sólo un mal recuerdo chismoso, pero después de ver al oso en el noticiero, todo se te hizo más real. La pobre gallina tal vez no hubiera sido apuñalada si en vez de solo espiar, hubieras avisado a la policía. ¿Por qué no llamaste en ese momento? ¡Mirá toda la culpa que te hubieras ahorrado!

No busqués excusas, no hiciste lo que debías. Que no hay que meterse en lo que a uno no le incumbe; que es muy riesgoso ser testigo en medio de una cuarentena; que nada te asegura que los policías no tengan el virus; que haber visto la pelea no implica que ése sea el asesino... excusas. El botón sigue ahí, como prueba irrefutable de la pelea frente a tu ventana. Ese botón tiene un abrigo y el abrigo tiene dueño. No es un botón cualquiera: dorado, con una corona en medio de dos sables atravesados. Hasta buscaste los prismáticos para verlo mejor. Pero preferiste dejar de ver y leer las noticias locales. Lo que no ves no existe, ¿no? Pero claro, con meter la basura debajo de la alfombra no alcanza: siempre sale por los bordes para recordarte que la mugre sigue ahí y empieza a agriarse entre los dientes. La migraña ya te punza hasta en las orejas, te hace llorar. Anoche, lo poco que dormiste fue entre sábanas enroscadas y almohadas patas arriba. ¿Cuántas pastillas tomaste? Mezclaste las de la migraña con las de dormir. Terminaste vomitando.

¿Sabés que dicen las noticias hoy? Los vecinos culparon y lincharon al oso. Justicia sin juicio: lo molieron a palos y le quemaron la casa. Ya podés salir y pegarle una patada al botón.

viernes, 22 de mayo de 2020

Amores Ocultos


Gil Sanchez


México


Tres días con lluvia no bastaron para enfriar mi torcido entorno que me llevó a la persona equivocada. Los escasos días de felicidad, se esfuman junto a la ventisca fría de la noche. Resisto a desvanecer mi rencor por tal visión. Poseo un aciago fervor de borrarla de mi memoria, pero hoy, quizá, sea demasiado tarde. Puedo decir con autoridad que se instaló una serpiente bajo edredones, un gigante bicéfalo confundido, un murciélago enorme que con desfachatez muestra su sonrisa. Pero lo que vi en ese cuarto, no es comparable a nada. Un dolor punzante estalló en mi pecho con saña inmisericorde y, ¿cuál amor?, si el recuerdo de sus besos aún queman mis labios como si hubieran besado al mismo demonio.
Maldito tiempo que corre lento por la tarde, tengo que entrar a un bar para humedecer mi dolor. El pensamiento aturde, pero después de tres copas, ya qué importa. Tomo camino por la avenida Reforma donde se instalan los lugares propios del deseo. Los oídos requieren de una música brava, y por fin, ingreso a uno de ellos en espera que la noche sea eterna.
¡Oh! Cuánta oscuridad, proporciona una invisibilidad perfecta. Acuden a mi mente imágenes que bailan al compás de la melodía y le van dando forma al cómo asesinar a mi amor. Sí, así disfrutaré de sus gemidos de dolor hoy mismo, ya los disfruto aquí cerca de la barra, envuelto en olores enrarecidos que disfrazan mágicamente a sus mujeres, hechizas a fuerza de ganas. Aprecio entre el humo a una cara con el pesar por ser invisible, escondida debajo del polvo piel en capas, siento su testosterona encarcelada con cuidado, dentro de sus ojos enmarcados con líneas negras definidas en un fondo azul. Sus labios rematados de un rojo envejecido. Un amor oculto, durmiendo a ratos dentro de un cincelado pecho, bajo sombras eternas reposa serenamente, y aparece sutilmente, avivado, como un premio para el ciego que le habla. En ése momento lo amé. Tal vez, aluciné en mis recuerdos.
Así como también, alucinante, será la noche gélida entre la lluvia y el lodo con su hedor recalcitrante. El protagonista de mis sueños, terminará sin sus labios. Su cara desfigurada apaciguará el ruido de la noche, y mi plan consumado conseguirá un sentido liberador.
¡Ah qué mi madre! Por la madrugada se interesó por mi amigo, si apenas voy llegando de enterrarlo y me dice:
–– ¿Dónde dejaste a Rodolfo? ¿No va a estudiar contigo esta noche?

viernes, 1 de mayo de 2020

Condición de Nobleza


Alejandro Franco

Mexico






Hace ya un tiempo que un perro llamado Bruno, que vivió aquí en la hacienda de santa María, se negó de pronto a hacer cualquier actividad; solo yacía inerme en el suelo sin comer, beber agua o mover la cola. Los gatos, ratas, pájaros, moscas y mariposas que antes lo enloquecían de rabia, pasaban frente a sus narices sin que él se diera por entendido. Aletargado a la sombra de un viejo roble, su mirada lánguida denotaba abandono. Con el hocico hundido entre sus dos patas, pasaba hora tras hora. ¿Inmerso en sus pensamientos? ¿Soportando estoicamente un dolor físico sin quejarse?―. La cazuela de comida a su lado permanecía, cuando no llena de hormigas, plagada de moscas. ¿Y él? Inmutable como esfinge. Sus ojos de un profundo misterio, tal vez contemplaban el ir y volver de hormigas arreadas sin látigo, empeñadas por el mandato natural del acarreo incesante de alimento. El Pastor alemán, antes todo vigor y alegría, se convertía poco a poco en sepulto en vida.
Aún recuerdo cuando en una cajita de cartón en manos de su abuelo, portaba un puñito de pelos con dos lindos ojitos. La madre fue atropellada, nos dijo. Ha de haber salido en busca de alimento para crearles su lechita; quizás por ello, las pobres crías quedaron en la orfandad. Este que traigo aquí era el último que quedaba de seis, según me hizo notar el guardia del granero antes de ofrecérmelo ―aclaró muy ufano.
 Lléveselo, don Ángel ―me insistía el hombre. Véalo usted bien. No luce tan corriente, sino más bien fino; lo digo por el pelo, las patas y el hocico nada chato.  Hágale un huequito allá en su hacienda, no sea malito. Si no fuera por los dos perrazos que tengo aquí, palabrita que yo me lo quedaba. Dese usted cuenta, don Ángel, cómo es que está de desvalido el pobrecito ―le dijo el buen hombre a mi papá para infundirle piedad.
Pero, Pancho, ¿qué voy a hacer yo tan viejo con tantísimo animal en la hacienda? Nomás dime. Ya Dios dirá, don Ángel, ya Dios dirá ―contestó el interpelado.
Está tan chulo el condenado… que de verdad se antoja agarrarlo ―dijo el viejo―. Pues me lo llevo, qué caray, decidió entusiasmado su abuelo. Donde come uno, comen dos, y donde dos, tres… ―agregó benevolente. ¿Tendrías por ahí una cajita de cartón pa’ meterlo, mi buen Pancho? Capaz que con el jodido frío que está haciendo y la lluvia que se avecina, váyase a juir pal otro barrio, antes de dar sus primeros pasos. Que san Roque te proteja siempre, chiquito ―le habló con ternura.                            
Nunca imaginó su abuelo la fortuna que traía en sus manos. Él mismo fue y se lo enjaretó a la perra recién parida del rancho, que sin remilgo alguno lo aceptó entre los propios. Con el tiempo el cachorrito creció y se convirtió en su sombra. Caminaba a su lado de aquí para allá, pues mi padre era incansable. Echado a un lado de la hamaca, velaba sus siestas de la tarde. Y por la noche, el muy conchudo dormía tan atravesado en su cama, que casi lo botaba al pobre. Siempre celoso, vigilante y atento a cualquier ruido. Por la mañana, a pura punta de ladridos insistentes levantaba a su abuelo a querer o no. Era como si le dijera: ¡Despierta flojo, despierta, que ya amaneció y es la hora de mi desayuno! Hasta daba la impresión que se lo exigiera a gritos.
Está bien, está bien, ten calma, le decía mi abuelo con imperante ternura. Ya te oí, Bruno, ya te oí. Nunca se le vio disgustado por sus travesuras. Cuando no lo llamaba mi’jo, lo llamaba Bruno precioso. Recuerdo que nunca, a nosotros, que éramos sus nietos, alguna vez nos llegara a llamar hijos. Solo: ¡escuincles del demonio!, lárguense a jugar a  otro lado, que no me dejan estar tranquilo ni un minuto ―juraba molesto.
 Bruno era todo para él. Era su vida y quizá hasta algo más; si se pudiese saber.
El fiel perro no solo cuidaba de él, también lo hacía de todos nosotros en la hacienda: el gallinero y los borregos; a las vacas y caballos del establo también los tenía bajo su suspicaz custodia. Ahora mismo recuerdo la punta de ladridos con los que ahuyentaba a cualquier extraño que osara acercarse de improviso; ya fuesen personas o perros; y hasta los pájaros y mariposas lo ponían en alerta. Todo el día ladraba sin cesar; aclaro que durante las siestas del amo, él mismo se proponía no hacerlo.
Solo que en una ocasión, tal como antes les contaba, Bruno amaneció muy triste. Tan triste, que dejó de ladrar de la noche a la mañana; y ni quien pudiese animarlo a jugar o a comer. Ya no dormía en la cama del abuelo y se guardaba en cualquier rincón o lugar. El abuelo entristeció por igual o más. De inmediato hizo traer al veterinario del pueblo. Después de auscultarlo y hacerlo gemir de dolor con sus palpeos, el tal doctor profirió su funesto diagnóstico: “Es posible que sea cáncer de vísceras”, dijo con la inhumana entonación que acostumbran. Habrá que tomarle unas biopsias y… claro, hacer otros estudios para asegurarse, le soltó sin compasión alguna a mi padre. Si es lo que creo, no lo tome a mal, don Ángel, ―expresó con falso tono tranquilizador―; si ello fuese, vaya usted tomando sus providencias… En tal caso, dijo: lo mejor sería ponerlo a dormir para evitarle el sufrimiento de una larga agonía con fortísimos dolores. Siento decírselo de esta manera, don Ángel, pero es preferible que lo sepa usted a tiempo. Y por ahora, don Ángel, me retiro. Que sean nada más trescientos pesos por la visita a domicilio, manifestó el insensible medicastro.
Su abuelo quedó hecho un mar de lágrimas cuando se largó el mentado gurú de la medicina. ¡Sáquense de aquí chamacos!, nos ordenó a media voz, en tanto con paternal ternura y mano temblorosa le acariciaba la panza, el lomo y su cabecita al paciente. ¡No quiero que me vean chillar como un jodido marica! ―decía sollozando el afligido anciano. ¡Váyanse de aquí, déjenos solos!
Una tarde en que el Bruno ya no respondía, el caporal se acercó con tiento a su abuelo y le dijo: “Si usted quiere, patroncito, le merco unas hierbas que son requete güenas pal dolor de tripas; o mejor de plano me voy al monte y me traigo al brujo pa’que le haga una limpia y le saque los demonios del cuerpo… Ese hechicero prepara mejores pócimas que ni las de Julián el boticario del pueblo.  Usté nomás dígame qué quiere que haga, patroncito. ¿Qué va a saber ese viejo brujo de estos males, Odilón?, le contestó mi abuelo. Pero en fin, exclamó conforme: “No hay peor lucha que la que no se hace. Corre y tráetelo pa’ que lo mire”. Quién quita y me lo alivie con sus limpias.
Muy apercibido del mal carácter de su abuelo, el brujo se presentó con hartos menjunjes  y hierbas en una bolsa de yute; y desde que vio al animalito, exclamó: “Este animalito de seguro está empachado o envenenado. Algo que le dieron o se tragó por ahí, le está haciendo harto daño. Pero ahorita mismo se lo medicino, patroncito; no me comprometo a mucho, pero la batalla se dará… en el nombre de María santísima”. Hurgó entre sus cosas y sacó una botella con un líquido verdoso que entregó al abuelo. “Una cucharada tres veces al día, Don; y con estas hierbas, que le preparen un tecito pa’ su agua del día. Y sepa usté, patroncito, que dejo de llamarme Nemesio, si con esto que le estoy dando al enfermito, no se mejora”. De mí se acuerda si no, va usté a ver.
El brujo se santiguó, recibió su paga, y pa’ luego es tarde, se dio comienzo al tratamiento.
Ora sí con esto te me vas a aliviar mi’jito, le decía su abuelo lleno de fe, entre sobada y sobada. Al tercer día de las primeras cucharadas, el Bruno comenzó a tragar su té aún sin poderse incorporar. Al quinto día lo halló su abuelo caminando por los corrales todo arqueado  a vómito y vómito, zúrrese y zúrrese. Ora sí que se nos muere, papá, le dijimos. ¡Cállense condenados, ¿qué no ven que está por echar al Diablo pa’ juera? Miren lo rete prieto que está eso que zurra; y lo verde de las vomitadas. Les digo que pa’ mí, es el meritito chamuco que se le escapa. No que yo lo sepa, pero de veritas creo que así es como ha de oler el maldito infierno.
Ya para el séptimo día, el Bruno caminaba y corría como si nada; y nos movía la cola a todos; y a su abuelo se le paraba de patas y le lamía la cara. Uno que otro ladrido a cada uno y se largaba a sus deberes; o a cazar ratas, pájaros y mariposas.
Pero el tiempo, ese enemigo de todo cuanto existe y que no perdona a nadie, devino en canas y calambres en los cuartos traseros del buen perro. Dejó de ladrar y correr. Tan solo les gruñía a sus acérrimos enemigos los pájaros, cuando osaban posarse a trinar en el barandal del balcón. Se le iba todo el día echado a los pies de su abuelo, quien para ese mismo tiempo ya tampoco salía de casa. Durante la cena, sentado a la mesa, convidaba al Bruno pan remojado en su chocolate con leche; y ajeno a nosotros, le murmuraba ternuras:
“¿Te gustó chiquito? ¿No está muy caliente? ¿Quieres más? ¿Quién te quiere más que nadie en todo el mundo? ¿Ya tienes sueño? Vamos, te llevo a dormir. Siempre y cuando mis reumas me lo permitan. Si supieras cómo me duelen las piernas… por eso mismo te comprendo, mi viejo… No fuera yo a darme bien cuenta que a ti también te duelen tus patitas… y que ya casi no ves. Y que se te han ido cayendo tus dientitos... igual que a mí. Has perdido mucho pelo, mi amigo. Hasta das la pala de borrego trasquilado. Ya estamos viejos mi Bruno; pero yo aún más. Con un solo bastón no me basta. A lo mejor te gano en el viaje pa’ rendir cuentas. ¡Que ni lo mande Diosito! No quisiera dejarte solo y tu alma al ahí te ves.”
Y el Bruno le contestaba: Guau, guau, guau… yo también te quiero, y más aún que tú. Soy, y siempre he sido feliz a tu lado; y velaré por ti hasta el día en que yo muera.  
―Pero papá, si los perros no hablan, solo ladran y mueven la cola. No nos cuentes mentiras.
―De acuerdo, hijitos, todos sabemos que no hablan; pero el Bruno se lo decía todo con los ojos y moviendo la cola. Bueno, ya no la movía como antes; tan solo la azotaba muy quedo contra el suelo; siempre ahí, echado a sus pies. Créanlo o no, el Bruno y su abuelo se entendían requeté bien: Él le musitaba palabras cariñosas, y el otro movía su cola de puro consentido.  Y al revés, uno ladraba, y al otro se le iluminaba la cara de felicidad; y nunca su abuelo hizo por callarlo, aún con todo y sus dolores. Si los hubieran visto, me lo creerían sin chistar.   
Un desventurado día, su abuelo ya no despertó. Se nos fue tranquilito y sin dolor durante la noche. Nos dimos cuenta cuando a lo lejos escuchamos al Bruno gemir y gemir; lo encontramos con las dos patas sobre su pecho y le ladraba sin parar. ¡Respóndeme, amito, respóndeme! ―pensamos que eso era lo que quería decir con sus desesperados ladridos―. Tal era su sufrimiento, que logró conmovernos y nos hizo llorar.
Después del sepelio, el Bruno no regresó a casa con nosotros y los demás deudos. Se quedó ahí mismo, echado sobre la tumba a gime y gime; luego se levantaba y rascaba desesperado en la tierra. Nunca más volvió a casa; y si íbamos por él, más tardaba en llegar, que en huir hacia donde su amo.
Más adelante, el fiel perro murió al pie de su tumba. Parecía formar parte de un venidero mausoleo: Ahí, como inamovible materia etérea, quedó su cuerpo y alma con el hocico hundido entre sus patas delanteras, prendado de amor filial.

sábado, 18 de abril de 2020

El Grito


Paola  Pamapre 

Concepción del Uruguay, Argentina


(…) esa mujer ¿por qué grita?
andá a saber
mirá que flores bonitas
¿por qué grita?
jacintos margaritas
¿por qué?
¿por qué qué?

Susana Thénon 
(BsAs 1935-1991)


El barrio está al tanto, pero es complicado tomar cartas en el asunto.  La casa de mitad de cuadra, esa tan distinguida, la que tiene  un hermoso jardín en el frente, una pileta y  un parque extenso diseñado por un famoso arquitecto, sí esa que la observa todo el mundo,  hace mucho que la construyeron. No hay quien conozca un poco de  la historia de la zona, que no la admire.  Es de gente “bien”. 
Todos los  del edificio lo saben pero afrontarlo es difícil.  Como ojos verticales  que se elevan por veinte pisos, tienen el privilegio de butacas reservadas. Desde los balcones que dan al centro de la manzana pueden observar, con disimulo a veces y otras descaradamente, lo que sucede en el patio.  La casa en cambio, con sus ventanas cerradas, esconde  con piedad  la situación.
La señora de López  saluda a todos, conversa a veces con los vecinos desde adentro de la reja y riega y riega sus canteros.  A menudo corta los pimpollos de sus rosales sin cuidarse de las espinas… ¿Será por eso que ella  tiene los ojos salpicados y sangre en los dedos?... ¿La viste, mamá?
Los ojos de la señora son raros, miran sin verte, a veces  parece que hablaran…ojos que gritan diría. Vení a ver que te corro un poco la cortina.  Dejá de acomodar las calas en el jarrón y vení.   Vení  te digo y fíjate que en la calle hay una ambulancia, vaya a saber que está pasando en la vereda que hay una ambulancia, una ambulancia te digo, fijáte.  No podemos salir a preguntar con esto de estar en cuarentena. Vos conocés a la señora de López porque trabajaste en su casa ¿nunca te comentó nada? ¿Por qué estas llorando? Ahora llega un patrullero y bajan algunos agentes ¿Qué estará pasando? Los vecinos están asomados a las ventanas pero nadie puede salir a la calle por culpa del coronavirus, es una desgracia. Hace días que ni hasta al kiosco podemos ir. ¡Es una cagada! Todos encerrados.  Hoy estaba tan callada la casa de los López que pensé que no había nadie, salvo ese grito a la hora del almuerzo. ¿Por qué grita esa mujer? Yo no estaba muy segura de dónde provenía el grito, alguien subió el volumen de la televisión, era la hora del noticiero y había olor a comida quemada. ¿No escuchaste nada mamá? Estás cada vez más sorda, vieja, aunque no hay más sordo que el que no quiere oír, y dejá de llorar porque me viene a la memoria lo que llorábamos juntas hace mucho tiempo atrás.  Si habré llorado sin gritar aunque me dolía la garganta de aguantar. Me tiemblan las manos de solo acordarme. ¿Por qué no gritábamos, má? ¿Por qué ahora tu llanto es silencioso? Ya sé. Tengo que dejar en el fondo de un pozo los recuerdos que duelen. Esas cosas pasaban en la villa miserable donde vivíamos y yo era muy  chica y los pocos pesos que vos  juntabas fregando te los quitaba esa bestia alcohólica que fue mi papá. A veces tengo sueños muy feos mami…aunque ahora nuestro dolor está atenuado  y nuestras cicatrices escondidas.  ¿Por qué no gritaste, mujer?  Mamá, vos no gritaste ni cuando papá me agarraba de los pelos, cuando me mandaba a la cama sin cenar. Estaba oscuro y yo tenía tanto miedo. Escuchaba ruidos y golpes y lloraba tapándome con la almohada.  Pasamos años con esa tortura, el  espanto  me amordazaba.  Y aunque lloré cuando ese bruto se murió de cirrosis como para disimular, por dentro vos y yo no parábamos de bailar y cantar, por fin nuestras voces acalladas eran festivas. ¿Te tomás un cafecito? Voy a la cocina y  lo  preparo.
No tengo que ir  a trabajar a la oficina. Tuve suerte de conseguir el empleo así ella puede  quedarse  en casa. No se puede viajar por esta semana por lo del virus ése, así que me tengo que poner en la compu a trabajar por internet. Hay que conformarse.  Por suerte tenemos celulares ahora y nos entretenemos con la tele. Vení, má que el café se enfría ¿Qué te pasa viejita? ¿Y ese grito?  Ya voy ya voy ya voy…
¡Mirá como se llevan esposado al doctor López!