miércoles, 20 de septiembre de 2017

¿Sabes una cosa?


 Paola Pamapre

Concepción del Uruguay, Argentina

Como tantas otras veces, te espero.  Te espero con paciencia. La puntualidad no es lo tuyo.  Ya escuché todo el repertorio de excusas en nuestros largos años de amistad.  Llegabas tarde a las picadas en el potrero y yo te cubría en el arco, cercenando mis posibilidades de lucirme como atacante zurdo.  Me perdía el comienzo de la película por pasarte a buscar a tu casa…y después me comprabas palomitas… para conformarme.
En la secundaria querías formar parte de mi equipo de trabajos prácticos, porque al final yo hacía también tu parte.  Elegiste la misma carrera en la universidad, pensando que te llevaría a la rastra en los estudios, total…te daba lo mismo.  Mientras siguieras estudiando tu viejo te bancaba, la plata nunca fue problema para vos.
En el mismo bar. Como tantas otras veces, te espero. Te espero con paciencia frente a dos tazas de café vacías, a un diario doblado en la misma página y a un celular mudo.
Me pregunto por qué te espero con esta paciencia que solo el apego abastece. Hace tiempo que nuestros encuentros son virtuales: mensajes con caritas de feliz cumpleaños, llamadas apresuradas respondiendo a mis “feliz año nuevo”…promesas de vernos y charlar.  En fin, vaya a saber que milagro concluyó que hoy nos veremos las caras.
¿Sabés una cosa? No hay nada como mirarse a los ojos. Hablar y darse una palmada en la espalda. Escuchar una carcajada en lugar del “jajaja! del emoticon”.  ¡Claro que nos falta tiempo para un encuentro! ¿Motivos? Miles: el trabajo o el estudio, las reuniones del club o de la empresa…todo eso nos condiciona. Pero hoy vamos a charlar como hace tiempo no hacemos…si es que venís, claro. Si es que los astros convergen.
Mientras llamo al camarero y pido otro café te veo cruzar corriendo la calle. Que sean dos, le digo y no puedo evitar una sonrisa.
Nos abrazamos. Vos respirando agitado, yo haciendo oídos sordos a tu excusa. Si total no te la creo.  Perdones falsos y patrañeros. Así y todo, es sincera la alegría del encuentro.  Empezamos a sacar cuentas de los meses transcurridos…parece mentira pero ya hace dos años que no “tuvimos” la oportunidad de estar frente a frente.  Hay que romper el hielo…la incomodidad de arrancar a conversar. Hace calor…hace frio…la típica charla intrascendente.
Tenés los ojos abotagados, tu semblante está pálido y de un trago te tomás el café con la intención clara de despertarte. ¿Alcanzará? Vas tomando tiempo para aclarar tu mente y me pedís que te cuente en qué ando.  Estoy en el último de la “facu”…terminé de cursar  y tengo una pasantía en el estudio de un abogado. Me está costando – te aclaro – entre el trabajo y el estudio no me dan los tiempos…y además…
Sin muchos miramientos y una evidente falta de interés, te levantás para ir al baño con un rápido “ya vuelvo”…y de paso le gritás al mozo que traiga otro café, grande y cargado.  Te espero..¿qué otra cosa puedo hacer? Con la cara lavada parece que estás haciendo un nuevo intento de conectarte con la realidad.
–– ¿Te sentís bien? –– no puedo dejar de preguntar. Y como de costumbre me oigo a mí mismo recomendarte que tenés que ser más ordenado y cuidarte un poco. Imagino que seguís trasnochando en tus recorridas por las festicholas de amigos y amigotes. No te pregunto, pero espero que entre el alcohol y otras porquerías no te estés jodiendo la vida, vos que tuviste tantas oportunidades desde la cuna.
–– ¿Cuándo vas a sentar cabeza? –– te digo con una sonrisa mientras te veo bajar la mirada y revolver el café parsimoniosamente. El silencio entre nosotros se prolonga apenas porque vos querés saber de mi vida.  Así no tenés que hablar de la tuya, no inventar alguna farsa.
Te conocí así de fantasioso pero simpático. Te seguí detrás de muchas aventuras infantiles y menos locuras de adultos.  Te quise y te quiero sin saber por qué la amistad que nos unió sigue perdurando. Con pocas cosas en común, con demasiados desplantes de tu parte.  En algún momento de nuestra vida, hubo algo. Vos y yo sabemos qué. Recuerdo nítidamente el episodio que cortó por un tiempo nuestra relación. Debajo de la mesa, inconscientemente, me acaricio los nudillos de mi mano izquierda.
Me estas mirando a los ojos, en silencio, sabiendo que estamos pensando en lo mismo. Funciona todavía la telepatía que aprendimos a usar cuando era urgente una excusa para zafar de problemas en la escuela.  Claro que sabemos que ese día marcó el final de la confianza, aunque no del amor, el amor  indestructible de la amistad.
Te había contado de lo mucho que me gustaba esa chica, la que acababa de inscribirse en el mismo curso de tercer año. Vos a la rastra con tus materias adeudadas, cada tanto aparecías por las aulas. Virginia venía del interior, acostumbrándose al ritmo enloquecedor de la facultad y de la gran ciudad.  Se sentaba alejada del grupo más eufórico, intentando aprovechar la labia del profesor y a la salida era casi la última.  Yo quedé encandilado por esos ojos claros, conquistado a la primer sonrisa y sacudido por un fogonazo en la panza. ¡Te lo había contado!... Vos ni siquiera la habías registrado. Claro, no tenía la mini ni demasiado maquillaje.
–– ¿Esa simplona?–– dijiste mientras mirabas por encima del hombro.
Sin embargo, por capricho, frecuentaste el curso y te sentaste cerca. Estabas siempre dispuesto a un levante, a demostrar que tus encantos eran irresistibles. Te dabas cuenta que me moría por ella y sin embargo no te importó.  Nuestra rivalidad no era manifiesta y Vicky, como le decías, se comenzaba a ambientar y se relajaba  con nuestras supuestas guerras de conquista, nuestras  batallas verbales.  No entré en el juego cuando la noche de la guitarreada, copas en mano, te la llevaste al fondo del salón, donde llegaba la música pero no las luces.
¿Sabés una cosa?...Fue con celos y rabia que te pegué la trompada al día siguiente. ¡Cómo odié que no me  devolvieras el puñetazo!...no pude seguir pegándote y desquitarme. Desde el piso me miraste con esa expresión idiota de no comprender.  Te di una patada no demasiado fuerte y me fui.
–– ¡No entendés nada, pelotudo! –– y no sabía si las lágrimas me saltaban de poco macho o de desilusión.
Cambié de curso, me busqué un trabajo y ocupé mi mente en otras cosas. No te podía tener bronca, eras mi amigo. Me salí de tu circulo no tan “virtuoso” de la joda. Puse distancia  porque ya  algo se había roto entre nosotros, algo tan sencillo como el respeto.  La chica del interior necesitaba socializar y vos la llevabas de recorrida, le enseñaste muchas cosas, no todas buenas, pero así es la escuela de la vida.  Supe que eso no duró mucho, porque como dice el refrán “las mentiras tienen las patas cortas” y las desilusiones de la juventud pueden llegar a superarse. Ella te caló a poco de andar y simplemente te fuiste detrás de otro espejismo.
–– ¡Contáme de vos! –– volviste a insistir.  Y de veras me pareció ver asomar en tus ojos nuestra antigua amistad. Me dejé tomar por la tibieza de ese extraño sentimiento.
–– Me caso el mes que viene –– y me quedé esperando tu reacción. Me miraste fijo.
Te empecé a detallar lo bien que me había ido en el estudio de abogados donde estaba como socio y  que,  a pesar del atraso,  el título tan laboriosamente conseguido tendría un elegante marco en mi oficina.  Una mirada ensoñadora se dibujó en mi cara al contarte que vivíamos juntos desde hacía tiempo, bajo el mismo techo, con una vieja mesa mitad platos y mitad apuntes, con solo dos sillas y una única cama que custodiaba nuestro amor. Y ella seguía estudiando gracias al apoyo de sus padres que vivían en el interior…y que, bueno,  habíamos decidido casarnos porque estaba embarazada. Es una nena y llegará a fines del otoño. Seguimos discutiendo por el nombre. Ya no pude parar de hablar, a los borbotones me salió lo último.
–– ¡Más contento no puedo estar! –– y me tembló un poco la voz. Me sentí mal por alardear frente a tu evidente decadencia. Juro que no fue un sentimiento de venganza.
–– ¿Sabés una cosa? …Estamos muy felices –– suspiré.   Y finalmente saliste de tu asombro con una media sonrisa.
           Hice señas al camarero. Un té y un jugo de naranja, le pedí mientras me levantaba para ir hacia la puerta del bar. Abrí la puerta para que entrara mi mujer. Le tomé el abultado portafolio y le di un beso tierno. Volvimos a la mesa donde estabas esperándonos. La sonrisa cómplice de Virginia acompañó la mirada que compartimos.
–– ¡Despabiláte, hermano!... ¿no vas a felicitarnos?



 



viernes, 8 de septiembre de 2017

La ciudad donde nunca llueve

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Adriana Diaz

Argentina


Lulú está allí. Quiso volver.
Tenía unos pocos días pero se decidió. Siempre viene bien cambiar de aire aún cuando sea sólo por un rato.
Armó un bolsito con lo necesario. No mucho, lo suficiente. Un par de remeras, short de jeans, un bikini y un abrigo. En las noches suele refrescar en las sierras.
Recuerda ésto de su infancia. Cuando era niña y aún sus padres no habían muerto.
Tan chiquita... Por qué me habrán dejado entonces, se pregunta.
Una fatalidad, le dijeron para consolarla pero ella sabía que no era así. Siempre lo supo.
Las presencias, las almas de sus muertos, la visitaron casi a diario. Ambos siguieron a su lado, claro está, de otra manera.

Desde entonces, no regresó  más a ese lugar.  
Aquella tierra le trae memorias y recuerdos. Buenos pero de los que duelen.
No ha sido fácil su existencia, pero ahora que ha podido dejar atrás la tutoría de sus tíos, se siente mejor. Esta nueva vida encaja mejor con su forma de ser.

Lulú es simple. Desprendida, desapegada de todo. Libre.
Ha llegado sola esta mañana y va directo hacia allí. La zona del accidente, rememora para sus adentros.
Un pequeño altar le señala el sitio preciso. Suele haberlos al borde de las rutas para indicar lugares del camino donde se perdieron vidas.
Se agacha y recoge algunas botellas vacías que alguien dejó junto a un atado de flores. Un ramillete de plástico con colores bonitos.

Tiene ganas de llorar.
Debajo del polvo acumulado por los años, se ve una fecha y los nombres de sus padres.
Ana y Daniel, dice pintado en letras amarillas.
Busca su nombre pero no lo encuentra. No sabe si sentirse aliviada o triste. No está muerta, aunque a veces lo parezca.
Con lágrimas en los ojos, se recuesta sobre la tierra. Luego de un rato, se sentirá mejor. Dormir siempre la ayuda a recuperarse.

Entra en los sueños de su propio sueño. Camina despacio por un sendero semejante a éste en el que duerme. Sólo que allí el asfalto ha dejado lugar por completo, a la tierra.

Nadie la ve, nadie pasa por allí. Quizás aquel camino está muerto. Como sus padres, como ella misma.

De a poco, lo que antes era sólo luz, se nubla y comienza a lloviznar.
Por un momento se lamenta de no haber llevado su impermeable azul o sus botas de lluvia. Hay unas amarillas coquetas guardadas en un viejo armario de su cuarto en la casa de los tíos.
Ahora sí que los echa de menos. No a sus tíos, claro está sino a su pequeño mundo. Su cuarto, su armario, sus objetos, sus botas amarillas.

El agua la despierta, se pone rápido de pie y comienza a andar.
El camino ha comenzado a complicarse por el agua y el barro que se va formando. La ropa mojada pesa aún más.
Al final, hasta donde sus ojos pueden ver, percibe un cruce de caminos y luego, la ruta nacional. Se ve pasar por allí, vehículos de todo tipo.
Apura el paso y comienza a hacer dedo. Mira hacia atrás, allá nomás quedan el altar, las flores, los nombres de sus padres.
Hacia adelante, ve un camión que transporta a un hombre y una mujer. Se detienen y le hacen señas para que suba. Pedirá que la lleven hasta el pueblo.

Son vecinos de la región. Viven desde hace años en ese lugar. Aún recuerdan.
Todos nos acordamos de aquella muerte y es que desde entonces no ha llovido nunca más por aquí, le cuentan.

Hasta hoy- aclara Lulú.

No, hoy tampoco- contestan extrañados- acá no ha llovido nada.
Lulú se queda mirándolos mientras se toca con disimulo, los cabellos mojados. Por la ventanilla abierta de la camioneta sólo puede divisar que quedan atrás, grandes extensiones de tierra reseca.