viernes, 8 de septiembre de 2017

La ciudad donde nunca llueve

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Adriana Diaz

Argentina


Lulú está allí. Quiso volver.
Tenía unos pocos días pero se decidió. Siempre viene bien cambiar de aire aún cuando sea sólo por un rato.
Armó un bolsito con lo necesario. No mucho, lo suficiente. Un par de remeras, short de jeans, un bikini y un abrigo. En las noches suele refrescar en las sierras.
Recuerda ésto de su infancia. Cuando era niña y aún sus padres no habían muerto.
Tan chiquita... Por qué me habrán dejado entonces, se pregunta.
Una fatalidad, le dijeron para consolarla pero ella sabía que no era así. Siempre lo supo.
Las presencias, las almas de sus muertos, la visitaron casi a diario. Ambos siguieron a su lado, claro está, de otra manera.

Desde entonces, no regresó  más a ese lugar.  
Aquella tierra le trae memorias y recuerdos. Buenos pero de los que duelen.
No ha sido fácil su existencia, pero ahora que ha podido dejar atrás la tutoría de sus tíos, se siente mejor. Esta nueva vida encaja mejor con su forma de ser.

Lulú es simple. Desprendida, desapegada de todo. Libre.
Ha llegado sola esta mañana y va directo hacia allí. La zona del accidente, rememora para sus adentros.
Un pequeño altar le señala el sitio preciso. Suele haberlos al borde de las rutas para indicar lugares del camino donde se perdieron vidas.
Se agacha y recoge algunas botellas vacías que alguien dejó junto a un atado de flores. Un ramillete de plástico con colores bonitos.

Tiene ganas de llorar.
Debajo del polvo acumulado por los años, se ve una fecha y los nombres de sus padres.
Ana y Daniel, dice pintado en letras amarillas.
Busca su nombre pero no lo encuentra. No sabe si sentirse aliviada o triste. No está muerta, aunque a veces lo parezca.
Con lágrimas en los ojos, se recuesta sobre la tierra. Luego de un rato, se sentirá mejor. Dormir siempre la ayuda a recuperarse.

Entra en los sueños de su propio sueño. Camina despacio por un sendero semejante a éste en el que duerme. Sólo que allí el asfalto ha dejado lugar por completo, a la tierra.

Nadie la ve, nadie pasa por allí. Quizás aquel camino está muerto. Como sus padres, como ella misma.

De a poco, lo que antes era sólo luz, se nubla y comienza a lloviznar.
Por un momento se lamenta de no haber llevado su impermeable azul o sus botas de lluvia. Hay unas amarillas coquetas guardadas en un viejo armario de su cuarto en la casa de los tíos.
Ahora sí que los echa de menos. No a sus tíos, claro está sino a su pequeño mundo. Su cuarto, su armario, sus objetos, sus botas amarillas.

El agua la despierta, se pone rápido de pie y comienza a andar.
El camino ha comenzado a complicarse por el agua y el barro que se va formando. La ropa mojada pesa aún más.
Al final, hasta donde sus ojos pueden ver, percibe un cruce de caminos y luego, la ruta nacional. Se ve pasar por allí, vehículos de todo tipo.
Apura el paso y comienza a hacer dedo. Mira hacia atrás, allá nomás quedan el altar, las flores, los nombres de sus padres.
Hacia adelante, ve un camión que transporta a un hombre y una mujer. Se detienen y le hacen señas para que suba. Pedirá que la lleven hasta el pueblo.

Son vecinos de la región. Viven desde hace años en ese lugar. Aún recuerdan.
Todos nos acordamos de aquella muerte y es que desde entonces no ha llovido nunca más por aquí, le cuentan.

Hasta hoy- aclara Lulú.

No, hoy tampoco- contestan extrañados- acá no ha llovido nada.
Lulú se queda mirándolos mientras se toca con disimulo, los cabellos mojados. Por la ventanilla abierta de la camioneta sólo puede divisar que quedan atrás, grandes extensiones de tierra reseca.


2 comentarios:

  1. ¡Excelente Adri! !Aún con la sugerencia del título, el final sorprende!

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  2. Hermoso Adri, sobrenatural, expectante y sorprendente, como todos tus cuentos.

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