miércoles, 25 de marzo de 2015

Lila


Deanna Albano
Caracas, Venezuela

La tarde se iba despidiendo y mientras degustaban una excelente torta de maíz tierno con queso, especialidad de la dueña de la casa,  instalados en los mullidos sillones  del balcón,   Carolina exclamó: —Mamá, Lorenzo y yo hemos decidido irnos a Copenhague!

       —¿Tan lejos? Lo han pensado bien?

       —Sí —le contestó Lorenzo, —Hemos analizado varias  alternativas y esa nos parece la mejor.

       —Se van a llevar a Lila? —preguntó nuevamente Teresa.
       —Claro, —no la podemos dejar, rápidamente rebatió  Carolina. 

Un manto de silencio cayó sobre los tres interlocutores,  cada uno ensimismado en sus pensamientos. Solo se escuchaba la leve brisa que movía las hojas del pilón en el jardín.
Lorenzo,  un joven de treinta y cinco años, alto de buena presencia, físico de profesión, siempre un poco despistado, se desempeñaba como profesor en una reconocida universidad de la capital.  Lector voraz, leía casi indiscriminadamente lo que caía en sus manos.  Su pasatiempo favorito, ver películas japonesas. Su abuelo había venido de Italia buscando mejores oportunidades de trabajo y ahora él cruzaría el Atlántico explorando lo mismo.
       Carolina, de treinta años una linda morena de pelo largo y brillante,  profesora de inglés, con especialización en literatura hispánica, tenia reducidas  horas de clases  en un liceo. 
Los jóvenes se habían casado pocos meses antes, no habían podido tener una casa por su cuenta, su condición económica era bastante limitada.  Estaban viviendo con Teresa, la madre de Carolina, una señora rubia, comerciante que se dedicaba a bienes raíces.   
Los meses siguientes fueron de días frenéticos para  adelantar  los trámites burocráticos: traducir documentos, apostillarlos, ir de una oficina a otra, el tiempo cada vez más corto.
 Al faltar solo  dos días para el viaje,  y revisar cuidadosamente los papeles, los jóvenes se dieron cuenta de que la documentación de Lila no estaba completa y faltaba una vacuna,  que debía haber sido hecha con un mes de anticipación.
Carolina se hundió en llantos por la desesperación, pensó no viajar, pero la penalidad por no hacerlo era demasiado alta. Además tendrían una entrevista de trabajo casi al llegar.

Teresa al fin, les convenció de irse ya que ella viajaría en tres meses  y se la podría llevar.

La despedida fue desgarradora para Carolina, y Lila, pareció entender que la dejaban porque los siguió con una mirada triste.

A Teresa se le hizo imposible viajar para desesperación de Carolina, quien transcurría los días en profunda apatía. Constantemente tenía un nudo en la garganta, en la cabeza, en el corazón. No podía concebir su vida sin Lila. Finalmente a los seis meses Lorenzo, haciendo muchos sacrificios económicos,  regresó a Caracas.

La preocupación primordial fue figurarse cómo podría aguantar un viaje en avión de tantas horas, sin ocasionar problemas. Calcularon darle unos tranquilizantes, antes de abordar el avión,  y  otros cada cierto tiempo porque  el viaje sería largo.

Sin embargo,  Lila estuvo tranquila sin necesitar de ningún  sedante.  Ella pareció comprender que iba a su nuevo hogar,  sin haber emitido un solo maullido.

miércoles, 11 de marzo de 2015

El vendedor de cuentos



Paul Fernando Morillo

Estados Unidos


“Libertad no es la ausencia de compromisos,
sino la capacidad de escoger y comprometerme
 con lo que es mejor para mí.”
Paulo Coelho


    Mientras Elvira espera al vendedor de cuentos ambulante en el café, recuenta su vida hasta ese instante. El joven ha trastocado la vida que ella eligió hace treinta y pico de años. En la mañana los destinos se cruzaron empujados por la insistencia de la conciencia de la mujer conejo. Desde que el vendedor de esperanzas asomó, la calle se ha convertido en una chacra llena de vegetales humanos agrupados frente al hortelano.

    Las pupilas de Elvira están fijas en aquel agricultor de palabras que arenga a los transeúntes y les invita a que oigan y compren el cuento del día. Elvira, la mujer vestida de conejo azul, mira hacia  la calle desde una vitrina. Ella, a manera de anuncio, trata de atraer clientes para un negocio sin importancia, siempre es buen pasatiempo, de eso está segura. Está atenta a la actividad de la esquina, le gusta observar el comportamiento de las masas humanas. De todos los disfraces, ella escogió el de un conejo ya que en eso se transforma en la vitrina. Las horas se escurren lentas detrás del disfraz, los lapsos del tiempo pasan sin volver sobre sus pasos; en el eje de los ojos de la mujer conejo está el vendedor de historias, el hortelano de las fantasías y los cuentos, tal como lo encontró una mañana hace treinta días  leyendo historias para los transeúntes.

    El vendedor de leyendas gesticula, grita, llora, ríe mientras lee sus cuentos –el día a día de Jaime-. La curiosidad y algo más tiene embobada a Elvira, quiere saber más del hombre de los cuentos. Cuando mira a Jaime, un olor a heno fresco llena su olfato. Los recuerdos le invitan a subir al tren de la vida de Elvira, y ella se deja llevar, la mujer acaricia imágenes del hombre que ella amó.  

     El joven vendedor de ilusiones escritas posee la misma juventud, la misma energía de la que ella se enamoró varias décadas atrás. Los gestos son los mismos,  pero en cuerpos diferentes. Así fue que un veintitrés   de Enero de 1997, lo recuerda   clarísimo, el fantasma de sus sueños,  asomó sus dientes de magia; la oportunidad mostró la punta de la nariz y la tentó. El enjambre de dudas se desmoronó y Elvira tomó la determinación de separarse del hombre amado para buscar una carrera   de pintora.
De lejos, Elvira puede ver que el joven vendedor de las ilusiones escritas, dibuja la misma sonrisa cautivadora que su pasado amor.   Está convencida de que ve fantasmas materializados del viejo cariño ahora ya amansado y puesto a descansar en el potrero de alfalfa de los amores clorofílicos, acabados e imposibles. Su antiguo novio murió hace una década en brazos de otra mujer, bañado en aires de otra patria, no allí en Quito, Ecuador, según un obituario leído sin prisas un domingo hace tantísimas lunas. La muerte también cargó el amor de Elvira, los vacíos abismales en su corazón son tan grandes que podrían abarcar varias extensas praderas llenas de familias de conejos.

La mujer no ha dejado su madriguera para oír al cuentero, la detiene la exigua posibilidad de que este joven esté relacionado con el viejo batir de su corazón.   Un cosquilleo interior  le avisa,   la tienta. Sin duda alguna le gustaría oír una de esas historias que los transeúntes parecen disfrutar de principio a fin.  –Quizá mañana– piensa Elvira. De súbito repara que el futuro no existe, que solo hay un presente y es este instante, este microsegundo que de forma continua ya es pasado. Decidida, baja de la vitrina y sale a la calle al encuentro del vendedor de los cuentos. Camina unos metros hasta la esquina. Si es que hay sol allá arriba no se siente. Al llegar a la esquina,   repara que el cuentero está ocupado leyendo el cuento del día. Ansía creer que sus ojos le engañan, pero este muchacho es la encarnación de su hombre, tal como lo recuerda en el estático pasado: la sonrisa embadurnada  de esos labios gruesos y eternos, la mirada tierna y poseedora. El  joven   de las palabras   alza su mirada y el albur inclina la balanza hacia el lado de la mujer conejo:

–He aquí el conejo azul de mi cuento, se acaba de materializar y ha venido para que Uds. le conozcan,  –dice el joven y sonríe  con una sonrisa universal que trae los campos de heno a la esquina de la ciudad. Elvira se queda lívida, el disfraz le comienza a molestar y suda copiosamente, los rayos del astro rey le mortifican los brazos y las piernas; en ese instante, siente que el sol le comienza a entibiar el alma. Ni remotamente pensó que algo así sucedería: ponerla en una posición endeble, ni siquiera conoce a este vendedor de cuentos. Y ahora que repara en ello, a juzgar por las palabras que alcanzó a oír, Jaime también la ha estado observando. ¿Ha escrito un cuento sobre ella? Estira su pata de conejo en forma de saludo, pata y mano se entrelazan, el encantador de las vocales y las consonantes le recibe con un tibio “mucho gusto”. Su sonrisa es como de cuento,   inverosímil, cálida y embriagadora. La imagen de la comisura de su boca desparramándose y uniéndose en éxtasis. Mientras el joven escritor enlaza sus manos con las patas azules del conejo  hace que las piernas del conejo gigante busquen afianzarse con más esmero al cemento de la cuadra.  –Te espero a las cinco en el café-net–le dice Elvira.

De regreso a su cuadriculo, ella mentaliza el cuento. Se  repite a sí misma: “el cuentero tiene que leer el cuento a ella, y solo a ella”.

Las horas caminan pesadas,   como si se entreveraran en el acordeón del tiempo, se agrandan y se encogen mientras la vida se desarrolla en la acera, Elvira mira el minutero, faltando de dos a tres minutos para coronar el tope de la hora cinco, decide finalizar el trabajo del día.   Se muda de ropa, el vestido de mujer conejo queda colgado a manera de piel en desuso, como   los animales  sacrificados en el camal.   Con el disfraz se queda guindada la pena del pasado inmutable. Ahora viste otro disfraz, como el de aquellos que ha   visto desfilar todo el día por la   y que la transforman en ciudadana común. Se enfunda en unos jeans salpicados de gotas de nostalgia y pintura   que raspa con la uña de su dedo índice tratando de limpiar el cariño y el olvido. Y espera. Se sirve un café, se sienta,  anhelando la aparición del mago de las letras y las palabras.


Jaime sigue afuera, retirándose de la batalla de los verbos, de las esdrújulas y las consonantes, seguro perdió el marcapasos de la vida moderna; porque cuando el medidor del tiempo golpea casi las seis de la tarde, el vendedor de cuentos entra al café net ignorando que su   parsimonia   ha apuñalado   la paciencia de Elvira sesenta veces.

--Dios Altísimo, ¿de dónde sacaría esa sonrisa? apura Elvira en su cabeza. Jaime va directo a la barra y pide uno de   esos vinos que los chilenos se jactan son de los mejores.  
Mira a los alrededores pero del conejo azul, ni las orejas. Elvira cae en cuenta de que Jaime nunca la ha visto de otra cosa que no sea de conejo azul    y le hace señas con la mano.
El vendedor de cuentos se acerca.   

–Mucho gusto, me llamo Jaime –el vendedor de sueños escritos deja correr una sonrisa que a Elvira le recuerda el enjambre de vibraciones en sus piernas por la mañana. El aire del potrero imaginario se materializa entre sus sienes blancas,  se torna intenso y pasa a ser un torbellino de añoranzas.    Esperanzas que reposan en las inciertas actitudes de las personas ajenas, del anhelo de que lo desconocido se fragüe en realidad.

–Hola yo soy la mujer conejo, sin orejas y sin bigote, responde ella, sintiendo en sus mejillas el ocre de la sangre invadiendo sin aviso, se siente avergonzada a sus sesenta años de edad.
–En que te puedo ayudar, indaga el muchacho de   veinticinco.

–He visto que   vendes tu arte y parece que lo haces bastante bien. Me recuerdas a un viejo amigo   que emigró a España tiempo atrás con un hijo pequeño. Estaba pensando en lo burda que es la vida y su destino, quizás, me pregunto, quizás, este vendedor de cuentos está relacionado con mi viejo y entrañable amigo.

Jaime mide las palabras, apura el vino con sorbos pequeños. El asalto a una de las tantísimas realidades le sorprende, y dicho así a quemarropa por aquella mujer, lo asalta igual como el vino le araña la garganta.

--Lo siento, se excusa Jaime, nunca he estado en España, nunca he salido del país, mi padre murió en Babahoyo, Ecuador.

Elvira ignora las palabras de Jaime, en su corazón se cierne la posibilidad casi cierta.
 
-- Yo también tengo mi arte, ¿sabes? Soy escritora y pintora tengo unos cuadros y unos cuentos que me gustaría que la gente los admire y los compre. Llevo pintando y escribiendo varios años, veintitrés para ser precisa, y por algunos comentarios no lo hago mal, por el contrario lo hago muy bien. No sé si te interesa la posibi...

Jaime corta a  la ex mujer conejo:
-– ¿Y por qué no te has acercado a una galería o a una librería? Quizá podrías alquilar    un carrito para ese fin. Sé que en el centro, los artistas desconocidos venden muy bien sus obras.

--¡Caramba!, exclama Elvira, y agrega, me gustaría que me leas el cuento de esta mañana acerca del conejo azul, al tiempo que extiende un billete de diez dólares.

 Jaime la mide con   sus ojos cafés. Está dispuesto a decirle que se vaya al demonio, pero recapacita. Por diez dólares y   tres minutos de lectura podría pagar su bebida. Alarga la mano a su mochila y extrae un papel, toma un poco de vino, mira al cielo como tomando inspiración y lee el cuento en voz baja, para que la mujer conejo lo oiga solo a él.

“Misión cumplida”, piensa Elvira.

El tiempo toma un respiro de su incesante carrera siempre hacia delante. La voz de Jaime chorrea palabras y su sonrisa las envuelve como papel de regalo:

Érase una vez un reino de los animales de orejas grandes. Allí habitaba una hermosa coneja blanca. Su sueño era teñirse de azul y vivir feliz por siempre jamás. Papá conejo, un precioso conejo English Lop de orejas caídas, le decía a mamá conejo que su sueño tendría que esperar porque ella tenía un bebé conejo en sus entrañas. Los días pasaban y mamá conejo se ponía más triste porque sus sueños azules se chorreaban en blancos insípidos. Pero llegó la hora en que el bebé conejo vino al mundo.   Apenas él   vio los prados de heno, mamá conejo abandonó la madriguera en busca de su sueño, su traje azul. Atrás quedaron papá y bebé, quienes solos, vivieron muchos años entre felices y olvidados. Colorín colorado.

Acabada la lectura, Jaime   mira a Elvira y le dice, si quieres te lo  autografío. Acto seguido escribe algo en el papel, apresura su copa, se siente incómodo, pero feliz. Por su lado, Elvira estaba decepcionada. “Qué cuento mas estúpido”, pensaba, mientras   miraba a Jaime directo a los ojos. Entonces, sacando fuerzas le dijo  :

-Si quieres yo te podría dar algunos de mis cuentos y mis cuadros para que los vendas.

-Gracias, Elvirita, eres muy generosa, pero no vendo nada que no sea mis cuentos, pero valoro tu ofrecimiento, le respondió él.

Ella se queda congelada porque nunca le había dicho su nombre.

Jaime se levanta y sale apresurado por la puerta del café. Elvira mira el papel donde se suponía estaba el cuento que Jaime había leído pero contenía estas palabras:
Papá siempre me dijo cuanto te quería, aún cuando nos dejaste. Él te esperó en Babahoyo hasta el último minuto de su vida. Ya no mires nunca la esquina, porque estará vacía.
Adiós, el cuentero.





lunes, 2 de marzo de 2015

La Casa de los Abuelos

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Adriana Diaz
Argentina




Se acomodó en el asiento del micro, como si treinta años no hubieran pasado. Después de tanto tiempo, regresaba a la casa de sus abuelos. Una mujer se sentó junto a él y lo rozó con su cuerpo, demasiado grueso. Le molestó pero no dijo nada y como si no lo hubiera percibido, siguió mirando por la ventanilla.

Hernán Mariano Ortega era delgado. Morocho, de ojos negros y de frente amplia. Todavía podía verse en su mirada, alguna huella pícara que lo había hecho años atrás, el preferido de su familia. Conservaba cierta agilidad y sus piernas aún lucían largas como cuando se desafiaba a correr con los otros primos.

El micro arrancó y el muchacho se deslizó buscando cierta comodidad en el asiento, pero tratando de mantener los ojos abiertos. No quería dormir pero si descansar. La mujer a su lado se movía y hablaba sin parar. A él, extraviado en la contemplación del afuera, la conversación le resultó lejana y aburrida. Ajena.

Deseó con todas sus fuerzas que la mujer se callase o descendiera en la primera parada que realizaran. Sus pensamientos parecieron ser oidos por alguna divinidad desconocida, ya que apenas el colectivo comenzó a disminuir su marcha unos kilómetros más adelante, ella se puso de pie, recogió el bolso que llevaba y se colocó junto al conductor.



Hernán Mariano Ortega se quedó mirando como ella iba desapareciendo por un camino lateral de tierra que se abría desde la ruta hacia el este. La mujer iba esquivando charcos de agua y colocando sus pies sobre unas huellas grandes que había demarcado seguro, la lluvia en la madrugada. Todo era barro pero ella no se amedrentaba.

Sin dudas, habrá llovido toda la noche- pensó. Con la frente apoyada en la ventanilla, cerró los ojos y pudo recordar el olor a la tierra mojada de su infancia. Se vio a sí mismo, corriendo semidesnudo por los campos floridos de su niñez. Con los brazos abiertos y la boca llena de voces que le brotaban desde dentro y se desbordaba en forma de sonidos y músicas.

A veces, el campo estaba vestido de trigo. Amarillo refulgente. Otras, lucía el esperanzado verde de los sembrados. Pero sus preferidos, eran los caminos. Allí podía correr y correr sin que nada pudiera detenerlo. Las calles sin límites, polvorientas o recién humedecidas, con el paso del camión del agua o de la lluvia.

Entonces, creía que todo aquello tan inmenso, era suyo.

Sintió una melancolía conocida, recordando los olores y los colores. Se le vino a la cabeza aquella canción que tantas veces había escuchado tras esas paredes vacías del penal de la calle Suipacha. Allí no había matices ni colores, había que imaginarse los verdes, los amarillos, los celestes. Todo era cemento sobre cemento. Gris y otra vez gris con algo de blanco.

En la soledad de un patio mezquino, enrejado y cubierto con un techo de hierro, había tarareado miles de veces, aquella canción: "Por qué cambiaste un mar de gente por donde gobierna la flor, mirá que el río nunca regaló el color." Una y otra vez, aún en silencio, repetía el fraseo de aquel cantor. Intentaba como el protagonista de la melodía, soltar la pena y volar como hacían los zorzales en primavera.



Había amado a una mujer. Y luego a otra, y a otra. Incontables. Alguna de ellas le había contagiado una peste pero no guardaba rencor. En lo secreto de su ser, se sentía pagando por los crímenes que había cometido. Un robo, otro y alguna muerte. Accidental pero muerte al fin. Circunstancias del oficio de un ladrón, se decía- pero sin vanagloriarse-.

Los años largos que se le habían quedado allí dentro pasaban ahora con rapidez a través de la ventanilla del micro, como si hubieran sido sólo un sueño. En todo caso, una pesadilla- se dijo. Campos, sembrados, tranqueras de madera. Pequeñas casas y pueblos. Escuelas, silos y parajes abandonados iban quedando detrás a medida que el viaje avanzaba.

Una bocanada de aire entró por una ventanilla entreabierta. Respiró como queriendo quedarse con aquella brisa.

Los ojos de su abuela, la leche fresca, el pan recién horneado. Las puertas abiertas de la casa, su bicicleta amarilla siempre apoyada junto a la ventana. El abuelo caminando monte arriba, llevando a pastar los animales. Sus cuentos, las historias junto al fuego de la noche o mientras esperaban cargar el agua, sentados los dos junto al pozo.

El arroyo, los carnavales. Las siestas. Las noches con estrellas. El canto de las ranas. Los días de pescar con los primos. Las caminatas al cementerio. Los desafíos a quien llegaba primero. La escuela, el comedor. Las charlas en la plaza con los amigos. Los sueños, la amistad, la inocencia. Y la libertad.

Y después un mal día, descubrir la aventura de conquistar una ciudad que desconocía pero que lo invitaba a hacerla suya.



Sintió ahora que el micro se detenía y doblaba hacia la derecha. Un muñeco gigante de lata le daba la bienvenida. El andar se hizo más lento y las casas se hicieron más conocidas. Se enderezó en el asiento, se acomodó la ropa que llevaba puesta y caminó hasta la puerta. Esperó allí, parado y en silencio, hasta que el colectivo frenó unos metros más adelante.

Descendió del estribo. Después caminó a lo largo de toda la calle principal. Todo estaba igual pero a la vez, diferente. Luchaba con su memoria para poder recordar los detalles. Algunas casas se habían desmoronado con el paso del tiempo y sólo quedaban ahora, unas paredes huecas en pie, techos caídos y un montón de escombros, ramas y cenizas.

Al final, a lo lejos, distinguió sin dificultad, su casa. La de sus abuelos. Las puertas permanecían abiertas. Una bicicleta junto a la ventana y una enredadera de flores rojas que la abuela amaba y cuidaba con devoción, se aferraba con elegancia y delicadeza a la pared principal. Parecía bañar el frente de la casa, como si fuese una cascada. Un aroma le inundó los sentidos. Sin dudas, por allí también había llovido.

Se sentó junto al borde la puerta. Miró hacia adelante. Pudo descubrir sin esfuerzo, un campo extenso lleno de verdes y amarillos. El cielo azul, limpio, ampliaba su mirada. Descansó como hacía mucho tiempo que no lo hacía. Esta vez, no tuvo miedo de dormirse. Había pagado sus deudas, su condena, sus delitos. Se sentía en paz. Estaba seguro, confiado. Antes que llegara la mañana, sus abuelos lo vendrían a buscar.