lunes, 2 de marzo de 2015

La Casa de los Abuelos

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Adriana Diaz
Argentina




Se acomodó en el asiento del micro, como si treinta años no hubieran pasado. Después de tanto tiempo, regresaba a la casa de sus abuelos. Una mujer se sentó junto a él y lo rozó con su cuerpo, demasiado grueso. Le molestó pero no dijo nada y como si no lo hubiera percibido, siguió mirando por la ventanilla.

Hernán Mariano Ortega era delgado. Morocho, de ojos negros y de frente amplia. Todavía podía verse en su mirada, alguna huella pícara que lo había hecho años atrás, el preferido de su familia. Conservaba cierta agilidad y sus piernas aún lucían largas como cuando se desafiaba a correr con los otros primos.

El micro arrancó y el muchacho se deslizó buscando cierta comodidad en el asiento, pero tratando de mantener los ojos abiertos. No quería dormir pero si descansar. La mujer a su lado se movía y hablaba sin parar. A él, extraviado en la contemplación del afuera, la conversación le resultó lejana y aburrida. Ajena.

Deseó con todas sus fuerzas que la mujer se callase o descendiera en la primera parada que realizaran. Sus pensamientos parecieron ser oidos por alguna divinidad desconocida, ya que apenas el colectivo comenzó a disminuir su marcha unos kilómetros más adelante, ella se puso de pie, recogió el bolso que llevaba y se colocó junto al conductor.



Hernán Mariano Ortega se quedó mirando como ella iba desapareciendo por un camino lateral de tierra que se abría desde la ruta hacia el este. La mujer iba esquivando charcos de agua y colocando sus pies sobre unas huellas grandes que había demarcado seguro, la lluvia en la madrugada. Todo era barro pero ella no se amedrentaba.

Sin dudas, habrá llovido toda la noche- pensó. Con la frente apoyada en la ventanilla, cerró los ojos y pudo recordar el olor a la tierra mojada de su infancia. Se vio a sí mismo, corriendo semidesnudo por los campos floridos de su niñez. Con los brazos abiertos y la boca llena de voces que le brotaban desde dentro y se desbordaba en forma de sonidos y músicas.

A veces, el campo estaba vestido de trigo. Amarillo refulgente. Otras, lucía el esperanzado verde de los sembrados. Pero sus preferidos, eran los caminos. Allí podía correr y correr sin que nada pudiera detenerlo. Las calles sin límites, polvorientas o recién humedecidas, con el paso del camión del agua o de la lluvia.

Entonces, creía que todo aquello tan inmenso, era suyo.

Sintió una melancolía conocida, recordando los olores y los colores. Se le vino a la cabeza aquella canción que tantas veces había escuchado tras esas paredes vacías del penal de la calle Suipacha. Allí no había matices ni colores, había que imaginarse los verdes, los amarillos, los celestes. Todo era cemento sobre cemento. Gris y otra vez gris con algo de blanco.

En la soledad de un patio mezquino, enrejado y cubierto con un techo de hierro, había tarareado miles de veces, aquella canción: "Por qué cambiaste un mar de gente por donde gobierna la flor, mirá que el río nunca regaló el color." Una y otra vez, aún en silencio, repetía el fraseo de aquel cantor. Intentaba como el protagonista de la melodía, soltar la pena y volar como hacían los zorzales en primavera.



Había amado a una mujer. Y luego a otra, y a otra. Incontables. Alguna de ellas le había contagiado una peste pero no guardaba rencor. En lo secreto de su ser, se sentía pagando por los crímenes que había cometido. Un robo, otro y alguna muerte. Accidental pero muerte al fin. Circunstancias del oficio de un ladrón, se decía- pero sin vanagloriarse-.

Los años largos que se le habían quedado allí dentro pasaban ahora con rapidez a través de la ventanilla del micro, como si hubieran sido sólo un sueño. En todo caso, una pesadilla- se dijo. Campos, sembrados, tranqueras de madera. Pequeñas casas y pueblos. Escuelas, silos y parajes abandonados iban quedando detrás a medida que el viaje avanzaba.

Una bocanada de aire entró por una ventanilla entreabierta. Respiró como queriendo quedarse con aquella brisa.

Los ojos de su abuela, la leche fresca, el pan recién horneado. Las puertas abiertas de la casa, su bicicleta amarilla siempre apoyada junto a la ventana. El abuelo caminando monte arriba, llevando a pastar los animales. Sus cuentos, las historias junto al fuego de la noche o mientras esperaban cargar el agua, sentados los dos junto al pozo.

El arroyo, los carnavales. Las siestas. Las noches con estrellas. El canto de las ranas. Los días de pescar con los primos. Las caminatas al cementerio. Los desafíos a quien llegaba primero. La escuela, el comedor. Las charlas en la plaza con los amigos. Los sueños, la amistad, la inocencia. Y la libertad.

Y después un mal día, descubrir la aventura de conquistar una ciudad que desconocía pero que lo invitaba a hacerla suya.



Sintió ahora que el micro se detenía y doblaba hacia la derecha. Un muñeco gigante de lata le daba la bienvenida. El andar se hizo más lento y las casas se hicieron más conocidas. Se enderezó en el asiento, se acomodó la ropa que llevaba puesta y caminó hasta la puerta. Esperó allí, parado y en silencio, hasta que el colectivo frenó unos metros más adelante.

Descendió del estribo. Después caminó a lo largo de toda la calle principal. Todo estaba igual pero a la vez, diferente. Luchaba con su memoria para poder recordar los detalles. Algunas casas se habían desmoronado con el paso del tiempo y sólo quedaban ahora, unas paredes huecas en pie, techos caídos y un montón de escombros, ramas y cenizas.

Al final, a lo lejos, distinguió sin dificultad, su casa. La de sus abuelos. Las puertas permanecían abiertas. Una bicicleta junto a la ventana y una enredadera de flores rojas que la abuela amaba y cuidaba con devoción, se aferraba con elegancia y delicadeza a la pared principal. Parecía bañar el frente de la casa, como si fuese una cascada. Un aroma le inundó los sentidos. Sin dudas, por allí también había llovido.

Se sentó junto al borde la puerta. Miró hacia adelante. Pudo descubrir sin esfuerzo, un campo extenso lleno de verdes y amarillos. El cielo azul, limpio, ampliaba su mirada. Descansó como hacía mucho tiempo que no lo hacía. Esta vez, no tuvo miedo de dormirse. Había pagado sus deudas, su condena, sus delitos. Se sentía en paz. Estaba seguro, confiado. Antes que llegara la mañana, sus abuelos lo vendrían a buscar.



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