domingo, 18 de agosto de 2019

Diez


Paul Morillo

Louisville. NC. USA

 

Hablas raro, me dijo.  Ahora que lo recuerdo no abrió los labios para decirlo. Estás al límite de tus palabras, acotó. Todo lo dices resumido. ¿Estás en ahorro literario? Preguntó. Rió. Mostró sus dientes grandes, perlas pulidas.
Siempre te estaré esperando, susurró. Ella siempre decía la verdad. Su mano era llenita y tibia al tacto. Se estiró y tomó la mía.
Como no he de hablar raro si estoy nervioso. La siento tan pegada a mí.
No sé porqué me temen. Yo soy la puerta al paraíso. Me dijo.
Ví su velo corroído por el tiempo. Hermosa túnica, casi topaba el piso. Olía a pesares viejos y esperanza. Una mezcla de azares de naranja con lavanda.
Alcancé a preguntar sobre las almas. ¿Que edad tienen? ¿Conservan la edad de cuando el cuerpo muere? ¿O es un promedio de años felices sobre años vividos? Un simple promedio matemático. ¿Es esa la edad de la eternidad?
Me miró sin medir nuestra distancia. El amor mira de frente, directo a los ojos. La muerte es futuro, acotó. El amor es presente, asintió. Le creí. Pero la idea de las almas quedó en mí. Ella lo sabía. No te preocupes de la muerte, dijo. Igual lo sabrás algún día. Pero si no amas ahora, nunca conocerás el amor. Entonces me explicó lo de las almas. Lo hizo rápido. Tenía que irse a remendar un tonto amor.
Los dos estaban turulatos. Su sueño se cumplió. Se amaban para toda la eternidad. La casa de mi padre tiene muchas moradas, aseguraban. Despertaron en una de ellas. Esto de ser seres luminosos era de locos. Habría que ajustarse pronto, también a la carencia de sexualidad. O sea, ni hombre ni mujer, ni todo lo contrario. Pero de algún modo se reconocían. Esto no era de ahora. Estaban juntos desde los inicios de los tiempos. Eran luz. Después de viajar por múltiples mundos al fin descansan. Si los resplandores poseen edad, ellos tenían todos los años. No tenía sentido de cómputo alguno. Así que mejor guarde la calculadora. No tenía razón de obtener el promedio. Lo que sí cabía era entender el diez. Ese número que añade al amor. Resta el egoísmo. La unión suprema de la unidad con el círculo del infinito. En fín, el amor mismo. Amor que no necesita de cuentas ni de cálculos. El diez de la brevedad de la palabra. El de las oraciones rápidas. El uno era él, el cero era ella. O al revés. Poco importaba.
 Lo entendí ahí mismo.Yo tenía que amar en ese mismo instante o moriría. Pasaría a ser una estadística del más allá, pero acá. Y amé.
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