jueves, 27 de diciembre de 2018

Unas horribles medias rojas


Jaime Aldana 

Perú

      Estoy esposado y encerrado en un cuarto. No sé qué hora es ni dónde estoy. Me han puesto una asquerosa capucha que huele a aceite quemado. Debo tener hematomas por todo el cuerpo. He llorado, pero mi llanto, que en un principio fue de cólera, ahora es de impotencia.
      La puerta se abre de nuevo produciendo un chirrido escalofriante. Mis músculos se tensan porque saben que recibirán otra dosis de golpes. Un hombre se acerca y me habla al oído:
      ––Está muy mal eso de que te hagas azotar por encubrir a tu cómplice. Si me dices lo que queremos saber, ten por seguro que saldrás bien librado. Pero si insistes en permanecer en silencio, ya sabes lo que te espera ––me dice en tono confiable.
      ––Yo no sé nada, señor, no sé qué es lo que quieren saber.
      ––Te lo voy a preguntar una vez más, ¿qué estabas haciendo en el banco?
      ––Cobrando mi sueldo. Mi primer sueldo. Lo estaba contando cuando aparecieron esos tipos encapuchados y nos ordenaron tirarnos al suelo.
      ––¿Y qué hiciste?
        ––Me tiré al suelo. Yo sé que en momentos como esos es necesario obedecer.
     ––La persona que estaba contigo, ¿cómo se llamaba?
     ––En el barrio lo conocíamos como el ‘’cojo Miky’’. No sé su nombre verdadero.
     ––¿Y tú te haces acompañar de alguien que no conoces y justo para retirar tu sueldo? ¿Tú crees que somos tontos?
     ––En el barrio todos lo conocemos… o lo conocíamos. Sospechábamos que andaba en cosas raras pero con nosotros siempre se portó muy bien.
     ––¿No habrá sido que a ti te pagaron para que lo cerraras? ––me pregunta alzando la voz.
     ––No señor, yo no me meto en esas cosas. Para mí la tranquilidad es lo más importante.
     ––La tranquilidad económica, supongo.
       ––No, señor… este… bueno, sí, pero no a costa de nadie.
       ––Lo que pasa, ‘’señor’’, es que tú tienes antecedentes penales. Eso te hace sospechoso de cualquier cosa.
       ––Pero eso fue por una pelea que…
       ––¡Por lo que sea! ¡Tienes antecedentes penales, y listo! ¡Es todo lo que necesitamos para encausarte! ¿Entiendes? ––me grita al oído.
       ––Sí señor ––respondo sin saber qué más decir.
       ––Bueno, ya que no quieres cooperar, voy a tener que pedirle a otro que venga a refrescarte la memoria.
       ––No, por favor, señor, yo no tengo nada qué ver. Si supiera algo, ¿usted cree que ya no lo hubiera dicho? ––le ruego. Ya no creo poder soportar más. Comienzo a gimotear, pero el tipo me toma del hombro y me dice:
       ––No te preocupes. Solo quiero que me digas si viste algo que debamos saber. ¿Por qué crees que a tu amigo le dispararon? ¿Notaste alguna marca o tatuaje en los asaltantes? ––me pregunta.
       ––No señor. Yo estaba boca abajo y con los ojos cerrados. Miky era un tipo raro, no le conocí ninguna novia. Ni siquiera sabíamos dónde vivía. Acostumbraba a ir a la canchita a jugar fulbito, pero casi siempre se quedaba en las gradas tomando aguardiente. Traía una botella y nos invitaba. Uno que otro aceptaba. Su charla era interesante porque a veces nos contaba historias asombrosas. Fue ahí donde lo conocimos. Parecía un buen tipo porque algunas ocasiones invitaba helados a los más chicos ––le respondí. La verdad era que sí había podido ver algo. Quería saber quién se había quedado con mi sueldo. Mi primer sueldo. Tenía tantas ilusiones con esa plata. Llevaría a mi novia al cine y le compraría lo que quisiera. También le haría mercado a mi viejita. Pero a esos malditos que mataron a mi amigo y me robaron el sueldo, solo les vi los pies.
       Rato después, y siempre con la capucha puesta, los policías de investigación me suben a un auto y me dejan en un sitio desolado, a las afueras de la ciudad.  
       Como puedo logro llegar hasta las primeras casas y pido ayuda. Al comienzo me mirab con desconfianza, pero al verme herido me hacen pasar a una de las casas donde me dan un café que me sabe delicioso, y un pan con queso. Me preguntan qué me pasó, pero solo atino a decirles que por robarme, unos muchachos me habían golpeado. Hablan algo sobre la inseguridad, y luego me llevan hasta la posta médica, donde me curan las heridas y me piden ‘’descanso absoluto’’, cuando lo que yo tengo es ganas de ir a tomarme un trago.
       Llamo por teléfono a uno de mis mejores amigos y le pido que nos encontremos. Cuando llega, abre desmesuradamente la boca para decir algo, pero le pido que se abstenga.
       ––No me digas nada ahora, hermano, solo invítame un trago y te cuento ––le digo. Tomamos un taxi rumbo al centro de la ciudad, mientras le cuento las malas nuevas.
       ––¡Entonces hay que ir a poner la denuncia! ––me sugiere.
       ––¿Denuncia? ¡No jodas, compadre! ¿A quién voy a denunciar? ¿Tú crees que por poner la denuncia me van a devolver la plata que me robaron o ya no me va a doler el cuerpo? ––le digo, intentando alzar la voz sin lograrlo. Me mira con esa cara suya que conozco muy bien cuando ya no le quedan argumentos.
       Llegamos al bar al que solemos ir, y de inmediato pedimos media botella de ron.
       Rato más tarde escucho una risotada seguida de unas exclamaciones que me hacen palidecer. Volteo a mirar lentamente y me agacho haciendo como que recojo algo, y compruebo que en efecto son las mismas horribles medias rojas que vi en el banco, las del hombre que le disparó a Miky.
      

viernes, 14 de diciembre de 2018

La ilusión en un trozo de papel



Jorge Márquez

 Argentina


Doblar el papel por la mitad. La puntas del lado cerrado doblarlas al centro —decía en voz baja Arturo, mientras trataba de recordar las indicaciones de su abuelo.
Con ojos vivaces y flequillo mal cortado, miraba cómo la lluvia corría, formando ese torrente al borde de la vereda de su casa. Ese río con oleajes, por los adoquines, y encausado por el murallón de piedra del cordón de la calle.
Tantas veces había soñado con ese momento.
La lluvia arreciaba la ciudad, y Arturo mientras recordaba las indicaciones, miraba a través del vidrio cómo corría el agua.
Doblar el papel por la mitad y las puntas hacia el centro seguía repitiendo.
El otoño estaba en su apogeo, las hojas de los plátanos caían como flotando. El color amarillo dominaba el barrio de Floresta. Arturo, con sus rodillas lastimadas y sus zapatos con puntas peladas, miraba hacia afuera recordando a su abuelo. 
¡¿Por qué te fuiste?!gritó en la soledad de su habitación del primer piso. ¿Por qué me dejaste?
Esa enfermedad implacable había robado la vida de su abuelo. Su gran compañero. Su amigo, su confidente, su  maestro.
Papá, ¿me podés ayudar?
Ahora no Arturo, estoy ocupado. Se lo escuchó decir, desde el estudio.
¡Siempre dice lo mismo!tronó Arturo, mientras pensaba: El abuelo siempre estaba dispuesto a ayudarme, no importaba lo que estaba haciendo. Él dejaba todo para ayudarme, para estar conmigo.
El río en el cordón de la vereda lo llamaba insistentemente. El oleaje hacia que la imaginación del niño fluyera navegando. Chocando contra esa pared gris, sorteando hojas.
Se imaginó sentado al lado de su abuelo doblando el papel. Vio esas manos gordas y arrugadas trabajando la hoja con destreza. Vio cómo iba tomando forma, su barquito de papel.
Arturo, debes doblar la hoja por la mitad, y después otra vez por la mitad para marcar el centro. Las puntas del lado cerrado dóblalas al centro, y los pedazos de hoja que quedan por debajo llévalos hasta que cubras esas puntas, que ahora quedan unidas. Después… le decía la voz de su abuelo en su cabeza.
Salió corriendo a buscar una hoja. Agarró un diario que encontró sobre la mesa del comedor y corrió hacia su habitación.
Doblar la hoja por la mitad. dijo en voz alta, y fue recitando como un verso las indicaciones de su abuelo.
Le costó darse cuenta de cómo debía hacer los dobleces. Parecía fácil cuando su abuelo lo hacía. No era lo mismo cuando sus manos torpes trataban de doblar el papel.
La hoja ya estaba muy arrugada cuando, después de múltiples intentos, logró armar su barquito de papel.
Bajó las escaleras de dos en dos.
—¡Arturo, a tomar la leche!. escuchó a su madre llamándolo desde la cocina.
—¡Ya voy!
—¿A dónde vas con esta lluvia?
Pero ya Arturo no estaba dentro de la casa. Corrió hasta la esquina de Bilbao y Mariano Acosta. Allí tendría más tiempo de navegación.
Estaba mojado por completo. Las gotas corrían por su pelo,  su cara, y por sus rodillas lastimadas.
No olvides de agrandarle la base, de esa manera tiene mejor flotación, ¿vale?. Escucho decir a su abuelo.
Con dos dedos abrió la base de papel de su embarcación.
Se agachó y puso con sumo cuidado su barquito de papel sobre el río torrentoso.
Salió disparado como un rayo. Arturo lo seguía saltando de la vereda a la calle y de la calle a la vereda.
Su destreza como capitán era admirable. Sorteaba hojas, palitos, y los continuos golpes contra el cordón de la vereda, sin siquiera desviar su rumbo.
El pullover blanco estaba cada vez más pesado. Su blancura se había perdido, manchas de suciedad cubrían toda la pechera.
Un automóvil estacionado hizo peligrar el derrotero navegar. Arturo agarró su obra del palo mayor y nuevamente, saltando de charco en charco lo llevó al inicio de la travesía.
—¡Arturooo! Se escucharon los gritos de su madre llamándolo.
—¡Ya voy ma… Enseguida voy!
Te estás mojando todo y te vas a enfermar, ¡vení inmediatamente!
—¡Una vez más ma!
Siguió a su embarcación hasta el final de su recorrido, sorteando lo que se le interpusiera.
Casi al llegar al final, Arturo se distrajo con un perro callejero, al que agarró entre sus brazos y acarició en la cabeza. Mientras el barquito de papel continuó su enfurecida trayectoria. Cuando tomó conciencia de que su barco ya se había ido, corrió entre los charcos en su búsqueda. La alcantarilla era una amenaza.
Las gotas de lluvia no lo dejaban ver en su frenética corrida. Lo encontró girando en la corriente, como esperándolo entre un conjunto de ramas y hojas que taponaban esa temible alcantarilla, mientras el agua se escurría lentamente hacia abajo.
Arturo agarró su obra. Lo puso sobre su pecho, como abrazándolo. Su abuelo estaba en él.
Corrió a su casa. Vio a su madre, que con los brazos en jarra, lo esperaba para reprenderlo.
Ya no importaba…

miércoles, 5 de diciembre de 2018

El jardín de Antonio



Adri Díaz

Argentina


Esta noche, Antonio nos ha convocado a todos en su casa. Hemos quedado en reunirnos cerca de las diez.
- Después de cenar - nos ha dicho - como anticipándose a que no faltará un atrevido que se apersone antes y se presente a comer.
Hemos escuchado el relato, en audio y por WhatsApp como se acostumbra ahora cuando se quiere informar algo importante. ¿Quién lo hubiera dicho? Antonio a full con el WhatsApp. Desde Corrientes al mundo, como dice él cada vez que bromea sobre su origen. Pero lo cierto es que su audio de esta tarde nos ha dejado preocupados. Ha pedido que concurramos todos y eso haremos
- Se han llevado a la Geno - nos ha dicho entre lágrimas. - La Geno, la luz de mis ojos. Me la han raptado estos hijoepu... Los narcos- agrega con bronca y hasta yo, que no suelo darle importancia a estas cosas, me he preocupado.
Esta noche nos juntamos todos y vamos a liberarla.
- La Geno es mía y si no es mía, de nadie más - ha dicho y eso haremos, iremos. Porque somos familia, como él dice. Sus cumpas, los que siempre están. Y dice la verdad porque a quién de nosotros, Antonio no nos ha ayudado alguna vez… ¿A quién no le ha brindado una cama, una mesa, un laburito, una changa? Siempre que alguno necesitó, Antonio estuvo y sólo por eso estaremos. Aunque tengamos que ir de noche y meternos en los pasillos, cruzar el asentamiento, sentir miedo, temor. Sí que lo sentimos, no les voy a mentir. Pero estaremos. Iremos a recuperarla. La Geno es de Antonio. Desde que él la trajo, de chiquita nomás, de allá lejos, de la estancia de Don Ino, allá por los esteros correntinos.
- Y de allá pa'aca - sin escalas- como dice Antonio. - Que la Geno es parte mía, ¿Qué otra me hubiera aguantado tantos años? Nadie nomás. Ni siquiera la Ramona que me duró poquito, paz descanse - cuenta y sin poder terminar siempre se le escapa una lágrima.

Antonio es un hombre grande. Curtido por el sol. Correntino de ley viviendo en la gran ciudad. Amigo de todos y por todos querido. Por eso iremos. Por eso y nada más, nos meteremos en el barrio de los narcos esta noche, a negociar con los jefes y si es preciso a morir, para traerla de regreso. Que la Geno es suya. Quién puede negarle que esa cotorrita que trajo de bebé hace tantos años debe estar acá, junto a Antonio y en su jardín. Esta noche, sí. No queda otra, la iremos a buscar.





sábado, 1 de diciembre de 2018

Arreglo



Carlos Arias Villegas

 Colombia

Se gritaron toda la muerte con la que se detestaban, y después de echarse de la casa de ambos, se sentaron en extremos opuestos de la cama matrimonial a esperar nada de los dos, chapoteando perezosamente el vacío que los inundaba.  
Ella pensó que en realidad quería alejarse de él. No quedaba nada del galán aquel que la cortejó con canciones vallenatas. Sus conversaciones escurrían aburrición y simpleza; además, había ganado peso y perdido gran parte de su cabello. Era insufrible cualquier reunión social al lado de esa cara ajedrezada por profundas líneas de expresión, con manchas pardas y blanquecinas que le subían desde el cuello. En cambio, sí era tentadora la vida social con los tipos jóvenes y hermosos del trabajo; y no podía negarlo, estaba enamorada de uno de ellos, pero le daba miedo dar el paso en firme a esa otra vida de promesas, entre otras cosas, porque el muchacho era de otro país. Otro idioma, una frontera más que le aterraba enfrentar. Total, una quimera que la llenaba de ansiedad. El hombre al otro extremo de la cama no debía saber lo que hacía en realidad, cuando se refugiaba en el cuarto de labores, acompañada de su celular.
Él pensó que ella estaba al tanto de todo, y muy seguramente, como otras veces lo hizo sin razón aparente, ahora le gritaría  que él estaba enamorado de otra vieja en la calle, que se largara, o algo así; de esa forma tendría razones para enojarse y exponerle que ya no la amaba; estaba harto de venderle simulacros. Se levantaría, haría sus maletas y se mudaría al otro extremo del pueblo. Pero llevado de un cierto remordimiento y como para que ella no sospechara lo que estaba tramando, dijo como para sí:
― ¿Cómo se llega del amor al silencio?
Ella lo miró de lado, y dijo:
― Me hago la misma pregunta. Antes teníamos tema para hablar horas y horas, sin parar de reírnos; cada vez era única, como si apenas acabáramos de conocernos.
Él la contempló, le pareció una mujer interesante a pesar de sus años y su temperamento amargo. Su trabajo de maestra le había deteriorado la voz. “Me siguen gustando sus ojos negros, su nariz griega, su trasero firme. Lo que nunca acepté de ella, son sus piernas garetas y sus grandes orejas”. No era claro si fueron las palabras cortantes o la apariencia de la carne, las que terminaron matando la pasión.
Ella lo reparó, como si apenas notara su presencia en el otro borde de la cama. Tenía rabia y miedo. Rabia, porque el amor se había ido sin darse cuenta, de su matrimonio; y miedo, porque temía que la soledad la matara si ya no volvía a verlo. Enfrentó de nuevo la pared, como si allí se reflejara ―solo visible para ella―, el rostro sonriente del joven pasante recién venido a su colegio, como una promesa de cambio de vida; pero veinte años pesan en una relación. “¿Qué tal si ese man se aburre cuando dentro de poco me parezca más a su madre, que a su mujer?”  A propósito, después de la última cita, no la volvió a abordar. Si esto es aquí, en la propia tierra, ¿cómo será en tierras extrañas, cuando ya no queden más opciones que morir?
Él apoyó los antebrazos en sus piernas e inclinó el tronco, como intentando ver algo en el piso que ella no debía ver, y enfocó en su mente la imagen de la joven bibliotecaria a quien estaba entrenando. “Admiro su trabajo”, le había dicho ella. “Trátame de tú”, le había pedido él. El tiempo corre de forma injusta cuando se está con alguien agradable, y dejan de importar los señalamientos de los compañeros porque no volvieron a escuchar esos: “¡me quiero largar de este lugar!”, desde que la joven empezó a ser parte del personal administrativo. Las muchas lecturas sobre la mujer no le daban ninguna certeza sobre este espécimen, apreciado en el rostro recién llegado, y detestado, en el conocido. Los ojos huían rápido de los los lomos de los libros para posarse en la boca de la chica. Esos labios invitaban al beso y a chuparse el resto de toda esa ricura de mujer, vestida de forma delicada. Lo separaban de ella, dos terrores: que le dijera que sí, o que le dijera que no. El no, no solo ponía fin al entrenamiento de la joven, sino que dejaba en claro que ya era tiempo de resignarse a las miserias de la vejez o a morirse de desencanto.  El , también era complicado.  Treinta y dos años de diferencia alejan a cualquiera de la felicidad. Ella solo tenía veintidós, era madre soltera. La mujer al otro lado de la cama, no debe enterarse de la verdadera causa de insomnio que él atribuyó a una crisis nerviosa. No era cierto. Esas horas extras fueron dedicadas a planear en ensueños, la vida con la joven y el niño; y hasta quedó tiempo para tomar clases de guitarra y cantar canciones al párvulo especial, que lo haría padre.
Ella calculó, como buena profe de matemáticas, la relación de costes-beneficio de una y otra pareja. El colágeno de una nueva relación le sentaría bien, pero, ¿cuánto resistiría? ¿Cómo hacer frente a la joven competencia femenina, con ese par de piernas y esas grandes orejas? ¿Con qué novedad mantenerlo atrapado, si ya el muchachito conocía todo el repertorio? Y de ñapa, totalmente analfabeta para el inglés en ese país colombofóbico. Una podría condenarse por vieja, fea y estúpida. El estrés desaparecía cuando de reojo contemplaba a su “mal conocido”, en el otro borde de la cama. Bien o mal, él está aquí como un penoso seguro contra la soledad de la vejez. Al menos habrá a alguien a quien maldecir cuando sobrevengan los arrebatos de la autocompasión.
Él cortó su ensoñación con la joven bibliotecaria, cuando contempló detenidamente la piel de las manos y palpó el relieve grueso y quebrado de su rostro; al instante le pareció ver el déja vu de repugnancia de ella, al tomar sus manos viejas y sonreírle amargamente, mientras sus ojos buscaban algo fresco en qué posarse, para no vomitar. Imaginó la zozobra que viviría cuando ella saliera sin él, ¿con quién hablaría? ¿Le sería fiel? ¿Alguna vez le amaría? Seguramente no. La vejez empezó a dolerle desde adentro, y habría sollozado si no se percata que a su lado, en otro borde de la cama, aún seguía sentada la amada de su juventud. Su agonía idónea. Tan devastada y ofendida como él por todo lo que se hicieron juntos, pero al fin y al cabo…
― Eres lo mejor que me ha pasado ― dijo él, tumbándose en la cama.
― Para mí no hay otro hombre en el mundo como tú― le dijo ella, acostándose a su lado.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Luz


Silvia Alicia Balbuena

 Rosario - Argentina



Un rayo lunado juega en el titilar de una estrella. Blanco y potente atraviesa la gota y deshace su luz. Fluorescencias iridiscentes rojas, anaranjadas, amarillas, verdes, azules, violetas se espiralan, se estiran, se lanzan en el tobogán de las deshilachadas nubes, mientras otras infrarrojas y ultravioletas juegan a las escondidas de invisibilidad.
Presurosas, recomponen su refracción en el vidrio de mi ventana y se complotan en una unión blanca que hiende mi almohada. Abro mis ojos encandilada y no sé si esa intensidad es una luz que me reverbera o la caricia de tu mano que acompaña mi solitaria vigilia.
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viernes, 9 de noviembre de 2018

¿Un hospital es sinónimo de malas noticias?


Jordi Suñé Cortés 

España


Un hospital es sinónimo de malas noticias, siempre que no trabajes en él y con ello le vaya a uno el sustento; que ya son ganas en eso de andar todo el día inmerso en penalidades. Dicen, y lo creo así, que ser médico o enfermero, es vocacional. Y es que no podría ser de otra manera, ellos, ellas – vamos a ser políticamente correctos – son nuestros ángeles de la guarda. Los médicos son como más fríos, más distantes, suelen estar barnizados por una coraza protectora que les da un aire de estar por encima del mal y el bien, como un juego del ratón que te pilla el gato; el ratón es la vida, el gato la muerte. Como si el sufrimiento no fuera con ellos, debe de ser la primera lección en primero de medicina y - como en un curso de escritura creativa que cada dos por tres te recuerdan de buscar, encontrar y poner en su sitio el conflicto - cada tres meses se lo van recordando hasta que se les queda grabado en la mollera; al final, funcionan como una secta, amparados en un léxico incomprensible les sueltan a los pacientes, o familiares, lo que hay, y este no suele ser un plato muy suculento, más bien al contrario, difícil de tragar; como una afilada espina de besugo atravesándote el corazón. Pero hay que ser agradecidos, sin ellos no llegarían tantísimos ancianos - hoy en día - a los noventa, a pesar de que muchos, la mayoría, no se enteran de nada y vivan como cipreses alicaídos en un cementerio. Dicho esto, si se les pregunta, los que están en sus cabales, si desean traspasar – a mejor vida -, te contestan:- a mí que me esperen, y los herederos a esperar también, que en el mejor de los casos acaban recibiéndola cuando están cerca de estirar la pata. ¿Y quiénes se acaban beneficiando?: los nietos, esos egoístas engreídos sabe lo todo que acaban dilapidando la fortuna familiar sin pensar en sus –si los tienen, porque esta es otra – hijos, o mejor dicho, en sus nietos.
Los, las – seamos correctos – enfermeras, enfermeros, esas cándidas criaturas – algunas cándidas matronas - que pululan todo el día entre pasillos y habitaciones, son las que les toca lidiar con la más fea, y no hablo en el sentido literal de la palabra fea, que de feos y feas hay en todas partes, sino que son los que, aparte de atender a los enfermos en todas sus necesidades, te dan toda clase de explicaciones entendibles, te animan cuando estás de bajón, te escuchan, te dan cariño, en definitiva, aunque en sus vidas privadas puedan estar viviendo un infierno, no suelen transmitirlo. Aún recuerdo cuando ingresaron a mi abuelo, tenía setenta y seis años, lo recuerdo bien pues se murió, y eso marca, una enfermera alta y gruesa pero con una sonrisa en sus labios angelical, supo darle confort y amor hasta el final; mi abuelo me decía, el muy cachondo, que si me había fijado en sus peras, lo que haría él con tanta carne, y es que los de esa época les gustaban las pechugonas, y cada día, cuando cambiaban el turno las enfermeras, ella iba a despedirse de él, y el abuelo le pedía un besito, al estar tumbado en la cama, ella se agachaba para dárselo, y él, sin pudor alguno, aprovechaba a sobarle las tetas y ella decía:
- Pobrecito, es tan dulce.
Si supiera la pobre la historia del abuelo, igual le escupiría en la boca. Y no solo a él, sino a nosotros también, y eso que, cerca del final del abuelo me enteré por otra compañera suya, que su marido, un hombre joven y fuerte, bombero, para más señas, y todos tenemos la idea estereotipada de un bombero - verdad señoras, gays o bisex, seamos correctos de nuevo - era un enfermo terminal de cáncer de páncreas. Jamás notamos su aflicción.  Su humanidad era más grandota que su estampa.
Hace un tiempo que me ingresaron en ese hospital. Esta vez, me ha tocado a mí. Pregunté por ella, pero no supe dar los datos suficientes para que intuyeran de quién se trataba. Es normal, han pasado muchos años. Yo, por entonces era un pipiolo de veinte y seis años, han pasado treinta, en el mejor de los casos estará jubilada.
Pues bien, mi esposa se empeñó que fuera a urgencias. Ya ven, me cansaba, como si uno a los cincuenta y seis no le empezaran a pesar los años. Que no, Pepe, que no es normal que por subir dos pisos resoples como un hipopótamo embarazado. Y digo yo, ¿acaso sabe ella cómo resoplan los hipopótamos embarazados?, y si eso fuera posible, serán hipopótamas, digo yo. Y es que es tan cariñosa la pobre. Aunque, a decir verdad, yo también estaba preocupado, pero uno, con tal que no le digan que tiene algo malo, esconde lo que sea, y más si uno es autónomo, porque yo me temía, algo de pulmón - o así -; tantos años de tabaquismo tiene sus cosas. Así que, para demostrarle que estaba como un toro, me apunté a un campeonato de ping pong en el hotel en el que estábamos disfrutando de las vacaciones estivales. Gané con facilidad a mi primer rival, era una lagartija adolescente con patas. La segunda me costó más, la chica con la que jugué sabía lo que se hacía. Noté que cada vez que me agachaba a recoger la pelota me faltaba el aire, sin casi poder respirar acabé ganando la partida como pude. Mi esposa, y mis suegros ahí presentes, me dijeron que estaba muy blanco, que si me encontraba bien. Les dije que era cosa de la digestión, que no se preocuparan. Pero a la tercera ronda, en las semis, ante un tipo de origen asiático, vaya a saber de dónde, todos se parecen, me estaba dando caña, y yo eso no podía permitírmelo. De modo que puse todos mis buenos oficios de juventud en ganarle. Pero cada vez me faltaba más el aire, prácticamente no podía respirar, me asfixiaba, hasta que me desmayé. Sí, perdí el conocimiento, y claro, me atendió un médico del hotel y dijo que no lo tenía claro, que él veía humo pero no el fuego, de modo que me enviaron a un hospital. Y como vivimos cerca de un hospital de referencia, me trasladaron a ese, o sea, al del abuelo, en ambulancia.
Y se suicidó.
En urgencias me atendieron rápido, solo estuve tumbado en una camilla en medio de un pasillo, con corrientes de aire, dos horas junto a otros ancianos – parece ser que en agosto solo quedan viejos en la ciudad; pero podía haber sido peor de no ser agosto. Bueno, también había un delincuente que soltaba un sinfín de improperios, se había auto lesionado. Pasado ese tiempo me hicieron todo tipo de pruebas. Y a esperar en un box separado por unas cortinas de nailon de otros pacientes. El del lado derecho era un cachondo: alcohólico, porrista, pendenciero, y a saber, pero al menos tenía su gracia al contar sus cincuenta años de vida. Se empeñaba en hacerles creer a los que lo atendían que estaba limpio, que hacía una semana que no había probado el alcohol ni que se metía nada. Al parecer, era un viejo conocido ahí y en su barrio, no obstante, no daba la impresión de ser peligroso. Me pidió un cigarrillo, le dije si iba a fumar, me dijo que no, era para hacerse un porro así que saliera. Según me comentó, lo encontraron tirado en medio de la calle, y añadió, no me extraña, cogí un pedo con la Dolores; a saber quién era esa, pero me hablaba de ella como si hubiera de conocerla de toda la vida. Luego se meó encima y ya fue la leche. Lo que tienen que aguantar las enfermeras jóvenes, porque en agosto son las únicas que hacen turnos, según parece. Y he dicho enfermeras, si, enfermeras, porque todo eran chicas, ningún varón, y dicho sea de paso, a cual más guapa. El abuelo tenía razón, no se estaba tan mal en un hospital.
Al fin pasó por mi cortinaje una médico y la muy jodida me dio un susto de muerte: tenemos que hacerle un TAC de contraste en los pulmones, según las radiologías hay una manchas que no nos hacen ninguna gracia. ¡Menuda gracia me hizo!, cáncer, ya está, pues no hagan nada, déjenme morir en casa con los míos, pensé; total, para los que se salvan. Pero no, lo que me aquejaba era un TEC, o TEP, o PEC, no sé, algo así. Vaya, un coágulo, o varios, en el pulmón que obstruía el flujo sanguíneo. ¡Coño, me hubiera podido morir!, a Bod Dylan le dio uno en una gira y casi la palma, me dijeron. ¡Qué alegría! Pero tranquilo, con anticoagulantes me iba a reponer, suerte que no dijeron reparar como un cacharro viejo. Me pincharon la tripa como un colador amoratado, pero me curé, ya ven, las jodidas farmacéuticas y los avances tecnológicos me salvaron la vida. Aunque eso fue después.
Y se suicidó.
Me llevaron a cuidados intensivos. Era de noche ya. Vino una andaluza de negruzcos ojos penetrantes a ponerme un par de vías. Le acompañaba un tipo que nunca había estado en una UCI y no sabía dónde estaba nada.  La andaluza, joven y hermosa, inició una torpe introducción de agujas por los brazos que hubo de durar casi dos horas. El suelo daba la impresión de  que hubieran matado a un cerdo. La masacre fue de escándalo. Pero su belleza se lo perdonaba todo, hubiera aguantado estoicamente dos horas más. Cuando acabó, me dijo que haría pasar a mi esposa un momento y, así, se pudiera ir a descansar tranquila. La pobre entró desencajada. Lloró por mí, supongo, yo, la verdad, estaba tranquilo, después de todo y el susto, ya nada me importaba. Somos de fácil contentar algunos, no todos. A todo esto, no había meado.
Y se suicidó.
Serían las cuatro de la madrugada, cuando acaba de coger el sueño – mira que se duerme mal el primer día en cama ajena - entró una tipa, más o menos de mi misma edad, con unas planchas metálicas, y el tipo que no se enteraba. Vengo a hacerle una radiografía para ver si la vía ha quedado bien puesta, me dijo mecánicamente la señora. El tipo me preguntó si había orinado, y me dio una pera y que lo hiciera cuando la radióloga acabara conmigo; tampoco pensaba hacerlo estando ella presente. Pronto, me dejaron solo, bueno, es un decir, en una UCI nunca te sientes solo.  Nunca pensé que mear tumbado fuera tan costoso. Tenía muchas ganas, pero no me salía ni una gota, hasta que el cansancio pudo conmigo y me dormí de nuevo. En pleno babeo, volvió a entrar el tipo. Si no mea, tendremos que sondarle. ¡Qué me dice!, lo que me faltaba. Así que me apliqué en ello, sin resultado satisfactorio. Al poco tiempo, ¿cómo va eso? Nada, pues tendremos que sondarle. Al cabo de un rato, la enfermera andaluza, vengo a tomarle la presión, por cierto ha meado. ¡No, y sé que debería si algo queda de mi dignidad, debería! Pero nada. Abrumado, vi pasar al tipo y lo llamé para que me encendiera el grifo del agua; a ver si con el ruidito me salía. Pero ni esas. Y en esas estaba, cuando de repente me dije, la radióloga la conozco de algo, no sé de qué, pero seguro que la conozco. Era bella, a pesar de la bata blanca y su pelo canoso. Su cara resultaba ser agradable, a pesar de la edad. Y es que uno no se mira con los mismos ojos que hacia los demás. Y no lograba mear ahí tumbado, por no decir la falta de intimidad. Tras un tiempo indeterminado, se acercó la radióloga para hacerle una placa al anciano de mi lado, el pobre parecía muerto, pero no, se despertó – lo despertaron – y se removió en su cama. La radióloga lo llamó por su nombre y lo trató con mucho cariño, como si de su abuelo se tratara. Será por esto, cuando finalizó su tarea, la llamé y le expliqué mi acuciante problema. Tenía la tripa hinchada y mucho dolor en la vejiga, ¡necesitaba mear a toda costa!, y me preocupaba la amenaza de la sonda.  La radióloga hizo una mueca graciosa, no sabría decir si de mofa o de comprensión. Ahora vengo, me dijo. Me temí lo peor, vendrá con el enterado y me sondará, ¡y hará un estropicio!, no quería ni pensarlo, de modo que seguí intentándolo. Al momento volvió ella sola, ¡uf!, con un vaso de plástico. Lo llenó de agua, me desenchufó de las máquinas, cerró las cortinas, de no ser por la situación, la cosa pintaba bien. Póngase de pie e inténtelo de nuevo, si no puede, mójese la punta con el agua, a ver si con el frío…, en diez minutos vuelvo. ¡Qué sean quince!, le imploré, o al menos lo pensé. Rápido y veloz me incorporé, mojé mi cosa en el agua fría e introduje la cosita - porque en situaciones así es una pena de cosa - en la pera. Hube de repetir la operación tres veces, pero al fin meé, ¡al fin meé! No habrían de pasar ni cinco minutos entró el tipo con una sonda - que parecía una serpiente albina - amenazándome, y yo, con total satisfacción le di la pera llena a rebosar, amarillo subido y calentita, vaya, en su punto. Y me dejaron tranquilo un rato más.
Y se suicidó.
Cerca de las ocho de la mañana, pasó de retirada por el pasillo, delante de mí, la radióloga, me miró y sonrió, qué sonrisa tan bella la jodida. ¿De qué la conozco? Empecé hacer un esfuerzo mental, tampoco tenía más que hacer, y justo cuando vino a visitarme mi esposa localicé en mi memoria a la radióloga muchos años más joven. ¡Las pecas, las pecas la han delatado! Mi esposa me dijo que me notaba distante, yo le dije que estaba cansado. Nos hicimos preguntas de rigor hasta que hubo de abandonar la sala, la hora de visita había terminado. Un besito y hasta luego Lucas. Me quedé pensando en la radióloga, si era ella, si se tiñera el pelo, se pintara y vestida de calle, aún resultaba estar buena. Por lo escaso que pude apreciar, seguía guardando su figura y sus labios y su sonrisa era igual de hermosa.

Tenía quince años, mis congéneres tenían una parada de fruta en el marcado. Los sábados no dábamos a basto. Así que me hacían trabajar los sábados por la mañana - muy a pesar del fútbol, conmigo se perdió al Messi de los ochenta -  reponiendo fruta, o lo que se terciara. Y ahí aparece la radióloga, entonces no, claro. Era la nieta de una buena clienta, de esas de toda la vida, estará muerta, supongo, por edad, debería. Parecía mayor que yo, como dos o tres años, al menos tal como se arreglaba. Llevaba los labios pintados de rojo y rímel en los ojos.  La nariz y las mejillas estaban salpicadas por unas graciosas pecas que le daban un aire seductor. Creo que fue - y la única - pelirroja que se había cruzado en mi camino hasta entonces. Vestía, pues va ser que no, de eso no me acuerdo, imagino que como una adolescente de mediados de los años setenta. Al llegar, se mostraba recatada y vergonzosa, solía mirar al suelo o hacer la despistada mientras se mordía el labio inferior. Sin embargo, como si de un juego estudiado se tratara, con el beneplácito de la abuela, esta le comentaba, como el que no quiere la cosa:
- Mira Elenita, hoy está Lucas – ese soy yo - dile algo, y entonces Elenita levantaba la cabeza del suelo, fijaba sus potentes y, a mi entender, hermosos ojos sobre los míos y a mí me subía un sudor frío, que pa qué. Me sonrojaba y acababa apartando la vista de ella. He de decir, que sus ojos siguen siendo preciosos, a pesar de que no soy capaz de recordar su color. Y luego la abuela: - ¡Qué guapo es tú hijo, Flor!, y yo sin saber dónde meterme, y Flor - mi madre -, toda orgullosa:- ¡Guapo y buen nene!, y yo deseando que se fueran. Me gustaba, y mucho, Elena, pero me ponía muy nervioso, algo inaudito hasta entonces. Me temblaban las manos, se me caían las cosas, y ella, por lo bajini se reía de mí. Daba la impresión de ser una chica de esas que solo le iba el bailoteo y los pañuelitos, sin embargo, deseaba entablar una conversación con ella, pero cómo si éramos el centro de todas las miradas. Y así, sábado tras sábado. Nunca nos cruzamos ni una palabra pero sus miradas cada vez eran más pícaras y descaradas, así como los comentarios en voz alta de la abuela. Yo, antes de ir al mercado, buscaba en mi ajuar lo que creía que me sentaba mejor. Me engominaba el tupé, típico de la época, y me afeitaba los cuatro pelos de la varaba con sumo esmero. Sin embargo, seguía sin suceder nada. Hasta que un día fui a escuchar música a casa de un amigo tras ir al centro a comprarnos un LP. Mi amigo tenía una hermana dos años menor, cuando, de repente, apareció en la habitación de mi amigo y me suelta a bocajarro:
- Recuerdos de Elena.
- Elena, ¿qué Elena?, le pregunté.
- La que cada sábado va a comprar a tu parada del mercado.
Entonces caí de qué Elena se trataba. Me ruboricé una cosa mala, y con una sonrisa socarrona se fue tal como había entrado. Cómo entenderán, hube de indagar, ¿de qué conoce tu hermana a esa Elena?, del cole, van a la misma clase, pero si  Anna – la hermana – es más pequeña, le dije, son compañeras de clase y se llevan muy bien, a veces viene por aquí, me dijo, y la verdad que es una caña, añadió, y si no fuera amiga de la estúpida de mi hermana me la intentaría ligar, prosiguió. ¿Te gusta?, me preguntó. Muchísimo, pero cada vez que viene  al mercado lo paso fatal, le dije, me mira concupiscencia, lo hace adrede para ponerme nervioso, pero creo que le gusto, añadí.
Pasaron unas semanas, no podía sacarme a Elena de la cabeza, y más, viéndola cada semana.  Mis notas, que ya de por sí malas, empeoraron. Un día, un profe me tiró una tiza a la cabeza diciéndome algo así:- Casadesús, ¿está dormido o enamorado? Si supiera él, ¿o realmente lo sabía?, ¿tanto se notaba el efecto hechizador de Elena sobre mí? No podía continuar así, debía inventarme algo para poder charlar con Elena a solas. Pasé por su colegio a la salida varios días, pero siempre solía ir acompañada de otras chicas, por vergüenza nunca me acerqué a ella. Y aún peor, cuando la veía con esa falda tableada tipo escocesa y esa blusa negra ajustada, me ponía enfermo. Fantaseé en que me casaba - y otras cosas - con ella, y que teníamos hijos, incluso de cómo se llamarían. Tres, esa era la cifra ideal, dos niños y una niña. Elena la niña y Juan y Carlos los niños, e íbamos a la playa en verano y éramos la envidia todos. También, le enseñaría a esquiar, si no sabía, y la llevaría al Barça, por qué sería del Barça, ¿verdad?, menudo palo si no lo fuera. Sin embargo, pasaba el tiempo y mis sueños no se hacían realidad, hasta que un día a mi amigo se le ocurrió una estrategia: preguntarle a su hermana la dirección y mandarle una carta, y así lo hicimos, mi amigo me ayudó redactarla. Decía más o menos así:
Querida, o amada, no recuerdo bien, Elena:
Supongo que estarás sorprendida de recibir esta carta.
Me gustas mucho y estoy profundamente enamorado de ti. Me gusta tu sonrisa, me gustan tus ojos, me encanta tu exótico pelo rojo, eres preciosa y no puedo vivir sin ti. Cada segundo de mi vida estás en mis pensamientos. Sueño contigo. Creo que haríamos una buena pareja.
Así que, ante mi desespero por hablar contigo y no poderlo hacer, quiero que podamos quedar un día a merendar. No sé, un viernes o un sábado sería lo ideal, por la tarde, eso sí. Aunque si no puedes esos días no tendría ningún inconveniente en quedar el día que a ti te vaya bien. Si quieres me contestas con otra carta o me llamas a casa al mediodía que no hay nadie hasta las tres. Mi teléfono es 224 60 80.
Esperando con ansiedad tu respuesta,
Juan Carlos Casadesús                             I love you!!!           
                                                                    Kiss you!!!
PD: ¡Ah!, y no digas nada de esto a tu abuela ni a Anna. Besos
Y su madre se suicidó y jamás me contestó. Su padre y ella se cambiaron de ciudad.

La noche siguiente volvió Elena con su hermosa sonrisa en los labios  para hacerle otra radiografía al anciano. La miré de soslayo, ella apenas reparó en mí, pero me gustó cómo trataba al anciano y tal cómo le hablaba; con cariño y paciencia y, en especial, con bondad, mucha bondad y ternura. Me vino a la memoria mi abuelo, y le entendí. Durante el transcurso de la vida a uno le gusta que lo traten bien, que la gente le respete, que sean cariñosos con nosotros – aunque, a veces, nosotros no lo seamos tanto como lo desearíamos, las barreras, los prejuicios -, pero en nuestro último suspiro, todo esto se debe valorar mucho más. Es probable que sea injusto en pensar que el abuelo solo valoraba el hecho de tocarle las tetas, posiblemente haya sido afecto lo que sentía y lo transmitía en esa manera tan suya. Elena se mostraba de esa clase de facultativas que, a pesar de la adversidad, te hace sentirte bien. Sin quererlo, los observé, la miré, esta vez sin reparos. Sus dedos eran largos y gráciles, como si flotaran a través de la espalda del anciano, y su melodiosa y suave voz transmitía esperanza, cuando menos, tranquilidad. Por un momento, pensé en esa niña – un poco tonta de trece años – que tanto me había embelesado, y pensé: quizás hubiera sido mi gran amor. Una vez oí que el amor solo se presenta una vez, lo demás son sucedáneos en pos de ese amor perdido. Y, ¿por qué no ha de surgir cuando uno ya está cercano a la tercera fase? Yo estoy bien con mi esposa, es una gran mujer, nos hemos dado grandes momentos de felicidad, pero al ver de nuevo - mira que han pasado años - a Elena algo se me ha removido por dentro. De repente, pensé de en cómo le había ido, qué fueron de ellos tras la trágica muerte de su madre. ¿Dónde estudió?, ¿se habrá casado? ¿Seguirá casada? ¿Tendrá hijos? Y lo que más me importaba en esos momentos: ¿se acordará de mí? Es curioso, con los años uno solo recuerda imágenes difusas, ni tan siquiera la voz, era tan joven entonces que la habrá cambiado, como yo. Sin embargo, esas pecas, esos ojos, esa sonrisa a medio camino entre dulce y maliciosa, mejor dicho: picarona. ¡Uf!, no sabría decir si estaba delirando, debía ser el lugar que impone.
Mientras estaba a lo suyo, me armé de valor y le agradecí lo de esa mañana. Me contestó que no tenía la menor importancia, que cada vez que ingresaba a su padre le pasaba lo mismo, así que…Y se calló para seguir atendiendo al anciano.
Tras darle mil vueltas por la cabeza, nunca he sido muy lanzado, me atreví a preguntarle:
- ¿Por cierto, no te llamarás Elena, por casualidad? Y mi corazón se aceleró por la emoción del reencuentro. El deseo de un sí me hizo esbozar una sonrisa cómplice. Pero pareció no haberme oído, así que le volví a formular la pregunta con un tono más alto pero a la vez con más énfasis, con más entusiasmo.
-¿Perdona, no te llamarás Elena, por casualidad?
Me miró un poco contrariada. Luego, se sonrió.
-Buen intento, aunque mi nombre empiece por e, no es Elena, me llamo Eva.
Y se acabó la fiesta.

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