Jordi Suñé Cortés
España
Un hospital es sinónimo de malas noticias, siempre que no trabajes en él
y con ello le vaya a uno el sustento; que ya son ganas en eso de andar todo el
día inmerso en penalidades. Dicen, y lo creo así, que ser médico o enfermero,
es vocacional. Y es que no podría ser de otra manera, ellos, ellas – vamos a
ser políticamente correctos – son nuestros ángeles de la guarda. Los médicos
son como más fríos, más distantes, suelen estar barnizados por una coraza
protectora que les da un aire de estar por encima del mal y el bien, como un
juego del ratón que te pilla el gato; el ratón es la vida, el gato la muerte.
Como si el sufrimiento no fuera con ellos, debe de ser la primera lección en primero
de medicina y - como en un curso de escritura creativa que cada dos por tres te
recuerdan de buscar, encontrar y poner en su sitio el conflicto - cada tres
meses se lo van recordando hasta que se les queda grabado en la mollera; al
final, funcionan como una secta, amparados en un léxico incomprensible les
sueltan a los pacientes, o familiares, lo que hay, y este no suele ser un plato
muy suculento, más bien al contrario, difícil de tragar; como una afilada
espina de besugo atravesándote el corazón. Pero hay que ser agradecidos, sin
ellos no llegarían tantísimos ancianos - hoy en día - a los noventa, a pesar de
que muchos, la mayoría, no se enteran de nada y vivan como cipreses alicaídos
en un cementerio. Dicho esto, si se les pregunta, los que están en sus cabales,
si desean traspasar – a mejor vida -, te contestan:- a mí que me esperen, y los
herederos a esperar también, que en el mejor de los casos acaban recibiéndola
cuando están cerca de estirar la pata. ¿Y quiénes se acaban beneficiando?: los
nietos, esos egoístas engreídos sabe lo todo que acaban dilapidando la fortuna
familiar sin pensar en sus –si los tienen, porque esta es otra – hijos, o mejor
dicho, en sus nietos.
Los, las – seamos correctos – enfermeras, enfermeros, esas cándidas
criaturas – algunas cándidas matronas - que pululan todo el día entre pasillos
y habitaciones, son las que les toca lidiar con la más fea, y no hablo en el
sentido literal de la palabra fea, que de feos y feas hay en todas partes, sino
que son los que, aparte de atender a los enfermos en todas sus necesidades, te
dan toda clase de explicaciones entendibles, te animan cuando estás de bajón,
te escuchan, te dan cariño, en definitiva, aunque en sus vidas privadas puedan
estar viviendo un infierno, no suelen transmitirlo. Aún recuerdo cuando
ingresaron a mi abuelo, tenía setenta y seis años, lo recuerdo bien pues se
murió, y eso marca, una enfermera alta y gruesa pero con una sonrisa en sus
labios angelical, supo darle confort y amor hasta el final; mi abuelo me decía,
el muy cachondo, que si me había fijado en sus peras, lo que haría él con tanta
carne, y es que los de esa época les gustaban las pechugonas, y cada día,
cuando cambiaban el turno las enfermeras, ella iba a despedirse de él, y el
abuelo le pedía un besito, al estar tumbado en la cama, ella se agachaba para
dárselo, y él, sin pudor alguno, aprovechaba a sobarle las tetas y ella decía:
- Pobrecito, es tan dulce.
Si supiera la pobre la historia del abuelo, igual le escupiría en la
boca. Y no solo a él, sino a nosotros también, y eso que, cerca del final del
abuelo me enteré por otra compañera suya, que su marido, un hombre joven y
fuerte, bombero, para más señas, y todos tenemos la idea estereotipada de un
bombero - verdad señoras, gays o bisex, seamos correctos de nuevo - era un
enfermo terminal de cáncer de páncreas. Jamás notamos su aflicción. Su humanidad era más grandota que su estampa.
Hace un tiempo que me ingresaron en ese hospital. Esta vez, me ha tocado
a mí. Pregunté por ella, pero no supe dar los datos suficientes para que
intuyeran de quién se trataba. Es normal, han pasado muchos años. Yo, por
entonces era un pipiolo de veinte y seis años, han pasado treinta, en el mejor
de los casos estará jubilada.
Pues bien, mi esposa se empeñó que fuera a urgencias. Ya ven, me
cansaba, como si uno a los cincuenta y seis no le empezaran a pesar los años.
Que no, Pepe, que no es normal que por subir dos pisos resoples como un
hipopótamo embarazado. Y digo yo, ¿acaso sabe ella cómo resoplan los
hipopótamos embarazados?, y si eso fuera posible, serán hipopótamas, digo yo. Y
es que es tan cariñosa la pobre. Aunque, a decir verdad, yo también estaba
preocupado, pero uno, con tal que no le digan que tiene algo malo, esconde lo
que sea, y más si uno es autónomo, porque yo me temía, algo de pulmón - o así
-; tantos años de tabaquismo tiene sus cosas. Así que, para demostrarle que
estaba como un toro, me apunté a un campeonato de ping pong en el hotel en el que estábamos disfrutando de las vacaciones estivales.
Gané con facilidad a mi primer rival, era una lagartija adolescente con patas.
La segunda me costó más, la chica con la que jugué sabía lo que se hacía. Noté
que cada vez que me agachaba a recoger la pelota me faltaba el aire, sin casi
poder respirar acabé ganando la partida como pude. Mi esposa, y mis suegros ahí
presentes, me dijeron que estaba muy blanco, que si me encontraba bien. Les
dije que era cosa de la digestión, que no se preocuparan. Pero a la tercera
ronda, en las semis, ante un tipo de origen asiático, vaya a saber de dónde,
todos se parecen, me estaba dando caña, y yo eso no podía permitírmelo. De modo
que puse todos mis buenos oficios de juventud en ganarle. Pero cada vez me
faltaba más el aire, prácticamente no podía respirar, me asfixiaba, hasta que me
desmayé. Sí, perdí el conocimiento, y claro, me atendió un médico del hotel y
dijo que no lo tenía claro, que él veía humo pero no el fuego, de modo que me
enviaron a un hospital. Y como vivimos cerca de un hospital de referencia, me
trasladaron a ese, o sea, al del abuelo, en ambulancia.
Y se suicidó.
En urgencias me atendieron rápido, solo estuve tumbado en una camilla en
medio de un pasillo, con corrientes de aire, dos horas junto a otros ancianos –
parece ser que en agosto solo quedan viejos en la ciudad; pero podía haber sido
peor de no ser agosto. Bueno, también había un delincuente que soltaba un
sinfín de improperios, se había auto lesionado. Pasado ese tiempo me hicieron
todo tipo de pruebas. Y a esperar en un box separado por unas cortinas de nailon
de otros pacientes. El del lado derecho era un cachondo: alcohólico, porrista,
pendenciero, y a saber, pero al menos tenía su gracia al contar sus cincuenta
años de vida. Se empeñaba en hacerles creer a los que lo atendían que estaba
limpio, que hacía una semana que no había probado el alcohol ni que se metía
nada. Al parecer, era un viejo conocido ahí y en su barrio, no obstante, no
daba la impresión de ser peligroso. Me pidió un cigarrillo, le dije si iba a
fumar, me dijo que no, era para hacerse un porro así que saliera. Según me
comentó, lo encontraron tirado en medio de la calle, y añadió, no me extraña,
cogí un pedo con la Dolores; a saber quién era esa, pero me hablaba de ella
como si hubiera de conocerla de toda la vida. Luego se meó encima y ya fue la
leche. Lo que tienen que aguantar las enfermeras jóvenes, porque en agosto son
las únicas que hacen turnos, según parece. Y he dicho enfermeras, si,
enfermeras, porque todo eran chicas, ningún varón, y dicho sea de paso, a cual
más guapa. El abuelo tenía razón, no se estaba tan mal en un hospital.
Al fin pasó por mi cortinaje una médico y la muy jodida me dio un susto
de muerte: tenemos que hacerle un TAC de contraste en los pulmones, según las
radiologías hay una manchas que no nos hacen ninguna gracia. ¡Menuda gracia me
hizo!, cáncer, ya está, pues no hagan nada, déjenme morir en casa con los míos,
pensé; total, para los que se salvan. Pero no, lo que me aquejaba era un TEC, o
TEP, o PEC, no sé, algo así. Vaya, un coágulo, o varios, en el pulmón que obstruía
el flujo sanguíneo. ¡Coño, me hubiera podido morir!, a Bod Dylan le dio uno en
una gira y casi la palma, me dijeron. ¡Qué alegría! Pero tranquilo, con
anticoagulantes me iba a reponer, suerte que no dijeron reparar como un
cacharro viejo. Me pincharon la tripa como un colador amoratado, pero me curé,
ya ven, las jodidas farmacéuticas y los avances tecnológicos me salvaron la
vida. Aunque eso fue después.
Y se suicidó.
Me llevaron a cuidados intensivos. Era de noche ya. Vino una andaluza de
negruzcos ojos penetrantes a ponerme un par de vías. Le acompañaba un tipo que
nunca había estado en una UCI y no sabía dónde estaba nada. La andaluza, joven y hermosa, inició una
torpe introducción de agujas por los brazos que hubo de durar casi dos horas.
El suelo daba la impresión de que
hubieran matado a un cerdo. La masacre fue de escándalo. Pero su belleza se lo
perdonaba todo, hubiera aguantado estoicamente dos horas más. Cuando acabó, me
dijo que haría pasar a mi esposa un momento y, así, se pudiera ir a descansar
tranquila. La pobre entró desencajada. Lloró por mí, supongo, yo, la verdad,
estaba tranquilo, después de todo y el susto, ya nada me importaba. Somos de
fácil contentar algunos, no todos. A todo esto, no había meado.
Y se suicidó.
Serían las cuatro de la madrugada, cuando acaba de coger el sueño – mira
que se duerme mal el primer día en cama ajena - entró una tipa, más o menos de
mi misma edad, con unas planchas metálicas, y el tipo que no se enteraba. Vengo
a hacerle una radiografía para ver si la vía ha quedado bien
puesta, me dijo mecánicamente la señora. El tipo me preguntó si había orinado,
y me dio una pera y que lo hiciera cuando la radióloga acabara conmigo; tampoco
pensaba hacerlo estando ella presente. Pronto, me dejaron solo, bueno, es un
decir, en una UCI nunca te sientes solo.
Nunca pensé que mear tumbado fuera tan costoso. Tenía muchas ganas, pero
no me salía ni una gota, hasta que el cansancio pudo conmigo y me dormí de
nuevo. En pleno babeo, volvió a entrar el tipo. Si no mea, tendremos que
sondarle. ¡Qué me dice!, lo que me faltaba. Así que me apliqué en ello, sin
resultado satisfactorio. Al poco tiempo, ¿cómo va eso? Nada, pues tendremos que
sondarle. Al cabo de un rato, la enfermera andaluza, vengo a tomarle la
presión, por cierto ha meado. ¡No, y sé que debería si algo queda de mi
dignidad, debería! Pero nada. Abrumado, vi pasar al tipo y lo llamé para que me
encendiera el grifo del agua; a ver si con el ruidito me salía. Pero ni esas. Y
en esas estaba, cuando de repente me dije, la radióloga la conozco de algo, no
sé de qué, pero seguro que la conozco. Era bella, a pesar de la bata blanca y
su pelo canoso. Su cara resultaba ser agradable, a pesar de la edad. Y es que
uno no se mira con los mismos ojos que hacia los demás. Y no lograba mear ahí
tumbado, por no decir la falta de intimidad. Tras un tiempo indeterminado, se
acercó la radióloga para hacerle una placa al anciano de mi lado, el pobre
parecía muerto, pero no, se despertó – lo despertaron – y se removió en su
cama. La radióloga lo llamó por su nombre y lo trató con mucho cariño, como si
de su abuelo se tratara. Será por esto, cuando finalizó su tarea, la llamé y le
expliqué mi acuciante problema. Tenía la tripa hinchada y mucho dolor en la
vejiga, ¡necesitaba mear a toda costa!, y me preocupaba la amenaza de la
sonda. La radióloga hizo una mueca
graciosa, no sabría decir si de mofa o de comprensión. Ahora vengo, me dijo. Me
temí lo peor, vendrá con el enterado y me sondará, ¡y hará un estropicio!, no
quería ni pensarlo, de modo que seguí intentándolo. Al momento volvió ella
sola, ¡uf!, con un vaso de plástico. Lo llenó de agua, me desenchufó de las
máquinas, cerró las cortinas, de no ser por la situación, la cosa pintaba bien.
Póngase de pie e inténtelo de nuevo, si no puede, mójese la punta con el agua,
a ver si con el frío…, en diez minutos vuelvo. ¡Qué sean quince!, le imploré, o
al menos lo pensé. Rápido y veloz me incorporé, mojé mi cosa en el agua fría e
introduje la cosita - porque en situaciones así es una pena de cosa - en la
pera. Hube de repetir la operación tres veces, pero al fin meé, ¡al fin meé! No
habrían de pasar ni cinco minutos entró el tipo con una sonda - que parecía una
serpiente albina - amenazándome, y yo, con total satisfacción le di la pera
llena a rebosar, amarillo subido y calentita, vaya, en su punto. Y me dejaron
tranquilo un rato más.
Y se suicidó.
Cerca de las ocho de la mañana, pasó de retirada por el pasillo, delante
de mí, la radióloga, me miró y sonrió, qué sonrisa tan bella la jodida. ¿De qué
la conozco? Empecé hacer un esfuerzo mental, tampoco tenía más que hacer, y
justo cuando vino a visitarme mi esposa localicé en mi memoria a la radióloga
muchos años más joven. ¡Las pecas, las pecas la han delatado! Mi esposa me dijo
que me notaba distante, yo le dije que estaba cansado. Nos hicimos preguntas de
rigor hasta que hubo de abandonar la sala, la hora de visita había terminado.
Un besito y hasta luego Lucas. Me quedé pensando en la radióloga, si era ella,
si se tiñera el pelo, se pintara y vestida de calle, aún resultaba estar buena.
Por lo escaso que pude apreciar, seguía guardando su figura y sus labios y su
sonrisa era igual de hermosa.
Tenía quince años, mis congéneres tenían una parada de fruta en el marcado.
Los sábados no dábamos a basto. Así que me hacían trabajar los sábados por la
mañana - muy a pesar del fútbol, conmigo se perdió al Messi de los ochenta
- reponiendo fruta, o lo que se
terciara. Y ahí aparece la radióloga, entonces no, claro. Era la nieta de una
buena clienta, de esas de toda la vida, estará muerta, supongo, por edad,
debería. Parecía mayor que yo, como dos o tres años, al menos tal como se
arreglaba. Llevaba los labios pintados de rojo y rímel en los ojos. La nariz y las mejillas estaban salpicadas
por unas graciosas pecas que le daban un aire seductor. Creo que fue - y la
única - pelirroja que se había cruzado en mi camino hasta entonces. Vestía,
pues va ser que no, de eso no me acuerdo, imagino que como una adolescente de
mediados de los años setenta. Al llegar, se mostraba recatada y vergonzosa,
solía mirar al suelo o hacer la despistada mientras se mordía el labio
inferior. Sin embargo, como si de un juego estudiado se tratara, con el
beneplácito de la abuela, esta le comentaba, como el que no quiere la cosa:
- Mira Elenita, hoy está Lucas – ese soy yo - dile algo, y entonces
Elenita levantaba la cabeza del suelo, fijaba sus potentes y, a mi entender,
hermosos ojos sobre los míos y a mí me subía un sudor frío, que pa qué. Me
sonrojaba y acababa apartando la vista de ella. He de decir, que sus ojos
siguen siendo preciosos, a pesar de que no soy capaz de recordar su color. Y
luego la abuela: - ¡Qué guapo es tú hijo, Flor!, y yo sin saber dónde meterme,
y Flor - mi madre -, toda orgullosa:- ¡Guapo y buen nene!, y yo deseando que se
fueran. Me gustaba, y mucho, Elena, pero me ponía muy nervioso, algo inaudito
hasta entonces. Me temblaban las manos, se me caían las cosas, y ella, por lo
bajini se reía de mí. Daba la impresión de ser una chica de esas que solo le
iba el bailoteo y los pañuelitos, sin embargo, deseaba entablar una
conversación con ella, pero cómo si éramos el centro de todas las miradas. Y
así, sábado tras sábado. Nunca nos cruzamos ni una palabra pero sus miradas
cada vez eran más pícaras y descaradas, así como los comentarios en voz alta de
la abuela. Yo, antes de ir al mercado, buscaba en mi ajuar lo que creía que me
sentaba mejor. Me engominaba el tupé, típico de la época, y me afeitaba los
cuatro pelos de la varaba con sumo esmero. Sin embargo, seguía sin suceder
nada. Hasta que un día fui a escuchar música a casa de un amigo tras ir al
centro a comprarnos un LP. Mi amigo tenía una hermana dos años menor, cuando,
de repente, apareció en la habitación de mi amigo y me suelta a bocajarro:
- Recuerdos de Elena.
- Elena, ¿qué Elena?, le pregunté.
- La que cada sábado va a comprar a tu parada del mercado.
Entonces caí de qué Elena se trataba. Me ruboricé una cosa mala, y con
una sonrisa socarrona se fue tal como había entrado. Cómo entenderán, hube de
indagar, ¿de qué conoce tu hermana a esa Elena?, del cole, van a la misma
clase, pero si Anna – la hermana – es
más pequeña, le dije, son compañeras de clase y se llevan muy bien, a veces
viene por aquí, me dijo, y la verdad que es una caña, añadió, y si no fuera
amiga de la estúpida de mi hermana me la intentaría ligar, prosiguió. ¿Te
gusta?, me preguntó. Muchísimo, pero cada vez que viene al mercado lo paso fatal, le dije, me mira
concupiscencia, lo hace adrede para ponerme nervioso, pero creo que le gusto, añadí.
Pasaron unas semanas, no podía sacarme a Elena de la cabeza, y más,
viéndola cada semana. Mis notas, que ya
de por sí malas, empeoraron. Un día, un profe me tiró una tiza a la cabeza
diciéndome algo así:- Casadesús, ¿está dormido o enamorado? Si supiera él, ¿o
realmente lo sabía?, ¿tanto se notaba el efecto hechizador de Elena sobre mí?
No podía continuar así, debía inventarme algo para poder charlar con Elena a
solas. Pasé por su colegio a la salida varios días, pero siempre solía ir
acompañada de otras chicas, por vergüenza nunca me acerqué a ella. Y aún peor,
cuando la veía con esa falda tableada tipo escocesa y esa blusa negra ajustada,
me ponía enfermo. Fantaseé en que me casaba - y otras cosas - con ella, y que
teníamos hijos, incluso de cómo se llamarían. Tres, esa era la cifra ideal, dos
niños y una niña. Elena la niña y Juan y Carlos los niños, e íbamos a la playa
en verano y éramos la envidia todos. También, le enseñaría a esquiar, si no
sabía, y la llevaría al Barça, por qué sería del Barça, ¿verdad?, menudo palo
si no lo fuera. Sin embargo, pasaba el tiempo y mis sueños no se hacían
realidad, hasta que un día a mi amigo se le ocurrió una estrategia: preguntarle
a su hermana la dirección y mandarle una carta, y así lo hicimos, mi amigo me ayudó
redactarla. Decía más o menos así:
Querida, o amada, no recuerdo bien, Elena:
Supongo que estarás sorprendida de recibir esta carta.
Me gustas mucho y estoy profundamente enamorado de ti. Me gusta tu
sonrisa, me gustan tus ojos, me encanta tu exótico pelo rojo, eres
preciosa y no puedo vivir sin ti. Cada segundo de mi vida estás en mis
pensamientos. Sueño contigo. Creo que haríamos una buena pareja.
Así que, ante mi desespero por hablar contigo y no poderlo hacer, quiero
que podamos quedar un día a merendar. No sé, un viernes o un sábado sería lo
ideal, por la tarde, eso sí. Aunque si no puedes esos días no tendría ningún
inconveniente en quedar el día que a ti te vaya bien. Si quieres me contestas
con otra carta o me llamas a casa al mediodía que no hay nadie hasta las tres.
Mi teléfono es 224 60 80.
Esperando con ansiedad tu respuesta,
Juan Carlos Casadesús I
love you!!!
Kiss you!!!
PD: ¡Ah!, y no digas nada de esto a tu abuela ni a Anna. Besos
Y su madre se suicidó y jamás me contestó. Su padre y ella se cambiaron
de ciudad.
La noche siguiente volvió Elena con su hermosa sonrisa en los
labios para hacerle otra radiografía al
anciano. La miré de soslayo, ella apenas reparó en mí, pero me gustó cómo trataba al anciano y tal cómo le hablaba; con cariño y
paciencia y, en especial, con bondad, mucha bondad y ternura. Me vino a la
memoria mi abuelo, y le entendí. Durante el transcurso de la vida a uno le
gusta que lo traten bien, que la gente le respete, que sean cariñosos con
nosotros – aunque, a veces, nosotros no lo seamos tanto como lo desearíamos,
las barreras, los prejuicios -, pero en nuestro último suspiro, todo esto se
debe valorar mucho más. Es probable que sea injusto en pensar que el abuelo
solo valoraba el hecho de tocarle las tetas, posiblemente haya sido afecto lo
que sentía y lo transmitía en esa manera tan suya. Elena se mostraba de esa
clase de facultativas que, a pesar de la adversidad, te hace sentirte bien. Sin
quererlo, los observé, la miré, esta vez sin reparos. Sus dedos eran largos y
gráciles, como si flotaran a través de la espalda del anciano, y su melodiosa y
suave voz transmitía esperanza, cuando menos, tranquilidad. Por un momento,
pensé en esa niña – un poco tonta de trece años – que tanto me había
embelesado, y pensé: quizás hubiera sido mi gran amor. Una vez oí que el amor
solo se presenta una vez, lo demás son sucedáneos en pos de ese amor perdido.
Y, ¿por qué no ha de surgir cuando uno ya está cercano a la tercera fase? Yo
estoy bien con mi esposa, es una gran mujer, nos hemos dado grandes momentos de
felicidad, pero al ver de nuevo - mira que han pasado años - a Elena algo se me
ha removido por dentro. De repente, pensé de en cómo le
había ido, qué fueron de ellos tras la trágica muerte de su madre. ¿Dónde
estudió?, ¿se habrá casado? ¿Seguirá casada? ¿Tendrá hijos? Y lo que más me
importaba en esos momentos: ¿se acordará de mí? Es curioso, con los años uno
solo recuerda imágenes difusas, ni tan siquiera la voz, era tan joven entonces
que la habrá cambiado, como yo. Sin embargo, esas pecas, esos ojos, esa sonrisa
a medio camino entre dulce y maliciosa, mejor dicho: picarona. ¡Uf!, no sabría
decir si estaba delirando, debía ser el lugar que impone.
Mientras estaba a lo suyo, me armé de valor y le agradecí lo de esa
mañana. Me contestó que no tenía la menor importancia, que cada vez que
ingresaba a su padre le pasaba lo mismo, así que…Y se calló para seguir
atendiendo al anciano.
Tras darle mil vueltas por la cabeza, nunca he sido muy lanzado, me
atreví a preguntarle:
- ¿Por cierto,
no te llamarás Elena, por casualidad? Y mi corazón se aceleró por la emoción
del reencuentro. El deseo de un sí me hizo esbozar una sonrisa cómplice. Pero
pareció no haberme oído, así que le volví a formular la pregunta con un tono
más alto pero a la vez con más énfasis, con más entusiasmo.
-¿Perdona, no te llamarás Elena, por casualidad?
Me miró un poco contrariada. Luego, se sonrió.
-Buen intento, aunque mi nombre empiece por e, no es Elena, me llamo
Eva.
Y se acabó la fiesta.
¡Excelente Jordi! Con la cuota de humor tan típica española, —e infiero catalana por lo de Messi y el Barça—, y un gran conocimiento de los detalles de la vida en un hospital. ¡Mis felicitaciones!
ResponderBorrar(Un connacional de Messi)
Eres extraordinario en elmanejo del humor Jordi! Además el ritmo que no decae en ningún momento! Felicitaciones. Abrazo
ResponderBorrarJordi
ResponderBorrarAmeno, muy ameno tu relato. Nada de final feliz. Inesperado, que es lo importante. Aunque algo incómodo, terminé conformándome. Hubiera querido que fuese Elena. Pero entiendo que tenías que darle término y escogiste uno amargo; al menos para mí.
Me pasé un rato de lo más agradable leyéndote.
Abrazo
Alejandro