viernes, 27 de mayo de 2016

Peripecias de un contable (escritor de cuentos...)


Alejandro Franco

México

S
e dice que al destino se le trae consigo desde el alumbramiento. Al pequeño Osvaldo,  íntimo amigo de mi particular estima, la buena suerte lo mantuvo largo tiempo relegado; y no es que él no se diera cuenta, considerando que la sensibilidad de un niño es meramente objetiva e incapaz de escuchar razonamientos.
La temporada navideña y las fiestas de Año Nuevo, se habían ya quedado en el ataúd del año viejo; entretanto, la expectativa por la llegada de los reyes magos, a Osvaldo lo mantenía en  el más desesperante suspenso.     
Al peregrino del polo norte, gordinflón de nívea barba, traje y gorro rojos, solo lo tuvo presente a través de los cristales de los grandes almacenes; junto al monigote, eso sí, muchos juguetes y cajas de regalos.  Ya desde las vísperas, siempre antes de irse a la cama, cuando hallábase hincado con sus manitas juntas, acompañaba sus oraciones con un único ruego a su ángel de la guarda: “… y quiero que me traigan un balón de cuero igualito a esos con los que juegan los campeones. Pero ni crean los antipáticos esos que no quieren juntarme a jugar con ellos que se los voy a prestar…” ―agregaba  a la demanda su rotundo propósito.
Siéntate en esa piedra a vernos chutar para que aprendas, le decían los grandulones. Y él los veía resignado tragando polvo… Seguía con mirada triste el balón bota que bota, yendo de un lado a otro, tan solo a la espera de que todos se largaran. Era entonces cuando iniciaba su solitario partido: driblaba con un bote de lata vacío a varios supuestos contrarios; por la banda, el centro o adelantado, corría dándose pases; recuperaba el bote y pateaba a la portería. De lograr un tanto, saltaba de contento y gritaba eufórico: ¡Gooool! Agradecía al respetable los aplausos y vítores, se servía solo como portero, y a emprenderla de nuevo contra el adversario hasta que el sol le escamoteaba su claridad.
Un día de tantos, muy orondo por haber recibido un buen pago, llegó a casa su padre para soltarle entusiasmado: “El domingo te llevo a ver el partido de campeonato. ¡Mira muchacho, aquí tengo ya los boletos! ¿Qué me dices, te gustaría ir?”
El júbilo y los nervios eran dos en uno cuando cogido de la mano de su padre se acercaban al estadio. Ya se oía la algarabía de los hinchas de cada equipo. Su padre hubo de contener al inquieto chamaco: “Calma, hijo, no hay por qué correr… aún hay tiempo.”
Ese día, mientras el helado se le chorreaba en la mano, se disputaban el trofeo de campeonato los equipos del River Plate y el San Lorenzo. A Osvaldo le rechiflaba hasta la médula el River y ningún otro. Resultó que en ese campeonato del 1956-57 quedó invicto el River, merced al gran goleador de la temporada, Roberto Zárate con 22 goles. En segundo sitio el San Lorenzo, con el goleador José San Filippo, quien también había logrado cuajar 19 goles en la misma cosecha.
Pese a su corta edad, Osvaldo llevaba el record  de goleadores, siempre asesorado por su padre, hincha de hinchas; solo que este le iba al San Lorenzo, y las discusiones que sostenían entre los dos, enalteciendo cada quien a su equipo preferido, eran de historieta; pero cuál vaina podría suscitarse entre ellos, cuando al final tales discusiones terminaban en abrazos.
Un domingo de tantos, se anunciaba la película “Pelota de trapo”. Ah, cómo le suplicó a su padre que lo llevara a verla. En la función lloró y moqueó de lo lindo. Su padre le apretaba la piernita en son de consuelo. Caricias de hombre; no como las de mamá de besos y más besos. Seguramente que así lo pensaba. Esa película fue una de las mejor realizadas en Argentina.
Vivían por esos tiempos en un conjunto de casas; una tras otra entre pasillos. Había otras alrededor que circundaban patios, donde los niños peloteaban por las tardes, hasta que los largaron después de haber dado cuenta de una buena cantidad de cristales. Así fue que, en remedo de los chiquillos de la película, todos se fueron a patear a los llanos cerca de las industrias. Osvaldo se sentía “El come uñas” personificado; pero sus amigos, dada su corta edad, a más de que según ellos lo consideraban un maleta, le seguían haciendo el feo al formar equipos.
Recién terminada la primaria en la escuela pública, ingresó al secundario. Ahí se fue haciendo grande. Ahí aprendió a rifársela  a putazo limpio con cuanto malora pretendiera pasarse de vivales con él. Eso sucedió hasta que se granjeó el respeto de todos. No pocas veces llegó a casa con un ojo de cotorra o la nariz sangrante. Mientras su madre le curaba afligida, el padre sonreía.
Ya en la secundaria, aparte del balón nuevo que adquirió con la plata ganada en su primer empleo como pinche en un restaurante, trapeando pisos y lavando loza; sitio donde lavó más platos y cubiertos que todos los que pudo haber lavado en sus dos matrimonios; muy a pesar de que terminaba con las manos hechas uva pasa por el agua, fue su firme ahínco el que hizo posible que se hiciera del balón soñado. De aquellos balones con cámara de hule que se abrochaban con agujetas de cuero como zapatos.
La naturaleza, siempre fiel a sus tiempos y  sin ponerlo sobre aviso, hizo de las suyas al alborotarle las hormonas; no precisamente esas del corazón, debo decir; sino  las que cualquiera pueda imaginar. Fue así que comenzó a verles faldas hasta a los postes de la luz y teléfonos.
Bueno, el caso es que ya para terminar la secundaria, le bailaban los ojitos con cuanta niña se le atravesaba; pero muy en especial, cuando veía a la dulcísima hija de los italianos del restaurante ubicado en la mera esquina de su cuadra. Aunque para su pobre suerte, a la muy veleta, solo le bailoteaban los suyos cuando veía al capitán del equipo de fútbol de la escuela; por lo cual, Osvaldo se preguntaba: ¿qué carajos le ve a ese babitas esmirriado y sin chiste? A esa edad, qué iba a imaginar el pobre, que aquella quien a uno le gusta, le atrae otro. En los acostumbrados “asaltos a las casas”, no perdía la esperanza de tirarse un long play de Elvis completito, meneando a su adoración; o quizás, con algo de suerte, una pieza pausada para bailarla tiernamente de manitas y cachetes sudados; mas la muy pilla, cual hoja al viento, fijaba sus ojitos en todos los chavales, menos en su invisible y fiel enamorado.
Al saltar a la media superior, su sueño inalcanzable ya había sido olvidado, muerto y sepultado. En la nueva escuela, conoció a la que más tarde sería su esposa y de quien saboreó las primeras mieles como prueba del amor jurado que supuestamente ella le guardaría. Eso sucedió ya casi para terminar el bachillerato. Uff, faltaba un tramo para el término de una carrera profesional, así que para abreviar, decidió matricularse en una escuela comercial, misma donde en un par de años obtuvo el necesario diploma. Tiempo después y como era de esperarse, don Suspicaz apareció en escena:
― ¿Quieren o tienen que casarse, Osvaldo? ―le preguntó con voz impostada su padre.
Y como el silencio otorga, la reacción no se hizo esperar:
“¡No te cases pendejo, con apenas veintidós años aún eres un crío!” ―le advertía molesto el buen hombre. “Con lo que ganas no te alcanza a ti solito ni para media cajetilla de cigarrillos y comer una vez al día. O qué, ¿piensan vivir en la calle? ¡Hazme caso, no seas necio! ¡Hasta ahora eres libre, y si te casas… dejarás de serlo!” Saliva le faltaba a su alarmado progenitor para hacerlo entrar en razón; y como nadie experimenta en cabeza ajena, ¡zas!, que se casa y que se le acaba su libertad.
Luego de tres hijos, poca plata, impertinencias mil de una mujer en apariencia evolucionada,  provocó una separación “unilateral y convenientemente acordada”, para que en otro ¡zas!, a los 31 años de edad, Osvaldo pudiera recobrar su voluntad.
De la repartición de bienes solo logró salvar su poca indumentaria, el cepillo de dientes y unos cuantos libros; todo ello, antes de entregar las llaves del departamento. Pudo al menos conservar el autito, que por no haber sido aún liquidado, a la santa señora de ningún modo le pareció quedarse con el débito.
Ante tan mala experiencia, pronto se dio cuenta que como limitado contador en ciernes, no dominaba bien el renglón de presupuestos (en cuanto a lo doméstico); así que se decidió por hacer la carrera completa en la Facultad de Economía. Con mil penurias y no menos perseverancia, le llevó diez largos años culminar sus estudios para obtener el preciado título de contador público.
Ahora recuerdo que años atrás, su padre le decía: “Eso de la contabilidad que elegiste, es como cambiar el dinero de una bolsa a otra y viceversa”; y sin haberle entendido ni papa, se metió hasta el cuello en la carrera; también ignoraba que tal profesión es igual que contar ovejas en sueños; y que si una de ellas se extravía, entregar buenas cuentas al patrón o a la hacienda se vuelve un auténtico martirio. En fin, todo fuera como ello.
Así que anduvo trotando de empresa en empresa, pero siempre escalando a mejores puestos. Supe que en una de ellas, por su responsabilidad y mucho empeño, aunque no con suficiente experiencia, fue nombrado Jefe de Contaduría. ¡No cabía en sí mismo de tanto orgullo!
En uno de esos asaltos a una casa de una compañera de trabajo (puros adultos, sin rock, twist o long plays), conoció a Susy, quien en poco tiempo vendría a ser la segunda esposa. Y su padre vuelta con la cantaleta: “¡No te cases, no seas pendejo! Llévatela así nomás… de amiguitos, con ciertos derechos y pocas obligaciones”. Pero él qué iba a entender de razonamientos. Creo que lo pendejo no se le quita a uno ni después de muerto. En la vida no se pueden poseer puras cualidades y virtudes, ¿verdad? Así que a los 34 años firmó ante varios testigos su propia sentencia: reclusión perpetua, sin derecho a fianza ni libertad condicional.
Ya han pasado 39 años desde que signó el contrato; y que se sepa, aún no se sabe de queja alguna de su parte. Ha sido feliz dentro de lo que cabe. Bueno, hasta le permiten lavar los trastos; conquista laboral con carácter vitalicio (arduamente por él lograda después de algunos años de violentas batallas entre pareja).
En contadas excepciones, entre plato y plato de la balanza, sean estos los de la felicidad y lo opuesto, el  del primero se sigue conservando abajo; este, virtualmente debe contener pepitas de oro y plata; y muchas piedrecillas preciosas: tranquilidad, placidez, gusto, alegría, goce, dicha y encanto; y muchas, muchas, de virtuoso amor. Parecieran ser sinónimos, pero cada una de ellas cumple su particular función. Del otro plato se va tirando la basura de vez en cuando; siendo que al paso del tiempo, este habrá de quedar vacío. Y aunque dicen que son más las malas que las buenas, no siempre es así, créanmelo; pues para Osvaldo considero que su vida osciló y terminó cayendo entre esos contados privilegios.
Y pensar que llegó a confesarme: “No voy a hacer esto toda mi vida…”. Debí suponer que en todo caso, Osvaldo más bien se refería al resultado de “ejercicios anteriores”. Y añadió: “El sueño dorado de toda mi vida ha sido ponerme a escribir y escribir sin parar; y es precisamente  lo que de ahora en adelante me propongo ejercer.” “No sé, tal vez y llegue a decir: ¡Qué infame pluma!, pero algo saldrá, tenlo por seguro”.
“Amigo mío: Amo entrañablemente a Susy”. Me reveló no hace mucho entre copa y copa después de discurrir durante una tarde deliciosa: mucho sobre fútbol, algo de cómo se debe preparar un buen mate, y unas que otras banalidades religiosas y políticas. ¡De qué más podríamos haber hablado!
Ah, ¡Cuánto voy a extrañar a ese gran chamaco! Siendo que ahora… el que pronto se tiene que ir a entregar cuentas, es quien les ha venido a contar las retozonas peripecias de una vida que, como ya se ha visto, harto valió la pena relatarla.


domingo, 22 de mayo de 2016

SERA JUSTICIA


Osvaldo Villalba

Buenos Aires, Argentina

 

Justicia, Justicia Perseguirás
(Deuteronomio 16:20)
I
Se sirvió un vaso de whisky, le puso dos de los tres últimos cubitos de hielo que quedaban en el recipiente y comenzó a llenar su pipa. Mientras la encendía, y las volutas de humo azul se elevaban perfumando el escritorio, Roberto pensó que no había forma de que la nueva mucama entendiera que antes de retirarse debía dejar la hielera llena. Hacía dos meses que trabajaba en la casa y, al fin y al cabo, no eran tantas las cosas que había señalado como importantes cuando la contrató. Que tuviera el desayuno listo a las siete de la mañana, sus camisas planchadas y colgadas en perchas –no soportaba las camisas con marcas de dobleces–, la cena a las nueve de la noche y los viernes, en el escritorio, café recién hecho y la hielera completa. Para el resto de las tareas de la casa tenía libertad para elegir cómo y cuándo realizarlas. Pero la joven parecía estar siempre en babia. Cuando le llamaba la atención por algo, rehuía la mirada, se disculpaba asegurando que no volvería a suceder, pero al tiempo, indefectiblemente, repetía la falta. Las diferencias con su antecesora eran tan notorias que en varias oportunidades había pensado despedirla, aunque después se compadecía. Perla había trabajado con él casi cuarenta años, desde que era un abogado recién recibido que vivía en una casita modesta de la zona oeste del conurbano, hasta hacía muy poco, cuando le informó que se iba a vivir a Córdoba con su hija. Manejaba con tanta eficiencia la marcha del piso que ocupaba en Recoleta, mucho más acorde a su status actual de juez, que no recordaba cuándo había sido la última vez que le había dado alguna indicación. Pero ahora, desde que estaba Nancy, tenía que estar en todos los detalles.
Apretando la pipa entre sus dientes, tomó la hielera y se dirigió a la cocina. Habrá que darle tiempo, pensó, recién nos estamos conociendo y, por otro lado, tiene a su favor que es muy callada y tranquila. Había llegado desde Villa María recomendada por la hija de Perla. Celosa como era de su trabajo, Perla estuvo con ella dos semanas tratando de prepararla, hasta que, al fin, dio su conformidad. De sólo pensar que si la despedía debía realizar la nueva búsqueda personalmente, se fortalecían sus argumentos a favor de soportarla.
Mientras volvía al escritorio con el hielo reparó que Julián ya llevaba media hora de retraso. Todos los viernes se juntaban en su escritorio a las diez de la noche y el ajedrez era una excusa para hacerse compañía mutuamente. Hacía cinco años que había enviudado, no había tenido hijos y le gustaba mantener su casa al margen de cualquier relación amorosa ocasional. Durante la semana – los días hábiles– su actividad judicial, en el fuero penal, lo absorbía por completo, pero cuando dejaba su juzgado los viernes por la tarde necesitaba algo especial para poder desenchufarse. Después, en  el fin de semana, su vida social alternaba entre el club de golf del cual era socio y las cenas en Puerto Madero. Pero la noche del viernes era como una descarga a tierra. Julián era su único amigo y sólo con él se abría sin temores. Julián era sacerdote, por lo que siempre bromeaba con él: “Mirá que todo lo que te cuento…es secreto de confesión ¿eh?”. Se conocían desde la infancia, y dejaron de verse cuando su amigo entró al Seminario. Mientras Roberto hizo toda su carrera judicial en Buenos Aires, Julián, una vez recibido, fue comisionado por la Iglesia a distintos destinos en el interior del país. Hacía cuatro años, ya de regresoen Buenos Aires, el cura lo había buscado después de verlo en la televisión por un caso resonante en el que intervino su juzgado. En ese momento, a un año de la muerte de su mujer, fue para Roberto una gran ayuda.
El retraso comenzó a preocuparlo. Sobre todo porque no contestaba el celular. Intentó conformarse con que a lo mejor había tenido un caso espiritual muy complicado, pero en general, si ocurría algo así, por lo menos le enviaba un mensaje. Se preparó otra pipa y encendió la televisión.
II
Nancy terminó temprano sus tareas del viernes porque quería irse antes de que llegara su patrón. Preparó el termo con café y sonrió mientras ponía en la hielera sólo tres cubitos. Ahora que estaba tan cerca de cumplir el plan que la había traído a Buenos Aires, no podía dejar nada librado al azar. Debía seguir representando el papel de “provinciana medio tonta”. Llevó todo al escritorio, se cambió y salió por la puerta de servicio. Llevaba puesta la camperita rosa que usaba habitualmente pero, en su mochila, guardó una campera con capucha que no había usado nunca desde que estaba trabajando para el juez. Lo importante, pensó, era que en las cámaras de seguridad del edificio quedara registrada su salida con esa ropa.
Tomó el colectivo como todos los días, de modo que quedara asentado en la tarjeta Sube su recorrido habitual. Bajó en Plaza Miserere y tomó el tren Sarmiento, pagando nuevamente con la tarjeta –desde el último accidente ferroviario todos pasan sin hacerlo– completando así con su rutina de regreso a casa. La única diferencia fue que, en lugar de llegar hasta la estación Villa Luro, donde está ubicado el departamento de su tía, quien aceptó alojarla “provisoriamente, ¿eh? hasta que encuentres otro lugar”, se bajó en Caballito, la primera estación. Cuando salió del tren ya lucía la campera gris con la capucha puesta. Caminó por García Lorca hacia Rivadavia. Al cruzarla continuó por Emilio Mitre –Rivadavia cambia los nombres– hasta Juan Bautista Alberdi y desde allí pudo ver la cúpula en la esquina de Víctor Martínez. Fue hacia allí y se detuvo frente a la puerta de la Parroquia Santa Julia. Un cosquilleo en el estómago y una leve flojedad en las rodillas denotaban su nerviosismo. Respiró hondo y entro.
III
Julián miró la hora en su reloj fosforescente y se alegró ante la cercanía de la noche de ajedrez, whisky y cigarro cubano en la casa de Roberto. Los viernes no se celebra misa pero el párroco principal había establecido una reunión de oración que le fue asignada al Padre Julián, “premio consuelo al viejo cura a punto de jubilarse que había caído como paracaidista desde el interior hacía cuatro años” solía bromear con el juez en sus encuentros. Al final de la reunión siempre había algunas señoras que querían confesarse. Pacientemente escuchaba a la señora que se peleaba todas las semanas con “la bruja de mi nuera que me hace la vida imposible”; a la señora mayor, muy maquillada siempre, que conocía cada tanto a un señor muy serio, que después no resultaba ser lo que parecía, lo que le provocaba un lagrimeo que apenas le corría el rimmel, y que finalizaba abruptamente cuando Julián le daba la penitencia. Y otros casos por el estilo. Una vez había tenido un grave caso de violencia familiar, que dio lugar a la intervención del párroco principal para solucionar el tema sin violar el secreto de confesión. Pero lo normal era lo otro. Por eso ahora, en la oscuridad del confesionario, esperaba terminar pronto para poder cambiarse y salir. Esperaba que la señora que estaba escuchando ahora – ¿la estaba escuchando? ¡Perdón Señor!  – fuera la última.
Finalizó con la bendición a la mujer y comenzaba a incorporarse cuando escuchó que alguien más se había instalado al costado del confesionario. Miró por el enrejado labrado y alcanzó a ver sólo el mentón de una mujer, que parecía joven, bajo la capucha de una campera gris. Si bien no alcanzaba a verle el rostro, su aspecto en general no le parecía familiar.
–Buenas tardes hija –le dijo– ¿Eres vecina de esta parroquia?
–No señor, vengo de lejos.
El acento cordobés de la chica lo remontó veinte años atrás. Tenía cuarenta cuando fue destinado a Córdoba y había servido allí por cinco años. Le pareció que estaba un poco tensa así que pensó en alguna frase que la haga sentir confiada y la anime.
–¡Seas bienvenida a la casa de Dios! Si llegaste hasta aquí buscando algo del Señor es porque Él, en realidad, te está buscando y te trajo. ¿Qué tienes para decirle al Señor?
–Vine a cerrar una historia. Tal vez la mía –su voz ahora era firme.
IV
Escuchó entre sueños su celular llamando con insistencia. De a poco recobró la conciencia y comprobó que, efectivamente, sonaba y vibraba sobre su mesa de luz. Se incorporó en la cama y atendió. Del otro lado una voz de hombre dijo:
–Buenos días, soy el fiscal Alberto Martínez. Tengo registrado desde ese celular varios llamados al número –mencionó el teléfono de Julián– ¿Es posible que usted haya hecho esos llamado? Si es tan amable… ¿Puede decirme con quien estoy hablando?
–Hola sí, soy el Juez Roberto Izaguirre. Efectivamente yo hice esos llamados. ¿Puede decirme que está pasando, doctor?
–¡Ah doctor Izaguirre! Disculpe que lo haya molestado tan temprano, pero era imprescindible que lo hiciera. Fueron los últimos llamados que tiene registrado el teléfono del Padre Julián Barrientos, de la Parroquia Santa Julia…
–Sí, sí, doctor. Ya sé que es el celular de Julián –interrumpió Roberto– pero no me dijo porqué está usted realizando esta consulta.
–Sí, tiene razón, doctor. Disculpe. Sólo sabíamos que elnúmero pertenecía a un Roberto. Ante la confirmación que usted lo conocía, lamento comunicarle que el Padre Julián fue encontrado con un disparo en la cabezaen el interior del templo. En apariencia fue de muy cerca. Falleció en el acto. El arma no se encontró. Cuando usted pueda me gustaría que me reciba. Su conocimiento del occiso va a ser muy importante para mi investigación.
–Cuente con eso doctor. Martínez. Deme un par de horas, y llámeme. No tengo problema en recibirlo en mi casa o en pasar por la fiscalía. Lo que usted considere más oportuno, tratándose de un sábado. ¡Ah! Y cuando sepa quién será el Juez interviniente, por favor, hágamelo saber.
Cuando cortó la llamada su mano estaba temblando. Se sentó en la cama y se preguntó si estaba despierto y esto realmente estaba sucediendo o se trataba de un mal sueño. En su profesión estaba acostumbrado a hechos de violencia, pero esto era diferente, ahora se trataba de su amigo. El nudo que tenía en la garganta se fue desatando en sollozos y durante un largo rato dio rienda suelta a la sensación de angustia que lo oprimía. Nunca imaginó la noche anterior, cuando no le respondía los llamados, que algo así pudiera ocurrirle a Julián. Si bien no contaba muchas cosas de su trabajo en la iglesia –era muy reservado– pensó que si hubiera tenido algún problema con alguien se lo habría comentado. Decidió darse una ducha y estar un poco más recompuesto para esperar la llamada del fiscal y poder ponerse al tanto de todo lo sucedido cuanto antes.
V
Jueves por la noche. Sentado en el desayunador de la cocina, Roberto se estaba preparando un trago. Había pasado casi una semana sin que se produjera ningún avance en la investigación del crimen de Julián. Se había reunido dos veces con el fiscal y el juez de la causa, pero nada había sacado en limpio. Había leído varias veces el expediente y lo único concreto era lo referente al hallazgo del cadáver: El sacristán cerró el templo el viernes a la noche, cuando ya no quedaba nadie en el edificio. No había visto al Padre Julián, pero como acostumbraba salir todos los viernes, pensó que ya se había ido. El sábado por la mañana, después de abrir el templo, volvía por el pasillo del confesionario, y le llamó la atención un manchón líquido y oscuro que salía por debajo de la puerta. Su impresión fue mayúscula cuando, al abrirla encontró el cuerpo del sacerdote, sentado, con la cabeza recostada hacia atrás, y un reguero de sangre que bajaba por el lado izquierdo de su rostro, empapaba la sotana y corría por el piso. Pasado el primer momento de shock, salió gritando hacia la calle pidiendo socorro. El policía de la esquina de Emilio Mitre y Alberdi lo escuchó gritar y corrió pensando en un asalto. Cuando llegó hasta la puerta de la capilla, y preguntó qué pasaba, el hombre estaba tan nervioso que apenas se le entendía lo que balbuceaba. Como señalaba hacia adentro, ingresó con él y al llegar al lugar comprendió el motivo del estado del sacristán. El cuerpo presentaba un impacto de bala a la altura del temporal derecho con orificio de salida por el occipital izquierdo. No había otros signos de violencia. El agente llamó a la comisaría y el principal de guardia dio el aviso a la fiscalía de turno. Desde entonces nada nuevo había aparecido, salvo que el deceso se había producido entre catorce y dieciocho horas antes del hallazgo, ocurrido a las once horas del sábado, lo que establecía que el hecho había ocurrido entre las diecisiete y las veintiuna horas del viernes. Teniendo en cuenta que la reunión de oración finalizó a las diecinueve, y estuvo a cargo del occiso, el óbito se produjo entre las diecinueve y las veintiuna horas.El fiscal mandó revisar las cámaras de las inmediaciones, pero lamentablemente ninguna tomaba directamente la puerta de la capilla, de modo que se pudiera determinar quienes entraron y salieron. Con la ayuda del sacristán se logró ubicar algunos de los fieles que participaron de la reunión esa noche para ver si era posible encontrar una punta del ovillo que permitiera desentrañar la madeja. Pero nadie había observado nada fuera de lo común y no pudo sacarse nada en claro. El móvil del crimen seguía siendo un misterio. Alguien mencionó que el sacerdote había intervenido en un caso de violencia familiar hace bastante tiempo, pero cuando se siguió esa pista se confirmó que el acusado en esa oportunidad residía desde hace varios años en la Provincia del Chaco y que había estado en su domicilio la tarde del suceso. Roberto había sugerido al fiscal que investigara si Julián atendía algún caso de drogadicción. Muchas veces los dealers se cobran la pérdida de clientes a causa del accionar de aquellos que se ocupan de rescatar adictos. Esto tampoco produjo resultados.
El timbre lo sacó de sus pensamientos. Del servicio de seguridad le avisaban que había llegado el delivery solicitado. Roberto dio la autorización para que suba. Desde el martes debía arreglárselas sólo en la casa ya que el día lunes, cuando debía reintegrarse Nancy a su trabajo, vino con la novedad que se volvía a su provincia, que extrañaba mucho y no se acostumbraba a Buenos Aires. Reconoció que no había sido muy eficiente en su trabajo y le pidió perdón por eso, pero que no podía prestar más atención. Que ese había sido siempre su problema. Cuando se enteró lo de que había pasado con su amigo, le había dado el pésame respetuosamente, aunque no lo conocía ya que los días viernes se retiraba más temprano que los otros días y no volvía hasta el lunes. Roberto tenía sentimientos encontrados sobre esta decisión. Por un lado un cierto alivio, ya que la chica, en realidad, no era eficiente, y le daba un poco de culpa despedirla, por su recomendación. Por otro lado era un problema ponerse a buscar empleada. Pero como la chica se mostró muy decidida, no hizo ningún esfuerzo para retenerla. Sonó el timbre del departamento, recibió la comida, pagó con cambio, incluyendo la propina, y se sirvió el lomo a la pimienta con papas noisette que había encargado.
VI
Despachó su equipaje, subió al micro que la llevaría a Villa María, y buscó su asiento. Se alegró que le tocara uno individual. No tenía ganas ni ánimo para que alguien intentara darle conversación. Recostó el asiento hacia atrás y cerró los ojos. Había soñado mucho con este momento, pero ahora, con todo consumado, no sentía la tranquilidad que había esperado tener. Las heridas del pasado seguían abiertas, aún después de que la historia se había cerrado, según el propósito que la había traído a Buenos Aires.
Y todo se había dado por casualidad, en las calurosas tardes de enero del año anterior, tomando mate en la casa de su amiga Sofía junto con Perla, la madre de ella, que estaba de vacaciones. Le fascinaba escuchar las experiencias de Perla en Buenos Aires, donde nunca había estado. Sofía, en cambio, había nacido en Buenos Aires, pero al cumplir quince años había ido a vivir con su abuela. Hoy, con treinta años, se había casado y tenía tres hijos. Nancy con veintiocho, nunca había logrado formalizar una pareja, ni mientras vivía su madre, ni después de fallecida, ocho años atrás, por lo que no podía culparla.
Perla trabajaba en la casa de un abogado, ahora juez, desde hacía más de cuarenta años, quien le había permitido vivir en la casa con Sofía, después de su nacimiento hasta que la joven había decidido volver a Córdoba. Hacía unos años había quedado viudo, y como ya le conocía tanto los gustos, le daba total libertad para manejar la casa a su antojo.
Una de las tardes, mientras Perla freía unas tortas fritas para tomar el mate, contó como al pasar, que el juez nunca recibía a nadie en su casa, a excepción de su amigo el cura, Julián dijo que se llamaba y agregó que alguna vez había estado en Villa María. Nancy quedó petrificada. El corazón casi se le saltaba del pecho. Tratando de aparentar tranquilidad, con el tono más sereno que pudo, preguntó:
–¿Ah sí? ¿Y cuánto hace que estuvo por aquí?
–Y…hará unos veinte o veintidós años, creo que me dijo, una vez que conversamos.
Un frío corrió por la espina dorsal de Nancy, pero no hizo más comentarios y el asunto se cerró allí. Los días que siguieron no volvieron a tocar el tema. Pero en la cabeza de Nancy un plan había comenzado a tomar forma.
Perla ya había vuelto a Buenos Aires cuando, en una charla que pretendía ser informal, Nancy le preguntó a Sofía:

–¿Consideraste alguna vez que tu mamá podría jubilarse?
–¿Te parece? –respondió Sofía– no creo que quiera…
–¿Cuántos años hace que está trabajando? Me parece que merece disfrutar un poco. Además, la edad ya la tiene y con la moratoria previsional que se aprobó hace un tiempo, para aquellos que no tienen todos los años de servicio requeridos, podría obtener la jubilación. Pensá cómo disfrutaría de sus nietos si se volviera para acá.
La idea prendió en Sofía, quien comenzó a tratar de convencer a su madre. Al principio se resistió, pero con el correr de los meses, la idea empezó a gustarle a Perla. Lo único que la preocupaba era dejar en  banda al señor –como ella le decía– después de tantos años juntos. Allí Nancy puso en marcha el segundo paso del plan: se ofreció para reemplazarla. Todo cerró a la perfección. Perla decidió iniciar los trámites de su jubilación después del mes de enero, y así fue que en mayo de este año comenzó su “entrenamiento” con Perla en la casa del juez.

El micro hizo una parada en San Isidro para levantar más pasajeros y eso la sacó de sus pensamientos. Después la azafata de a bordo repartió unas bandejitas con galletitas y sirvió café en los clásicos vasitos descartables que, cuando uno lo recibe, se quema los dedos hasta el hueso.
Cuando finalmente se apagaron las luces del micro, y afuera el verde se había transformado en negro, reclinó otra vez el asiento hacia atrás y sus pensamientos volvieron a la noche del viernes.
–Vine a cerrar una historia Tal vez la mía –le había dicho.
–A veces es necesario cerrar cosas que quedaron inconclusas –respondió el cura– ¿Cómo te puedo ayudar?
–Eso depende.
–Depende ¿de qué?
–De que esté dispuesto a escucharme hasta el final.
–Adelante. Te escucho.
–Todo comenzó cuando tenía seis años. Mi madre trabajaba limpiando casas. Muchas veces me llevaba con ella. Nunca tuve padre ni otros familiares así que no tenía con quien dejarme, salvo en el momento en que estaba en el colegio. Así yo recorría casi todas las casas de familia que la empleaban. Un día llegó al pueblo un cura nuevo, y como mi madre no dejaba de ir a misa todos los domingos, cuando él se enteró que ella hacía trabajos domésticos la contrató.
–¿Vos sos…?
–Sí, la misma nena que llevabas a tu cuarto “a contarle cuentos” –estas últimas palabras fueron pronunciadas con tono sarcástico– que tocabas sin escrúpulos en una forma que yo no entendía –su voz comenzó a entrecortarse en sollozos– y que justificabas diciendo que eran formas de demostrar cariño.
–Yo no quería hacerte daño…
–¡Pero lo hiciste hijo de puta! –el llanto ahora era incontenible– ¡Me abusaste durante dos años! ¡Nunca más pude soportar que un hombre me toque!
–¡Te pido perdón! ¿Qué puedo hacer para reparar mi debilidad?
–¿Debilidad? ¡Basura! ¿Te querés justificar en tu debilidad? ¡Yo era una nena de seis años!…Comenzaste a matarla a esa edad…
Recordó cómo mientras hablaba, se dirigió a la puerta de entrada del confesionario. También cómo vio a Julián, derrumbado en el asiento de madera. Él también lloraba.

–¡Primero pensé en denunciarte! ¡Te quería ver en la cárcel! Pero tener que revivir toda la historia en un tribunal con el riesgo de que me digan: "prescribió", te soltaran y me quedara sólo con mi vergüenza, me hizo desistir.

En la oscuridad del micro, con los ojos cerrados, su pulso se aceleró, como esa noche cuando buscó algo en su mochila y le gritó:
–¡Entonces decidí matarte! Llegué hasta aquí para eso... ¡Y, ahora que puedo, no tengo el valor! ¡Hacerlo no me va a sacar todo el dolor acumulado! Así que…tomá, terminá tu trabajo –le dijo mientras le alcanzaba, tomándola por el cañón, la pistola que acaba de sacar– Librate de todo…y terminá con mi agonía…
Julián estaba azorado. Lentamente tomó por la empuñadura la pistola que Nancy le ofrecía. Ella cerró los ojos esperando el final y el estampido le hizo pegar un salto. Abrió los ojos y él estaba derrumbado hacía atrás con un chichón sanguinolento sobre su sien derecha. Levantó la pistola que estaba caída, la guardó y salió rápidamente. En la iglesia ya no quedaba nadie.
Se despertó cuando el micro entró en la ciudad de Villa María.
Osvaldo Villalba
05/10/2014