Alejandro Franco
México
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e dice que al
destino se le trae consigo desde el alumbramiento. Al pequeño Osvaldo, íntimo amigo de mi particular estima, la buena
suerte lo mantuvo largo tiempo relegado; y no es que él no se diera cuenta, considerando
que la sensibilidad de un niño es meramente objetiva e incapaz de escuchar
razonamientos.
La temporada navideña y las fiestas de Año Nuevo, se habían ya quedado
en el ataúd del año viejo; entretanto, la expectativa por la llegada de los
reyes magos, a Osvaldo lo mantenía en el
más desesperante suspenso.
Al peregrino del polo norte, gordinflón de nívea barba, traje y
gorro rojos, solo lo tuvo presente a través de los cristales de los grandes
almacenes; junto al monigote, eso sí, muchos juguetes y cajas de regalos. Ya desde las vísperas, siempre antes de irse
a la cama, cuando hallábase hincado con sus manitas juntas, acompañaba sus
oraciones con un único ruego a su ángel de la guarda: “… y quiero que me
traigan un balón de cuero igualito a esos con los que juegan los campeones.
Pero ni crean los antipáticos esos que no quieren juntarme a jugar con ellos
que se los voy a prestar…” ―agregaba a la
demanda su rotundo propósito.
Siéntate en esa piedra a vernos chutar para que aprendas, le decían
los grandulones. Y él los veía resignado tragando polvo… Seguía con mirada
triste el balón bota que bota, yendo de un lado a otro, tan solo a la espera de
que todos se largaran. Era entonces cuando iniciaba su solitario partido: driblaba
con un bote de lata vacío a varios supuestos contrarios; por la banda, el
centro o adelantado, corría dándose pases; recuperaba el bote y pateaba a la
portería. De lograr un tanto, saltaba de contento y gritaba eufórico: ¡Gooool!
Agradecía al respetable los aplausos y vítores, se servía solo como portero, y a
emprenderla de nuevo contra el adversario hasta que el sol le escamoteaba su claridad.
Un día de tantos, muy orondo por haber recibido un buen pago, llegó
a casa su padre para soltarle entusiasmado: “El domingo te llevo a ver el
partido de campeonato. ¡Mira muchacho, aquí tengo ya los boletos! ¿Qué me
dices, te gustaría ir?”
El júbilo y los nervios eran dos en uno cuando cogido de la mano de
su padre se acercaban al estadio. Ya se oía la algarabía de los hinchas de cada
equipo. Su padre hubo de contener al inquieto chamaco: “Calma, hijo, no hay por
qué correr… aún hay tiempo.”
Ese día, mientras el helado se le chorreaba en la mano, se
disputaban el trofeo de campeonato los equipos del River Plate y el San
Lorenzo. A Osvaldo le rechiflaba hasta la médula el River y ningún otro.
Resultó que en ese campeonato del 1956-57 quedó invicto el River, merced al
gran goleador de la temporada, Roberto Zárate con 22 goles. En segundo sitio el
San Lorenzo, con el goleador José San Filippo, quien también había logrado cuajar
19 goles en la misma cosecha.
Pese a su corta edad, Osvaldo llevaba el record de goleadores, siempre asesorado por su
padre, hincha de hinchas; solo que este le iba al San Lorenzo, y las discusiones
que sostenían entre los dos, enalteciendo cada quien a su equipo preferido, eran
de historieta; pero cuál vaina podría suscitarse entre ellos, cuando al final tales
discusiones terminaban en abrazos.
Un domingo de tantos, se anunciaba la película “Pelota de trapo”.
Ah, cómo le suplicó a su padre que lo llevara a verla. En la función lloró y
moqueó de lo lindo. Su padre le apretaba la piernita en son de consuelo.
Caricias de hombre; no como las de mamá de besos y más besos. Seguramente que
así lo pensaba. Esa película fue una de las mejor realizadas en Argentina.
Vivían por esos tiempos en un conjunto de casas; una tras otra entre
pasillos. Había otras alrededor que circundaban patios, donde los niños
peloteaban por las tardes, hasta que los largaron después de haber dado cuenta
de una buena cantidad de cristales. Así fue que, en remedo de los chiquillos de
la película, todos se fueron a patear a los llanos cerca de las industrias.
Osvaldo se sentía “El come uñas” personificado; pero sus amigos, dada su corta
edad, a más de que según ellos lo consideraban un maleta, le seguían haciendo
el feo al formar equipos.
Recién terminada la primaria en la escuela pública, ingresó al
secundario. Ahí se fue haciendo grande. Ahí aprendió a rifársela a putazo limpio con cuanto malora pretendiera
pasarse de vivales con él. Eso sucedió hasta que se granjeó el respeto de
todos. No pocas veces llegó a casa con un ojo de cotorra o la nariz sangrante.
Mientras su madre le curaba afligida, el padre sonreía.
Ya en la secundaria, aparte del balón nuevo que adquirió con la
plata ganada en su primer empleo como pinche en un restaurante, trapeando pisos
y lavando loza; sitio donde lavó más platos y cubiertos que todos los que pudo
haber lavado en sus dos matrimonios; muy a pesar de que terminaba con las manos
hechas uva pasa por el agua, fue su firme ahínco el que hizo posible que se
hiciera del balón soñado. De aquellos balones con cámara de hule que se
abrochaban con agujetas de cuero como zapatos.
La naturaleza, siempre fiel a sus tiempos y sin ponerlo sobre aviso, hizo de las suyas al
alborotarle las hormonas; no precisamente esas del corazón, debo decir; sino las que cualquiera pueda imaginar. Fue así que
comenzó a verles faldas hasta a los postes de la luz y teléfonos.
Bueno, el caso es que ya para terminar la secundaria, le bailaban
los ojitos con cuanta niña se le atravesaba; pero muy en especial, cuando veía
a la dulcísima hija de los italianos del restaurante ubicado en la mera esquina
de su cuadra. Aunque para su pobre suerte, a la muy veleta, solo le bailoteaban
los suyos cuando veía al capitán del equipo de fútbol de la escuela; por lo
cual, Osvaldo se preguntaba: ¿qué carajos le ve a ese babitas esmirriado y sin
chiste? A esa edad, qué iba a imaginar el pobre, que aquella quien a uno le
gusta, le atrae otro. En los acostumbrados “asaltos a las casas”, no perdía la
esperanza de tirarse un long play de Elvis completito, meneando a su adoración;
o quizás, con algo de suerte, una pieza pausada para bailarla tiernamente de
manitas y cachetes sudados; mas la muy pilla, cual hoja al viento, fijaba sus
ojitos en todos los chavales, menos en su invisible y fiel enamorado.
Al saltar a la media superior, su sueño inalcanzable ya había sido
olvidado, muerto y sepultado. En la nueva escuela, conoció a la que más tarde
sería su esposa y de quien saboreó las primeras mieles como prueba del amor jurado
que supuestamente ella le guardaría. Eso sucedió ya casi para terminar el
bachillerato. Uff, faltaba un tramo para el término de una carrera profesional,
así que para abreviar, decidió matricularse en una escuela comercial, misma
donde en un par de años obtuvo el necesario diploma. Tiempo después y como era
de esperarse, don Suspicaz apareció en escena:
― ¿Quieren o tienen que casarse, Osvaldo? ―le preguntó con voz
impostada su padre.
Y como el silencio otorga, la reacción no se hizo esperar:
“¡No te cases pendejo, con apenas veintidós años aún eres un crío!” ―le
advertía molesto el buen hombre. “Con lo que ganas no te alcanza a ti solito ni
para media cajetilla de cigarrillos y comer una vez al día. O qué, ¿piensan
vivir en la calle? ¡Hazme caso, no seas necio! ¡Hasta ahora eres libre, y si te
casas… dejarás de serlo!” Saliva le faltaba a su alarmado progenitor para
hacerlo entrar en razón; y como nadie experimenta en cabeza ajena, ¡zas!, que
se casa y que se le acaba su libertad.
Luego de tres hijos, poca plata, impertinencias mil de una mujer en
apariencia evolucionada, provocó una
separación “unilateral y convenientemente acordada”, para que en otro ¡zas!, a los
31 años de edad, Osvaldo pudiera recobrar su voluntad.
De la repartición de bienes solo logró salvar su poca indumentaria,
el cepillo de dientes y unos cuantos libros; todo ello, antes de entregar las
llaves del departamento. Pudo al menos conservar el autito, que por no haber
sido aún liquidado, a la santa señora de ningún modo le pareció quedarse con el
débito.
Ante tan mala experiencia, pronto se dio cuenta que como limitado contador
en ciernes, no dominaba bien el renglón de presupuestos (en cuanto a lo
doméstico); así que se decidió por hacer la carrera completa en la Facultad de
Economía. Con mil penurias y no menos perseverancia, le llevó diez largos años
culminar sus estudios para obtener el preciado título de contador público.
Ahora recuerdo que años atrás, su padre le decía: “Eso de la
contabilidad que elegiste, es como cambiar el dinero de una bolsa a otra y
viceversa”; y sin haberle entendido ni papa, se metió hasta el cuello en la
carrera; también ignoraba que tal profesión es igual que contar ovejas en
sueños; y que si una de ellas se extravía, entregar buenas cuentas al patrón o
a la hacienda se vuelve un auténtico martirio. En fin, todo fuera como ello.
Así que anduvo trotando de empresa en empresa, pero siempre
escalando a mejores puestos. Supe que en una de ellas, por su responsabilidad y
mucho empeño, aunque no con suficiente experiencia, fue nombrado Jefe de
Contaduría. ¡No cabía en sí mismo de tanto orgullo!
En uno de esos asaltos a una casa de una compañera de trabajo (puros
adultos, sin rock, twist o long plays), conoció a Susy, quien en poco tiempo
vendría a ser la segunda esposa. Y su padre vuelta con la cantaleta: “¡No te
cases, no seas pendejo! Llévatela así nomás… de amiguitos, con ciertos derechos
y pocas obligaciones”. Pero él qué iba a entender de razonamientos. Creo que lo
pendejo no se le quita a uno ni después de muerto. En la vida no se pueden
poseer puras cualidades y virtudes, ¿verdad? Así que a los 34 años firmó ante varios
testigos su propia sentencia: reclusión perpetua, sin derecho a fianza ni
libertad condicional.
Ya han pasado 39 años desde que signó el contrato; y que se sepa,
aún no se sabe de queja alguna de su parte. Ha sido feliz dentro de lo que
cabe. Bueno, hasta le permiten lavar los trastos; conquista laboral con
carácter vitalicio (arduamente por él lograda después de algunos años de violentas
batallas entre pareja).
En contadas excepciones, entre plato y plato de la balanza, sean
estos los de la felicidad y lo opuesto, el
del primero se sigue conservando abajo; este, virtualmente debe contener
pepitas de oro y plata; y muchas piedrecillas preciosas: tranquilidad,
placidez, gusto, alegría, goce, dicha y encanto; y muchas, muchas, de virtuoso
amor. Parecieran ser sinónimos, pero cada una de ellas cumple su particular
función. Del otro plato se va tirando la basura de vez en cuando; siendo que al
paso del tiempo, este habrá de quedar vacío. Y aunque dicen que son más las
malas que las buenas, no siempre es así, créanmelo; pues para Osvaldo considero
que su vida osciló y terminó cayendo entre esos contados privilegios.
Y pensar que llegó a confesarme: “No voy a hacer esto toda mi
vida…”. Debí suponer que en todo caso, Osvaldo más bien se refería al resultado
de “ejercicios anteriores”. Y añadió: “El sueño dorado de toda mi vida ha sido ponerme
a escribir y escribir sin parar; y es precisamente lo que de ahora en adelante me propongo ejercer.”
“No sé, tal vez y llegue a decir: ¡Qué infame pluma!, pero algo saldrá, tenlo
por seguro”.
“Amigo mío: Amo entrañablemente a Susy”. Me reveló no hace mucho
entre copa y copa después de discurrir durante una tarde deliciosa: mucho sobre
fútbol, algo de cómo se debe preparar un buen mate, y unas que otras banalidades
religiosas y políticas. ¡De qué más podríamos haber hablado!
Ah, ¡Cuánto voy a extrañar a ese gran chamaco! Siendo que ahora… el
que pronto se tiene que ir a entregar cuentas, es quien les ha venido a contar
las retozonas peripecias de una vida que, como ya se ha visto, harto valió la
pena relatarla.
Buen relato, amigo!!
ResponderBorrarGracias, Osvaldo. ¡Has pasado al salón de la fama!
ResponderBorrarAbrazo,
Alejandro
Buen relato, Alejandro, con sello muy particular. Me impactó cómo siendo mexicano has logrado plasmar nuestra idiosincracia futbolera argentina. Y en lo personal, me conmovió ese River - San Lorenzo, ya que yo soy de River y mi familia paterna lleva cinco generaciones de San Lorenzo.
ResponderBorrar¡¡¡Silvia!!! Qué grato recibir un comentario tan amable de tu parte. Como te puedes dar cuenta estoy trabajando. Sigo leyéndote. Pronto tendrás noticias mías. Fuerte abrazo, Alejandro.
ResponderBorrarUna narración impecable, mantiene el interés hasta el último párrafo, y con un estilo propio que lo distingue.
ResponderBorrarFelicitaciones.
Aunque tardíamente, Gustavo, mil gracias por tu lectura y amables comentarios.
BorrarFuerte abrazo, Alejandro.