Jordi Suñé Cortés
España
Bajo un tórrido
sol de mediodía, un Opel Astra de color azul metálico recorría velozmente la
árida planicie. Las escasas curvas daban paso a largas rectas flanqueadas de
campos de cereales arados. De vez en cuando, una casa aislada en el horizonte o
un pequeño pueblo parcialmente derruido y abandonado sobre el promontorio de
una colina, acompañaba a Emilio Casposo en su loca huida de la ciudad. Sabía
que debía detenerse a cambiar de coche, sin embargo, deseaba poner tierra de
por medio en el menor tiempo posible. Había estudiado la ruta con minuciosidad
antes de dar el golpe y había determinado que coger rutas principales era
peligroso, así pues, decidió dar un rodeo por carreteras secundarias -casi
olvidadas- antes de llegar a su destino. Allí, Fermín Casposo, primo hermano de
Emilio, lo estaría esperando con un coche legal y con una documentación en
regla para salir del país. Luego, después de atravesar varios países, llegaría
a ese pequeño principado que daba la bienvenida a todo aquel que aportara una
buena suma de dinero; sin preguntar, sin querer saber.
Se encontraba cerca de una población de
cierta relevancia. Según los mapas, debía cruzarse -en el kilómetro 85- con
otra carretera secundaria que bordeaba la pequeña ciudad sin necesidad de
entrar en la misma. De modo que, aminoró la velocidad y estuvo atento a la
señal que debía indicar una casa de colonias, ese era el camino.
El camino resultó ser una simple pista:
polvorienta y pedregosa; estrecha y sinuosa; sin duda, era un camino agrario
poco frecuentado en esa hora del día. Sin embargo, para su sorpresa, al punto
equidistante más cercano a la pequeña ciudad, desde otra pista que a todas
luces venía de ahí, había un corrillo de coches avanzando lentamente. « Maldita
sea, ¿qué hacen tantos coches por aquí a esta hora?», se preguntó extrañado
Emilio. Pronto, descubrió la causa: en la cuneta de la pista estaban apostadas
en perfecto alineamiento ordenado –cada cincuenta metros, más o menos– unas
mozas ligeras de ropa ofreciendo sus encantos y servicios a la legión de machos
ansiosos de aliviar sus necesidades más primarias. Entonces, es cuando se dio
cuenta que en la caravana de vehículos, estaban ocupados por solo hombres.
Emilio Casposo llevaba mucho dinero
encima, mucho más del que nunca pudo llegar a imaginar, de manera que, ante el
fascinante atractivo de una muchacha rubia, sin duda del este, decidió, al ir
bien de tiempo, aliviarse con ella.
Resultó ser rumana y más hosca que un
cactus, de tal manera que como no se lo estaba trabajando a su gusto le
propinó, de pronto, con la mano abierta, un sonoro bofetón en la cara, para que
se empleara a fondo. La chica lejos de amedrentarse, peligrosamente, le apretó
el escroto con sus largas y afiladas uñas rojas y le advirtió en un castellano
básico: «si vuelves mano encima, nunca volver a usarla». Emilio se puso tenso,
muy tenso. Empezó a sudar y con un ostensible tartamudeo le dijo: «tranquila,
tienes razón, no debería haberte pegado». Tomó aire y añadió: «Por mí, si
quieres, lo dejamos aquí. Te bajas y hasta nunca, ¿ok?» Cuando, sin esperarlo,
un matón de esos de gimnasio apareció de repente frente al parabrisas
delantero. Se acercó a la puerta de la chica y la abrió con decisión. Sin
miramiento la sacó del coche y sin llegar a entrar en el auto, cogió por el
brazo a Emilio - que más bien era poca cosa - y lo arrastró como si fuera un
peluche hasta fuera. Sin mediar palabra, el matón, le propinó un gancho de
derecha en la mandíbula inferior arrojando al suelo al sorprendido Emilio
Casposo. Luego, lo pateó sin compasión hasta que quedó inmóvil e inconsciente,
o muerto, sobre el polvoroso lugar.
Cuando Emilio volvió en sí, se vio en una
cama de hospital, enyesado hasta el cuello y custodiado por un policía. Del
dinero, nunca más se supo.