jueves, 24 de abril de 2014

Primicia de un demente

 
 
Gil Sánchez

México

Al salir a regar su jardín, rememoró la contestación a los detectives, hacía cinco meses. “Sin despedirse, me abandonó. No sé más”.
Hoy, me siento con una trémula percepción de inefables consecuencias. Tan necesaria mi perspectiva sagaz, para prevenir la zozobra y mi desvarío. Tal vez, también el infortunio de un desagradable sabor. Pero exquisito manjar, para la envidia. A mí me basta trascender en tus dedos, que entrelazan sensaciones, sueños quiméricos, en fin, letanías de un chiflado, por tenerte tan cerca de mis geranios que florecen de alegría, suplicando las caricias del viento que los avive; ante el majestuoso cobijo de tu abono.

jueves, 17 de abril de 2014

La promesa

Viviana Ibrahim
Argentina

Los gritos se escuchan desde su cuarto. En la más absoluta oscuridad busca a tientas las sábanas para cubrirse la cabeza. Un golpe seco queda resonando en el aire; se destapa y expectante, abre aún más los ojos e inclina el rostro en dirección a la puerta. Silencio. El corazón le late fuerte, como si gritase su terror. Una sombra aparece dibujada en el umbral de su habitación; él se mantiene inmóvil y contiene la respiración hasta percibir el sonido de unas pisadas que se alejan. Sabe bien lo que ha pasado y eso mismo lo atormenta. Enciende la luz tenue del reloj despertador que ha escondido debajo de las mantas y espera que el tiempo eterno pase. El llanto de su hermana le llega, atravesando el único muro que los separa, como puñaladas en el corazón. Esta vez le tocó a ella y el remordimiento por haberse salvado aparece inmediatamente en su mente.

A la mañana siguiente, cuando el sol le cubre la cara, se despierta sobresaltado. Se viste apresurado, pues se da cuenta que se ha quedado dormido. En la cocina, su hermana está desayunando una taza de leche con pan y su padre, sentado en la cabecera de la mesa, parece disfrutar de lo que está por suceder. Elías se para justo delante de él para recibir los golpes que merecen su tardanza. Cierra los ojos para, al menos, no ver. Sabe que escuchar o sentir son cosas que no puede evitar.

Ambos hermanos preparan sus mochilas para ir a la escuela y atraviesan el patio, con sus descoloridos mosaicos, hasta el lugar donde los espera la inspección minuciosa de su padre antes de salir. Está claro que no deben quedan rastros de lo sucedido puertas adentro, deben lucir impecables, pulcros. Al atravesar el portón de calle, las miradas de los pequeños, testimonios del infierno, se cruzan pidiéndose perdón.

Ese día, no concurrieron a clase. Tomados de la mano, confiaron el uno en el otro, emprendiendo un camino indeterminado que los salvase del calvario. No le temían a la falta de comida o de cama por las noches, el desamparo estaba dentro de su casa no en el cielo cubierto de estrellas. Sabrina sacó de su mochila un papel con la dirección de la casa de una tía de ambos, y se lo extendió dulcemente. Elías desdobló la hoja de cuaderno y mientras pensaba en las enormes distancias, le dijo que el plan era perfecto, que San Juan no podría quedar tan lejos, qué él sabía que era en Argentina porque recordaba el mapa que su maestra tenía colgado a un costado del pizarrón. El rostro de su hermana, iluminado de esperanza, le alivió el sentimiento de culpa por el engaño. Y mientras caminaban por las veredas soleadas y su hermana no paraba de hablarle acerca de los juegos que compartirían  allí, él se prometía no fallarle.






sábado, 12 de abril de 2014

Cosas que pasan en pistas arenosas en un caluroso mediodía



Jordi Suñé Cortés
España
Bajo un tórrido sol de mediodía, un Opel Astra de color azul metálico recorría velozmente la árida planicie. Las escasas curvas daban paso a largas rectas flanqueadas de campos de cereales arados. De vez en cuando, una casa aislada en el horizonte o un pequeño pueblo parcialmente derruido y abandonado sobre el promontorio de una colina, acompañaba a Emilio Casposo en su loca huida de la ciudad. Sabía que debía detenerse a cambiar de coche, sin embargo, deseaba poner tierra de por medio en el menor tiempo posible. Había estudiado la ruta con minuciosidad antes de dar el golpe y había determinado que coger rutas principales era peligroso, así pues, decidió dar un rodeo por carreteras secundarias -casi olvidadas- antes de llegar a su destino. Allí, Fermín Casposo, primo hermano de Emilio, lo estaría esperando con un coche legal y con una documentación en regla para salir del país. Luego, después de atravesar varios países, llegaría a ese pequeño principado que daba la bienvenida a todo aquel que aportara una buena suma de dinero; sin preguntar, sin querer saber.
      Se encontraba cerca de una población de cierta relevancia. Según los mapas, debía cruzarse -en el kilómetro 85- con otra carretera secundaria que bordeaba la pequeña ciudad sin necesidad de entrar en la misma. De modo que, aminoró la velocidad y estuvo atento a la señal que debía indicar una casa de colonias, ese era el camino.
    El camino resultó ser una simple pista: polvorienta y pedregosa; estrecha y sinuosa; sin duda, era un camino agrario poco frecuentado en esa hora del día. Sin embargo, para su sorpresa, al punto equidistante más cercano a la pequeña ciudad, desde otra pista que a todas luces venía de ahí, había un corrillo de coches avanzando lentamente. « Maldita sea, ¿qué hacen tantos coches por aquí a esta hora?», se preguntó extrañado Emilio. Pronto, descubrió la causa: en la cuneta de la pista estaban apostadas en perfecto alineamiento ordenado –cada cincuenta metros, más o menos– unas mozas ligeras de ropa ofreciendo sus encantos y servicios a la legión de machos ansiosos de aliviar sus necesidades más primarias. Entonces, es cuando se dio cuenta que en la caravana de vehículos, estaban ocupados por solo hombres.
     Emilio Casposo llevaba mucho dinero encima, mucho más del que nunca pudo llegar a imaginar, de manera que, ante el fascinante atractivo de una muchacha rubia, sin duda del este, decidió, al ir bien de tiempo, aliviarse con ella.
    Resultó ser rumana y más hosca que un cactus, de tal manera que como no se lo estaba trabajando a su gusto le propinó, de pronto, con la mano abierta, un sonoro bofetón en la cara, para que se empleara a fondo. La chica lejos de amedrentarse, peligrosamente, le apretó el escroto con sus largas y afiladas uñas rojas y le advirtió en un castellano básico: «si vuelves mano encima, nunca volver a usarla». Emilio se puso tenso, muy tenso. Empezó a sudar y con un ostensible tartamudeo le dijo: «tranquila, tienes razón, no debería haberte pegado». Tomó aire y añadió: «Por mí, si quieres, lo dejamos aquí. Te bajas y hasta nunca, ¿ok?» Cuando, sin esperarlo, un matón de esos de gimnasio apareció de repente frente al parabrisas delantero. Se acercó a la puerta de la chica y la abrió con decisión. Sin miramiento la sacó del coche y sin llegar a entrar en el auto, cogió por el brazo a Emilio - que más bien era poca cosa - y lo arrastró como si fuera un peluche hasta fuera. Sin mediar palabra, el matón, le propinó un gancho de derecha en la mandíbula inferior arrojando al suelo al sorprendido Emilio Casposo. Luego, lo pateó sin compasión hasta que quedó inmóvil e inconsciente, o muerto, sobre el polvoroso lugar.
    Cuando Emilio volvió en sí, se vio en una cama de hospital, enyesado hasta el cuello y custodiado por un policía. Del dinero, nunca más se supo.

martes, 1 de abril de 2014

EL LECTOR

-->


Adriana Díaz

Rosario, Argentina


Mirando hacia el horizonte, contemplaba el futuro, preguntándose si todo su esfuerzo había valido la pena. Frente a él, un camino largo y sereno que se extendía de forma recta lo podía regresar a su familia, su mujer, hijos, su pequeña casa y un empleo de rutina. Si emprendía el retorno, en un rato nomás, la vida volvería a comenzar o quizás podría decirse que sólo continuaría. Sin más, sin saltos, sin desvíos. Sin dudas, preguntas ni vacilaciones.

Volvió sobre la última línea del libro que aún sostenía en sus manos: "Caminando en línea recta, uno no puede llegar muy lejos", decía desde su voz provocadora y lacerante, el personaje del cuento que estaba leyendo.

Juan Born dejó el libro a un costado.

Desafiando el camino recto que se abría hacia adelante, caminó dos o tres pasos a un costado. Breves y contundentes. Luego un par más en diagonal. Después cayó. Un precipicio alto y luminoso se abrió ante él.