sábado, 9 de junio de 2018

La caja


Gil Sánchez

México

          Una relación desgastada por costumbre, se amontonó en las esquinas de su aposento, en medio de un mundo engrasado, y sin aire. Condenado a sobrevivir con un enorme esfuerzo, y sin deseos.
          En un día que no importa, como ensoñación, la esperanza pedía oxígeno. Un pequeño filtro de luz indiferente dejó su candor en el sillón donde dormía, lo sacó de su letargo. Lauro, movido por su sentido de olfato aún embotado, asistía al reclamo de sus pulmones, que le solicitaban con urgencia aspirar aromas nuevos. Las sombras de la rutina se resistían a su quebranto con desordenados aspavientos. Una caterva de pensamientos explotaron ávidos por fragancias florales del jardín de la plaza Ramons.
          Su esposa, en constante estado depresivo en una vida de fricciones y penurias, en una relación ingrata que vagaba entre un mundo de contemplaciones y de sombras cansadas. El simple acto de levantarse por la mañana, le producía fastidio. Sus hijos en su mayoría de edad, se fugaron por las ventanas para buscar vida, aire, sin volver a aparecer de nuevo. A sus treinta años, se vivía mejor allá, que acá.
          —Entonces, vas a la plaza conmigo o te quedas en casa,  dijo Lauro.
          Con su mano derecha Ramona, hizo una señal, que se fuera. Sin hablar, como muñeca adherida a su sillón, continuó viendo un programa repetido de televisión.
Lauro procedió a retirarse. En su regreso, pasó cerca de una buganvilia, sorprendido al ver depositada a un lado inerme y huérfana, una caja de madera. Su tamaño, no rebasaba las dimensiones de unos zapatos de un niño de seis años. Primero observó a su alrededor, nadie lo miraba, la tomó y siguió caminando. Ya cerca de su casa, intentó abrirla y ésta se resistió; al checarla bajo la luz, apreció una cerradura diminuta. Para dejarse abrir, ameritaba su llave. Bien podía forzarla, pensó, pero no era lo correcto, pertenecía a alguien. Así, un sentimiento martilló en su interior, “no abrirla” y mejor buscar a su dueño, se dijo. La depositó en su buró, a un lado de su lámpara.
          Al entrar su esposa a la recámara, se inquietó ante la presencia de algo extraño que no encajaba en su entorno, invadía su espacio. Se aproximó al objeto insolente, y gritó:
          — ¡Lauro! ¿De quién es la caja?
          —Me la encontré cerca del jardín de la plaza, replicó su esposo.
          — ¿Qué es lo que contiene?
          —No tengo la llave, creo que lo más correcto, es esperar, para ver quién la reclama.
           Y así, cada domingo, Lauro, aparecía con la cajita sentado en la banca cerca de la buganvilia, la sostenía sobre sus rodillas, en espera de la voz de su dueño.
Nadie la reclamó. Durante todos esos días, la pareja discutía. Al principio, por conocer el contenido, una. El otro, solicitaba paciencia. Ramona mostraba su fastidio y fatiga, ante su obsesión de conocer su contenido. Ante tal situación, pasaba noches enteras sin dormir, alegaba brujería de la caja. Por las mañanas, mostraba un desánimo ante las luchas inevitables. La alegría se le había resbalado hacía muchos años y su esposo no la mejoraba.
Cierta noche llegaron a manotearse como enajenados; Ramona, con un desarmador para abrirla y Lauro, a respetar la caja. La monotonía en la casa aletargada, desaparecía.
Un día sábado, Lauro despertó sobresaltado. Su esposa como estatua vestida frente a su cama, le comunicaba que lo dejaba, viviría con su hermana. Replicó, que ya no soportaba: la casa, la caja, el ambiente, su vida, a él, necesitaba un cambio urgente. Lauro se levantó presuroso, abrió el cajón del buró y sacó su navaja, con ella forzó la caja. Ésta, se mostró vacía. Roberta indiferente, con la misma mirada con desdén, abandonó la casa. Lauro la siguió con la caja abierta sujetada con su mano izquierda desfallecida, en espera de un beso, quizás, de despedida. Se quedó observándola, hasta que dobló la esquina de la cera, donde se toma el autobús. Lauro, cerró los ojos cobijando su indolencia y tiró la caja en el bote de la basura frente a su casa. Al retornar entró como si regresara de cepillarse los dientes, de la heladera tomó su última cerveza. Al poco rato, se quedó dormido escuchando su música de antaño.
          Al mismo tiempo, un pordiosero al husmear en la basura, se estremeció al descubrir su cajita extraviada. Sus lágrimas afloraron presurosas, la tomó y la aproximó a su pecho delicadamente y se encaminó hasta la plaza Ramons. Junto a su buganvilia se recostó. Esa noche, durmió cobijando amorosamente con sus manos, la caja de madera de su madre. Su único vínculo feliz, en su mísera y loca vida.
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