domingo, 25 de junio de 2017

¡A volar!

  Paola Pamapre

Concepción del Uruguay, Argentina


La señorita Susana y yo vivíamos en la misma casa.
Sus padres: el  señor  Rufino  Alberdi  y la señora Felicita. La sirvienta era mi mamá, esclava liberta y analfabeta. Pero trabajadora y obediente.
Susy era gordita, rubia y mala. Retorcida.  Caprichosa con sus  padres y tirana con mi madre. Conmigo era perversa y envidiosa. Yo era delgada y ágil aunque demasiado morocha. Insignificante. Una negra, eso.
Creo que mi padre fue desertor del ejército de Rosas.  O el cochero de los Izaguirre. O un marinero. De eso no se hablaba. 
Buenos Aires era un puerto de muchos naufragios. Con gaviotas en el horizonte y anclas fondeadas.  Se cruzaban los destinos de la gente. Mi destino era soportar la niña Susy y fingir agradecimiento. Sí amita, sí amita.
La casa donde vivíamos tenía muchos cuartos. Un hogar o una prisión dependiendo desde donde se mire. Una blanca fachada con ventanas hermosamente enrejadas. Conocía cada rincón donde esconderme de las persecuciones.  Me ocultaba de las burlas y el maltrato de Susy.  Su malicia retorcida me tenía como blanco.
Me mostraba la nueva muñeca que no me prestaría. Si amita, es hermosa. Rompía  el libro de imágenes que estaba mirando. Y luego me acusaba. Tenía que usar sus vestidos viejos que me quedaban inmensos.
Yo no la odiaba, pero ella me enseñó a detestarla. Mi madre me pedía paciencia. 
Además era cruel con los animales. El gato de la cocinera salía disparado cuando ella entraba. Disfrutaba persiguiendo los sapos del jardín. Les tapaba las cuevitas con piedras.
Tuvo una gran fiesta de cumpleaños. Le regalaron  un canario de nombre Limón. Yo la vi cuando lo ahogó en la palangana. Luego se hizo la víctima y lloraba cuando lo enterramos.  A la noche fui al jardín y lo desenterré. Lo lavé, lo sequé y lo desplumé. Guardé sus plumas y el cuerpito lo comieron los chanchos.
Le compraron otro canario. Amarello se llamaba. Lo martirizaba con agujas de tejer entre los barrotes. Yo lo cuidaba y lavaba su jaula. Ella le daba de comer. Yo aprendí a trinar como él. Ella le sacudía la jaula para que se espantara.
Un día apareció la jaula abierta.  La ventana también.  Nadie sospechó de mí. Seguí guardando plumas amarillas. También sacaba algunas de las almohadas.  Las de plumón.
A la semana ya ni se acordaba.  Y volvió a la carga conmigo.  Si ayudaba a encender las velas,  me volcaba cera. Si le cebaba mate al amo volcaba la pava.
En un rincón del altillo tenía mi catre, mi nido. Una noche entró con un farol. Dijo que escuchó cantar un canario y revolvió todo. Sucedió varias veces. Finalmente le confesé que Amarello me visitaba a veces. Éramos amigos, le dije. Se puso verde de celos.  No me creyó y me tiró de las trenzas. Cada tanto entraba sorpresivamente y buscaba al  animalito cantor.
Comenzó a encontrar plumas entre mis trenzas. Algunas veces sobre mi almohada.  Pegadas al tazón con mazamorra. La vieja cocinera me guiñaba un ojo.  Yo siempre silenciosa y casi invisible no llamaba la atención. Era como un gorrión comiendo migajas.
Me miraba curiosa entrecerrando los ojos. Ojos claros y malignos. Yo lo sentía  cuando corría con los brazos abiertos. Desplegando mis flacas alas por el patio.
Me observaba. Enaguas al viento subiendo y bajando en la hamaca.  Estoy aprendiendo a volar,  susurraba. Amarello me enseñaba por las noches. Ella se moría de envidia.
Los mercaderes ambulantes voceaban desde la calle. El vendedor de plumeros era mi preferido. Pasaba por la vereda silbando como un canario. Los penachos mecidos por la brisa. Lo veía desde la ventana del altillo, allá arriba. Porque los pájaros están arriba, en el cielo.
Me asomaba ansiosa a la ventana  y trinaba.  Y caían plumas desde arriba sobre la mesita de té. La niña Susy tomaba sus clases de canto, que odiaba. Cada jueves venía el maestro y le enseñaba a leer. Yo la envidiaba. Y la odiaba un poquito más. Las negras no van a la escuela.
La ventana del desván era la más alta. No tenía las hermosas rejas labradas. Se podía ver el cielo ancho y claro. Quería practicar mi vuelo desde allá arriba.  Volaría más allá del océano como gaviota. Acompañaría el barco del cual mi padre era capitán.
Abajo, en la sala,  Susanita  aporreaba el piano. Ella no sabía de trinos.
El aire entraba en suaves remolinos por el ventanuco. Por la vereda los plumeros del vendedor se agitaban. Parecían volar.
Abrí los brazos y me incliné un poco más. Las armónicas notas subían hasta el altillo. ¿Quién seguía tocando el piano cuando la niña entró corriendo?  Torpemente se asomó a la ventana buscando al canario. Yo, como siempre silenciosa e invisible, simplemente la empujé. Para que aprendiera. Vuele, amita, vuele. Nadie me tomó en cuenta, yo era invisible.
Cuando regresamos del cementerio de Recoleta, todos llorábamos desconsoladamente.  La señora Felicitas acarició mis trenzas y retiró una pluma.
En la casa,  Amarello no volvió a cantar.
Como mi mamá me enseñó, fui paciente. Transcurrió un año y las cosas fueron cambiando. Me asomaba a la sala. Desde el rincón acompañaba al ama cuando tocaba el piano. Le preparaba la bandeja para el té.  Acomodaba su ropa mientras ella se vestía. Empezó a verme y  hablarme.
Para Navidad me compraron un vestido nuevo.
Ayer me dijo que me enviaría a la escuela.







lunes, 19 de junio de 2017

Asiles

Adri Diaz

Argentina

Asiles

Lo extraño a mi padre en todo y por casi todo pero en especial, en su andar por el patio y la huerta de la casa. Hiciera frío o calor, hubiera sol o no, se pasaba las horas abstraído en la contemplación de sus árboles frutales y en especial, de sus gallitos.

Era mucho más que una ocupación, un hobbie, un entretenimiento. Consistía en verdad, en una pasión a la cual dedicaba gran parte de su tiempo y había dos o tres aves pertenecientes a la raza de los Asiles que eran sus preferidos. A ellos les brindaba toda atención y cuidado.


Y esto de dedicarse a la cría, le había generado además, todo un círculo nuevo de conocidos y amigos que se dedicaban casi a lo mismo. Un grupo de cinco o seis personas que comenzaron a venir con cierta asiduidad a la casa y que antes nunca las habíamos visto.

Entre ellos, una pareja de criadores que se dedicaba al adiestramiento de las aves para los combates y las exhibiciones, Alejandro y Felipe. Dos muchachos cuarentones muy sociables que eran simpáticos, entradores y luego supimos habían sido los iniciadores de papá en estas lides.


Eran muy amables, en especial conmigo que ya no era una niña pero me asomaba con frecuencia y un poco a escondidas para ver lo que hacían o de qué hablaban. Debo confesar que nunca descubrí nada sospechoso ni extraño más allá de palabras técnicas que no conocía y supuse eran la jerga del oficio.

Por aquel tiempo, cada vez que llegaba de visita por la casa de mis padres, encontraba aquel pequeño conjunto de hombres reunidos en el fondo y a mamá protestando solitaria en la cocina. Ella intuía que en algún momento, ese entrar y salir de personas que recientemente conocíamos, nos traería problemas y así fue.
De todos modos, yo lo notaba a mi padre siempre tan de buen humor y contento que verlo así me tranquilizaba. Además no falto a la verdad si aclaro que mi madre había sido toda su vida, quejosa y pesimista por naturaleza. De tal modo que con mi padre solíamos coincidir en que era en esencia, una aguafiestas.

Una tarde, sin embargo y sin que yo pudiera hacer nada, llamaron al teléfono de la oficina para avisar que mi padre estaba detenido en la comisaría. Confieso que mi mundo se vino abajo en un par de segundos y sin pensar demasiado me fui directo a la estación de policía.

Eran tiempos en los que algo había cambiado en el mundo con respecto​ a la protección de los animales. Ya no se aceptaban antiguas prácticas e imaginé que las circunstancias del problema estarían relacionadas a las riñas de los gallos - hecho que por supuesto- estaba prohibido.

Grande fue mi sorpresa al llegar pues me informaron que mi padre había sido detenido en el marco de la ley federal de estupefacientes pues dentro de los recipientes de alimentos y también anudados en pequeños papelitos, ocultos entre anillos y patas, los gallos de papá escondían sustancias prohibidas.

Por inverosímil que me pareciera y sin haber tenido nunca antes un problema legal, papá resultó acusado de narcotraficante. Y ese fue el fin de la historia. O mejor dicho, el principio de una nueva y totalmente diferente que aún continúa aunque nos hemos acostumbrado a ella.

Ha pasado el tiempo y papá aún permanece detenido. Fue encontrado culpable en un juicio abreviado y el defensor público que le otorgó el Estado si bien le ha tramitado un pedido de prisión domiciliaria, eso es algo que siempre está por verse. En trámite, dicen cada vez que consulto.

Mamá, por su parte, despotrica todo el día y no quiere salir a la calle por la vergüenza y el qué dirán. Casi toda la familia nos ha dado vuelta la espalda y ya no nos visitan. Sólo nos han quedado como mascotas, el perro salchicha y un gato medio bizco ya que el mismo día de su detención, nos confiscaron los otros animales.
Del grupo que acostumbraba venir a casa tampoco tuvimos más noticias y no hemos vuelto a verlos. Sólo he sabido por algunos conocidos que Alejandro y Felipe viajaron a Amsterdam. A poco de llegar, se casaron y por lo que hemos escuchado por ahí, continúan el oficio con que los hemos conocido, la -en apariencia- inocente cría y adiestramiento de aves asiles.





miércoles, 14 de junio de 2017

Convocatorias de Cuentos - ROI - Recepción de Obras Inéditas

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Con la participación de distintas personalidades e instituciones ligadas a la Cultura se presenta ROI (Recepción de Obras Inéditas), un innovador proyecto literario que tiene como objetivo principal la selección y publicación de obras colectiva e individuales de Autores Independientes.

Te invitamos a participar de la Selección de Cuentos. Cada 300 obras  se seleccionarán 100 para publicar gratuitamente un libro colectivo..
Puedes  conocer ROI y participar ingresand
o aquí.

 Promovido por Editorial Dunken  Argentina

martes, 6 de junio de 2017

Pregón

Elvirita Hoyos Campillo.
Cartagena de Indias.

          Desde mi balcón observo el mar en su vastedad. Según sea el clima, sus matices varían atrapándome en el color. Su belleza desborda olas hacia la orilla, irrigando la playa con un movimiento incesante de avance y retroceso, plasmando, sobre el lienzo de la arena un contorno húmedo, desigual, lúdico. El viento, retoza sobre la superficie provocando oleajes fuertes o, si se torna suave como brisa, entonces, el mar se nos muestra en serena magnificencia.

          Al levantarme cada día observo el cielo y sé cómo está el mar. Entonces tomo mis pinceles y trato de pintarlo con acuarelas una y otra vez, porque el mar, como un ser vivo que respira, es variable. Es de su naturaleza expresar la fuerza de los vientos y el temperamento del cielo. Vivo frente a él, a media cuadra de la esquina. En ella, niños vocean el periódico. Otros, lo que ofrecen en palanganas: dulces, frutas o pescado.  

          Estos últimos, son los hijos del pescador, vienen de muy lejos.Se ubican en la esquina. En el cruce de las cuatro calles para que sus gritos rompan el aire y alcancen la distancia. Pienso entonces, que se levantaron al alba. Su padre, saca la barca y la hiende rumbo al océano. El pescador boga y boga, mientras la madre fríe postas, medallones o pescaditos enteros para que sus hijos los traigan a vender al barrio, para luego, tener con qué comprar arroz y otros menesteres que les son necesarios.

            Mientras imagino la historia de sus vidas; el pincel traza y perfila un bote solitario, con su pescador sosteniendo entre sus manos la caña. Lo pinto sobre la inmensidad del mar. Me decido por el añil y coloco la luna en lo alto de un cielo oscuro, aclarado por su luminosidad brillante, plateada, llena. La rodeo de un halo grandioso, y agrego un punto a cierta distancia; digo en voz alta: — es Venus. El cuadro me cautiva. Luego pinto el reflejo de la luna en el agua, con su rielar alcanzando la frente del pescador. Me retiro un par de metros y observo la escena.

             De la calle entra por mi balcón ese pregón de los hijos de pescador, que interrumpe mi concentración: —¡pescao fresco, pescao frito, Caseraaa, ya llegó el pescao;comprame el pescao para tu mesa, o para tu cajdero!— Pero, el grito que me transportó al remolino de lafascinación fue ese pregón lejano de“Venga niña, venga, por su pescao”. Ese venga, de venir… ven… cimbró mis tímpanos dejándome atrapada en la telaraña de mis recuerdos. O mejor dicho, por los mares dónde él navega.

            Vivo frente al mar por amor a un marinero. O, amé un marinero porque amo la mar. No lo sé. Amor, mar y marinero: fórmula perfecta para la felicidad. Ese grito del vendedor niño despertó en mí, los recuerdos del que se fue.

            Haciéndolos surgir de repente…


          Emergía de las aguas como un dios del mar, tostado por el sol del trópico. Sus ojos oscilaban traviesos.En su cara una sonrisa reflejó el sol naciente.Caminaba despacio sobre la arena, viniendo hacia mí. Era todo un conjunto dotado de hermosura: marinero, amor y mar. Su cuerpo ardía. Era bronceado.Parecía fuego. Sus palabras describían mentiras anegadas, de relatos fascinantes con sirenas. Entre tanto, yo traducía: “las mujeres habitan su memoria”. Las que encontraba en los puertos. Las que excitaban su pasión. Y eso, no importaba. Lo sabía antes de ese instante. Neruda lo había revelado en su poesía: En cada puerto una mujer espera. Comprendo. El marino ama la libertad que inspira el mar. Igual que yo. Es el amor a la libertad lo que nos une. El mar es la alianza. El mar lo es todo.

           Aquella vez, traía para mí un coco de agua. En realidad, traía dos. Uno para mí y otro para él. —¿Quieres?, debí responderle que no.  Pero un impulso respondió por mí, y dije:  —Si. Eso dije. Se sentó entonces en la playera de a junto. Contemplábamos la mar. La contemplamos hasta la penumbra del ocaso. En silencio. Sorbiendo de a poco el agua de coco. Sobrevino un sentimiento de eternidad donde sólo existíamos los tres. Yo, amor y marinero.

         En tanto, veíamos los colores del crepúsculo vespertino. Quizás él poblaba su universo con sirenas. Mientras yo, con el pincel de la mente, bosquejaba islas inexistentes. El sol se hundió en el abismo. La luna, en su vuelo, riela el mar oscuro, roza la espuma, toca la orilla. ¡Libertad! Eso es. Entonces, no sucedió el beso anunciado en el verso de Neruda: Los marineros besan y se van. Éste, ¡Quedó suspendido en el aire! El dios volvió a las aguas desapareciendo entre ellas. Y el marinero, en su barco, navegó el horizonte.

             No volví a verlo ni con la imaginación hasta ahora, en que el pregón del niño me trae ese recuerdo sin rostro, sin nombre. Es un destello de mi alma. Son los regalos del mar cuando te cuenta sus historias.

            Atendí el pregón de "venga niña, venga por su pescao". Dejé el pincel sobre la mesa y apresuradamente me fui a la esquina, antes que fuera demasiado tarde o se acabara el pescado demasiado temprano.