Paola Pamapre
Concepción del Uruguay, Argentina
La señorita Susana y yo vivíamos
en la misma casa.
Sus padres: el señor
Rufino Alberdi y la señora Felicita. La sirvienta era mi
mamá, esclava liberta y analfabeta. Pero trabajadora y obediente.
Susy era gordita, rubia y mala.
Retorcida. Caprichosa con sus padres y tirana con mi madre. Conmigo era
perversa y envidiosa. Yo era delgada y ágil aunque demasiado morocha.
Insignificante. Una negra, eso.
Creo que mi padre fue desertor
del ejército de Rosas. O el cochero de
los Izaguirre. O un marinero. De eso no se hablaba.
Buenos Aires era un puerto de
muchos naufragios. Con gaviotas en el horizonte y anclas fondeadas. Se cruzaban los destinos de la gente. Mi
destino era soportar la niña Susy y fingir agradecimiento. Sí amita, sí amita.
La casa donde vivíamos tenía
muchos cuartos. Un hogar o una prisión dependiendo desde donde se mire. Una
blanca fachada con ventanas hermosamente enrejadas. Conocía cada rincón donde
esconderme de las persecuciones. Me
ocultaba de las burlas y el maltrato de Susy.
Su malicia retorcida me tenía como blanco.
Me mostraba la nueva muñeca que
no me prestaría. Si amita, es hermosa. Rompía
el libro de imágenes que estaba mirando. Y luego me acusaba. Tenía que
usar sus vestidos viejos que me quedaban inmensos.
Yo no la odiaba, pero ella me
enseñó a detestarla. Mi madre me pedía paciencia.
Además era cruel con los
animales. El gato de la cocinera salía disparado cuando ella entraba.
Disfrutaba persiguiendo los sapos del jardín. Les tapaba las cuevitas con
piedras.
Tuvo una gran fiesta de
cumpleaños. Le regalaron un canario de
nombre Limón. Yo la vi cuando lo ahogó en la palangana. Luego se hizo la
víctima y lloraba cuando lo enterramos. A
la noche fui al jardín y lo desenterré. Lo lavé, lo sequé y lo desplumé. Guardé
sus plumas y el cuerpito lo comieron los chanchos.
Le compraron otro canario.
Amarello se llamaba. Lo martirizaba con agujas de tejer entre los barrotes. Yo
lo cuidaba y lavaba su jaula. Ella le daba de comer. Yo aprendí a trinar como
él. Ella le sacudía la jaula para que se espantara.
Un día apareció la jaula
abierta. La ventana también. Nadie sospechó de mí. Seguí guardando plumas
amarillas. También sacaba algunas de las almohadas. Las de plumón.
A la semana ya ni se
acordaba. Y volvió a la carga conmigo. Si ayudaba a encender las velas, me volcaba cera. Si le cebaba mate al amo
volcaba la pava.
En un rincón del altillo tenía mi
catre, mi nido. Una noche entró con un farol. Dijo que escuchó cantar un
canario y revolvió todo. Sucedió varias veces. Finalmente le confesé que
Amarello me visitaba a veces. Éramos amigos, le dije. Se puso verde de
celos. No me creyó y me tiró de las
trenzas. Cada tanto entraba sorpresivamente y buscaba al animalito cantor.
Comenzó a encontrar plumas entre
mis trenzas. Algunas veces sobre mi almohada.
Pegadas al tazón con mazamorra. La vieja cocinera me guiñaba un
ojo. Yo siempre silenciosa y casi
invisible no llamaba la atención. Era como un gorrión comiendo migajas.
Me miraba curiosa entrecerrando
los ojos. Ojos claros y malignos. Yo lo sentía cuando corría con los brazos abiertos.
Desplegando mis flacas alas por el patio.
Me observaba. Enaguas al viento
subiendo y bajando en la hamaca. Estoy
aprendiendo a volar, susurraba. Amarello
me enseñaba por las noches. Ella se moría de envidia.
Los mercaderes ambulantes
voceaban desde la calle. El vendedor de plumeros era mi preferido. Pasaba por
la vereda silbando como un canario. Los penachos mecidos por la brisa. Lo veía
desde la ventana del altillo, allá arriba. Porque los pájaros están arriba, en
el cielo.
Me asomaba ansiosa a la
ventana y trinaba. Y caían plumas desde arriba sobre la mesita
de té. La niña Susy tomaba sus clases de canto, que odiaba. Cada jueves venía
el maestro y le enseñaba a leer. Yo la envidiaba. Y la odiaba un poquito más.
Las negras no van a la escuela.
La ventana del desván era la más
alta. No tenía las hermosas rejas labradas. Se podía ver el cielo ancho y
claro. Quería practicar mi vuelo desde allá arriba. Volaría más allá del océano como gaviota.
Acompañaría el barco del cual mi padre era capitán.
Abajo, en la sala, Susanita
aporreaba el piano. Ella no sabía de trinos.
El aire entraba en suaves
remolinos por el ventanuco. Por la vereda los plumeros del vendedor se
agitaban. Parecían volar.
Abrí los brazos y me incliné un
poco más. Las armónicas notas subían hasta el altillo. ¿Quién seguía tocando el
piano cuando la niña entró corriendo?
Torpemente se asomó a la ventana buscando al canario. Yo, como siempre
silenciosa e invisible, simplemente la empujé. Para que aprendiera. Vuele,
amita, vuele. Nadie me tomó en cuenta, yo era invisible.
Cuando regresamos del cementerio
de Recoleta, todos llorábamos desconsoladamente. La señora Felicitas acarició mis trenzas y
retiró una pluma.
En la casa, Amarello no volvió a cantar.
Como mi mamá me enseñó, fui
paciente. Transcurrió un año y las cosas fueron cambiando. Me asomaba a la
sala. Desde el rincón acompañaba al ama cuando tocaba el piano. Le preparaba la
bandeja para el té. Acomodaba su ropa
mientras ella se vestía. Empezó a verme y
hablarme.
Para Navidad me compraron un
vestido nuevo.
Ayer me dijo que me enviaría a la
escuela.
Me encantó!!! Duro. Buen final. Muy bien narrado. No. Impecable.
ResponderBorrarExcelente! Me encantó!
ResponderBorrarMuy bueno Paola! A lo largo de la vida, cuánta gente cruza uno que con gusto la pondría "a volar". Pero hay que pasar desaparecido como la niña para animarse!! Jajaja!!
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