jueves, 28 de abril de 2016

El bendito alfajor



Paul Morillo

Lewisville, N.C. USA


Tuve que pagar cinco dólares del tiquete para entrar a mi propia casa. Un año atrás yo mismo cobraba al público un pesito nada más. Las cosas más extrañas pueden acontecer en menos de unos segundos, la verdad es que la era del Internet te puede cambiar la vida.

Hace poco más de un año regresaba yo de mi oficina y al tomar la salida de la carretera 421 entré al shopping center y me topé a boca de jarro con un nuevo negocio. Una panadería; Bakery y Panadería Glorita, decía el letrero. Toda una novedad en esta parte del pueblo donde la mayoría son “gabachos”, como llaman los mexicanos a los gringos. Noté toda suerte de panes y golosinas que años tenía de no llevarme a la boca, hechos ese mismo día. Me golpeó la mirada y el olfato unos alfajores argentinos hechos por manos nicaragüenses. Compré pan y una docena de alfajores. Efectivamente esos alfajores sabían al Sur mismo. Tenía que pasar las noticias de la panadería a mis amigos; además le iba a hacer un favor a la dueña si lo publicaba en el Tweeter. Así lo hice.

Pan hispano y Alfajores, los mejores, los encontré en el shopping center de la salida 239 ruta 421 norte. Puedo dar fe, eso fue todo lo que envíe.

A los 33 minutos contados de aquel tweet llegó a mi casa una camioneta y una minivan. La camioneta repleta, con más argentinos que el estadio de Boca. En la minivan llegó una serie de mexicanos que no terminaban de salir del automóvil, paré la cuenta en 35, y seguían saliendo. No pensé nada en especial en ese momento, creí tontamente que había alguna construcción en mi barrio, pero todos caminaron directo a la puerta de mi casa.
Timbraron. Abrí.
Buenas tardes dije, ¿en qué los puedo ayudar? Eso fue lo que alcancé a decir. Un galamatías de “che” y “cabrón” se mezclaron en el aire. Los unos exigían ver la Virgen de Guadalupe y los otros la imagen de Messi. Alcancé a oír palabras sueltas: alfajor, dos caras.
Mientras tanto, afuera la gente seguía llegando, ahora eran de todas las nacionalidades de Hispanoamérica. Yo ya calculaba la masa humana en los cientos de personas. Por allí creí advertir un Toyota con algunos filipinos, todos exigiendo, gritando ver el Alfajor Bendito.
Traté, en vano de decirles que era un error, que no había ningún alfajor, pero un filipino de nombre Alberto Santillán, me acuerdo el nombre clarito porque me enseñó el certificado del nuncio apostólico de Boston, ya estaba en la cocina rebuscándolo todo. Abrió la funda que contenían los alfajores y los examinó uno por uno. En el noveno paró, tomó el alfajor entre sus dedos y se puso de rodillas rezando. Los otros alfajores los repartió entre los niños que ya rondaban la docena. Los argentinos corrieron a la cocina y le pidieron la golosina para observarla y ellos también encontraron a Messi en la otra cara de la galleta. Y comenzaron los cánticos: olé le le, ola la la, Messi se la da, messi se la da.

Yo nunca vi nada, ninguna cara o mancha en el alfajor. A esta hora mi casa era un atolladero de gente que rezaba y jugaba al fútbol, según el lado del alfajor que se mirara. A mí me habían empujado casi hasta la puerta de entrada, donde encontré a la señora nicaragüense, la panadera que hizo el alfajor, quien me dijo sin más pena: “Vo si sos un jue-puta, vo” y se fue para la cocina. Nunca supe el doble significado de esta frase. Yo, más que de una oración, o de un cántico... fiel a mis lecturas nocturnas me acordé del cuento Casa tomada de Cortázar, pero eso solo pasa en cuentos y otras fantasías, me dije. Esto estaba aconteciendo en realidad. Y me estaba pasando a mí.

Había grupos que rezaban rosarios en la sala, el comedor y los cuartos del segundo piso. El garage, el patio, el corredor que lleva de la entrada a la cocina y la sala estaban destinados a juegos de fútbol, de a cinco contra cinco, o de siete contra siete, o cancha grande de once contra once. Incluso vi, uno contra uno, mientras esperaban los cambios de jugadores en los equipos. Los argentinos comandaban el grupo del fútbol, de vez en cuando descansaban, iban a la cocina a preparar un mate, lloraban ante la oblea, cantaban a Messi más duro que los mexicanos a la Virgen de Guadalupe:
−Y ya se ve… y ya se ve, Messi sos el más grande, papá Messi ....

Mientras los mexicanos cantaban y rezaban:
−Nuestra madre en los cielos, llénanos con tu mirada...
Un galimatías comparable solo a la Torre de Babel. De pronto algún creyente mexicano se animó a un partido contra la selección argentina de facto. Estaba agrupando a sus once, pero Alberto Santillán, ahora ya reconocido mandamás en mi casa, lo sentó a rezar de un solo carajazo. Nunca más se mezclaron los grupos o lo intentaron siquiera.

Así transcurrió cosa de un mes. Yo dormía en una esquina del porchesito que da al jardín. Aguanté frío pero no hambre, ya que entre las señoras mexicanas la comida era un ritual serio. Dueñas y amas, de mi cocina entre rezo y rezo, se cocinaba 24 por 7 horas, ya sea unos taquitos de nopal, de carnitas, al pastor, la auténtica comida del pueblo de Degollado. Se ufanaban las doñas con unas tamalitos, guacamole, o con los frijolitos. Los argentinos por su lado eran bebedores incansables de Mate solamente, miraban con soberbia y casi con asco las sabrosuras de los del otro lado del medallón bendito. A la galleta la expusieron en una caja de vidrio, al lado de la Virgen de Quito, junto con un Niño Jesús semidesnudo y un Cristo que me regaló mi abuela cuando decidí migrar al imperio gringo.

Esperé día tras día por las facturas y la hipoteca de la casa; que se venzan y nadie pague, así vendría la policía por orden del banco y se irían todos de mi casa, pero cuando las facturas llegaron, las personas que habitaban la casa hicieron cuota y pagaron las cuentas, Alberto Santillán era un genio de las finanzas. Fue entonces que se me occurió cobrar un dólar por la entrada para ver el santo alfajor. El malencarado del bando de los mexicanos junto con Alberto como testigo y el más carismático del bando de los argentinos me llamaron a la cocina para saber qué estaba sucediendo.

-¿Que pasó cabrón? ¿Qué tal? la neta, carnal psss, o sea, te pasaste de guey, psss.

Yo no sabía, en este punto de lo que hablaban.

−Che, ¿sos boludo o te haces nomás?
Oficialmente estaba perdido, no sabía de qué me hablaban y no entendía ninguna palabra. Las miradas de todos estaban fijas en mis bolsillos así que intuí que era el dinero de la entrada a la que se referían. Para salvarme de cualquier mala situación les dije que era una mejor forma de contribuir para los gastos de la casa-capilla-estadio. Me quitaron todo el dinero, me destituyeron de todo lo que me unía a la casa y me dijeron que mejor sería que me marchase y que no volviera, o si no, tendría que jugar de portero en el equipo de los argentinos. Fue entonces que supe cómo se formó todo el atolladero en que estaba metido.

El verano pasado hubo un campeonato de fútbol y los argentinos me invitaron a jugar en el equipo de ellos, pero de arquero ya que no calificaba para ninguna otra posición. Jugué un partidaso, terminamos en penales y el último tiro entre que lo atajé o no, nunca lo supe. Tuve que salir corriendo porque los dos bandos me perseguían; unos a matarme, otros a besarme las manos. Los dos me juraron una vendetta y cuando la señora de la panadería me reconoció, corrió la voz que yo compré unos alfajores. Lo de las imágenes en las dos caras de los alfajores ha sido una respuesta de los cielos; y los aficionados al fútbol a mi entrega por el deporte rey. Y así ha sido que me han corrido de mi casa.

Ahora regreso porque tengo que volver a mi país y quisiera recuperar mi pasaporte, pero me quieren cobrar cinco dólares la entrada. Además me indican que la persona que vivía allí murió un año atrás atorado por once alfajores y un mate bien cebado con agua recontra caliente. Mira tú.

lunes, 11 de abril de 2016

PREMONICIÓN

  OSVALDO VILLALBA

   Buenos Aires, Argentina

Su propio grito lo sacó de la pesadilla. Se sentó en la cama, traspirado, le faltaba el aire. El sueño se había vuelto recurrente. No podía precisarlo con seguridad pero estaba seguro que en los últimos días lo había sufrido más de cuatro veces. Con variantes, pero el final en todos los casos era similar: un enorme camión con cuatro grandes faros que encandilaban y bocina ensordecedora que avanzaba de frente a gran velocidad. Algunas veces estaba caminando por una ruta; otras manejaba un auto desconocido. Invariablemente se despertaba antes del choque.
Todavía estaba oscuro pero la luz de la calle, ingresando por la ventana abierta, se reflejaba en el cielorraso del dormitorio, y le daba al ambiente una tenue luminosidad. Igual encendió la luz del velador para convencerse que todo estaba bien y fue a lavarse la cara. Regresó al dormitorio y se sentó sobre el costado de la cama. Frente a él estaba el placard, con puertas espejadas; a su espalda, del otro lado de la cama, la cómoda, que también tenía un gran espejo. Siempre le resultaba sorprendente ver su figura reproducida hasta el infinito. Volvió a acostarse con la intención de dormir un rato más pero no pudo conciliar el sueño.
Franco pasaba la mayor parte de su tiempo en la ruta. Viajaba veinte días seguidos y después, una semana libre, en su casa. En esa semana, uno de los días concurría a la empresa para la que trabajaba para cumplir algunos trámites administrativos. Esa mañana debía pasar a retirar las órdenes para comenzar el viaje al día siguiente, por lo que decidió irse a duchar. Se levantó, puso a funcionar la cafetera eléctrica - necesitaba desayunar antes de salir - y se metió en el baño.
Una espesa niebla cubría el tramo de la Ruta 14 entre Santo Tomé y Gobernador Virasoro. Todavía faltaban un par de horas para que el alba dibujara sus primeras pinceladas en el horizonte oriental. El camión avanzaba a considerable velocidad – más de la aconsejable de acuerdo a las condiciones climáticas – rumbo al norte. El tránsito era escaso. Algunos camiones que venían de Brasil, viajando en grupos de dos o tres por seguridad, algún micro de larga distancia y, muy ocasionalmente, automóviles particulares.
En sentido contrario, 30 km más adelante, un automóvil mediano, color gris, ingresaba en el banco de niebla. Viajaba detrás de tres camiones que circulaban muy pegados complicando el sobrepaso. Diez minutos después el automóvil aceleró y comenzó a pasar al primer camión.
El camión que avanzaba hacia Misiones salió de una curva cuando, después de cruzarse con otro, se encontró, como a 400 metros, con un automóvil que venía de frente. El chofer del camión prendió las luces altas, tocó desesperadamente la bocina y, de un volantazo, lo dirigió hacia la banquina. El camión se inclinó peligrosamente, zigzagueó unos metros y finalmente se detuvo. El automóvil, por un segundo, pasó sin ser tocado y se alejó sin detener la marcha. Franco, todavía temblando, abrió la puerta del camión, se bajó, y se quedó mirando la ruta en la dirección en que se fue el auto. No alcanzó a ver ningún detalle del coche, pero de algo estuvo seguro: sabía lo que sintió el conductor.