miércoles, 19 de abril de 2017

Venus, la carnivora

Clide Gremiger
Argentina


Con total fascinación coloqué frente a la ventana de la cocina la planta que acababa de comprar en el vivero.
- Es una insectívora. La popularmente llamada planta carnívora. Esta es la Venus atrapamoscas, así que póngala donde ella pueda asegurarse el alimento, me dijo el empleado del vivero.
Apenas la vi, me sentí cautivada por la suavidad que adivinaba en el interior granate de la única flor que lucía como una altiva actriz en escenario.
En todo el viaje del vivero a casa, la planta estuvo indiferente al traslado, sólo parecía un poco cabizbaja, pero una vez que la deposité sobre la mesada percibí que la flor se orientó hacia la ventana. “Qué suerte, parece que le gustó la luz del lugar”, pensé. Y así fue hasta que unos días después, lavando los platos, me di cuenta que me miraba… ¡Juro que tenía ojos!, además de dientes largos y puntiagudos que yo no me atreví a rozar. Su flor como amenazante tiburón me miraba con su roja boca abierta, preparada para el ataque. Tal vez por instinto alejé un poco la maceta. Ella pareció adivinar mi miedo y estiró su cuello hacia la pileta. Se lo comenté a mi marido, pero me respondió: ¡Estás loca de remate! Le faltará agua… A vos se te mueren hasta las plantas de plástico.
La planta no se secó. Muy por el contrario, parecía crecer excesivamente. Las flores se multiplicaron de la noche a la mañana. ¡No exagero! Una mañana me levanté y las flores que me miraban eran tres, y al siguiente cinco. Me agobiaba lavar los platos y ver esas bocas abiertas, como pichones reclamando comida, pero no me atrevía a cambiarla de lugar, supongo que por mi orgullo herido ante la burla de Javier. Procuré desdramatizar mis sensaciones y procedí a quitarle las hojas secas, cuando por la ventana entró una mosca que pareció muy atraída por Venus y fue literalmente devorada en cuestión de segundos. Lo que en realidad no debía sorprenderme en absoluto porque era un mecanismo natural de la planta y yo la había colocado allí precisamente para que atrapara los insectos que se atrevieran a entrar. Al día siguiente Venus tenía siete flores. Le comenté lo ocurrido con la mosca a mi hijo mayor, quien me respondió con una broma: ¡ojo vieja, mirá si te morfa a vos… que molesta como mosca verde ya sos.
Lejos de provocarme risa, se me reavivó el temor. Fue como si Venus me avisara que uno de mis dedos podía correr el mismo destino que el insecto. No podía dejar de mirarla al entrar o salir de la cocina. Cuando iba de la mesada a la heladera, de espaldas a ella, estaba convencida que giraba todas sus cabezas, siguiendo mis movimientos, al acecho, esperando.
Empecé a buscar información sobre Venus y me enteré que en realidad cada hoja que le nacía era resultado de un insecto devorado. No muerde al ser humano. Ése era un mito que había que desechar. Incluso había que festejar y admirar el crecimiento de la planta, pero a mí se me quedó grabado un video en el que una Venus atraía a una mosca con su néctar, como en seducción sexual, y luego le clavaba unos finísimos filamentos que tiene en lo que yo me figuraba como lengua y automáticamente se cerraba entrecruzando sus espinas. Fin de la mosca, servía para una nueva hoja de la planta.
A decir verdad no había visto que entraran tantas moscas en mi cocina, pero Venus multiplicaba sus bocas, con dientes cada vez más largos. Nunca aprendí a admirar ese desarrollo, pero con el paso del tiempo había logrado perderle el miedo, hasta que un día, deslicé una de mis manos muy cerca de ella. Estiró uno de sus cuellos y ¡clap, cerró una de sus bocazas sobre mi índice derecho! Trabó sus mandíbulas como yacaré y mientras yo forcejeaba para sacar mi dedo, vi cómo el resto de las bocas buscaban mordisquearme como perros defendiendo su comida. ¡Créanme, fue eso lo que ocurrió! Logré sacar mi lastimado índice con dificultad, lo envolví en un repasador y corrí al médico, al que por supuesto no le dije que la planta me había mordido sino que en un descuido había rozado sus espinas.
Mi dedo, luego de la desinfección y uno días de antibiótico, sanó. Venus lamentablemente murió. Me olvidé de ponerle agua.


sábado, 8 de abril de 2017

Yo siempre tengo la culpa

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Josué Isaac Nuñez Muñoz

México



Mi padre siempre ha sido un hombre iracundo. Tiene un carácter de la chingada, y cualquier cosa que esté mal o que no le parezca le hace enojar.
Recuerdo que cuando era niño y nos sentábamos a comer, él vigilaba cada uno de nuestros movimientos. Pero sobre todo los míos. Cuando me servía agua, por ejemplo, se fijaba meticulosamente cómo lo hacía. Veía el esfuerzo que era levantar la jarra y si derramaba un poco me decía con una voz grave y tono de reclamo: “¡Fíjate lo que haces!” Sus palabras me daban tanto miedo que terminaba tirando el vaso con agua, y luego el regaño era peor. Sabía que lo haría mal y se jactaba de tener la razón: “¿Que no te das cuenta de lo que haces? ¿Ves por qué te digo las cosas?”.
Yo no lo juzgo como un mal padre o un padre vengativo. Al ir creciendo me di cuenta que él no estaba consciente de que sólo repetía el patrón que su padre le enseñó. Mi abuelo, después de haber salido de un coma inducido por una infección urinaria que lo llevó a emergencias, regresó con el carácter más amargo. Una vez estábamos en una comida familiar y, yo, tuve un lapsus: unos tíos que venían de Hidalgo se acababan de ir cuando alguien preguntó que quién iba a traer los refrescos. Mi tío Alfonso, que era de Hidalgo, sólo bebía coca por lo que él siempre traía las bebidas, y yo dije automáticamente mi tío Alfonso, pero él ya se había ido. Recapacité de inmediato, pero para entonces mi abuelo ya había dicho: “Mejor cállate y siéntate.”
Ellos siempre han sido así, por lo que no suelo compartirles muchas cosas. Quieren que todo sea perfecto y que todo se haga a su manera, sobre todo porque soy el primogénito. Mi abuelo espera que ya esté casado y con hijos. Pero a mí esa idea no me atrae.
El último evento que oculté fue el de la pérdida de mi celular. Estaba trabajando como maestro en una escuela, y el 14 de febrero, sí, el día de San Valentín hubo un grupo nuevo que empezó a tomar los cursos, por lo que mucha gente nueva entró a la institución. Ese día estaba dando clases en el salón del fondo que es el tres. Eran las nueve quince de la noche, las clases terminan a las nueve y veinte, y yo fui el último en terminar. Cuando finalicé la clase, escuché que una mujer había gritado, pensé que estaban jugando, la puerta estaba cerrada. Estábamos preparándonos para salir cuando un hombre entró al salón, y nos dijo “Todos al suelo”. Yo de inmediato pregunté, “¿Pasa algo?” y él repitió “todos al suelo”. Vi por detrás que venían unos compañeros míos, un sujeto armado les apuntaba. Tranquilamente nos acostamos en el suelo. Nadie hablaba ni decía nada; algunas alumnas comenzaron a llorar; yo sólo pensaba en cómo podíamos salir de ahí sin ser lastimados. Después metieron a mis compañeros y la chica de recepción al salón con nosotros. Entonces nos gritaron que sacáramos el celular y lo colocáramos en la espalda, que era por nuestro bien. Ahí pensé de nuevo en mi padre, ya no tenía miedo sino vergüenza, “qué me va a decir”. Seguro pensará que tuve la culpa por terminar tarde. Que por qué no me fijo en la hora, que por qué no termino antes. Ya me imaginaba a mi padre regañándome.
Después de quitarnos el cel, nos preguntaron quién abría la caja de seguridad. Nadie contestó. Los sujetos comprendieron de inmediato que nadie tenía acceso a la caja. “No queremos nada de ustedes, así que por favor nadie haga nada estúpido. Un compañero estará aquí afuera del salón cuidando. Esperen treinta minutos y entonces podrán irse.” Cerraron la puerta.
No esperamos los treinta minutos, a los diez se escuchó un carro que encendió, luego otro y después que se fueron. Nos levantamos con cuidado, ya no había nadie en la puerta ni en la escuela. Después de una hora llegó el director y la policía para tomar la denuncia.
Ese día no volví a  mi casa hasta las once. No hablé con nadie para no preocuparlos. Cuando llegué le pedí su celular a mi madre para bloquear el teléfono. Le platiqué lo que había sucedido, ella comprendió de inmediato lo frustrante del asunto. Al día siguiente, mi padre me comentó que por qué no tenía señal mi celular, le iba a comentar algo, pero entonces me preguntó enojado: “¿Qué le hiciste al celular?” (había sido un regalo de mi cumpleaños, no tenía ni cinco meses con él) Por lo que le dije: “No ha tener señal, ahora mismo lo revisó”. Me fui a mi cuarto y esperé que se fuera a dormir. Desde entonces, cada que me pregunta por mi cel le digo que lo tengo cargando en mi cuarto, me hago el loco y no mencionó nada.