Josué Isaac Nuñez Muñoz
México
Mi padre siempre ha sido un hombre
iracundo. Tiene un carácter de la chingada, y cualquier cosa que esté mal o que
no le parezca le hace enojar.
Recuerdo que cuando era niño y nos
sentábamos a comer, él vigilaba cada uno de nuestros movimientos. Pero sobre
todo los míos. Cuando me servía agua, por ejemplo, se fijaba meticulosamente
cómo lo hacía. Veía el esfuerzo que era levantar la jarra y si derramaba un
poco me decía con una voz grave y tono de reclamo: “¡Fíjate lo que haces!” Sus
palabras me daban tanto miedo que terminaba tirando el vaso con agua, y luego
el regaño era peor. Sabía que lo haría mal y se jactaba de tener la razón: “¿Que
no te das cuenta de lo que haces? ¿Ves por qué te digo las cosas?”.
Yo no lo juzgo como un mal padre o un
padre vengativo. Al ir creciendo me di cuenta que él no estaba consciente de que
sólo repetía el patrón que su padre le enseñó. Mi abuelo, después de haber
salido de un coma inducido por una infección urinaria que lo llevó a
emergencias, regresó con el carácter más amargo. Una vez estábamos en una
comida familiar y, yo, tuve un lapsus: unos tíos que venían de Hidalgo se acababan
de ir cuando alguien preguntó que quién iba a traer los refrescos. Mi tío
Alfonso, que era de Hidalgo, sólo bebía coca por lo que él siempre traía las
bebidas, y yo dije automáticamente mi tío Alfonso, pero él ya se había ido.
Recapacité de inmediato, pero para entonces mi abuelo ya había dicho: “Mejor
cállate y siéntate.”
Ellos siempre han sido así, por lo que
no suelo compartirles muchas cosas. Quieren que todo sea perfecto y que todo se
haga a su manera, sobre todo porque soy el primogénito. Mi abuelo espera que ya
esté casado y con hijos. Pero a mí esa idea no me atrae.
El último evento que oculté fue el de
la pérdida de mi celular. Estaba trabajando como maestro en una escuela, y el 14
de febrero, sí, el día de San Valentín hubo un grupo nuevo que empezó a tomar los
cursos, por lo que mucha gente nueva entró a la institución. Ese día estaba dando
clases en el salón del fondo que es el tres. Eran las nueve quince de la noche,
las clases terminan a las nueve y veinte, y yo fui el último en terminar.
Cuando finalicé la clase, escuché que una mujer había gritado, pensé que
estaban jugando, la puerta estaba cerrada. Estábamos preparándonos para salir
cuando un hombre entró al salón, y nos dijo “Todos al suelo”. Yo de inmediato
pregunté, “¿Pasa algo?” y él repitió “todos al suelo”. Vi por detrás que venían
unos compañeros míos, un sujeto armado les apuntaba. Tranquilamente nos
acostamos en el suelo. Nadie hablaba ni decía nada; algunas alumnas comenzaron
a llorar; yo sólo pensaba en cómo podíamos salir de ahí sin ser lastimados.
Después metieron a mis compañeros y la chica de recepción al salón con
nosotros. Entonces nos gritaron que sacáramos el celular y lo colocáramos en la
espalda, que era por nuestro bien. Ahí pensé de nuevo en mi padre, ya no tenía
miedo sino vergüenza, “qué me va a decir”. Seguro pensará que tuve la culpa por
terminar tarde. Que por qué no me fijo en la hora, que por qué no termino
antes. Ya me imaginaba a mi padre regañándome.
Después de quitarnos el cel, nos
preguntaron quién abría la caja de seguridad. Nadie contestó. Los sujetos
comprendieron de inmediato que nadie tenía acceso a la caja. “No queremos nada
de ustedes, así que por favor nadie haga nada estúpido. Un compañero estará
aquí afuera del salón cuidando. Esperen treinta minutos y entonces podrán
irse.” Cerraron la puerta.
No esperamos los treinta minutos, a
los diez se escuchó un carro que encendió, luego otro y después que se fueron.
Nos levantamos con cuidado, ya no había nadie en la puerta ni en la escuela. Después
de una hora llegó el director y la policía para tomar la denuncia.
Ese día no volví a mi casa hasta las once. No hablé con nadie
para no preocuparlos. Cuando llegué le pedí su celular a mi madre para bloquear
el teléfono. Le platiqué lo que había sucedido, ella comprendió de inmediato lo
frustrante del asunto. Al día siguiente, mi padre me comentó que por qué no
tenía señal mi celular, le iba a comentar algo, pero entonces me preguntó
enojado: “¿Qué le hiciste al celular?” (había sido un regalo de mi cumpleaños,
no tenía ni cinco meses con él) Por lo que le dije: “No ha tener señal, ahora
mismo lo revisó”. Me fui a mi cuarto y esperé que se fuera a dormir. Desde
entonces, cada que me pregunta por mi cel le digo que lo tengo cargando en mi
cuarto, me hago el loco y no mencionó nada.
Verosímil y conmovedor, sin grandilocuencia en el relato. Muy bien!
ResponderBorrarInteresante y realista.Felicitaciones
ResponderBorrarUn buen relato de un padre autoritario. He conocido varios y siempre despiertan mi rebeldía. ¡Jajaja!
ResponderBorrar