sábado, 23 de febrero de 2019

Los Años Luz


Adri Díaz

Argentina


Una bandada de pájaros grises cruzó el cielo formando una escuadra triangular casi perfecta de siete. Mientras las veía planear livianas y con soltura, percibí que de repente se esfumaban como desapareciendo en el aire.

Después un grupo de chiquillos avanzó corriendo por el sendero principal hacia donde yo permanecía sentada. Temí que me atropellaran por el ímpetu que llevaban pero me atravesaron de lado a lado como si no pudiesen verme.

Empecé a pensar que todo era una gran fantasía. Quizás no en el sentido estricto pero sí que mis días, lo que estaba viviendo ahora, no era realmente que estaba ocurriendo sino que había sido vivido ya, miles de años atrás.

Tal vez eso que me habían enseñado de niño y entonces, no había podido comprender, ahora se develaba con cierto significado. Aquello de los años luz de mis primeros libros aún sin entenderlo entonces quedó para siempre girando en mi cabeza.

A menudo, existen en mi vida, pequeños vacíos que han quedado de mi pasado sin resolver. Ellos vienen una y otra vez a mi memoria. Ya soy casi una anciana, tengo muchas dificultades en la salud y camino con bastón.

Sin embargo, de tanto en tanto, se entrecruza en mí, algún vestigio de los años anteriores en los cuales rebosaba esplendor y vitalidad. A veces algunas ráfagas llegan y develan, muestran, explican. Como hoy, que sin estar haciendo nada en particular, he descubierto esta ilusión de la cual se trata la vida.

Sentada, en un banco de cemento de una plaza por la que no recordaba haber andado nunca, he sentido ese aroma de los árboles, he absorbido ese olor a tierra como si mucho tiempo atrás ya hubiera estado sentado allí.

Ha comenzado a llover como llovía entonces. He notado mis pies tan mojados como antes. He visto a una niña correr bajo la lluvia como la he sentido antaño.

Luego ella, se ha acercado hasta mi. Me ha mirado y he visto que tenía mis mismos ojos. Oscuros, castaños. Casi como el común de la gente pero tristes como los mios. He visto en su mirada, algo que me es lejana y al mismo tiempo, cercanamente familiar.

Me veo como frente a un espejo sólo que ambas somos reales.

La niña juega. Corre. Ríe, da vueltas en torno a mí. Un perro pequeño la acompaña. Es un animal hermoso. Raza collie. Pelaje marrón claro. Se nota que entre él y la chiquilla, hay una estrecha conexión.

De repente, el collie se para frente a mí y me observa. Escudriña mi figura y me huele. No tengo miedo a los animales así que lo dejo hacer sin problema.

Al rato, una cola movediza me confirma lo que intuyo. Nos conocemos y desde hace tiempo. Es Tobbie, mi primer cachorro. Lo reconozco por las fotografías que nos tomó mi padre en la galería de la primer casa en que habitamos al llegar a esta ciudad.

Hace tantos años, muchos… y sin embargo, se mantiene tan vivaz como cuando yo lo abrazaba a mí, en aquellas tardes. Nos hacíamos compañía. Andábamos por las calles aún sin asfaltar en la siesta, en el verano, o cuando bajaba el sol y llegaba la noche.


La niña se ha detenido y parada frente a mí, parece adivinar sus propias facciones en lo que soy. Yo también la reconozco. Soy yo y él es mi collie, tal como me veo en aquella fotografía. La que mi padre dejó guardada entre sus cosas y donde había escrito con su letra prolija, casi caligráfica, en la parte de atrás: “5 años, octubre de 1953”.

Le indico con mi mano que se siente a mi lado. Ella me invita a seguir jugando. La misteriosa energía que nos une está allí. Años luz de la primigenia vez que sucedió, conectando misteriosa y ancestralmente, nuestras esencias.

Atardece y es casi de noche. Lo que antes era claridad por un instante, se vuelve oscuro. Estoy aquí todavía pero a años luz de aquella niña que fui. No sé si es ley, magia o destino. La niña va hacia adelante. Esta anciana camina hacia atrás. Mi alma intuye que en algún punto,en algún otro cruce del universo, esas líneas volverán a cruzarse.

Miro el sendero abierto. Hacia uno y otro lado, sólo puedo ver luz.
Me levanto y camino. Voy a ella.



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sábado, 16 de febrero de 2019

Cada vez que llueve

Osvaldo  Villalba
Argentina
Como si se pudiese
 elegir en el amor, como
si no fuera un rayo que
te parte los huesos
 y te deja estaqueado
 en la mitad del patio.
Julio Cortázar

¡Qué suerte, empezó a llover! Ya salgo a caminar. Cada vez que llueve te salgo a buscar.
Esto no me pasaba desde que, en un día de lluvia, María Teresa se fue, dejándome un vacio que no pude llenar. Por eso, cuando llovía, me deprimía hasta el punto de no querer salir de la cama.
Todo cambió cuando se vino esa última tormenta de verano. Pensé que sería bueno llevar el auto unas cuadras más arriba donde no se inunda. La lucha entre lo que debía hacer y lo que quería hacer duró hasta que comenzaron a caer las primeras gotas. Allí no dudé más. Al fin y al cabo, el odio a la lluvia se iba a transformar en el odio a mi obstinación si el coche se me inundaba, sumado al dinero que eso me costaría. Salí a la calle, entré al auto y lo puse en marcha. “Bueno, arrancó de una”, pensé. Una buena por lo menos. La lluvia era cada vez más intensa. Los vidrios se me empañaron y tuve que prender la calefacción, pese al calor que hacía. Lo estacioné a cinco cuadras de casa, donde esperaba que no se inunde, y volví caminado bajo la lluvia. “Menos mal que lo hice”, pensé cuando llegué a la esquina de mi casa, porque la calle estaba inundada de bote a bote.
Y allí…te vi venir. Mojada como si te hubieran volcado un balde lleno de agua en la cabeza. Bajo un paraguas pequeño que no cubría nada, las sandalias en la mano, caminando con dificultad y lentamente por el agua que te cubría los tobillos. El vestido clarito se te pegaba al cuerpo y te hacía más sexy. Parecías salida de una película de Fellini. Tu cabello, pese a estar recogido, estaba empapado, con mechones en la frente y a los costados del rostro. Cuando nuestras miradas se cruzaron, una leve sonrisa, casi imperceptible, se dibujó en tu rostro. Sentí que el corazón se me derretía. Me quedé paralizado, sin reacción. Cuando decidí que te iba a decir algo, te vi correr a un colectivo y hacerle señas. “¡Que no pare!, ¡Que no pare!”, pensé. Y el guacho paró. Claro, yo en el lugar del colectivero también te hubiera parado. “Seguro que ni me registró”, pensé. La sonrisa debió ser un acto reflejo por la situación. Pero la fotografía que sacó mi cerebro no se borró más. Y la tengo presente a cada momento.
Por eso cada vez que llueve te salgo a buscar. Pero ahora, ya tengo planificado lo que voy a hacer. Cuando te vea venir, voy a ir derecho hacia vos y te voy a decir  “¡Que hermosa que sos!”. Voy a tomar tu rostro entre mis manos, voy a mirarme en tus ojos color miel y, si para ese momento no me rompiste el paraguas en la cabeza…me voy a hundir en el abismo de tu boca.
Cada vez que llueve, te salgo a buscar y sé que un día… voy a encontrarte.


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