sábado, 10 de octubre de 2020

Aceitunas

 Jaime Aldana


Lima Peru


ACEITUNAS

   Aquella tarde de sábado en que tuve el infortunio de morder una aceituna, me encontraba en la carrera séptima de Bogotá.

   Ni siquiera sabía que existían y menos que se llamaran así. 

   Mi primera experiencia con las aceitunas fue amarga y llegó vestida de mujer.

   Una chica como de mi edad llegó al lugar donde solía ubicarme -en medio de artesanos-, me abrazó como si fuéramos viejos amigos, y me dio un beso en la mejilla. 

   "Muero de hambre, te invito a almorzar", me dijo mirándome a los ojos. Yo, que nunca he rechazado una invitación a comer y menos con el estómago vacío, guardé mis cosas y me fui con ella.

   No es verdad que fuera totalmente desconocida para mí. Varias veces había pagado por leer lo que yo hacía llamar poemas, e incluso nos habíamos quedado a charlar alrededor de una taza de café.

   Mientras calculaba si lo que tenía en el bolsillo me alcanzaba para llevarla a comer al sitio donde yo solía ir -por si me tocaba pagar a mí- ella me iba contando cosas de la universidad que no entendía muy bien porque mi mente estaba embolatada haciendo cuentas.

   Pronto nos encontramos frente a un restaurante de aquellos que ni en sueños pensaría entrar. Ella se adelantó y yo la seguí. 

   El portero, de frac, se quedó mirando mis ropas sin decidirse si impedir mi entrada a empellones o decirme que estaba prohibido mendigar en el lugar, pero yo fui más rápido; entré y me senté a la mesa que le ofrecieron a mi acompañante.

   Volteé a mirar, y me encontré con la dura mirada del portero que seguramente se estaría preguntando qué carajos hacía un tipo como yo en su restaurante. Su rostro decía a las claras que yo no tenía derecho de estar ahí. 

   Escondí mi rostro en la carta del menú para evitar levantarme e ir a decirle lo que pensaba de él.

   "¿Qué quieres comer?", me preguntó ella, al ver que no me decidía por ningún platillo con nombres que en mi vida había escuchado. "Lo mismo que tú", le respondí colocando la carta a un lado.

   "¿Para qué tantos cubiertos?", le pregunté. Se sonrió. Fue una sonrisa dulce, comprensiva, para nada burlona. "Es fácil. Fíjate cómo lo hago yo", me dijo tomando un pan diminuto y untándole una deliciosa bolita de mantequilla. 

   Cuando estaba saboreando mi pancito con mantequilla, se acercó el portero y le preguntó algo a mi amiga que no alcancé a escuchar, pero que deduje por el rubor de sus mejillas, y porque ella dijo: "yo".

   No quise preguntarle nada y me limité a imitarla lo mejor que pude hasta que llegó el plato de fondo. Fue ahí que todo se echó a perder; pinché con el tenedor una bolita que atrajo mi atención, me la llevé a la boca, le di una mordida... Y mi cara se transformó; nunca antes había probado algo tan horrible. No pude tragar y tuve que ir corriendo al baño a quitarle ese sabor a mi boca. 

   Regresé del baño más repuesto y mejor peinado a seguir comiendo, ante las miradas reprobatorias de los comensales. 

   Aparté los restos de aquello que me produjo tanta repulsión, y le pregunté a mi compañera: "¿Qué es esta vaina tan fea?". Se rió de nuevo y me respondió: "es una aceituna. Por lo visto nunca la habías probado... ". "Ni quiero volver a probarla", le dije.

   Seguí comiendo pero a mi manera; quería disfrutar de la comida sin tener que seguir reglas que me parecían ridículas. 

   Terminamos de comer, y nos trajeron la cuenta. Mejor dicho se la trajeron a ella.

   Luego de pagar nos invitaron dos copas de vino que bebimos con la extrañeza de ella, debido a que no estaba en el menú. Al terminar, nos dispusimos a salir.

   Tal vez lo tenía premeditado en mi subconsciente, o sucedió porque así estaba escrito en el libro del destino, pero cuando estábamos por salir el portero pasó cerca y tropezó con mi pie. Se cayó estrepitosamente y no tuve tiempo de disculparme. 

    "¿Qué pasó?", me preguntó ella, que se había adelantado y no pudo ver nada -la llamo "ella" porque no recuerdo su nombre, y no me parece justo endilgarle otro cualquiera-. "Después te cuento", le dije tomándola del brazo. "Bueno, como quieras. Te invito a mi casa, ¿qué dices?". "¿Qué iba a decir yo, que amo las invitaciones?

   Tomamos un taxi y pronto estuvimos en su casa. Una casa hermosa del norte de la ciudad. Su madre resultó ser una mujer sencilla y amable. Elogió mis poemas y me hizo sentir como uno de los suyos. Escuchamos música toda la tarde, mientras les relataba mis aventuras mochileras. Fue una tarde memorable. Lamentablemente hasta allí llegó nuestra amistad porque no volví a verla.

   Años después degustaba en Lima uno de esos deliciosos tamales que hace mi esposa. Como llevan aceitunas, las separaba a un lado junto con la masa que se había "contaminado" con su color y sabor.

   Mientras que en los barrios de Bogotá donde viví no se acostumbraba comer aceitunas, en Perú su consumo es masivo.

   Hasta que un día decidí que mi enemistad con la aceituna tenía que terminar. Me obligué a comerlas aunque mi rostro se distorsionara, pero poco a poco les fui tomando gusto. 

   Ahora soy feliz comiendo aceitunas. Me gustan negras y verdes. Las que llevan relleno o zarza de cebolla. Las como ahora, mientras escribo estas líneas. Las comeré una tarde de sol, o el día que tenga que abandonar este lugar en el que me han dado cobijo por un tiempo, porque de antemano sabía que esto no iba a durar para siempre.

MANUEL TEYPER.