sábado, 30 de diciembre de 2017

Paula

Deanna Albano

Caracas, Venezuela

 

 
Paula miró a través de la ventana. Un sol resplandeciente, le dio la bienvenida. Preparó su pequeño morral, sin olvidar poner dentro la lámina de metal. Nunca imaginó que le fuera a ser tan útil ese día; tampoco imaginó, que iba a ser largo y lleno de vicisitudes. Había venido desde Valencia a la capital, para estudiar derecho en la Universidad. Al salir, cerró la puerta; pero recordó la bandera y regresó por ella. Sus compañeros la esperaban para ir a una protesta.  
                 Ya en la calle, se cubrió la cara con la bandera y, junto con sus compañeros comenzaron a gritar consignas; incitando a las personas a protestar. Casi al terminar la andanza, se agitó el caos. Todos huyeron, pero ella quedó rezagada; fue cuando oyó la explosión de la bomba  que impactó en su mochila. La lámina la protegió, pero cayó  sobre su brazo. Al tratar de levantarse, sintió que un peso le impedía cualquier movimiento, era un guardia nacional que tenía la bota en su espalda.
                 Giró su cabeza. Se dio cuenta entonces que se hallaba rodeada de funcionarios policiales.  Dos de ellos la levantaron y la subieron a una moto. La llevaban aprisionada entre ellos. En su mente, las imágenes pasaban vertiginosamente: su papá se pondría iracundo: Ella había venido a la capital a estudiar. Les había prometido ser una excelente alumna y a tomarse muy en serio sus estudios, sin involucrarse en manifestaciones. También recordaba las historias de los que habían estado presos, hacinados, sin agua, sin comida, con amenazas de violación, y de torturas con electricidad.  El hecho de estar sola la aterraba. No sabía si sus compañeros se habían dado cuenta de su detención. El trayecto se le hizo interminable.
                    Los guardias le mascullaban amenazas e insinuaciones. Ella en silencio rezaba: ¨Padre Nuestro, que estás en los cielos…por favor que no me hagan nada “. Se lo repetía, una y otra vez...   Al llegar a la comandancia, la bajaron del vehículo, el dolor de la muñeca era insoportable y estaba bañada de sangre.
                     La recibió un capitán de mediana edad, quien se le acercó lentamente; contemplando su rostro, cubierto aún con la bandera, las lágrimas, el sudor, la sangre. Su pelo negro, brillante, largo hasta casi los hombros, le daba un aspecto casi salvaje. Paula temblaba. Un escalofrió le recorría la espina dorsal, mientras fijaba sus ojos en el capitán. Rezaba el Padre Nuestro, mientras se decía: ¨Por favor, que no me hagan nada”. 
                     Su mirada no se despegaba de la cara del soldado que la llevó delicadamente a una habitación con baño y con voz suave le dijo:
                     — Arréglese un poco.
                     En el baño, Paula respiró y, con gestos nerviosos abrió su morral y se dio cuenta que había sido la lámina de metal la que la había salvado de esa bomba lacrimógena; la observó agradecida, aunque todavía dolida por las quemaduras.
                    Al salir del baño, se encontró con seis pares de ojos abiertos de par en par, que contemplaban su rostro limpio y terso, lleno de lágrimas, con la boca fruncida para no llorar.  El capitán y los otros dos soldados pensaron: “Es una niña”.  Paula tenía 16 años, pero, con el pelo recogido y el rostro limpio, aparentaba tener doce o trece.
                   Uno de los soldados le agarra la mano ensangrentada y se la limpia, con mucho cuidado, con agua oxigenada. Otro de los soldados le ofrece un vaso de agua, que Paula toma y bebe de un solo sorbo. El dolor es insoportable. La llevan a enfermería. La atiende un doctor que le hace una sutura de siete puntos, con todos los cuidados necesarios.
                  Sin pronunciar una sola palabra, Paula se agarra del pelo, de las manos; ha perdido la noción del tiempo. No deja de rezar el Padre Nuestro “Por favor, padrecito, que no me hagan daño. Te lo ruego. Papito ¿dónde estás? Te necesito, por favor sacame de aquí”.
                 El capitán le habla con amabilidad:
                   Señorita, Ud. es demasiado joven, no debiera estar en las guarimbas.
                 El militar se aleja para hablar por teléfono. Los minutos se alargan; entran y salen soldados, que la miran con curiosidad. Finalmente aparece el padre de la joven, quien fue avisado por el fotógrafo de una reconocida agencia, el mismo que había tomado las fotos que evidenciaban que por lo menos veinte guardias rodeaban a la chica. Esas imágenes dieron la vuelta al mundo   y causaron estupor. 
                 El capitán regresa y se  acerca a los detenidos y dice:
                 Por esta vez, pueden irse.
                 Enseguida mira al padre de Paula y le explica:
                 La orden que tenemos es pasar los casos a tribunales militares, pero en esta oportunidad haré una excepción por tratarse de una niña.  No quiero volver a verlos por aquí. Sr. Cañizales le sugiero que no permita que su hija participe en manifestaciones.
                Padre e hija salieron de la comandancia tomados de la mano. El padre se dirigió a su hija:
                Paula, estoy muy orgulloso de ti, mantuviste tu dignidad en todo momento, solo tus ojos hablaron.  Te apoyaré en lo que decidas hacer.                                  
                Afuera, ambos observaron el cielo estrellado de la noche y les pareció que la luna llena sonreía.








                 
                 

miércoles, 20 de diciembre de 2017

El Abuelo Cuento de Navidad

  Jaime Aldana

           Lima, Perú

 

       Mis abuelos me influenciaron de muchas maneras diferentes, y sus gustos se convirtieron, con el paso del tiempo, en mis propios gustos. 

       Como mi cama se encontraba en la habitación de ellos, yo participaba como un espía silencioso de sus riñas, sus recuerdos o sus chistes que celebraban a carcajadas. Me encantaba cuando llegaba el momento de acostarnos, porque mi abuelo prendía la radio para escuchar, en medio de la oscuridad, Melodías del Recuerdo. Luego jugaban a adivinar quién era el cantante y cómo se llamaba la canción. Casi siempre me quedaba dormido escuchando un vals o un tango de Gardel, del que me aprendí varios temas que cantaba a viva voz... al día siguiente.

       Fue en esa época en que terminaba mi educación secundaria en un colegio Parroquial, en que vine a descubrir hasta qué punto me sirvió haber aprendido a cantar tangos.

       Un día llegó a nuestro salón el rector del colegio, un Padre Marianista de nombre Horacio Lapetra, para invitarnos a unirnos al coro del colegio. Nos apuntamos varios compañeros que vimos en esa convocatoria la oportunidad de divertirnos un rato y escapar de las aburridísimas clases de religión.

       Casi al finalizar el año lectivo, el Padre Lapetra    ––no sobra decir lo mucho que nos divertimos cambiándole el apellido al curita–– nos llamó para decirnos que debíamos prepararnos para una actividad importante que deseaba realizar. Estábamos intrigados pero a la vez disconformes con el anuncio, porque veíamos que nuestras vacaciones de fin de año se iban a pique. 

       El sábado siguiente estábamos todos reunidos en el salón de actos, cuando llegó más entusiasmado que de costumbre, a decirnos que estábamos comprometidos a cantar en el asilo de ancianos de la localidad. 

       ––Tenemos que comenzar de nuevo. No vamos a llegar donde los abuelos con Noche de Paz o villancicos, porque nos sacan corriendo. Hay que cantarles canciones que a ellos les guste. ¿Alguno de ustedes sabe música vieja? ––nos preguntó.

       ––Yo, Padre ––dije levantando la mano. 

       ––Bien, a ver. ¿Qué te sabes? ––me dijo de frente. Comencé a cantar Esta noche me emborracho, de Gardel. Me miró un poco desilusionado por mi voz, pero al final dijo:

       ––Bueno, por ahora está bien. Voy a ver qué instrumentos tenemos para ponernos a ensayar de inmediato. 

       Los ensayos nos quitaron buenos fines de semana, pero al final pudimos hacer algo decente. Mi voz aguda ––''opaca'', decía el Padre Lapetra para no hacerme sentir mal–– fue potenciada gracias a los esfuerzos de mis compañeros, quienes se destacaron con la guitarra, el violín, el piano y el coro. Por suerte en el asilo tenían un viejo piano de cola, así que no tuvimos problema.

       El día tan esperado llegó. Fue justo antes de navidad. Todos estábamos muy nerviosos pero alegres de poder compartir nuestra música. El Padre nos llevó en su vieja furgoneta, en donde también empacamos un sinnúmero de regalos. Se nos informó que cada uno de nosotros tenía que hablar con alguno de los abuelos, a quién entregaríamos aquellos regalos.

       Llegamos a la enorme casa rodeada de jardines, en donde nos esperaban los ancianos. Luego del recibimiento, pasamos al comedor y de ahí a un salón de sillones mullidos en donde nos presentamos con mayor familiaridad. 

       A mí me tocó saludar a un señor de unos ochenta años, muy delgado, que no paraba de reír. Cuando estaba por presentarme, se levantó de su lugar y vino a mi encuentro alborozado:

       ––¡Hijo mío, qué bueno que me hayas visitado! ¡Hacía tiempo que quería verte! ¿Por qué no habías venido antes? ––me preguntó estrechándome entre sus delicados brazos. No supe qué hacer, estaba aturdido por la inesperada reacción del señor que no paraba de preguntarme por qué no había ido antes. Pensé que tal vez su edad hacía que me confundiera con su hijo. Miré a mi alrededor esperando a ver qué me decían mis compañeros, pero todos estaban hablando con sus respectivos ancianos. No tuve el ánimo para desmentirlo y decirle que yo no era su hijo. Acepté su abrazo y respondí:

       ––Papá, perdóneme. Estuve de viaje. Pero voy a venir cada semana. Se lo prometo.

       ––No te preocupes, hijo mío, lo importante es que ya estás aquí ––me dijo apretujándome con sus escasas fuerzas. 

       ––Mire, le he traído un regalo por navidad. ¿Se acuerda de las navidades, papá?

        ––¡Claro, hijo! ¡Cómo voy a olvidarlo! Te llevaba a ti y a tu hermana a ver a papá Noel. Tú te asustabas con el viejo vestido de rojo ––me dijo sonriendo––. A propósito, ¿Sabes algo de tu hermana? Vino a verme hace como dos años pero tampoco volvió ––sus ojos se llenaron de lágrimas al decirme esto, pero se secó con el dorso de la mano y siguió mirándome con una ternura difícil de olvidar.

       ––No es momento de llorar, papá, hemos venido a traerles una serenata ––le dije, estaba a punto de ponerme de llorar yo también. Voltee a mirar a mis compañeros y los vi tristes. Sus sonrisas no eran las de siempre. 

     ––Bueno, amigos, creo que llegó la hora de cantar ––les dije, a pesar de que el Padre nos había dicho que era él el que daría la orden. Nos acomodamos para comenzar, pero el señor Anselmo, como me dijeron que se llamaba, no quería despegarse de mí. Lo separé suavemente y le dije al oído que le iba a cantar una de sus canciones favoritas. Me miró sin parar de sonreír. Parecía orgulloso de mi.

       Comencé a cantar Arrabal amargo, y seguí con La cumparsita. Los ancianos cantaban con nosotros haciendo la mímica de tener un micrófono en la mano; se los veía felices. Luego vinieron otros temas hasta que llegó la hora de despedirnos:

       ––No te vayas, hijo, por favor ––me pidió don Anselmo. Su ruego desesperado me conmovió. Nunca había visitado un asilo de ancianos y esto que pasaba era completamente ajeno a mis posibilidades de entendimiento.

         ––Voy a venir apenas pueda, papá, se lo prometo ––le dije. Me abrazó una vez más y asintió con la cabeza. Sus ojos lucían apagados, como si supiera que yo no volvería jamás. 

       Rato después, y ya dentro de la vieja furgoneta, dimos rienda suelta al llanto; parecíamos unos chiquillos de cuna que no encontraban consuelo. El Padre no nos dijo nada. También sus ojos se veían vidriosos. El resto del viaje lo hicimos en silencio.

       Llegamos al colegio y nos despedimos como si algo de aquella senectud se nos hubiera pegado. Antes de salir me acerqué al Padre para contarle lo que me había pasado.

       ––Sí, te entiendo. Lo que pasa es que las familias siguen pagando sus mensualidades, pero ya nunca más regresan a visitarlos ––me explicó.

       Apenas llegué a la casa, corrí donde mis abuelos y los abrace con fuerza.

       A partir de esa fecha, y cada vez que podía, fui a visitar a don Anselmo. Fueron cerca de dos años de visitas y conversas en las que me contó infinidad de historias que sus compañeros estaban cansados de escuchar, pero que para mí representó todo un descubrimiento.

       Un día fui a verlo, pero ya no estaba. Mi corazón dio un brinco al comprobar lo que había sucedido. Hacia tan solo dos días había fallecido de muerte natural. Los encargados del asilo me informaron que sus últimas palabras fueron para mí. Me pedía que no fuera a vender la casa que tanto le costó comprar y refaccionar. También me dijeron que ese mismo día lo enterraban en el cementerio Presbítero Maestro.

       Llegué justo antes de que depositaran el féretro en su lugar. Miré los rostros de los familiares y no vi vestigio de tristeza. Era como si hubiesen venido a una cita cualquiera.

       Antes de salir de allí, me acerqué a uno de ellos y le pregunté:

       ––Disculpe, ¿el señor Anselmo era algo suyo?

       ––Sí, era mi padre, ¿por qué la pregunta?

       ––Por nada. Lo hubiera hecho feliz que lo visitara de vez en cuando en el asilo. Me dijo que en la casa guardaba un tesoro, pero no me dijo exactamente dónde ––me atreví a decirle. 

       ––¿Cómo? ¿Dónde lo conociste? ¿Quién eres tú? ¿Por qué...?

       No quise escucharlo más y me retiré del lugar. Intentó seguirme pero corrí hasta que llegué a la casa de mis abuelos, que me esperaban para almorzar.

MANUEL TEYPER  ESCRITOR COLOMBIANO mteyper@hotmail.com

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Mutación

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Elvira Hoyos Campillo

Cartagena, Colombia

 

                 Goyo arribó a la costa de Cartagena de Indias para conocer sus orígenes. Guardaba las esperanzas de hallar con vida algún miembro de su familia o al menos un amigo que lo reconociera y le contara lo sucedido aquella tarde de holgorio en la playa. Desconsolado recordaba imágenes coloridas y nítidas de muchas personas que se movían en ambientes concéntricos, allí, en la playa; sosteniendo en sus manos velas, o quizás antorchas encendidas.
                Hombres y mujeres bailando con cadencias mientras se oía el golpeo de tambores. De repente un viento fuerte apagó las mechas y se llevó los sombreros voltiaos de los músicos, la reunión se disgregó, la gente corrió en todas direcciones gritando: “el mar… el mar se está metiendo en la playa, se nos viene encima” y él sin entender nada, se quedó paralizado buscando con la mirada a sus padres o tal vez esperando que estos vinieran por él.
               Sus padres formaban parte de la cumbiamba.  Una palabra que jamás olvidaría, había crecido escuchándoselas a ellos constanmente cuando hablaban entre ellos y sus amigos y a él, a él le habían dicho “obsérvanos bailaa que cuando tú seaa grande, también serás cumbiambero, aprende ahora, oye el tambó, que ese sonido es el que te dice cómo movee los pies”.
              Ese día, antes de finalizar la tarde, se fueron todos a la playa. Su padre le había dicho, “ven pa´ que veas como es la cosa”  La abuela les grito: “no, al niño me lo dejan aquí, que todavía está chiquito”  y su padre le había respondido, “ Que chiquito ni que naaa, él es ya un hombrecito, yo, a su edaa sabía un montón de vainas” y dirigiéndose al niño lo cargó en brazos mientras le hablaba y caminaba con él cargado: — ¿no es así capitán, que tú, ya estaa grande? Tú estaa en edaa hasta paa enamoraaa mujeres. Su madre había respondido por él: “deja de decirle esas cosas al pelao, que lo vaa a dañaaa antes de tiempo “
              Llegaron a la playa. Allí estaban los demás, con cámaras fotográficas algunos, que arribaban a ver la Cumbiamba. Podría decirse que de todo el mundo habían venido. El cielo muy claro, a lo lejos se veía venir nubes blancas. El sol comenzaba a bajar. Lo dejaron sobre uno de los enormes pedruscos del espolón. Su padre le dijo “pase lo que pase de aquí no te vaa a movee, nos esperaa a que vengamos pooj ti” Desde allí él podía ver todo muy bien. Además no estaba solo, a su lado unas niñas con algún familiar mayor y otras personas.
               La Cumbiamba empezó, el golpeo de tambores se sintieron como latidos del planeta, la gente se acercaba, los músicos se dispusieron en un amplio círculo, dejando despejado el centro del redondel para los bailarines con sus trajes de cumbia: ellas con polleras y candongas y fragancias de la tierra y ellos con pañuelos rojos amarrados al cuello y velas encendidas en su mano. La cantaora inició con un estribillo que los demás coreaban. El sol brilló como nunca y las nubes avanzaron hacia nosotros. Las gaitas soplaron tornando fresca la brisa. La cumbiamba enganchaba sensual, seductora, cuando el viento se agitó de repente.
              Gritos desordenados interrumpieron aquel hechizo refulgente por relámpagos de luna que encresparon la mar. La concurrencia gritaba: “el mar se nos viene encima”. De improviso se desató el aguacero.
               Ante la visión de la aquella extensión solitaria, Goyo apreció ahora la calidez de la playa; recordando el frio que aquella vez le puso la piel de gallina mientras esperaba parado sobre el espolón. Entonces revivió el recuerdo en que… unos brazos me cogieron, me cargaron y no era mi papá, ni mi mamá, no lo conocía y empecé a llorar, sentí miedo. El hombre corrió conmigo en sus brazos y así corrimos y corrimos, deteniéndonos donde creímos que nos habíamos salvado; pero no, no fue así, debíamos seguir corriendo. Y seguimos corriendo tierra adentro; “ el mar se metió”  “el mar se nos vino encima” “corramos, no paremos” “no se detengan” Mientras yo sentía las aguas alcanzándome, empapándome, arrastrándome, tragándome y no vi más, no volví a ver a nadie, quedé solo. Solo.
              Estoy recordando, imaginando y sintiendo como cuando me quedo dormido y sueño con mis padres, mis amigos, la cumbiamba y escuchó los tambores y las palabras y los gritos y las voces de mi abuela, de mi madre y de la gente. Por eso he vuelto a la orilla del mar, a ver si encuentro algún conocido en la playa qué me dé información; pero nada. Yo no puedo demorarme mucho tiempo aquí afuera, porque no respiro muy bien. Siento que me asfixio. Los pescadores pueden tirarme el trasmallo y pescarme y entonces ya no podría volver a buscar a los míos.

martes, 21 de noviembre de 2017

Justina

Adriana Diaz

Argentina



Cuando el tío Fernán murió, fuimos muchos los que creímos que iba a volver. A resucitar, a revivir, no sé. Nos parecía increíble que estuviera muerto. Imaginábamos que era una broma. De mal gusto sí, pero una broma al fin.

Con el correr de las horas y los días, nos fuimos dando cuenta que todo era una fatal e irreversible verdad. Lo que esperábamos fuese una humorada, era sólo una  decisión inentendible de quién sabe, Dios, el azar o el destino.

El tío Fernán, de verdad se había muerto. Los más grandes, nos acostumbramos a no tenerlo ni a contar con él para todo, como hacíamos siempre y los más chicos aprendieron que no debían llorar sino recordarlo con alegría.

De a poco, todos nos fuimos acomodando y finalmente nos adaptamos y  resignamos.

Menos su preferida, Justina.

La niña era su hija, la menor. Su pelo era negro, brilloso. Largo y lacio. Le crecía en gran volumen y ritmo. Por ese entonces, rebasaba sus rodillas. Era delgada, esbelta. Le gustaba danzar. Bailar entre los campos sembrados y los trigos altos. Dar vueltas por entre los árboles con frutas.

Sus ojos eran grises y pequeña. Titilaban sin cesar cuando te miraba sin decir nada porque la chica, debo añadir, era muda. Los más viejos del pueblo decían que estaba maldita de adentro y eso le impedía emitir palabras.

En vano intenté saber porqué. Nadie me dijo el motivo ni las razones. De eso no se habla, decía mi madre y muy seria, cambiaba de tema o me enviaba a hacer mandados para que no siguiera preguntando.

Después de los primeros días y las semanas posteriores a la gran explosión de la fábrica en la cual el tío trabajaba custodiando las calderas y en la que perdió la vida, la pequeña se extravió.

Su madre, la señora Rosa, pareció partirse del dolor y algunos, los más supersticiosos, encendieron velas y se persignaron. Todo el pueblo y algunos baqueanos de los alrededores se sumaron a la búsqueda. Incluso a los chicos se nos permitió ir y tratar de colaborar.

Luego de muchas horas, la encontramos perdida, desorientada y sin rumbo, merodeando por el monte. Llevaba el pelo enmarañado y los ojos hinchados de llanto. El cuerpo casi desnudo, sucio y la ropa maltrecha.


Quiénes pudieron acercarse a ella, cuentan que emitía gruñidos y sonidos extraños. La arroparon con unas mantas y le calentaron las manos antes de subirla a una ambulancia. Después la llevaron al centro médico de la zona.

No volvió a ser la que era y si tenía una maldición, no pudo romperla. Jamás la escuchamos hablar o emitir palabras como cualquiera de nosotros.



Sólo cada día, como a las seis o siete de la tarde, cuando baja el sol y la tierra se oscurece, sale siempre a buscarlo. Se mete entre los campos sembrados de trigo y corre a través de ellos, con los brazos en alto. Los que conocemos su historia, sabemos que busca a su padre muerto.

Dicen que aunque el cuerpo del tío Fernán nunca fue encontrado, lo pudieron identificar por las prendas y objetos que llevaba puesto. Algunos aseguran que la niña busca entre los sembrados, esas partes no halladas que como esquirlas quedaron esparcidas por el impacto de la explosión.


Si uno hace silencio, en las noches más frías y aunque se esté a kilómetros de distancia- agudizado el sentido- se puede escuchar su lamento aún infantil, seguido de algo semejante a un grito que te espanta, te conmueve y estremece.

Cuentan que las almitas que quedan sueltas, como suspendidas en ese límite estrecho y difuso, entre la tierra y el cielo, se reconocen en lo secreto, cuando nadie puede verlas. A veces, un silbido diferente y profundo es respondido por otro del mismo tenor. En ese caso, no hay dudas. Ambas almas se han encontrado.

Entonces sucede.

Una tira de la otra y logra ese paso. Cruza ese límite. Uno puede ver ese espectáculo no demasiado común, si está justo y atento, en el lugar exacto. Es como ver una estrella fugaz cayendo del firmamento a la tierra pero al revés.

Fue lo que anoche sucedió en el cielo de mi casa. Pude distinguir a la niña, que desde lo profundo del sembradío, parecía ofrecer su cuerpo delgado y breve hacia arriba. Sin emitir ningún sonido, cubierto de espigas, su vestido blanco de bordes azules envolviendo su figura pequeña, se levantó en un vuelo sin retorno.

Me quedé en silencio por un rato largo. En señal de respeto, como dice mi madre, por los fieles difuntos y las santas ánimas.



miércoles, 15 de noviembre de 2017

En la montaña

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Carlos E. Arias Villegas

Cordoba, Colombia

 

¡Pero qué atrevido el muchachito, carajo! No me atreví a insultarlo como se merecía, porque estaba armado. “Que lo esperara en la noche” ¡Pero qué diablos se habrá creído el soldadito este! Tuve que tomarme un vaso con agua de limón y bicarbonato para calmar la ira estomacal que me dio. A mi edad no puedo estar cogiendo estas soberbias.  La risa de los otros que venían con él me hizo sospechar que estaban al tanto de la propuesta indecente de ese monito de mierda. Llevaban varios días en el lugar buscando guerrilleros para capturarlos o eliminarlos, como decía el tipo que  los dirigía. “Yo no sé nada”, les dije desde que llegaron a averiguar por los lugareños. No me pude concentrar en el nuevo interrogatorio que me hacía el comandante ese día, porque no dejaba de pensar en la propuesta del muchacho. Malvado pelao. Bueno era lindo, sí; pero muy insolente.
El tipito este se reía y dejaba ver una sonrisa hermosa que provocaba, ¡Santo Dios, no sabía qué me estaba pasando! Me pilló mirándolo, varias veces. Me odiaba a mí misma por sentir esa pendejada en el estómago que una tuvo de muchacha. Debía ser la rabia todavía, supuse. El jefe lo dejó a él y a otro soldado haciendo la comida, mientras incursionaban a los sitios altos del terreno y montaban guardia. Me condolí de la ignorancia de ambos para cocinar el cerdo que le había vendido al comandante,  y les ayudé. El pelao no cesaba de darme las gracias y empezó a tutearme. María esto, María aquello. El otro soldado nos miraba y sonreía. La verdad, no supe su nombre. Yo le decía “Mono”. Me dijo que venía del centro del país.
Se hizo soldado profesional porque no había otra cosa que hacer, comentó mientras atizaba el fogón. Me preguntó por mi vida, le dije algunas cosas. No debí decirlas. A quién le importaba que hubiera enviudado hace más de veinte años, que fui madre de un hijo que devoró la guerra y que desde hace más de una década vivo sola. ¡Claro, abrí la puerta para que el condenado muchacho insistiera en la propuesta! ¿Me esperas esta noche?, dijo, mirándome a los ojos mientras le ayudaba a servir la cena a la tropa ¡En qué rayos estaba pensando! Debí decir que no. Es lo que diría una mujer decente. Pero yo solo era una vieja asustada, y debo reconocerlo, estaba alborotada.  Antes de decir “Sí”, ya me había bañado, cepillado los dientes y peinado el cabello más de  tres veces.
No pude almorzar; tampoco cené porque la cosa era precisamente esa noche y tenía el estómago hecho un nudo. Empezó a llover temprano y la tropa se fue yendo en pequeños grupos, hacia lo más alto de la montaña. El Mono debía permanecer en la casa y custodiar los alimentos y reservas de armas que estaban en la otra habitación, contigua a la mía. Dos soldados montaban guardia, fuera de la casa. Yo estaba en un mar de nervios y el estómago quería devorarme desde adentro. Para desestresarme, miré el rostro de la vieja en el espejo de mano y me reí tanto como ella se reía de mí; hace rato que no conversamos de lo que pasa en la montaña. Tenía miedo de lo que vendría, no por lo obvio sino por quedar mal. Ya no tenía nada atractivo para ofrecer. Este príncipe estaría en medio de las ruinas de Jerusalén. Dejé la puerta sin tranca y me acosté en la cama. Era la primera vez que dormía con mi vestido de salir al pueblo, los domingos. Antes era blanco, ahora estaba amarillo y oloroso a naftalina. Ni el poco perfume de rosas que le eché pudo ocultar ese olor a “guardado” que tienen las cosas viejas.
El corazón golpeaba muy fuerte, como queriendo salir. La lluvia arreció acompañada de ventiscas, pero yo estaba sudando. Me paralicé cuando sentí al Mono entrar a la habitación. No dijo nada sino que se me tiró encima, desnudo,  sin darme tiempo de nada. Me estaba ahogando. Lo empujé suavemente hasta  que se bajó de mí y se acostó al lado. Sentí su mirada atrevida en mi cara, y medio alcanzaba a vislumbrar su semblante ante los fogonazos de cada relámpago que hendía la noche. Mientras el soldado me desvestía, pude sentir en mi cara los ajitos de su aliento y la torpeza de sus manos en estos asuntos del amor. Entonces advertí que también tenía miedo; intenté calmarlo tomándolo de las manos, pero solo conseguí que metiera su cabeza en mi pecho y se quedara allí acurrucado como un niño. “No puedo”, me dijo al rato. Me entristecí, y debo reconocer que me decepcioné.  A pesar de todo el miedo que tenía, me había ilusionado con que pasara algo. Con tanto tiempo de abstinencia debía ser virgen otra vez  y él tendría algo de valor en aquella aventura, ¡pero qué tonterías se me ocurrían! “¿Huelo mal?, le pregunté. “No, hueles muy bien. Me encanta el olor a rosas”.
“Debe ser la guerra”, me dijo a continuación. “Ajá”, le respondí. Y empezó a llorar. Se sentó en el borde de la cama. No intenté animar más sus apetitos; la verdad, quería que me viera como una mujer y no como una mamá. No era yo, o sí era yo, pero ahora frustrada y hormonal. El soldadito se levantó de la cama y salió.
Me quedé desnuda, cobijada por el recuerdo de lo que pudo ser y no fue. Le escuché vestirse en la oscuridad e irse de la casa  bajo aquella tempestad, mientras yo imaginaba la carcajada llorosa  de la vieja en el espejo, todas las veces que recordara esta cita.

martes, 7 de noviembre de 2017

Quimeras Juveniles Deanna Albano

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Deanna Albano nos deleita nuevamente con sus historias juveniles pintada con los pinceles de un artista impresionista, nos desdibuja los contornos de una quimera que puede haber sido mía o de ustedes, quimeras y sentimientos que se quedan calados en nuestra vida como sombras coloreadas de los deseos y sensaciones originaria de nuestros primeros años de vida.
En otras ocasiones Deanna nos pinta historias sencillas pero de profundo contenido, e valores que en la actualidad parecen haberse desvanecido pero que sabemos aun existen, que aunque ocultos, están allí esperando salir y dejar de ser quimeras juveniles.

Leer a Deanna Albano es una delicia que nos refresca el alma con historias que se hilan a nuestras propias quimeras.

Nelson Sanchez 

Disponible en Amazon

sábado, 21 de octubre de 2017

El Cordonazo de San Francisco


Paul Fernando Morillo

Lewisville. NC. USA

 

 El reloj daba la hora con sus bongos almidonados, la elasticidad del tiempo conjuró a la primera lluvia de Octubre, la verticalidad del sonido del agua trataba de opacar el resuello de las campanas que doblaban las 5 de la tarde en una batalla frenética de alboroto estéreo, el canario con sus ojos desmesurados, asustado del ruido que rebotaba en un vacío eco en las desnudas paredes de la que fue alguna vez una hermosa mansión pero que ahora reverberaba enjuta y callada entre la bulla de la lluvia y el reloj. El pajarito en la jaula medio rota  no se atrevía abrir su cómplice afilado pico para indicar que Rebeca atravesaba  por la puerta, ensopada del aguacero que puntualmente se desata en el dia de San Francisco. La figura tétrica vestía un salto de cama vaporoso y simplón , dejaba ver a trasluz los senos flácidos y largos pegados a la prenda mojada, los pelos de su cabeza canosa estaban amelcochados y juntados en rastas for el efecto del agua y el descuido que eran objeto desde que Panchito partió, mejor dicho le dio la gana de morirse, porque así siempre fue él, hizo lo que bien le pegaba la gana, especialmente en tardes como estas, llenas de sol líquido, barro, gente escondiéndose de la iniquidad del cielo y de la culpa de ellos mismos. Se paró junto al ave de la jaula quasi rota, desorientada, viviendo una vida hueca o tal vez ya coexistiendo con una muerte en vida desde lo de Panchito, ese día, ella también de la forma que mejor pudo partió, junto con él, lejos de él.
    ¿Donde carajos se encontraba mientras Panchito dejaba escapar sus últimos suspiros llenos de humo de cigarro? Bah! por más atenta que hubiera estado, Panchito igual se hubiera largado, como lo hizo, de la manera que lo hizo, justamente en aquel día en que el aguacero cayó así nomás, sin aviso, irónicamente a este aguacero se lo espera y asoma sin avisar, el Cordonazo, la muerte. Te lo recordaba siempre, las cosas se manifiestan abruptas, raras, tal cual el Cordonazo de San Francisco, el día del Santo Patrón, a enjuagar las culpas, a mojar las esperanzas. No solo fueron las señales del cielo.
-Rebeca eres lo único que extraño.
 El agua que todo lo lava, no pudo lavar estas lágrimas, ni esta tonta cabeza que ya no encuentra ni el calzón para ponerse, entonces ¿Cómo quieren que vaya a visitar a la tía Encarnación, o asista al coctelito de la guagua que se graduó después de tanta lucha con lo libros, el tabaco y el café? ¿Cómo quieren que yo vaya algún lado si ya ni siquiera encuentro ni las medias, ni los zapatos, ni la cartera, ni nada, por que ya no me importa, dejo de importarme, y el tío Juan que me mira peyorativamente, cree que me encerré en la la tristeza de Panchito, pero la realidad es que hay días que no me acuerdo ni quien carajo es o fue Panchito, o a cual santo te encomiendas en el dia que Octubre deja caer las gotas con furia, peor pasarme una peinilla o ponerme el burdo colorete en las mejillas. Pero el Tío Juan dice que Panchito se murio nomas, que eso es pasado, que el paso final está dado, de ahora en adelante la vida hay que tomarla dia a dia, pues sepa el tío Juan, que no me pongo el calzón y punto, que de aquí no me sacan, que a los muertos se los lloran ayer, hoy y mañana, que si él quiere que siga con su jodida bella vida, cuando él muera ojala le visiten y le lloren en su tumba, pero eso no pasara, porque igual tus amigos dirán, el Tío Juan se murió nomás, el paso ya está dado, nosotros sigamos con nuestras vidas, mejor que se haya muerto el  y no nosotros, pero sepa el Tío Juan y resto de felices seres y tu también Panchito, que andas como alma en pena, que la vida mía se la vive aquí entre estos muros sin ti, sin calzon y sin colorete, con recuerdos que vienen y van, con la lluvia, sin la lluvia, con el Cordonazo, con los zapatos negros de charol que vestías cuando decidiste seguir dándole al maldito vicio del tabaco aquella tarde lluviosa que te encontramos paralizado en el patio, de bruces a la piedra calada que tú mismo construiste, el cigarrillo todavía pegado a tu quijada, y la mano aguantando el pecho, del dolor pienso yo, o de la gana de largarse, ni un te quiero, te extrañare... nada, ni siquiera esa frasecita que te quedaba tan bien cuando te obligaba a recoger la ropa que dejabas regada en la entrada de la puerta, !Que jodida que eres! aquella tarde hubo carencia de palabras de gestos, el silencio se asentó y  envolvió los recuerdos y los hizo ausencia, la omisión de ruidos que se funde con los martillazos del reloj, se mezcló con el trino del cómplice pájaro que te vio caer, estoy segura, y no aviso, y todo es nada, y nada es todo en lo que me resta de esta jodida vida que escogí desde esa tarde ¿O fuiste tu Panchito que escogiste para mi desde tu partida? También están la confusión y los segundos, los minutos, larguísimos, arrugadisimos, en el fondo del alma que cohabita la nulidad del ser, la noción proscrita de no saber nada ni esperar nada. Decidí después del entierro, que todas las miradas deben centrarse en mí, para que vean el dolor del amor y de la separación, pero ninguno parece darse cuenta. Solo el pájaro que parece reírse de mis ideas. La lluvia que todo lo empapa y lo revuelve me deja oír tu voz.
-Te extraño Rebeca de mi alma cuando camino el laberinto del regreso que nunca se concreta, en esta infinita cañada ni húmeda, ni fría, ni caliente, sufro tus manos ausentes, tu corpiño, tu regazo, my lady.
-Estoy segura que a ti ya no te importo Panchito, aun cuando me repites lo mismo a todas horas, todos los días, que me quieres.
     El canario asustado despliega las alas heridas en la jaula prisionera, un aire gélido corrompe la sala, el pasillo, la jaula, y los rincones olvidados de la mansión cargando todo con electrones positivos de la energía total del recuerdo, Rebeca se cubre el cuerpo por instinto. 
-¿Sabes que hago cuando siento que me faltas Rebeca?  Te llamo todos los días, te pongo una trampa esperando que cruces el umbral donde te espero.
-¿Sabes lo que yo haría Panchito si encontrara esa celada? Me iría corriendo a tu lado, donde mis pies desnudos se enlacen con el frío encuentro, ahora mismo voy hacia la lluvia de afuera, en la mitad del patio, en la piedras caladas que representan mis oráculos, para encontrarte.

viernes, 13 de octubre de 2017

Cicatrices

Osvaldo Villalba

Buenos Aires, Argentina

La memoria del corazón elimina los malos
 recuerdos y magnifica los buenos,
y gracias a ese artificio,
logramos sobrellevar el pasado.

Gabriel García Márquez

El embotellamiento en la Autopista 25 de Mayo, empleando casi una hora y media en un trayecto que no llevaría más de quince minutos, fue la puerta que lo  transportó a su niñez, tan lejana como dolorosa, tan escondida en su subconsciente hasta ayer, como vívida hoy después de ese llamado. Se vio otra vez, haciéndose el dormido en el sofá del comedor, tapado hasta la cabeza, para no escuchar las peleas de sus padres que, invariablemente, terminaban en golpes. Después, su madre con anteojos negros y pañuelo al cuello para ocultar los moretones. El odio y la impotencia estallaban en su pecho como entonces. Correr a encerrarse en el baño al oír los golpes en la puerta del departamento porque llegaba tan borracho que no podía ni poner la llave en la cerradura. O acurrucarse debajo de la mesa, los brazos cubriendo su cabeza, para atajar los azotes del cinturón. Luego su madre limpiando con agua oxigenada las heridas, producidas por la hebilla, cicatrices en el cuero cabelludo y en el alma, que hoy le duelen otra vez.

El bocinazo lo sacó de sus cavilaciones. Puso primera y avanzó por la Avenida Belgrano. Recordó lo que siempre decía Julio: “Fracción de segundo: tiempo que pasa entre que el semáforo se pone en verde y el tonto de atrás te toca bocina” y, por primera vez en las últimas horas, esbozó una sonrisa.

Los viernes, después del trabajo, era noche de fútbol, pizza y cerveza con sus amigos del barrio. Durante la semana salía muy temprano a recorrer las obras que tenía en construcción la empresa donde trabajaba como arquitecto. Cuando llegaba a su departamento apenas tenía fuerzas para calentarse algo que sacaba del freezer y mirar un rato de televisión antes de quedarse dormido. Pero el viernes, cuando cerraba su escritorio y se sentaba en el auto, sus fuerzas se renovaban con sólo imaginarse, en un rato, en la cancha de fútbol 5, tirando paredes, caños y pisadas y, después con los pibes, cerveza de por medio, reírse de cualquier cosa y aflojar las tensiones de la semana.

En eso estaba la noche anterior cuando sonó su celular. Como no conocía el número, no lo atendió. Después del tercer llamado pensó que tal vez debía responder. Por la insistencia, difícilmente fuera alguna empresa tratando de venderle algo. Se disculpó con sus amigos y se alejó hacia la barra, mientras atendía, para mitigar el bullicio.

Ingresó al estacionamiento ubicado unos metros antes de la Avenida Entre Ríos, paró en el lugar que indicaba el cartel, dejó el coche en marcha y mientras esperaba que le dieran el ticket repasó el diálogo telefónico mantenido en la pizzería:
−Hola, ¿Sos Gastón?, dijo una voz de mujer.
−Sí, ¿quién habla?
−Alicia, tu hermana.
− Ah, hola, ¿cómo estás?   −“Media hermana” pensó.  
−Te llamo porque internaron a papá.
−¿Sí? ¿Qué le pasó?
−Se descompensó. Pensé que debías saberlo.
−Bueno gracias.
−¿No vas a preguntar dónde está?
−¿Dónde está? Igual no quiere decir que vaya
−En la Fundación Favaloro. Hacé lo que te parezca. ¡Chau!
−Chau.”

Caminó hasta la entrada de la clínica pero se quedó en la vereda sin decidirse a entrar. Volvió sobre sus pasos, cruzó otra vez la avenida y entró en el bar. Se sentó en una mesa sobre la vidriera y pidió un café cortado.

Mientras sorbía el café cayó en la cuenta: “Hace más de doce años que no veo a Julio. ¿Cuántos años antes dejé de llamarlo papá?  La última vez que lo tuve frente a mí fue cuando murió mamá. Vino al velorio y, si no me para el abuelo, lo echo a patadas. En ese momento tenía dieciocho o diecinueve años. Él se había ido de casa cuando yo era un pibe de siete u ocho. Se fue a vivir con esa mujer con la que, −después me contó mamá− andaba mucho antes. Al principio venía a verme cada tanto, pero siempre terminábamos mal porque yo le contestaba y me ligaba un sopapo. Cuando nació Alicia, yo tendría diez años, me llevó a conocerla.  ¡Era una beba muy linda! Mi mamá estaba furiosa. Cuando le conté que conocí a mi hermana, me dijo: −¡Tu hermanastra dirás! Yo ni entendía que era eso. Creo que en el fondo mi vieja, a pesar de todo lo que le pegó y la hizo sufrir, lo quería. Un tiempo después cayó en un pozo depresivo del que no pudo salir nunca. Con Alicia nunca pude relacionarme. Nos veíamos en las fiestas si yo iba a verlo a Julio, pero nada más. Cuando mamá murió le hice la cruz. Esa tarde le dije a Julio que mejor se fuera, que no quería verlo nunca más. Y acá estoy, ahora, a treinta metros de donde está internado y no tengo claro qué quiero hacer. ”

Pagó la cuenta y llamó a Alicia. Le dijo que estaba en la esquina y que iba para allá. Ella respondió que bajaba a buscarlo al hall de entrada.
−¡Qué bueno que viniste! –dijo ella mientras le daba un beso en la mejilla−. Disculpame la forma en que te corté ayer.
−Está bien. Estabas enojada y con razón. Disculpame vos, no tenés que hacerte cargo de mis rollos.
−No es nada. Vamos. Está en la unidad renal. A las doce nos dejan pasar quince minutos y después el médico nos da el parte.

Cuando entró a la habitación casi no pudo reconocer al hombre que, conectado a varios monitores, parecía dormitar. El color cetrino de su piel, sus ojos hundidos, grandes ojeras moradas, el cabello ralo y la barba crecida le daban un aspecto tan desmejorado que poco se parecía a la imagen de hombre fuerte y avasallador que había sido en su juventud. Se veía tan débil y vulnerable que, por un momento, todo su odio acumulado, ese que había acuñado desde su niñez, alimentado en su adolescencia y fortalecido en su juventud, pareció desvanecerse. Sintió que traicionaba su propia historia y, mentalmente, sacudió su cabeza ahuyentando todo pensamiento de blandura.

−¿Está consciente? –le preguntó a Alicia.
−Sí, pero está muy sedado. Cuando lo encuentro despierto algo conversa. Pero es muy parco, como siempre.

“Ojalá no se despierte ahora” pensó Gastón, justo cuando la enfermera les avisó que el doctor los esperaba en la oficina al final del pasillo.

−Buenos días –dijo el médico, extendiendo su mano para saludarlos− Por favor, tomen asiento.

Alicia, que ya conocía al médico, tomó la iniciativa.
−Buen día doctor, él es mi hermano Gastón.
−Mucho gusto –dijo el médico, dirigiéndose a Gastón. Luego le preguntó a Alicia− ¿Está al tanto de la situación?
−No –dijo ella bajando la cabeza.

La alarma roja comenzó a sonar en la cabeza de Gastón. Algo le había ocultado.

−Su padre está en emergencia. –le dijo el médico a Gastón− Su cuerpo ya no aguanta más diálisis. La única salida es un trasplante de riñón. La señorita no es compatible. ¿Querría usted hacerse los análisis?

El enojo lo envolvió como una llamarada. Se volvió hacia su hermana, que permanecía con la cabeza baja, en un intento de librarse de ser quemada por su mirada.  “¡Eso era!”, pensó, “¡Con razón quería que viniera!”
−¡De ninguna manera! –sin más, se levantó y salió dando un portazo.

“Por algo me resistía a venir”, pensaba mientras manejaba de regreso a su casa, “debí hacer caso a mi primera impresión. El médico debe pensar que soy un hijo de puta. Lo que él no sabe es que soy el hijo de un hijo de puta. ¿Y a ese tendría que darle un riñón? Cada golpe que me dio lo tengo marcado en mi cerebro, en mi corazón…y claro, también en los riñones. ¡Que joder! Ahora parece un pobrecito, pero cuando venía borracho y me pegaba porque sí, no estaba ni el médico ese que me miró horrorizado ni tampoco Alicia, que me engañó para que viniera a verlo. ¿Por qué tengo que darle un riñón?”

Llegó a su casa, se cambió y se tiró sobre la cama. “Ya está”, pensó, “no me importa lo que piensen. Quien no haya estado en mis zapatos no puede juzgarme. Sólo con Alicia voy a ser delicado. No sé qué padre habrá sido Julio con ella. Al fin y al cabo, cada uno cosecha lo que siembra”