Jaime Aldana
Lima, Perú
Mis abuelos me influenciaron de muchas maneras diferentes, y sus gustos
se convirtieron, con el paso del tiempo, en mis propios gustos.
Como mi cama se encontraba
en la habitación de ellos, yo participaba como un espía silencioso de sus
riñas, sus recuerdos o sus chistes que celebraban a carcajadas. Me encantaba
cuando llegaba el momento de acostarnos, porque mi abuelo prendía la radio para
escuchar, en medio de la oscuridad, Melodías del Recuerdo. Luego jugaban a
adivinar quién era el cantante y cómo se llamaba la canción. Casi siempre me
quedaba dormido escuchando un vals o un tango de Gardel, del que me aprendí
varios temas que cantaba a viva voz... al día siguiente.
Fue en esa época en que
terminaba mi educación secundaria en un colegio Parroquial, en que vine a
descubrir hasta qué punto me sirvió haber aprendido a cantar tangos.
Un día llegó a nuestro
salón el rector del colegio, un Padre Marianista de nombre Horacio Lapetra,
para invitarnos a unirnos al coro del colegio. Nos apuntamos varios compañeros
que vimos en esa convocatoria la oportunidad de divertirnos un rato y escapar
de las aburridísimas clases de religión.
Casi al finalizar el año
lectivo, el Padre Lapetra ––no sobra
decir lo mucho que nos divertimos cambiándole el apellido al curita–– nos llamó
para decirnos que debíamos prepararnos para una actividad importante que
deseaba realizar. Estábamos intrigados pero a la vez disconformes con el
anuncio, porque veíamos que nuestras vacaciones de fin de año se iban a
pique.
El sábado siguiente
estábamos todos reunidos en el salón de actos, cuando llegó más entusiasmado
que de costumbre, a decirnos que estábamos comprometidos a cantar en el asilo
de ancianos de la localidad.
––Tenemos que comenzar de
nuevo. No vamos a llegar donde los abuelos con Noche de Paz o villancicos, porque
nos sacan corriendo. Hay que cantarles canciones que a ellos les guste. ¿Alguno
de ustedes sabe música vieja? ––nos preguntó.
––Yo, Padre ––dije levantando
la mano.
––Bien, a ver. ¿Qué te
sabes? ––me dijo de frente. Comencé a cantar Esta noche me emborracho,
de Gardel. Me miró un poco desilusionado por mi voz, pero al final dijo:
––Bueno, por ahora está
bien. Voy a ver qué instrumentos tenemos para ponernos a ensayar de
inmediato.
Los ensayos nos quitaron
buenos fines de semana, pero al final pudimos hacer algo decente. Mi voz aguda ––''opaca'',
decía el Padre Lapetra para no hacerme sentir mal–– fue potenciada gracias a
los esfuerzos de mis compañeros, quienes se destacaron con la guitarra, el
violín, el piano y el coro. Por suerte en el asilo tenían un viejo piano de
cola, así que no tuvimos problema.
El día tan esperado llegó.
Fue justo antes de navidad. Todos estábamos muy nerviosos pero alegres de poder
compartir nuestra música. El Padre nos llevó en su vieja furgoneta, en
donde también empacamos un sinnúmero de regalos. Se nos informó que cada uno de
nosotros tenía que hablar con alguno de los abuelos, a quién entregaríamos
aquellos regalos.
Llegamos a la enorme casa
rodeada de jardines, en donde nos esperaban los ancianos. Luego del
recibimiento, pasamos al comedor y de ahí a un salón de sillones mullidos en
donde nos presentamos con mayor familiaridad.
A mí me tocó saludar a un
señor de unos ochenta años, muy delgado, que no paraba de reír. Cuando estaba
por presentarme, se levantó de su lugar y vino a mi encuentro alborozado:
––¡Hijo mío, qué bueno que me hayas visitado!
¡Hacía tiempo que quería verte! ¿Por qué no habías venido antes? ––me preguntó
estrechándome entre sus delicados brazos. No supe qué hacer, estaba aturdido
por la inesperada reacción del señor que no paraba de preguntarme por qué no
había ido antes. Pensé que tal vez su edad hacía que me confundiera con su
hijo. Miré a mi alrededor esperando a ver qué me decían mis compañeros, pero
todos estaban hablando con sus respectivos ancianos. No tuve el ánimo para
desmentirlo y decirle que yo no era su hijo. Acepté su abrazo y respondí:
––Papá, perdóneme. Estuve
de viaje. Pero voy a venir cada semana. Se lo prometo.
––No te preocupes, hijo
mío, lo importante es que ya estás aquí ––me dijo apretujándome con sus escasas
fuerzas.
––Mire, le he traído un regalo por navidad.
¿Se acuerda de las navidades, papá?
––¡Claro, hijo! ¡Cómo voy
a olvidarlo! Te llevaba a ti y a tu hermana a ver a papá Noel. Tú te asustabas
con el viejo vestido de rojo ––me dijo sonriendo––. A propósito, ¿Sabes algo de
tu hermana? Vino a verme hace como dos años pero tampoco volvió ––sus ojos se
llenaron de lágrimas al decirme esto, pero se secó con el dorso de la mano y
siguió mirándome con una ternura difícil de olvidar.
––No es momento de llorar, papá, hemos venido
a traerles una serenata ––le dije, estaba a punto de ponerme de llorar yo
también. Voltee a mirar a mis compañeros y los vi tristes. Sus sonrisas no eran
las de siempre.
––Bueno, amigos, creo que llegó la hora de cantar ––les
dije, a pesar de que el Padre nos había dicho que era él el que daría la orden.
Nos acomodamos para comenzar, pero el señor Anselmo, como me dijeron que se
llamaba, no quería despegarse de mí. Lo separé suavemente y le dije al oído que
le iba a cantar una de sus canciones favoritas. Me miró sin parar de sonreír.
Parecía orgulloso de mi.
Comencé a cantar Arrabal
amargo, y seguí con La cumparsita. Los ancianos cantaban
con nosotros haciendo la mímica de tener un micrófono en la mano; se los veía
felices. Luego vinieron otros temas hasta que llegó la hora de despedirnos:
––No te vayas, hijo, por favor ––me pidió don
Anselmo. Su ruego desesperado me conmovió. Nunca había visitado un asilo de
ancianos y esto que pasaba era completamente ajeno a mis posibilidades de
entendimiento.
––Voy a venir apenas pueda, papá, se lo
prometo ––le dije. Me abrazó una vez más y asintió con la cabeza. Sus ojos
lucían apagados, como si supiera que yo no volvería jamás.
Rato después, y ya dentro
de la vieja furgoneta, dimos rienda suelta al llanto; parecíamos unos
chiquillos de cuna que no encontraban consuelo. El Padre no nos dijo nada.
También sus ojos se veían vidriosos. El resto del viaje lo hicimos en silencio.
Llegamos al colegio y nos
despedimos como si algo de aquella senectud se nos hubiera pegado. Antes de
salir me acerqué al Padre para contarle lo que me había pasado.
––Sí, te entiendo. Lo que pasa es que las
familias siguen pagando sus mensualidades, pero ya nunca más regresan a
visitarlos ––me explicó.
Apenas llegué a la casa,
corrí donde mis abuelos y los abrace con fuerza.
A partir de esa fecha, y
cada vez que podía, fui a visitar a don Anselmo. Fueron cerca de dos años de
visitas y conversas en las que me contó infinidad de historias que sus
compañeros estaban cansados de escuchar, pero que para mí representó todo un
descubrimiento.
Un día fui a verlo, pero ya
no estaba. Mi corazón dio un brinco al comprobar lo que había sucedido. Hacia
tan solo dos días había fallecido de muerte natural. Los encargados del asilo
me informaron que sus últimas palabras fueron para mí. Me pedía que no fuera a
vender la casa que tanto le costó comprar y refaccionar. También me dijeron que
ese mismo día lo enterraban en el cementerio Presbítero Maestro.
Llegué justo antes de que
depositaran el féretro en su lugar. Miré los rostros de los familiares y no vi
vestigio de tristeza. Era como si hubiesen venido a una cita cualquiera.
Antes de salir de allí, me
acerqué a uno de ellos y le pregunté:
––Disculpe, ¿el señor Anselmo era algo suyo?
––Sí, era mi padre, ¿por qué la pregunta?
––Por nada. Lo hubiera
hecho feliz que lo visitara de vez en cuando en el asilo. Me dijo que en la
casa guardaba un tesoro, pero no me dijo exactamente dónde ––me atreví a
decirle.
––¿Cómo? ¿Dónde lo
conociste? ¿Quién eres tú? ¿Por qué...?
No quise escucharlo más y
me retiré del lugar. Intentó seguirme pero corrí hasta que llegué a la casa de
mis abuelos, que me esperaban para almorzar.
MANUEL TEYPER
ESCRITOR COLOMBIANO mteyper@hotmail.com
¡Excelente Jaime!¡Me emociono! Y leer sobre "tangos" en un escritor colombiano de tu calibre me enorgullece mucho más.
ResponderBorrar¡Ah! Y el final...¡con tu maestría!