Deanna Albano
Caracas, Venezuela
Paula miró a través de la ventana. Un sol resplandeciente, le dio la
bienvenida. Preparó su pequeño morral, sin olvidar poner dentro la lámina de
metal. Nunca imaginó que le fuera a ser tan útil ese día; tampoco imaginó, que
iba a ser largo y lleno de vicisitudes. Había
venido desde Valencia a la capital, para estudiar derecho en la Universidad. Al
salir, cerró la puerta; pero recordó la bandera y regresó por ella. Sus
compañeros la esperaban para ir a una protesta.
Ya en la calle, se cubrió la
cara con la bandera y, junto con sus compañeros comenzaron a gritar consignas;
incitando a las personas a protestar. Casi al terminar la andanza, se agitó el
caos. Todos huyeron, pero ella quedó rezagada; fue cuando oyó la explosión de
la bomba que impactó en su mochila. La lámina la
protegió, pero cayó sobre su brazo. Al tratar de levantarse, sintió que un peso le impedía
cualquier movimiento, era un guardia nacional que tenía la bota en su espalda.
Giró su cabeza. Se dio cuenta entonces
que se hallaba rodeada de funcionarios policiales. Dos de ellos la levantaron y la subieron a
una moto. La llevaban aprisionada entre ellos. En su mente, las imágenes
pasaban vertiginosamente: su papá se pondría iracundo: Ella había venido a la
capital a estudiar. Les había prometido ser una excelente alumna y a tomarse
muy en serio sus estudios, sin involucrarse en manifestaciones. También
recordaba las historias de los que habían estado presos, hacinados, sin agua,
sin comida, con amenazas de violación, y de torturas con electricidad. El hecho de estar sola la aterraba. No sabía
si sus compañeros se habían dado cuenta de su detención. El trayecto se le hizo
interminable.
Los guardias le mascullaban
amenazas e insinuaciones. Ella en silencio rezaba: ¨Padre Nuestro, que estás en
los cielos…por favor que no me hagan nada “. Se lo repetía, una y otra
vez... Al llegar a la comandancia, la
bajaron del vehículo, el dolor de la muñeca era insoportable y estaba bañada de
sangre.
La recibió un
capitán de mediana edad, quien se le acercó lentamente; contemplando su rostro,
cubierto aún con la bandera, las lágrimas, el sudor, la sangre. Su pelo negro,
brillante, largo hasta casi los hombros, le daba un aspecto casi salvaje. Paula
temblaba. Un escalofrió le recorría la espina dorsal, mientras fijaba sus ojos
en el capitán. Rezaba el Padre Nuestro, mientras se decía: ¨Por favor, que no
me hagan nada”.
Su mirada no
se despegaba de la cara del soldado que la llevó delicadamente a una habitación
con baño y con voz suave le dijo:
— Arréglese
un poco.
En el baño, Paula respiró
y, con gestos nerviosos abrió su morral y se dio cuenta que había sido la
lámina de metal la que la había salvado de esa bomba lacrimógena; la observó
agradecida, aunque todavía dolida por las quemaduras.
Al salir del
baño, se encontró con seis pares de ojos abiertos de par en par, que
contemplaban su rostro limpio y terso, lleno de lágrimas, con la boca fruncida
para no llorar. El capitán y los otros
dos soldados pensaron: “Es una niña”.
Paula tenía 16 años, pero, con el pelo recogido y el rostro limpio,
aparentaba tener doce o trece.
Uno de los soldados le
agarra la mano ensangrentada y se la limpia, con mucho cuidado, con agua oxigenada.
Otro de los soldados le ofrece un vaso de agua, que Paula toma y bebe de un
solo sorbo. El dolor es insoportable. La llevan a enfermería. La atiende un
doctor que le hace una sutura de siete puntos, con todos los cuidados
necesarios.
Sin pronunciar
una sola palabra, Paula se agarra del pelo, de las manos; ha perdido la noción
del tiempo. No deja de rezar el Padre Nuestro “Por favor, padrecito, que no me
hagan daño. Te lo ruego. Papito ¿dónde estás? Te necesito, por favor sacame de
aquí”.
El capitán le habla con
amabilidad:
— Señorita, Ud. es demasiado joven, no debiera estar en
las guarimbas.
El militar se
aleja para hablar por teléfono. Los minutos se alargan; entran y salen
soldados, que la miran con curiosidad. Finalmente aparece el padre de la joven,
quien fue avisado por el fotógrafo de una reconocida agencia, el mismo que
había tomado las fotos que evidenciaban que por lo menos veinte guardias
rodeaban a la chica. Esas imágenes dieron la vuelta al mundo y causaron estupor.
El capitán regresa
y se acerca a los detenidos y dice:
Por esta vez, pueden irse.
Enseguida mira al padre de
Paula y le explica:
— La orden que tenemos es pasar los
casos a tribunales militares, pero en esta oportunidad haré una excepción por
tratarse de una niña. No quiero volver a
verlos por aquí. Sr. Cañizales le sugiero que no permita que su hija participe
en manifestaciones.
Padre e hija
salieron de la comandancia tomados de la mano. El padre se dirigió a su hija:
— Paula, estoy muy orgulloso de ti,
mantuviste tu dignidad en todo momento, solo tus ojos hablaron. Te apoyaré en lo que decidas hacer.
Afuera, ambos
observaron el cielo estrellado de la noche y les pareció que la luna llena
sonreía.
Me gustan los cuentos que tienen ese aire de: capaz si paso.
ResponderBorrarBello y sentido cuento Deanna. Felicitaciones!
ResponderBorrarUna crónica muy realista pero muy hermosa de momentos complicados. ¡Felicitaciones Deanna!
ResponderBorrar