jueves, 10 de agosto de 2017

Torito


Oswaldo Villalba 

Buenos Aires Argentina



Amanece. Los primeros rayos de luz se cuelan por los costados de la cortina de black out. Te das cuenta que deberían haberla colocado más pegada a la ventana para que eso no pase. Nunca lo habías notado porque siempre te despertás más tarde. Hoy es distinto,  no pudiste pegar un ojo en toda la noche. Es el día D. Lograste diferirlo un par de veces. Hubieras hecho lo imposible por evitarlo. ¡Mirá que tuviste días jodidos! ¿eh? Creciste en un barrio donde el respeto se ganaba a las piñas. Desde pibe estuviste entre los más duros. Ya joven, aguantando los trapos[1] en plena Isla Maciel, y en la tribuna de San Telmo, te ganaste el apodo. Torito te dicen desde entonces, porque te llevás todo por delante. Nunca corriste[2]: ni ante otras barras ni por la policía. Ni siquiera aflojaste cuando te tocó perder, como el día que aquel cafishio[3] te metió dos balas; o cuando te cortaron la cara en un baile. Sin embargo, hoy, pisando los cincuenta, con una posición un poco más acomodada, íntimamente, reconocés que estás asustado. Nadie podría imaginarlo y tampoco vas a permitir que se den cuenta.


Decidís levantarte para enfrentar el día. Al fin y al cabo, lo que no podés evitar es mejor que pase rápido. Antes de darte una ducha, un trago de ginebra para ir entonando. Después dejás correr el agua tibia por tu cuerpo. Es una sensación tranquilizadora. Igual no logra sacarte el nudo en el estómago. Frente al espejo, te afeitás con prolijidad; recortás un poco el espeso bigote, que le da a tu cara un aspecto fiero. Mientras te peinás ves como el pelo se blanquea cada vez más ralo. Te abotonás la camisa blanca y pensás: ¡Puta madre! ¡Los años no vienen solos! Habías pensado ponerte la camisa negra con el saco blanco, pero te acordás que la última vez que lo usaste te había costado un montón sacarle las manchas de sangre. Claro que al gil que te gritó “heladero” le debe haber costado más arreglarse la nariz. Igual, por las dudas, mejor un saco oscuro, no sea cosa que esta vez se manche con tu propia sangre.

Salís a la calle dispuesto a tomar un taxi. Por lo que pudiera pasar, decidís no manejar. La mañana está fresca pero soleada. Faltan treinta minutos para la hora señalada. Vas a llegar a tiempo. Instintivamente tanteás tu cintura. El revólver lo dejaste en el cajón. Tampoco llevás el cuchillo en la pierna. Hoy el enfrentamiento es cara a cara y con las armas del adversario.

A pesar del caos que es el tránsito en Buenos Aires, llegás en horario. Parado frente a la puerta de la casa, respirás hondo y tocás el timbre. Atiende él. Te mira a los ojos. Esboza una sonrisa.
—¡Torito! Pensé que otra vez me ibas a plantar —te dice.
—Tuve algunos inconvenientes…pero aquí estoy —respondés aparentando tranquilidad.
—Está bien, pasá. Sentate ahí —-te-señala un sillón—. Enseguida estoy con vos.
Te estirás a lo largo en el lugar indicado. Una luz potente te obliga a mover la cabeza hacia un costado. Sobre la pared, en un cuadro alcanzás a leer:

“Universidad de Buenos Aires, Facultad de Odontología…”






 
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[1] Aguantar los trapos
[2] Correr, escapar, huir a un enfrentamiento
[3] Cafishio: Proxeneta-

miércoles, 2 de agosto de 2017

Dias de pesca

 Paola Pamapre

Concepción del Uruguay, Argentina


El rio estaba manso y sereno.  Corría por su lecho de arena desvistiendo orillas doradas.  La canoa se mecía suavemente en el margen abrasado por el sol de la siesta demorada  y el aroma de los eucaliptos hacía más límpido el aire. Había sido un buen fin de semana de pesca y parranda. 
El grupo de amigos andaba desparramado buscando sombra para dormir la modorra después de almorzar unas buenas bogas y unas papas a las brasas. Todo regado con abundante líquido, y no agua precisamente.  En unas horas estaríamos regresando.
El Chino se estaba encargando de limpiar la parrilla con uno de los bicheros afilados y se aseguró que el fuego estuviera bien apagado. Juanjo despejó el tablón y acomodó el pan y el poco vino sobrante, mientras que el Negro se daba el último chapuzón para sacarse el olor a humo del fogón. Tato juntó los arneses de pesca cerca de la lancha y su hermano hizo un pozo a unos pocos metros del campamento y enterró los restos del banquete.
Mi instinto me estuvo avisando todo el día que había algo de tensión en el aire, y no alcanzaban los eucaliptos circundantes para disiparlo.  Entre Juanjo y Tomás las miradas eran flechazos, las agresiones estaban mal disimuladas tras bromas y cargadas aunque era bastante común el trato rudo entre todos.  Los amigos de tantos años, como nosotros,  tenemos un lenguaje grosero a veces.
Bastó que el Negro regresara chorreando agua y salpicando a todos, para que la yesca se encendiera. Y como era de suponer, se armó la disputa. A los empujones, se sucedieron las trompadas, y los gritos y las risas se convirtieron en insultos.
Tomás fue empujando a Juanjo hasta la orilla y a pesar de que se iban alejando, pude escuchar clarito lo que le estaba reclamando.  El agua de la orilla los recibió tan revuelta y turbia como los pensamientos de esos dos, pero  el chapuzón no calmó la calentura.
- ¡Dale, che!...es en joda. 
Entre todos tratamos de separarlos y el Chino, que seguía con el bichero de fierro en la mano, cayó contra mí y me lo clavó en la espalda.  Me puse pálido y el agua se tiñó de rojo.  Pocos se dieron cuenta de que no era el tinto sobrante.
Antes de desmayarme, llegué a escuchar las últimas palabras de los contendientes:
- ¡Tarado, soltáme!..Te juro que no pasó nada con tu hermana.
- ¡Hijo de puta! Con tantas mujeres que hay, justo con Julia te tenías que calentar.