miércoles, 30 de noviembre de 2016

Samhain

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Paul Fernando Morillo
Lewisville. NC. USA

            Ocurrió al fin del verano, cuando después de tanto tiempo, la vi de nuevo. La noche apenas comenzaba, el aire se estiraba de tibio a frio y el ambiente estaba un poco más helado. Las hojas multicolores, secas, ingrávidas y trémulas asoladas por el viento golpeaban las tumbas del campo santo.     Fue por la algarabía de las hojas, que imitando a un puño chiquito y golpeando las lapidas mudas, que desperté. Este día, en la obscuridad, según los druidas y otros entendidos, se tensa el limite donde descansamos los viajeros, esta frontera pasa a ser más finita, o mejor diría yo, en ese instante el velo se pone más delgado y se rompe, y los vivos de los muertos ya nunca se separan.
            Así fue que, el ritmo de las hojas bailadoras y la oportunidad de la única noche fantástica del año, pulsó mi alma que estaba guindada en la nada, abrí los ojos, me incorporé y caminé. Las casas, las calles habían cambiado, pero mi instinto sabía adónde llevarme. Después de varias cuadras, por cierto fueron treinta y cinco, el mismo número de años que no la había visto, entonces la encontré, y la vi. Más hermosa que nunca, ella fue la última visión que tuve aquella vez.
            Caminaba enjuta apoyándose en una vara de madera más alta que ella, en la parte superior del palo brillaba afilada una pieza metálica, con la forma de un triángulo isósceles pero con la punta mirando hacia el piso. Las manos eran delgadas y groseramente huesudas. Una mano estaba aferrada a la vara de madera y parecía una extensión de la misma, la otra, descansaba en la parte baja de la espalda y la sobaba suave, aliviando un dolor viejo y enconado por el paso de los siglos.
            La seguí a distancia prudente, ella estaba consciente de mi presencia, pero también sabía que todos los negocios pendientes fueron sellados tiempo atrás, yo ya no le debía nada, así que me dejó seguirla.
            Ella buscaba algo o alguien con encendida ansiedad, los ojos oscuros y huecos iban de izquierda a derecha en frenético vaivén, a veces la cabeza acompañaba los trazos de los ojos, incluso, a ella la paciencia eterna de deambular por la tierra cargando muertos, se le estaba acabando, pero, ¿quién por Dios, ha encomendado semejante tarea a tan bella señora?
            La hora marcada en los pies del destino de un joven muchacho asomaba sus pesados segundos por la esquina. A los lejos los faros de un coche se asomaban espectrales. Entonces la mujer actuó, dejó caer un billete disimuladamente en la mitad de la calle, el joven se adelantó a recogerlo y el coche lo golpeó en toda la cabeza, dejándole acostado y sangrante. El auto desapareció con la misma rapidez que asomó segundos antes. La señora, seria, se acercó al cuerpo yacente, lo vio sin mirarlo, acercó el bastón guadaña, lo insertó por debajo de un cordón azul platino, cuya contextura se asemejaba a la plata pura y estaba pegado a la altura de la frente, la pieza a manera de cordón bailaba libre al compás de las hojas y el viento, lo cortó de un tajo. El mozo expiró en ese instante. La bella mujer estiró la mano que frotaba la espalda, nunca aflojaba la guadaña ni por un instante, metió el dedo índice en forma de gancho por donde estuvo el cordón azul plateado, hurgaba con afán hasta que de un tirón  saco el alma del muchacho, la puso sobre su espalda, y desapareció entre el frio viento y las hojas secas del otoño que se instalaba. Yo recordé mi propia muerte hace treinta y cinco años cuando la hermosa muerte me cargó con ella y no sé por qué me despertó de mi descansado sueño. 

sábado, 26 de noviembre de 2016

El pajaro que grita

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Adri Diaz

Argentina


 
Hay un pájaro. Extraño, sí señor. Yo creo que es pájara pero no sé cómo probarlo. No importa. No hace a la esencia de este relato. Lo que interesa es que hay un pájaro o pájara que se ha instalado en nuestra vecindad. En nuestro barrio, en nuestra calle. Sobre nuestras cabezas. Vive allí desde hace un tiempo. Todos nos hemos dado cuenta. Incluso aquellos que no socializan demasiado pero habitan este mismo lugar que nosotros.
El pájaro, la pájara grita toda la noche. Así como se los cuento. Grita y no es un arrullo normal o un gorgojeo no, es un grito. Un alarido constante. Ruidoso, fuerte. Interminable. A veces, en las horas de la madrugada, parece que estuviera poseído. Grita como si tuviese un demonio dentro. No es normal, decimos todos los que habitamos la calle y nos hemos reunido más de una vez a mirar hacia arriba y a conversar sobre el tema. Es un grito ensordecedor y permanente. Comienza como a las ocho de la noche cuando baja el sol, sin falta. Es como un grito de guerra. No sé qué pretende, qué busca. No sé si tiene un plan de destruirnos la cabeza o dejarnos sordos. No lo sé. Sólo puedo asegurar lo que veo. Y eso es, un pájaro o una pájara. Provista de toda rareza.
Anoche ha venido una patrulla. Y luego, tres móviles más. Han bajado de sus coches. Linterna en mano. Han recorrido el lugar buscando al sospechoso. Han mirado por los jardines, entre las ramas y en el follaje espeso. Han apuntado las luces altas hacia arriba y he visto a un par de los uniformados treparse con agilidad a unos pilotes de cemento para poder localizarlo. Se han escuchado sus voces y la del oficial a cargo. El handy, la frecuencia. La radio del comando.  Al final, después de un fuerte operativo, lo han capturado. Lo han bajado del árbol apuntándolo con la metralla y le han puesto las esposas. Lo han metido en uno de los autos policiales y se lo han llevado detenido.
Esta mañana nos hemos juntado los vecinos de la cuadra y hemos comentado sorprendidos: Vaya, pues si que funciona y con qué excelencia, el 911.

#ElPájaroQueGrita


 

viernes, 11 de noviembre de 2016

Morir en el Pescante

 Osvaldo Villalba

Argentina


Muchos no creen en nada, pero temen a todo.

La madrugada del lunes 13 de febrero de 1950 se presentó con una feroz tormenta de verano. De esas que se descargan luego de un día sofocante y pesado. Sin embargo, en la localidad de Ezpeleta, al sur del conurbano bonaerense, la actividad laboral se cumplía con normalidad. En un par de horas, algunos operarios marcharían hacia la localidad de Quilmes a trabajar en la cervecería homónima. Pero también las pequeñas actividades locales se ponían en marcha.

Así, José Echea, más conocido como El Vasco, ataba su yegua Mora, al carro de lechero, que era su fuente de trabajo, sin presentir que ese día moriría en el pescante del vehículo.

A pocas cuadras de allí, Arnoldo Cardozo, alias El Negro, se despertaba alarmado por la tormenta a las cuatro de la mañana.

El Vasco iba, de lunes a viernes, con su carro cargado de tachos lecheros hasta la ruta donde un camión, que venía desde Ranchos, traía la leche recién ordeñada de los tambos de la zona. Luego hacía el reparto, casa por casa, en su barrio y alrededores. Las vecinas salían con su jarra en la que él vertía el líquido con un envase de aluminio que, se suponía, era la medida de un litro. Los sábados no trabajaba porque a la mañana jugaba pelota vasca con sus amigos y a la tarde sufría en la tribuna del Club Atlético Argentino de Quilmes. Trabajador como el que más, su única debilidad era el cigarrillo. O por lo menos a eso le atribuía su agitación y falta de aire cuando jugaba pelota, lo que le provocó desvanecimientos en más de una oportunidad. Su familia no sabía nada porque le había prohibido a sus amigos que lo mencionaran. A los cincuenta años, el Vasco era un tipo respetado, en el barrio por su trabajo y en la tribuna, por su coraje.

El Negro había nacido en Ezpeleta y siempre había vivido en su casa natal. A los veinte años, trabajaba, con su padre y su hermano mayor, en el cementerio de la localidad que, en realidad, era conocido como el “cementerio de Quilmes”, por ser cabeza de Partido. Desde chico había acompañado a ambos en su tarea de cuidar y mantener las tumbas, nichos y bóvedas. Renovaban los jardines, lustraban las placas de bronce, colocaban los mármoles y monumentos, cobrando una mensualidad a los deudos. Su casa estaba ubicada frente al paredón trasero del predio. Su padre había clavado en los ladrillos unos fierros escalonados que ellos usaban, en ocasiones, para entrar al cementerio sin necesidad de dar toda la vuelta hasta la entrada principal o cuando ésta estaba cerrada.

Sus amigos bromeaban cuando lo veían llegar al bar, donde se juntaban a jugar al billar:
−¡Che! ¿No sienten olor a velorio? −preguntaba uno.
−¿Sabés que sí? −decía otro.
−¡Gallego! ¡Tirá un poco de acaroina! –gritaba un tercero dirigiéndose al dueño del bar.

Sin embargo, realmente, lo admiraban.
−¿No te da miedo entrar o quedarte solo después que cierran? –le preguntan.
−¡No! ¡Para nada! ¡A los vivos les tengo más miedo! –respondía riendo.

¿Qué circunstancias se concatenan de tal manera para que, en un momento,  dos actividades rutinarias terminen en una tragedia? ¿Existe una mano invisible que mueve los hilos de cada persona, como si fueran marionetas, y los coloca en el momento preciso y en el lugar indicado para que las cosas ocurran? Los creyentes seguramente se lo atribuyen a Dios, los otros al destino o simplemente a la casualidad.

El Vasco terminó de atar la yegua en medio del aguacero, los truenos y relámpagos. Se apuró a revisar los tarros para comprobar que estuvieran limpios, subió al pescante y azuzó al animal. Tenía que llegar a la ruta antes que las calles de tierra del barrio se hicieran intransitables. Para cortar camino enfiló por la calle de atrás del cementerio.

Arnoldo saltó en la cama con el estampido de un rayo. Todavía somnoliento, se sentó escuchando el silbido del viento y el golpeteo de la lluvia sobre el techo de chapa. Recordó que la tarde anterior su padre le había pedido que dejara las puertas de las bóvedas abiertas para que se ventilaran después del calor sofocante del día. Si las puertas se golpean se van a romper los cristales, además de mojarse los cajones”, pensó, “Mejor me voy a cerrarlas”

Buscó una linterna y, para no perder tiempo, salió con la ropa que tenía puesta: una camiseta musculosa y un calzoncillo tipo pantaloncito, ambos blancos. “Quién va a andar por la calle a esta hora”, pensó. Saltó el muro, tomó el camino que bordea el sector de tumbas más antiguas que sale justo a la calle de las bóvedas. El viento doblaba las copas de los árboles y producía un silbido que, a cualquiera que no estuviera acostumbrado, lo hubiera paralizado. La lluvia arreció de tal manera que su linterna se mojó y dejó de funcionar. Como no se veía nada siguió caminando de memoria. Cada tanto los relámpagos lo iluminaban como para estar seguro que iba bien. Cuando iba llegando a las bóvedas escuchó cómo se golpeaba una puerta con el viento. Corrió y se dio cuenta que el camino había comenzado a inundarse. Fue primero a la de los Losada que tiene subsuelo, rogando que el agua no hubiera rebalsado el escalón. Sacar el agua de allí sería un trabajo de hormigas. Se alegró que no hubiera pasado. Cerró todas las bóvedas sin que se dañara nada. Estaba mojado como si le hubieran volcado encima el tambor donde se junta el agua de lluvia.

El carro avanzaba trabajosamente entre las huellas barrosas de la calle. El Vasco cubriendo, con la palma de la mano para que no se moje, el segundo cigarrillo encendido desde que salió de su casa, estaba parado en el pescante, para ver mejor.

El Negro, feliz porque, pese a la mojadura, todo había quedado en orden, llegó al paredón y empezó a trepar desde adentro. Pasó un pie por arriba del paredón y había empezado a descolgarse, cuando un rayo cayó muy cerca iluminando toda la escena.

Llegando casi a la mitad del trayecto, el Vasco, empapado ya, encendió su tercer cigarrillo, para lo que tuvo que usar varios fósforos, cuando se iluminó la calle y vio, con espanto, una figura blanca que saltaba el paredón del cementerio y se descolgaba hacia la calle.
−¡Dios mío! ¡Dios mío! −gritó tironeando de las riendas.

Arnoldo escuchó los gritos y vio un caballo patinando en el barro. Se dirigió hacia el carro.

El alarido del Vasco llenó la calle. La yegua, al sentir las riendas flojas, se lanzó al galope y el carro se perdió en la noche.

Arnoldo se quedó parado en la vereda sin saber cómo reaccionar. ¿Contaría lo sucedido? Por mucho tiempo le costó conciliar el sueño, sobre todo después de enterarse que habían encontrado el carro, parado junto a la barrera, con el Vasco muerto en el pescante, producto de un ataque al corazón, como se decía en aquella época.






viernes, 4 de noviembre de 2016

Otro pueblo

 

Clide Gremiger

Argentina


 “…cuando uno despierta todo está cambiado
y es como si el pueblo entero se hubiera ido a otro lugar.”
Abelardo Castillo

¿Por qué esperé quince años para volver?
Quince años con las tripas en revoltijo, la garganta agriada por el recuerdo que nunca se hacía pasado. “Allí está él”, me dije mil veces como escudo. “¿Y qué?, para otras cosas sí tuviste agallas”, me picaba la conciencia, siempre tan directa, la muy puerca. Del pueblo me fui con la vergüenza adherida hasta en la valija. Por años me sentí sucia, con el olor de la culpa hasta en el pelo. Nunca más me pude enamorar. “¿A lo que tuviste con él, le llamás amor?”, me vuelve a picotear la muy perversa, que no me deja en paz ni en sueño. No sé cómo le llamo. Nunca lo llamé de ningún modo. Ni su nombre me atreví a pronunciar en todos estos años.
En la ciudad, donde nadie sabe nada de nadie, me hice una vida… “¿Una vida?”, me silba, la chillona. Bueno, hice lo que pude. Estudié, trabajé, me compré un departamento en pleno centro… tampoco es que me quedé quieta. “Ajá… Y cuántas personas te visitaron en ese departamento en pleno centro”, me replica. No tengo ganas de responder, pero debo reconocer que tiene razón: nadie me visitó porque no invité a nadie. Fue una vida de estudio y trabajo. Los hombres que intentaron seducirme me parecían estúpidos, insulsos, escasos de neuronas. Si no fuera que ponía siempre la música para no oírla, podría escucharla diciéndome: “¡Ja, no me digas que él tenías las neuronas de un genio!”.
Y los años se fueron escurriendo hasta ayer, cuando me llamaron para avisarme que mi madre había muerto y que después de quince años ignorándome hasta  por teléfono, pidió por mí. Y decidí venir a su velatorio, a enfrentar las miradas de todos los búhos del pueblo. Y al primero que vi fue a él. “Señorita Lidia, ¿cómo está?”, me dijo. ¡Eso me dijo!
“Y qué esperabas. Él tenía dieciséis y vos cuarenta”, me dice la conciencia siempre tan perfecta.