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Paul Fernando Morillo
Lewisville. NC. USA
Ocurrió
al fin del verano, cuando después de tanto tiempo, la vi de nuevo. La noche
apenas comenzaba, el aire se estiraba de tibio a frio y el ambiente estaba un
poco más helado. Las hojas multicolores, secas, ingrávidas y trémulas asoladas
por el viento golpeaban las tumbas del campo santo. Fue por la algarabía de las hojas, que imitando a un puño
chiquito y golpeando las lapidas mudas, que desperté. Este día, en la obscuridad,
según los druidas y otros entendidos, se tensa el limite donde descansamos los
viajeros, esta frontera pasa a ser más finita, o mejor diría yo, en ese
instante el velo se pone más delgado y se rompe, y los vivos de los muertos ya nunca
se separan.
Así
fue que, el ritmo de las hojas bailadoras y la oportunidad de la única noche
fantástica del año, pulsó mi alma que estaba guindada en la nada, abrí los
ojos, me incorporé y caminé. Las casas, las calles habían cambiado, pero mi instinto
sabía adónde llevarme. Después de varias cuadras, por cierto fueron treinta y
cinco, el mismo número de años que no la había visto, entonces la encontré, y
la vi. Más hermosa que nunca, ella fue la última visión que tuve aquella vez.
Caminaba
enjuta apoyándose en una vara de madera más alta que ella, en la parte superior
del palo brillaba afilada una pieza metálica, con la forma de un triángulo
isósceles pero con la punta mirando hacia el piso. Las manos eran delgadas y
groseramente huesudas. Una mano estaba aferrada a la vara de madera y parecía
una extensión de la misma, la otra, descansaba en la parte baja de la espalda y
la sobaba suave, aliviando un dolor viejo y enconado por el paso de los siglos.
La
seguí a distancia prudente, ella estaba consciente de mi presencia, pero
también sabía que todos los negocios pendientes fueron sellados tiempo atrás,
yo ya no le debía nada, así que me dejó seguirla.
Ella
buscaba algo o alguien con encendida ansiedad, los ojos oscuros y huecos iban
de izquierda a derecha en frenético vaivén, a veces la cabeza acompañaba los
trazos de los ojos, incluso, a ella la paciencia eterna de deambular por la
tierra cargando muertos, se le estaba acabando, pero, ¿quién por Dios, ha
encomendado semejante tarea a tan bella señora?
La
hora marcada en los pies del destino de un joven muchacho asomaba sus pesados
segundos por la esquina. A los lejos los faros de un coche se asomaban
espectrales. Entonces la mujer actuó, dejó caer un billete disimuladamente en
la mitad de la calle, el joven se adelantó a recogerlo y el coche lo golpeó en
toda la cabeza, dejándole acostado y sangrante. El auto desapareció con la
misma rapidez que asomó segundos antes. La señora, seria, se acercó al cuerpo
yacente, lo vio sin mirarlo, acercó el bastón guadaña, lo insertó por debajo de
un cordón azul platino, cuya contextura se asemejaba a la plata pura y estaba
pegado a la altura de la frente, la pieza a manera de cordón bailaba libre al
compás de las hojas y el viento, lo cortó de un tajo. El mozo expiró en ese instante.
La bella mujer estiró la mano que frotaba la espalda, nunca aflojaba la guadaña
ni por un instante, metió el dedo índice en forma de gancho por donde estuvo el
cordón azul plateado, hurgaba con afán hasta que de un tirón saco el alma del muchacho, la puso sobre su
espalda, y desapareció entre el frio viento y las hojas secas del otoño que se
instalaba. Yo recordé mi propia muerte hace treinta y cinco años cuando la
hermosa muerte me cargó con ella y no sé por qué me despertó de mi descansado
sueño.
¡La belleza de lo terrorífico!
ResponderBorrar¡Felicitaciones!